martes, 29 de mayo de 2018

Capítulo CDXLIV.- La ruta de Picasso a un escabeche hipster.


Hace unos días inauguraron en el Museo Picasso de Barcelona una exposición temporal titulada La Cocina de Picasso. No he ido a visitarla todavía, espero hacerme un hueco la semana que viene y verla a mediodía. Primero acudiré solo, para disfrutarla de modo egoísta (pequeñas miserias de un diletante), después sacaré entradas para ir con la familia un fin de semana. A lo largo de estos años he utilizado muchos cuadros de Picasso para ilustrar mis andanzas entre los fogones, Picasso era, sobre todo, un vividor y los vividores suelen tener pasión por los placeres de la mesa, en general por todos los placeres.

El Museo Picasso, el que está en Barcelona, ha dejado de estar en Barcelona. Me explico, está en la calle Montcada nº 5, en pleno barrio del Borne, muy cerca de la Iglesia de Santa María del Mar. Territorio turístico. Desde hace ya muchos años esa zona está invadida por los turistas, las calles son estrechas, incómodas, atestadas de guiris con sus teléfonos móviles a fuego vivo, haciéndose selfies, guías en mano y aspecto despistados.

Los callejones siguen oliendo a orines y a basura, se acumulan supermercados abiertos 24 horas y tiendas se souvenirs. Conviven turistas recién bajados de los cruceros, ávidos de exprimir la ciudad en apenas unas horas, con inmigrantes laboriosos que son quienes regentan la mayoría de los comercios de la zona. Todo un mestizaje.

Todavía quedan algunos restos de la vieja Barcelona cool, aquella que quería hacer del Borne un espacio culto y elegante. Todavía se encuentran algunas tiendas de ropa y de arte, algunos anticuarios, pequeños restaurantes de barrio.

Paseo de vez en cuando por la zona del Borne, no está lejos de mi trabajo. Puede que yo también sea un turista en Barcelona, no soy de aquí, aunque lleve ya 26 años. Lo de tener espíritu de guiri te permite llegar a sitios imposibles, a esquinas poco recomendables. Los barceloninos de pro echan pestes del barrio gótico, en general echan pestes de todo lo que esté por debajo de Diagonal.

Seguramente no será que el Museo Picasso haya dejado de ser parte de Barcelona, sino que la mayoría de los barceloneses, puede que de los catalanes, han dejado de ser de Barcelona. Barcelona es un territorio incómodo para los que se definen como nuevos catalanes. Tienen un problema porque en la ciudad viven más de un millón de personas. Barcelona se ha convertido en tierra de nadie, en una especie de Manhattan de medio pelo que incomoda a propios y a extraños, una ciudad ingobernable que todos desean, sin embargo, controlar. Puede que sea la última joya de la corona.

Veo que me estoy desviando de mi plan inicial. Había empezado a escribir sobre la exposición de Picasso y la cocina, he terminado divagando sobre mi impresión sociológica de la ciudad. Mal vamos.

Todavía ajeno al impacto que la exposición tendrá en mis fogones, seguro que algún impacto tendrá. De momento me conformo con hacer algunos experimentos en la cocina. Experimentos no muy complicados, casi juegos.

Durante los últimos meses he convertido el Canal Cocina en mi canal de referencia, en él me refugio huyendo de telediarios incendiarios, de tertulias que giran entorno a diferentes ombligos. Tenemos el país hecho una pocilga, la basura rebosa por cualquier esquina. Tenemos gobiernos de arribistas, vocingleros, funcionarios mediocres y aventureros sin mucho escrúpulo. El futuro no parece que vaya a ser mucho mejor ni aquí (nos gobiernan unos descerebrados que elogian a viejos pistoleros), ni allí (nos gobiernan las cenizas de lo que pudo ser un gran país que se quedó en casi nada). Pocas esperanzas quedan más allá de ganar el mundial de futbol.

Pocas luces en el futuro político del país, pocos proyectos colectivos que permitan construir un futuro común que sume y que deje de utilizar el insulto como instrumento de expresión. En estas circunstancias los fogones son el mejor exilio.

Veo que de nuevo me tuerzo y sigo divagando.

Como decía, acudo al Canal Cocina como puerto franco, no es que me entusiasmen sus programas, los cocineros telegénicos cada vez son más impostados y hay días en los que termino hastiado de tanto cupcake o de tanta comida Healthy, sin embargo, la programación de Canal Cocina es mucho menos tóxica que la de las cadenas convencionales.

De entre el marasmo de programas saco algunas ideas, algunas recetas que suelo incorporar a mis rutinas. Hace poco, mientras compaginaba el rellenado de un Sudoku con un espacio de un cocinero joven que se forzaba por parecer simpático y natural cocinando en medio de un bosque (lo de cocinar al aire libre se ha convertido en tendencia), quedé imantado por una receta sencilla, un escabeche de bonito. En realidad, quedé atraído por una técnica no pensé que estuviera al alcance de mi mano: La cocina a baja temperatura.

Seguramente habrá quien defienda que la cocina a baja temperatura no deja de ser una moda snob (creo que ya se ha dejado de utilizar la palabra snob). Yo hasta hace pocos días huía como de la peste cuando un cocinero promocionaba la cocina a baja temperatura, pensaba que era una misión imposible que obligaba a una inversión tecnológica importante entre envasadoras al vacío y ollas de cocción lenta con nombres imposibles.

Una de las virtudes del programa que me sedujo fue la sencillez técnica. El programa tenía todos los elementos para que hubiera apagado la tele: Un cocinero que se hace el simpático forzando una sonrisa que en realidad parece que tuviera cistitis. Una presentación en apariencia natural en mitad de la campiña, con una larga mesa de madera con un fogón portátil de vitrocerámica, una tabla de madera para cortar y varios recipientes con los distintos ingredientes. Además, el invitado del día era Toni Cantó, que ya me mosqueaba como actor y que me sigue mosqueando como político.

Pese a todos los pesares, surgió la magia, abandoné el Sudoku, subí el volumen del televisor y quedé prendado. Puede que al final sea un hombre sin principios.

Tomé cumplida nota de los ingredientes y los pasos a dar.

Ayer, aprovechando un mediodía tonto en el que de repente quedaron liberadas un par de horas, probé la receta en casa. Intenté hacerla durante el fin de semana, pero una serie de imprevistos cotidianos retrasaron mi experimento, así que el pescado tuvo que congelarse para aguantar hasta el lunes.

No encontré ventresca de atún, por lo que tuve que utilizar supremas de salmón (4 supremas sin espinas).

Para hacer el escabeche partí de una receta que ya tenía interiorizada y que creo que he compartido varias veces en el blog (http://undiletanteenlacocina.blogspot.com.es/2016/06/cap-ccclxxxv-hecatombes-premoniciones-y.html).

Saqué una sartén grande, ya vieja (el vinagre es un ingrediente muy agresivo que degrada los protectores de las sartenes más nuevas). Puse un chorro generoso de aceite de oliva y, mientras se atemperaba el aceite, piqué un puerro en bastoncitos no muy finos. Fuego suave por favor.

Mientras se rehogaba el puerro piqué un par de zanahorias previamente peladas. También en bastoncitos no muy finos, del tamaño del dedo meñique de un bebé.

Añadí la zanahoria al sofrito y removí un poco con un cucharón de madera.

El tercero de los ingredientes fue un calabacín, lavado y cortado también en bastoncillos de tamaño similar. Los pasé a la sartén y le di a todo un nuevo meneo.

El cuarto ingrediente un pimiento rojo, de los grandes y carnosos. Lo sometí a la misma operación y cortado.

Como toque imprevisto corté en juliana fina medio bulbo de hinojo que pasó también al sofrito.

Moviendo con suavidad, llegó el momento de la sal (una cucharadita de café), unos granos de pimienta roja y dos hojas pequeñas de laurel (estoy apurando una bolsa que está ya en las acaballas y sólo quedan briznas de laurel. Tendré que reponer).

Dudé entre varias especias y al final espolvoreé un poco de orégano (estoy en fase oreganosa) y una pizca de mostaza en polvo.

Tapé la sartén para que las verduras sudaran sin perder mucho líquido.

Exprimí una naranja (el zumo ocupó ¾ partes de un vaso de zurito, de los de 220 centímetros cúbicos). Añadí el zumo al guiso.

En el mismo vaso que había puesto el zumo puse un chorro de vinagre de jerez, poco menos de la mitad del vaso. Puse el vinagre en la mezcla de verduras.

Subí un poco el fuego y retiré la tapa de la sartén, me llegó una bocanada de guiso ligeramente avinagrado, todo un placer.

A fuego alegre añadí finalmente el mismo vaso colmado de agua. Dejé que aquello empezara a hervir. Conviene que las verduras estén al dente. Cuando rompió a hervir bajé otra vez el fuego al mínimo y volví a poner la tapa.

Puse un cazo grande con agua, no conviene llenarlo hasta el borde, sólo a la mitad. Lo puse a calentar.

Saqué los lomos de salmón de la nevera (se habían estado descongelando a lo largo de la mañana), los salpimenté tacañamente y metí cada uno de ellos en una bolsa de plástico de las de congelar (las bolsas zip de cierre hermético). Tenía cuatro lomos, así que preparé cuatro bolsitas, en cada bolsita un lomo de salmón, tres cucharadas del escabeche tibio y otras tres cucharadas de agua. Cogiendo las bolsitas por las puntas las sumergí lentamente en el agua caliente (en el programa de la tele indicaban que el agua debe estar a temperatura constante de 60º. Para mantener la temperatura jugaban encendiendo y apagando el fuego). El calor del agua hace que el aire que hay en la bolsa ascienda y permite cerrarlas casi al vacío (es un vacío de andar por casa).

Aprovechando el calor hay que ir sumergiendo y cerrando cada una de las bolsas herméticamente ya que la gracia es que no entre nada de agua en el interior.

Puse dos bolsitas de salmón en la olla caliente, las otras dos bolsitas fueron al Thermomix (agua hasta la mitad, el cestillo de cocción en el interior, velocidad 2 y 60 grados de temperatura). Como el cestillo del Thermomix no es muy grande sólo cabían dos bolsitas. Las otras dos quedaron en la olla con agua caliente, allí la gestión de la temperatura es más complicada y tuve que gestionarla a ojillo, metiendo el dedo en el agua caliente y calibrando de modo intuitivo, subiendo, bajando o apagando la llama mientras trajinaba otras tareas caseras.

El tiempo de cocción del salmón 20 minutos.

Se saca rápido, en cuanto pase el tiempo marcado, y se emplata el salmón que se cuece con el jugo del escabeche.

El resultado espectacular, sobre todo el de los dos lomos cocinados en el Thermomix. La carne del salmón quedó rosada, apenas cocinada. Las lascas salían con facilidad y la verdura en escabeche le daba un sabor extraordinario.

Los lomos cocinados en la olla y con la temperatura a ojo quedaron también bien, un poco más cocinados. Resultado más que satisfactorio, aunque sin el punto entre crudo y no crudo conseguido con la temperatura constante.

Prueba superada.

En breve me escaparé al museo Picasso, pasearé entre turistas zombies, resistiré estoicamente los calores húmedos de la ciudad, los malos olores del Borne.

En el catálogo de la exposición de Picasso y la cocina han reproducido una escultura divertida, una figura de mujer hecha con instrumentos metálicos de cocina. Una especie de criatura de Frankenstein salida de los cajones de la cocina. Un homenaje a la vida mestiza.
Cabeza de mujer - Pablo Picasso

sábado, 19 de mayo de 2018

Capítulo CDXLIII.- A vivir, que son dos días.

Hace años que participo en una tertulia radiofónica sobre temas de justicia, solían convocarnos los domingos, cada mes o mes y medio. En un principio la plantilla no era estable, dependía de disponibilidades y de temas de actualidad. No solíamos coincidir en el estudio, el programa se emitía desde Madrid y era habitual que los contertulios habláramos desde distintas ciudades, incluso sin conocernos. De hecho yo no conocía personalmente al director del programa, aunque hubiéramos conversado en innumerables ocasiones.
Hace poco menos de un año la responsable de la tertulia me llamó para proponerme un ajuste, ya no intervendríamos en directo, sino que grabaríamos unos días antes, querían darle otro color a la conversación, hacerla menos impostada. Ya no tendríamos que madrugar los domingos, sino que acudiríamos un jueves o un viernes a una coctelería a conversar. Querían, además, que la plantilla de contertulios fuera estable, que nos reuniéramos siempre las mismas personas entre copas y ruidos de bar. Con cierta sorna, la tertulia se llama Ideal de Justicia, porque nos reunimos en una coctelería de las de toda la vida de Barcelona, la coctelería Ideal, en la calle Aribau.
Me sentí muy honrado con la invitación, en mi caso, más allá de algún destello puntual y ya pasado, lo cierto es que mis rutinas profesionales son poco luminosas y mis opiniones una más.
Pese a mis reticencias iniciales, al final el ego ha podido mucho más y acudo con normalidad a las convocatorias.
No vivimos buenos tiempos, son tiempos grises sobre todo para la justicia. Durante los meses de nuestro ideal de justicia hemos pasado por las turbulencias judiciales del procés catalán, que hemos sufrido y sentido de primera mano. Hemos tenido que hablar de lo lenta y desigual que es la justicia, de las contradicciones del sistema, de sentencias que han rechinado en los oídos de la gente de la calle. Nos ha tocado ser críticos, aunque no hemos perdido nunca la amabilidad en nuestros comentarios.
A mí me daban pánico las tertulias de los medios de comunicación, me resultaban estridentes, los tertulianos meros histriones. Me puse como regla íntima y fundamental que abandonaría las convocatorias en cuanto hubiera un grito. Han pasado ya muchos años, muchas personas, algunas de ellas muy notables y no nos hemos dicho ni una mala palabra, ni una sola voz que altere el diapasón. Discrepamos con suavidad y, a veces, incluso nos da tiempo a la ironía.
No sé muy bien cómo se nos escucha ya que por fas o por nefas evito escucharme en la radio.
Desde hace meses me rondó la idea de invitar a mis contertulios a casa a comer, invitarles a que descubrieran que tras la toga había un mandil. Costó un poco formalizar la convocatoria, hemos tardado varios meses hasta encajar agendas ya que el director del programa quería asistir.
Finalmente, el pasado jueves los astros se alinearon y vinieron todos a comer, técnico incluido, ya es un elemento más del reparto de opinadores y sus opiniones, hechas antes o después de empezar a grabar, siempre son bien recibidas.
Me puse a diseñar el menú una semana antes, tenían que ser platos no muy complicados, del gusto de todos, fáciles de compartir y gestionar porque debíamos compaginarlos con la grabación en directo del Ideal de Justicia, una grabación un tanto a ciegas ya que los responsables no conocían ni mi casa, ni el menú.
Yo, partidario siempre de complicar un poco más las cosas, le dije a un amigo, absolutamente ajeno a la justicia y a sus recovecos, que viniera a comer a casa también, así que nos juntamos nueve personas, convocadas, en principio, a las dos de la tarde de un día lectivo.
Me hacía especial ilusión agradecer a mis compañeros su comprensión, su sabiduría, su tolerancia y su buen humor. Creo que el día a día nos lleva a ser poco afectivos, a integrar la vida en rutinas que nos aíslan, por eso quería expresarles a mis compañeros ese cariño conseguido a fuerza de escucharnos y medir nuestras palabras.
El jueves amaneció Barcelona con un día claro, una jornada templada de mediados de mayo en la que da gusto salir a la calle, escaparse un poco antes del trabajo. Yo había adelantado algunos platos los días anteriores, bases que facilitarían mi trabajo en los fogones. Pese a todo, lo cierto es que a las 8 de la mañana llevé a los niños al colegio, fui a trabajar deprisa y corriendo con el fin de cumplir con mis obligaciones profesionales. A las 12 en punto estaba en la cola de la pescadería para recoger el pedido. El trato era claro, si el producto era de mala calidad o estaba por debajo de las expectativas creadas, el pescadero sería desescamado en público durante la tertulia. Como contraprestación Jordi, el pescadero, reclamo que si el producto era del agrado de los comensales sería excelsamente loado.
Convoqué a mis invitados a partir de las dos y cuarto del medio día, los que venían de Madrid anunciaron que llegarían un poco antes para instalar el equipo y comprobar que realmente cocinaba. Yo, temeroso del señor y escaldado en mil batallas, había adelantado algunos platos y la mesa quedó puesta la noche antes. Una larga mesa con nueve cubiertos completos.
A la una y cuarto tocaron el timbre por primera vez, mantuve la calma. A la una y media estábamos ya casi al completo, con la tertulia montada en la cocina mientras ligaba el pil-pil.
Empezamos a grabar ya en la cocina, con las primeras cervezas y aperitivos, no sé muy bien qué y cómo se grabó, yo iba trajinando como podía.
A las dos estábamos ya sentados a la mesa, un mar de copas, vasos y micrófonos. Estábamos tan animados charlando que no hicimos una sola foto, sólo quedó la huella de la voz.
El menú no muy complicado:
De aperitivos una almendras marconas recién fritas con mojama y unas huevas de merluza con muselina de mostaza sobre unas hojas de endivia.
Ya en la mesa llegó una gran fuente de mejillones cocidos con tomates cherry y albahaca (mejillones de roca, no muy grandes, con un sofrito de cebolla, tomate, albahaca y pimienta. Con una cucharada de harina para que no se deshidraten los bivalvos).
Después vino un salmorejo con unas gambas rojas.
Pasamos a los segundos con una ensalada de tomates corazón de buey y burrata, adornada con anchoas del cantábrico.
El plato de fuerza era un bacalao al pil-pil, que ligué rodeado de contertulios que disfrutaron con la magia del colágeno del Bacalao. A la salsa le di un punto de wassabi para que alegraran un poco.
Dos postres al final: Unas fresas con nata recién montada (postre rojiblanco para celebrar la victoria del atleti) y unos flanes caseros que había cuajado dos días antes.
Entre idas y venidas, platos, copas, vasos entrando y saliendo. Botellas circulando a lo largo de la mesa. Fuimos trabando conversaciones sobre casi todo, hasta completar, con los cafés y unos dry Martini que meneé en recuerdo de nuestra coctelería de referencia, nos dieron casi las cinco. Creo que al final quedó más de una hora de grabación, suficiente para cubrir el tiempo asignado.
Mañana domingo escucharemos si todo quedó finalmente bien. Yo, en todo caso, encantado de haber cumplido con mis amigos.
Durante los días previos cociné con Eels como banda sonora, me estoy leyendo la biografía del líder de la banda, un tipo curioso capaz de sobreponerse a las mayores tragedias. El libro se lee muy bien.

Acompaño la entrada con una escultura de Manolo Valdés, la mitad del Equipo Crónica, está expuesta en Valencia, todo un canto a la luz y a la alegría. He conseguido una fotografía con una luz increible, una escultura vital
Resultado de imagen de manolo Valdés Valencia

martes, 15 de mayo de 2018

Capítulo CDXLII.- De derrota en derrota.


«De derrota en derrota hasta la victoria final».

Es una frase de Winston Churchill para intentar infundir ánimo a la población civil en la época más dura de la Guerra Mundial.

A lo largo del pasado 9 de mayo me acordé varias veces de esta frase, con la secreta esperanza de la victoria final.

El pasado miércoles viajé a Madrid, era el día de Europa y me habían invitado a participar en un seminario sobre jurisprudencia europea, organizado por distintas universidades y a celebrar en la Universidad Complutense de Madrid, mi facultad.

Tomé el Ave de las 7:40 de la mañana, con tiempo suficiente para poder llegar a la inauguración y participar en las distintas mesas redondas que se celebraban a lo largo de la tarde. Me habían propuesto hacer la intervención final para despedir el acto. Mi billete de regreso a Barcelona era en el tren de las 21:25 horas, el último del día, en principio tenía una cena importante en Barcelona a la que no llegaría en ningún caso.

La puntualidad ha dejado ya de ser una virtud, mi intervención final estaba prevista a las 20:15 horas, disponía de poco más o menos 10 minutos para cerrar la jornada con una intervención en la que hablaría de la película Sin Perdón, de Clint Eastwood, mi idea era utilizar la película para intentar desmitificar la función de los jueces.

A las 20:30 horas el salón de actos no se había abierto, se iban agolpando tranquilamente los asistentes a la jornada, salían de las distintas mesas redondas y talleres, gente venida de casi todas las universidades españolas. Abrazos, saludos y ganas de marchar a cenar. No me quedó mas remedio que advertir a los organizadores que mi tren salía en poco menos de una hora, no quería ser descortés, ni mucho menos, con mis anfitriones, pero la situación estaba empezando a ser angustiosa.

Por fin se abrió el salón de actos y se fueron sentando los asistentes. Yo había colocado mi reloj sobre la mesa. La ventaja de un auditorio ya cansado es que una intervención breve y con un punto frívolo se agradece, así que empecé a contar las aventuras de los pistoleros en Big Whiskey, su mala puntería, sus lloros en el cuarto de baño, su falta de principios, el choque entre ley y justicia… Los minutos pasaban sin piedad.

A las 20:48 concluí mi intervención y salí como alma que lleva el diablo, sin quedarme a recibir los aplausos de cortesía. Mientras abandonaba el edificio tecleaba nervioso el encargo de un Cabify, quien conozca la zona de la complutense sabe que no es fácil encontrar taxi en Madrid a esa hora y por aquellos lugares, además en Cabify te cargan el trayecto directamente a la tarjeta, un precio cerrado antes de iniciar el viaje, mucho más económico que el taxi convencional.

En la pantalla de mi teléfono indicaban que el vehículo llegaría en 5 minutos, al final fueron tres. Salí a la carretera a recibirlo con el reloj al filo de las nueve de la noche.

En el navegador del vehículo indicaban que llegaría a mi destino a las 21:35, 10 minutos después de la hora de salida. Catastrófico.

El conductor preguntó: ”Prisa”. Contesté: ”Un poco”. Continuó: “pues esta Madrid fatal”. Me infundió ánimos.

Mientras el coche enfilaba en dirección contraria a la que pensaba correcta, empecé a navegar por internet buscando una alternativa en avión. Catastrófico, ya no hay vuelos nocturnos a Barcelona, el único avión disponible salía a las 21:45 horas, imposible llegar al aeropuerto.

El conductor entró en un puente de nueva planta, lleno de limitaciones de velocidad y de advertencias de radares. El conductor no subía ni un kilometro del límite indicado. Ambos en silencio.

Sin embargo, obró lo que parecía un principio de milagro ya que la hora estimada de llegada se fue reduciendo y estaba ya sobre las 21:25 horas. Pequeña alegría pues el control del tren cierra dos minutos antes.

Salimos del centro por la plaza de Pirámides, yo empecé a halagar al conductor y las bondades del servicio. El chico, seco pero correcto, me dijo que era bueno para el cliente, pero que para el conductor era un suplicio, horarios infinitos, poca cobertura económica, jefes tiránicos. Él estaba estudiando para pasar las pruebas del taxi y comprar una licencia.

Hilvanamos varios semáforos en verde. Arañamos unos minutos más al reloj. A las 21:20 horas estábamos en la entrada de Atocha. Salí disparado del coche, arranqué un largo sprint hacia la puerta de entrada, las rampas de descenso al control de equipajes. En la primera curva salieron despedidos varios papeles de mi mochila, mal cerrada. Me revolví sobre mí mismo y cogí al vuelo carpetas y documento.

No había cola en el control, de hecho, no salían más trenes. Lancé la mochila dentro del scaner. Las 21:22, había batido algún record mundial de la distancia. Pese a ello la puerta de entrada del Ave era la tercera, es decir, al final del largo hall. Menos mal que la azafata que controlaba el acceso final mi hizo un gesto que tomé como de esperanza. Me indicaba que ralentizara mi paso, no sé si porque ya no había remedio o si se apiadaba de mí.

Pasé el control final con cierta calma, el tren estaba esperándome y todavía tras de mi llegaban un par de viajeros todavía más rezagados.

Entré por el primero de los vagones, dispuesto a recorrer el pasillo con la tranquilidad de saber que no había perdido el tren, había evitado la catástrofe de tener que dormir en un hotel cerca de la estación y coger el primer Ave de la mañana siguiente, que salía a las 5:30 de la mañana. Si eso era poco, peor era decir en casa que había perdido el último tren.

El último Ave estaba atestado. Yo caminaba victorioso por el pasillo, buscando mi vagón y mi asiento. El titánico esfuerzo empezaba a pasar factura y rompí a sudar, una catarata de sudor.

Paré en el vagón bar y compré dos botellas de agua de las de medio litro, del primer trago agoté la primera de ellas, eso acentuó el ritmo del sudor.

El último Ave del día normalmente va lleno de derrotados, muchos de ellos habían viajado conmigo por la mañana. Ahora estaban ojerosos, las camisas desenfaldadas, los cuellos desbocados, las chaquetas como acordeones. Las mujeres con el maquillaje que las convertía ya en un pingajo.

Los más atrevidos se aflojaban el nudo de la corbata, otros incluso se la habían quitado ya. Yo soy de los que al entrar en el tren ajusto el nudo un poco más e intento que los faldones de la camisa vuelvan a su ser. Si el nudo se afloja me derrumbo.

En ese último Ave es esencial no dormirse, porque si te das una cabezada te juegas la noche. Hay que mantenerse firme, erguido, en guardia.

El último Ave de la noche es el Ave de los derrotados, de los que no tienen muchas más opciones. Gente ya sudada, sobre todo con los primeros calores, sometida al malcomer de un día fuera de casa, llegan efluvios a embutido barato, a tortillas de patata hechas con huevo artificial y sándwiches con queso industrial. El café huele ya amargo y la fatiga convierta a todos en zombis irritables.

La gente ya no se preocupa de escuchar música con auriculares, las conversaciones por teléfono son ya indiscretas, nadie acude a la plataforma para llamar.

Los vagones atestados. Avancé a duras penas, mandé un mensaje a casa diciendo que había cogido el tren en hora. Me acomodé en mi asiento, a mi lado una chica china tecleaba frenética el teclado de un teléfono de gran envergadura, el texto que escribía era en grafía oriental. El contacto físico codo con codo en el tren nos convierte en comadres involuntarias. Tenía el cargador del teléfono enchufado, un cargador con adaptador que impedía que yo pudiera conectar mi ordenador o mi móvil.

A duras penas pude sonreírla y gesticular que debía conectar alguno de mis aparatos. La chica, todo amabilidad, desconectó su aparatoso cargado y dejó que colocara el mío, luego encajó como pudo sus instrumentos y, sin dejar de sonreír, me preguntó que de dónde era. Le contesté en inglés. Ella quedó sorprendida de mi buen nivel de inglés, lo que evidenciaba que su inglés era nefasto ya que el mío es de mera supervivencia.

Mantuvo el interrogatorio, sobre mi profesión, el motivo de mi viaje y sobre lo que escribía en la pantalla. Yo lucía mi anillo de casado como escudo protector e intentaba responder con frases vagas pero cordiales. Ella me dijo que trabajaba en una fábrica de gafas en chica, como diseñadora y que  viajaba a Barcelona para conocer el funcionamiento de Inditex, tenía programada varias visitas en Barcelona. Me indicó que la gran maleta que se mantenía milagrosamente suspendida sobre la bandeja que había encima de nuestra cabeza era suya. Recé para que no nos descalabrara.

Me ajusté los cascos para intentar desconectarme de mi acompañante accidental. Ella se hizo un ovillo imposible con la intención de descabezar un sueño, consideré que no era conveniente advertirla de su error, pero aquella ráfaga de sueño me daba tranquilidad.

Yo me sumí en meditaciones profundas, no había dejado de sudar, mi camisa Oxford azul estaba empapada y yo me preguntaba porqué seguían de moda los pantalones de tiro bajo, los que hacen que quienes somos de natural robusto no podamos disimular nuestras carnes tolentas, que se precipitan por encima del cinturón. Si optamos por los pantalones de tiro alto corremos el grave riesgo de parecer paletos o anticuados, así que, mientras imperen las modas, nuestras lorzas asoman sin rubor.

Fruto de esa reflexión decidí no someterme a los riesgos de los bocadillos gomosos y caros del Ave. Me conformaba con dar traguitos cortos a la botella de agua.

Es difícil no sucumbir a las oleadas de sueño que circulan por los vagones. Resistí como pude, primero trabajando, después leyendo El Coloso de Marusi, un libro de viajes por Grecia de Henry Miller. Era complicado resistir, sobre todo cuando la compañera de mi derecha, que seguía aovillada, resoplaba feliz y ajena al tiempo.

La cobertura de internet fallaba, además me había dejado el pincho en casa y sólo podía valerme de la red intermitente del móvil. En estas condiciones también se complicaba lo de sacar a pasear al diletante.

Entorné los ojos para concentrarme, bien es verdad que estaba a punto de vencerme el sueño, pasaban ya de las 22:00 horas y hay que ser un animal mitológico para resistir.

Llevaba días pensando en escribir sobre el orégano, creía que obtendría mucha información. Había revisado en vano los libros de cocina de casa, incluso los libros sobre especias que había comprado últimamente. Miles, millones de recetas llevan orégano, hay cientos de referencias puntuales en los libros, pero poca información articulada.

Intentaba recordar a qué olía y a qué sabía el orégano, que me aportaba cuando cocinaba con él.

Es muy complicado describir sabores y olores, siempre hay que referenciarlos a sabores y olores que estén el acervo común de quien pueda leerte o escucharte. Describes poniendo en referencia con algo.

El orégano es una planta aromática compuesta por un estearopteno y dos tipos de fenoles, principalmente carvacrol y en menor proporción timol. Las raíces contienen estaquiosa y los tallos sustancias tánicas (Wikipedia dixit).

Los fenoles consumidos en altas cantidades pueden llegar a ser tóxicos, no en vano se liberan fenoles con la combustión de la gasolina.

Los fenoles son volátiles, cualidad de lo aromático. Antiguamente el orégano se utilizaba como un potente desinfectante, los ácidos aromáticos tienen gran capacidad destructora de las bacterias. También hay referencias al orégano como sustancia fumable.

Cuando es complicado describir un elemento de cocina los recetarios dicen que su uso aporta personalidad, y se quedan tan anchos.

El orégano suele utilizarse en su versión seca, de hecho, es mas conocido, o por lo menos reconocible, su sabor y olor cuando se utiliza seco. He tenido muy pocas ocasiones de probar orégano fresco. Tiene cierto sentido no usarlo fresco ya que la presencial de fenoles es más intensa en las hojas frescas lo que puede llevar a que las comidas amarguen.

En el blog Diario de un Brocheta aseguran que su sabor es cálido y aromático, ligeramente amargo y con un toque acre.

Normalmente el orégano se utiliza con otras especias (pimienta, albahaca) y entre todas sirven para amalgamar un guiso, o para eliminar el punto ácido del tomate o del queso.

El uso del orégano garantiza a quien cocina cierto poder evocador, quien pruebe un plato condimentado con orégano inevitablemente se hundirá en el recuerdo de las salsas italianas (sobre todo la salsa al ragú – lo que aquí llamamos boloñesa) y las pizzas más sencillas. Conseguir ese influjo evocador es garantía de éxito.

Mis disquisiciones sobre el orégano me llevaron a plantearme un reto sencillo, del de cocinar un plato donde el elemento predominante fuera el orégano, así sería capaz de sintetizar sus virtudes, de describirlo con mayor precisión.

Puede que me venciera el sueño y diera, al final, alguna cabezada.

Pocos minutos antes de llegar a la estación de Sans en Barcelona, las ánimas que vagaban tristes por los vagones se incorporaron, reconstruyeron sus ruinas, engancharon sus maletines y bolsas de viaje y acudieron hacia las salidas. Las colas reconfortan a los moribundos. A todos nos conducía la voluntad de huir del tren, como si fuera a precipitarse al vacío en unos segundos.

Hombres y mujeres inquietos, viendo como el tren avanza por largos andenes que desde minutos antes de llegar a la estación flanquean su ruta. El contacto humano se comprime y con él el intercambio de olores, no muy agradables al filo de la medianoche.

No salí de entre los primeros, mis hábitos corteses me impiden dar empellones y suelo ayudar a los turistas que viajan cargados, son los únicos joviales en el Ave de la medianoche.

Mi cortesía hace que llegue rezagado a la fila de los taxis, aunque la posibilidad de respirar al aire libre unos minutos me reconforta.

El recorrido en coche hasta casa se hace pesado, sobre todo si el taxista es inexperto y te pide indicaciones. Mi barrio está en obras y hay un pequeño laberinto, nada mitológico, para conseguir llegar a la puerta de mi casa.

Llegué pasadas las doce, la casa en silencio, todo el mundo dormido. Hay un pequeño código no escrito que me obliga a hacer el mínimo ruido posible, a no perturbar el sueño de la familia. Romper ese primer golpe de sueño está castigado con la ira.

Me desnudé a oscuras, en el salón, dejando las prendas colgadas sobre los respaldos de las sillas. Por fin me quité la corbata.  Entré a tientas en la cocina, di un bocado a unos filetes de lomo de cerdo con queso que habían sobrado de la cena de los niños (es imposible domeñar al devorador que llevo dentro). Abrí el cajón de las especias, encontré el bote con orégano y dí una profunda bocanada, un festival de fenoles y taninos que esperaba me condujera al sueño.

No pude encender la luz para leer, me costó conciliar el sueño. Las noches que llego de viaje quedo en una duermevela intelectualmente creativa (llegan pequeñas oleadas de sueño que te colocan al borde de la ficción, consigues tener ideas muy brillantes que se han olvidado antes del amanecer). Lo cierto es que el orégano estuvo rondándome toda la noche, por lo menos hasta las 6 que me levanté, cansado de dar vueltas.

Volví a inspirar otra bocanada de orégano. Ordené la ropa dispersa por el salón.

Pasé la mañana como buenamente pude y, al llegar el mediodía, compré calabacines y champiñones. Puse a hervir abundante agua para cocer unos spaguetis.

Piqué primero los calabacines en pequeños dados, los coloqué en un tupper de cristal de esos que tienen la tapa con una pequeña válvula para que respiren los alimentos. Salé ligeramente los calabacines picados y les añadí un chorro generoso de aceite. Programé el microondas a máxima potencia y dejé que se cocieran en su propio jugo. Pasados los primeros 2 minutos espolvoreé sobre ellos una pizca generosa de orégano, otra pizca mucho más generosa fue al agua donde se cocinaría la pasta.

Lavé y limpié los champiñones, los corté en cuartos y los incorporé al tupper con los calabacines ya medio cocinados (llevaban poco más de 5 minutos en ese proceso que cabalga entre el hervido y el sofrito). Añadí un poco más de sal y otra pizca, más comedida, de orégano. Reprogramé cinco minutos.

Mientras aquello se cocinaba piqué una cebolla hermosa, las cebollas tienen que ser hermosas y tersas. También fue al tupper y también se sometió a unos minutos de radiación.

Creo que al final la verdura no estuvo más de doce  o trece minutos en guiso, me gusta que quede un poco entera.

Los espagueti estaban ya cocidos. Los escurrí, apartando un poco de agua de cocción, los había dejado al punto.

Una vez escurridos aproveché la olla en la que los había preparado para voltear el contenido del tupper, antes engrasé el fondo de la olla con un chorro de aceite de oliva. A fuego muy suave reanimé a las verduras y añadí la pasta recién cocida con un cuartillo del caldo de cocción. En la nevera  había unos tomates cherry que también fueron al guiso.

Añadí una nueva pizca de orégano al combinado, no en vano el platillo era un homenaje a este condimento. Dejé que cociera todo tres minutos y luego alagué el fuego sin levantar la tapa. Ya estaba preparado el guiso que me permitiría reivindicar al orégano.

Ni decir tiene que me supo a gloria, puede que porque el día anterior había malcomido y el desayuno tampoco había sido ejemplar. Un plato de pasta siempre es un plato de pasta.

Para acompañar al plato he elegido un cuadro de Turner, una explosión de luz. Turner, sobre todo en su última época, fue un genio de la luz. Se sintió fascinado por los trenes, como yo.
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jueves, 3 de mayo de 2018

Cap. CDXLI.- Del caldo al ramen y del ramen al caldo. Una estupidez circular.


Parece que empiece como las películas de la Guerra de las Galaxias: “Hace mucho tiempo en una galaxia muy lejana”. Mañana día 4 de mayo es el día de la fuerza (May the force by with you). A partir de ese juego de palabras (May the fourth), los cuatros de mayo se celebra el día de star wars.

Me he levantado pronto, estoy muy disperso, puede que eso justifique que ya desde la primera frase empiece a derivar.

Lo cierto es que quería escribir sobre un recuerdo de mi adolescencia, una tontería, como siempre. Hubo una época, cuando cumplí 18 años, que iba a estudiar al Ateneo de Madrid; la verdad es que estudiaba poco, terminé presentando películas para el cine fórum del Ateneo (pocas sesiones, es verdad), para una de ellas invitamos a Fernando Trueba y Antonio Resines, queríamos revisar Ópera Prima. Recuerdo que para arrancar el debate le dije a Trueba que quería hacerle una pregunta que podía resultar un poco tonta. Con gesto serio me miró y me dijo que si la pregunta era tonta casi mejor que lo la hiciera. Ese fue mi principio y mi final en la comisión de cine del Ateneo.

La cuestión es que yo salía por la mañana temprano de mi casa, con mis libros bajo el brazo. En Madrid el frio de noviembre es intenso, cae casi de golpe. Iba en metro hasta Sol y desde allí caminaba unos minutos hacia la calle del Prado. En el primer tramo de la carrera de San Gerónimo, antes de llegar a la plaza de Sevilla, estaba Lardhy, supongo que sigue existiendo. Era un restaurante de toda la vida que en la antecámara, antes de entrar al comedor, había una pastelería donde vendían a primera hora sándwiches y bocadillos de pan de chapata (a finales de los años ochenta del siglo pasado aquellos pequeños bocadillos eran algo exótico, nada que ver con la actual invasión). Presidía la sala un gran samovar lleno de caldo de pollo, un caldo claro y suave que vendían por tazas. No recuerdo que fuera muy caro, sí recuerdo que reconfortaba. No era nada sofisticado.

La barra de Lardhy era un lugar de contrastes en el que nos juntábamos estudiantes con el pelo alborotado y señoras mayores, de las de Madrid de toda la vida, con cardados imposibles.

Tomarme ese caldo caliente me hacía sentir especial, era el colmo de la sofisticación antes de enfrascarme en el pretendido estudio de la historia del derecho y del derecho romano.

El tiempo pasa y no guardo contacto con la gente que conocí durante aquellos meses de intensa vida de Ateneo. Una pena imputable a mi dispersión.

La cuestión es que siempre he sido muy sopero y aquel caldo de Lardhy humeante y gustoso sigue enganchado al fondo de mi cerebro, hasta el punto de que llevo décadas buscando el caldo ideal.

Todo este preámbulo, Galaxias incluidas, me lleva a lo que quería contar. A finales de diciembre viajamos toda la familia a Tailandia, una pasada. Un viaje para escribir un librito a base de anécdotas y pequeñas aventuras. Viajar con niños siempre genera pequeñas aventuras, no como las de Bruce Chatwin - ya está casi todo descubierto y en los viajes hay mucho adocenamiento -, pero aventuras, al fin y al cabo.

Una de las escalas del recorrido era Chiang Mai, una ciudad al norte del país, cerca de la frontera con Birmania, desde allí podíamos visitar la selva, ver elefantes… Llegamos al hotel casi cuando anochecía, los niños tenían hambre y el hotel no estaba cerca del centro. Llegábamos cansados y con pocas ganas de movernos, aunque el hambre era atroz. Los niños pueden ser terribles cuando tienen hambre.

La recepcionista del hotel nos dijo que calle abajo había un mercado y que allí podíamos comer algo. En Tailandia aprovechan el entorno de los mercados para instalar pequeños chiringuitos de comida callejera.

La noche era ya cerrada, Chiang Mai está cerca de una zona montañosa y hacía frio. El barrio no estaba especialmente iluminado, el mercado había cerrado y solo quedaban puestos callejeros encajados bajo los soportales de una gran nave industrial. Puestos destartalados, casi en penumbra.

Seguramente la estampa no era idílica, puede que los puestos estuvieran entre grandes contenedores de basura, que hubiera charcos en el suelo, no había llovido pero los grandes expositores de pescado, ahora vacíos, mantenían la temperatura a base de hielo. Días después vimos que los comerciantes de los mercados limpiaban ellos mismos las paradas a golpe de manguera y baldes de agua.

Junto a los puestos de comida había grandes baldes de agua y, a última hora de la noche, cuando llegamos, estaban fregando en la calle los cacharros.

Pese a todos los pesares, la verdad es que estábamos hambrientos y los puestos seguían con vida, muchos turistas – es verdad que mayoritariamente mochileros – aprovechaban para cenar a esa última hora. Había parrillas con pinchos, grandes cacerolas con todo tipo de carnes guisadas, pescados a la brasa, incluso puestos de crepes. Un festival.

Los niños se emocionaron, por el equivalente a 20 céntimos de euro podían comerse una brocheta de pollo o un plato de fideos.

Fuera de la primera línea de puestos (nada que ver con la sofisticadas food track que se han puesto de moda entre el hipterato) había una señora muy mayor que vendía pollo guisado, un pollo hecho de modo muy sencillo. Vendía las últimas piezas. Yo le pedí un trozo de pechuga que me pareció especialmente blanco, especialmente sencillo y saludable. Me colocó el trozo de carne sobre un plato de papel, cogió las monedillas que le ofrecí y cuando estaba ya dispuesto a irme (la bebida se compraba en otro chiringuito y había que buscar sitio en unas mesas comunales que había detrás), me hizo un gesto para que esperara, se dio media vuelta, cogió un cazo y vertió una generosa razón de caldo en un cuenco. Me fijé que tras la señora había un gran bidón de caldo sobre un mínimo infernillo de gas. Allí había guisado los pollos, aderezados con unas pocas hierbas. No sé cuantas horas había estado ese bidón al fuego, no sé cuantos litros de agua había utilizado para cocinar los pollos.

Cuando tenía el cuenco ya en mis manos la señora me hizo otro gesto, no debía impacientarme, trajinó con otro cazo y metió un manojo de hierbas frescas en el caldo humeante y un manojo de fideos gruesos ya hervidos. Removió con un cucharón de plástico y alzó ligeramente las cejas, de ese modo me comunicaba que ya podía irme. Hice el ademán de pagarle el plato de sopa y moviendo con desdén la mano derecha desmadejada me indicó que podía retirarme, que en las monedas entregadas estaba incluido todo el festín.

El caldo era maravilloso, supongo que un viajero precavido y algo aprehensivo hubiera visto en ese mercado, en ese puesto y en esa señora un avispero de gérmenes de todo tipo dispuestos a mandarme de regreso a casa con fiebres y retortijones, pero no, aquel caldo era delicado, sabroso, sin restos de grasa. El sabor del caldo me llevó de nuevo a mis visitas a Lardhy. Caldo de pollo con verduras, poco más. Sencillo y humilde. Tomé muchas sopas en Tailandia, todas ellas deliciosas, cada una distinta. Las tomaba incluso de desayuno. Cada una de las sopas del viaje a Tailandia merece una entrada completa en el blog, sin duda las tendrán, hay tiempo.

Recordando aquellas sopas, y las sopas de mi infancia y adolescencia, paseo ahora por Barcelona, mi ciudad, y veo que proliferan los restaurantes de Ramen, hay quien cobra quince o veinte euros por un tazón de caldo con tropezones, un caldo que tienes que tomarte en una barra alta, incómoda, dudando de si has de utilizar los palillos para enlazar los gruesos fideos, o manejar el cucharón que casi no cabe en la boca para capturar un poco de caldo. La religión del ramen urbano en Barcelona tiene sus devotos, también sus estigmas, estigmas que se convierten en lamparones sobre la chaqueta o la camisa porque los fideos gordos se escurren y gotean. Mucho postureo en el ramen urbanita, mucho pintón haciendo cola en la calle para que le vean comprando caldo en tazas. Cada vez que caigo en la tentación de tomarme un tazón de ramen (caigo con frecuencia) me acuerdo de mis caldos en Lardhy y mis caldos tailandeses.

Es curioso porque esos caldos soñados exigían largas cocciones, sin embargo, en boca quedan muy ligeros.

Esta noche, en la que he dormido poco, cuando quedan unos minutos para amanecer, he recopilado algunos pequeños secretos que creo que pueden explicar porqué las sopas que tomé en Tailandia, sobre todo la de la señora del mercado que hay en Chaing Mai, junto a la muralla, eran especiales.

El primer secreto, puede que el principal, para tomarse un plato de sopa hay que tener hambre, mucha hambre, y estar cansado, muy cansado. La sopa así sienta como un elixir.

Segundo secreto, no menos importante, las sopas están rodeadas de misterios, de vapores, han de ser o muy sofisticadas (el samovar plateado de Lardhy presidiendo un salón rococó) o muy humildes. Puede que haya algo exotérico, casi brujeril, en la vieja removiendo un caldero bajo los soportales de un mercado de abastos.

Tercer secreto, la cocción sea larga o corta debe hacerse sin piezas grasas de animales. Aunque nos empeñamos en convertir los caldos en un popurrí de cerdo, ternera y pollo, puede que los caldos monotemáticos sean mucho más agradecidos, sobre todo el caldo de pollo, o de huesos de pollo.

Pese a que la dogmática sopera francesa aconseja tostar previamente los huesos y la carne, aconseja pasarlos por el horno durante unos minutos para que se doren, lo cierto es que los caldos Tailandeses de pollo crudo son muy ligeros, cristalinos.

No creo que haya que anegar de verduras la olla, bastan unos puerros, unas ramas de apio, una cebolla y zanahorias. Mi experiencia me dice que si la verdura está previamente pelada el caldo no tiene ese punto final de amargor. Esa misma experiencia me recuerda que si utilizo huesos de pollo los limpie bien, que no queden restos de higadillos o de vísceras. A veces las carcasas tienen algo de hiel y esos restos terminar por darle un punto astringente al caldo.

Cuando se hace caldo hay que hacerlo a lo grande. No tiene sentido hacer un litro de caldo. El caldo se hace en grandes perolas colmadas de agua.

Poca sal, sobre todo al principio. A veces es mejor sazonar casi al final y hacerlo con mesura. Hay muchos ingredientes que aderezan el caldo sin necesidad de sal (las puntas de jamón, el tocino en salazón, los huesos blanqueados).

Intentando recuperar el camino del caldo tailandés, los caldos tailandeses porque todos eran distintos, creo que el secreto estaba en hacerlos solo de pollo. Ellos le dan un punto especial al caldo utilizando jengibre crudo y nabo chino (ese nabo muy alargado de color blanquecino). En la base del caldo no hay muchas hierbas aromáticas, las añaden al final, cuando te sirven el cuenco. Allí es cuando te ponen las hojas de cilantro, o de menta, cuando sumergen acelgas tiernas o espinacas. Remueven bien y dejan que se cocinen levemente justo antes de tomar la sopa. También las he probado con cebollino fresco, con perejil. Lo importante es que la verdura quede casi cruda.

La pasta no está hervida con el caldo, la pasta la hierven a parte y también la añaden al servir. Grandes fideos de harina, o trozos desiguales de pasta, como placas de lasaña cortadas.

La sopa lo tolera casi todo, en Tailandia recuerdo la afición por ponerle pequeñas albóndigas de carne de cerdo, o piezas de tofu, incluso porciones de oreja de cerdo, huevos cocidos …. Todo lo comestible puede sumergirse en un cuenco con caldo.

Adjunto dos links con recetas o referencias de ramen, quien acuda a estos enlaces comprobará que las propuestas gastronómicas de estas páginas (todas ellas respetables, yo las consulto habitualmente) están un poco alejadas de cuanto he contado y comentado aquí.





Creo que el caldo es caldo, que cuando acudimos a la liturgia del ramen olvidamos que en sus países de origen el ramen no es sino la más modesta de las sopas, hecha con lo que nadie quiere, con lo que termina sobrando.

Cierro la entrada con una naturaleza muerta de Chardin, viendo sus cuadros uno imagina que Chardin quedó subyugado por las sopas.
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