jueves, 4 de enero de 2018

Capítulo CDXXXII.- Pimienta larga roja.


X.- PIMIENTA LARGA ROJA.-


Once de agosto. El calor no daba tregua, sobre todo en el centro de la ciudad. Andrés acusaba los esfuerzos de los últimos días, sin embargo, había recuperado el impulso vital que pensaba ya enterrado.

Se hubiera quedado aquella mañana en cama, dejando discurrir las horas, pero las indicaciones del médico eran estrictas, bajo ningún concepto debía olvidar el paseo. No mayor esfuerzo.

Además, estaba Anglada, joven, inquieto, diligente. Le estaba esperando. Nada más divisar a Andrés caminando quedamente, atravesando la plaza, se precipitó hacia él. Las palabras a borbotones, apenas se le entendía. Había conseguido la identificación de todos los implicados, sus datos anotados en una libreta de cantos gastados. Era difícil seguirle.

Algunas ideas claras. Todos ellos eran más jóvenes que Maluf, habían nacido todos ya en España. Anglada dibujaba tenues lazos de parentesco entre ellos y con Maluf. Tenían primos comunes y cierta proximidad geográfica, todos vivían en el mismo barrio y, de uno u otro modo, estaban vinculados al mundo del transporte, como taxistas o como conductores de autobuses.

Andrés permanecía en silencio, agobiado por el impulso vital de Anglada, que le mantenía en pie, en el centro de la esplanada, expuesto al cruel sol de la mañana.

Andrés musitó “In girum imus nocte et consumimur igni”, el palíndromo del diablo, el verso atribuido a Virgilio que se leía igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda.

Con aquella frase consiguió callar a Anglada, que dio un paso atrás y tomó distancia, tal vez pensando que el calor y la fatiga habían enloquecido a Baztán.

“Damos vueltas en la noche y somos consumidos por el fuego". Aquellas palabras de Baztán todavía generaban mayor inquietud a Anglada. Era la traducción del verso.

Andrés hizo un gesto al muchacho, indicándole que necesitaba refugiarse del calor, entrar en la comisaría móvil y dejar que el aire acondicionado le devolviera el equilibrio y, quien sabe, si la razón.

Aquellos versos se los había enseñado Graciela, que solía recitar en latín, una lengua dulce en sus labios. Andrés escuchaba al principio sin entender, fascinado por la musicalidad. Quien diría que con los años eran aquellas frases y enseñanzas las que le generaban más nostalgia, mucha más que las escasas fotos que tenían juntos, fotos desteñidas y anticuadas que le daban cierto rubor.

“No te asustes, Anglada, es un verso atribuido a Virgilio, un pequeño enigma, un juego de palabras. Hay quien afirma que es una adivinanza que se refiere a las polillas, o a las antorchas que iluminaban las noches romanas. Un acertijo en el que las palabras se ponen al servicio del palíndromo”. Anglada sonrió.

Llevamos noches dando vueltas, nos consume al calor. Toca tomar alguna decisión y quien sabe si decir en algo lo que ambos rumiamos”. Dejó un instante de silencio, un recurso teatral que había consolidado de sus años de mando en la comisaría, los silencios amedrentaban mucho más a los novatos que el ruido de las palabras.

Tú y yo pensamos, tememos casi, que este grupo de personas que merodea por el museo, por la plaza, sean terroristas. A mi me quita el sueño y espero que a ti también, no creo que seas un insensato”. De nuevo el silencio.

“Ni tú ni yo podemos gestionar un riesgo así. Toca hablar con la superioridad, esperar instrucciones”. Andrés tenía el contacto con el responsable del área de información, quienes normalmente coordinaban el operativo terrorista, ellos tenían línea directa con el Secretario de Estado, estaban permanentemente reunidos, gestionado información.

Para dar confianza a Anglada hizo la llamada en su presencia. Moreno, el comisario responsable del área de información, había sido compañero en Ávila de Andrés. Estaba de veraneo en la costa de Almería, era previsible. Tras un intercambio cordial sobre el tiempo pasado y la salud, Andrés le informó someramente de sus pesquisas, sin grandes detalles. Moreno le remitió de inmediato a uno de sus colaboradores, que de inmediato se pondría a su disposición. Baztán tendría que aguardar su llamada sin hacer más “labor de campo”, que evitaran aproximarse a ellos. Baztán pensó que tal vez Maluf era un agente de contravigilancia. Sabía los extraños métodos de la brigada de información.

Andrés pidió a Anglada que se ocupara de tareas rutinarias, fundamentalmente las referidas a evitar que los turistas fueran timados o les sustrajeran sus carteras.

Andrés caminó hacia el museo, sabía que la llamada podría demorarse horas.

Se abrió paso entre holeadas de turistas y se quedó otra vez frente a las Meninas. Al abrigo del calor quedó absorto frente al cuadro.

«¿Comisario Baztán?», una voz femenina le sacó del limbo. «Soy la inspectora Mencheta, vengo de parte del Comisario Moreno». Andrés se dio la vuelta y descubrió a una chiquilla que podría ser su hija.

«Quedamos con Moreno en que recibiría una llamada». Sonó como un reproche.

«Estaba por la zona y pensé que era más operativo acercarme directamente… Si le molesto podemos vernos en otro momento». Bajo la apariencia de un cuerpo menudo, Mencheta respondía con seguridad.

«No, al contrario, cuanto antes le ponga en antecedentes mejor. Creo que se trata de una situación extraña».

«El comisario Moreno me ha dicho que han iniciado el seguimiento de un grupo con comportamiento reiterativo y extraño».

«Podríamos definirlo así, se trata de un grupo de ciudadanos norteafricanos que tienen un operativo de vigilancia en torno al museo y la plaza». Mencheta le interrumpió, «un compañero está ahora conversando con Anglada, supongo que tendrán ya las filiaciones y se habrán comunicado ya a la central».

«¿Cómo me ha localizado?».

«Nuestro trabajo es poderle localizar a usted o a cualquier persona en cualquier momento». Iba de farol, pero, ante el gesto serio de Baztán, cambió de estrategia. «El comisario Moreno me dijo que era fácil encontrarle en el Prado, en la sala de las Meninas».

«Con la convalecencia me he convertido en un tipo previsible».

«Casi todos somos previsibles».

«Puede ser… Aproveche la frescura de la sala, sobre todo durante este instante en el que los turistas parecen haber desfallecido.. Es un cuadro fascinante, cuenta tantas cosas, de una manera tan aparentemente simple y, a la vez, misteriosa… Fíjese en el retrato de los reyes… Solo a un artista se le ocurriría pintar a los monarcas, a sus mecenas, con el rostro semivelado… En la corte podría pensar que aquel cuadro era una falta de respeto por no colocar a los reyes en la posición principal… Y, sin embargo, el cuadro fue uno de los favoritos del rey… Fíjese en la reina, Mariana de Austria, tenía 22 años cuando pintaron el cuadro, se casó cuando todavía no había cumplido los 14 años. Con 31 años tuvo que asumir el gobierno del país porque, a la muerte de su marido, su hijo Carlos era menor de edad. Obsesionada por la religión, durante la regencia fue su confesor la persona más influyente del reino. En los distintos retratos que le pintaron durante su vida no abandonó nunca la cara de pánico. Alguno de esos retratos está en este mismo museo…»
Mariana de Austria en traje rojo

«Ojalá tuviéramos tiempo de pasear por estas salas… Pero ahora necesito que me indique en qué parte del museo vio usted a los sospechosos. Mientras caminamos hacia allí váyame contando todos los detalles que recuerde de las personas a las que ha seguido estos días».

Andrés se desplazaba con fatiga, aquella chica podría ser su hija si se hubiera casado con Graciela o con Mariam, cualquiera de ellas hubiera sido una madre excelente. Andrés fue ralentizando sus pasos para disfrutar del paseo. Mencheta iba asimilando la información, tanto los datos objetivos como las especulaciones que fue lanzando el comisario Baztán. Mencheta no abrió la boca durante el paseo, no contestó a ninguna de las cuestiones que dejó abiertas Andrés.

«Damos vueltas en la noche y el fuego nos consume». Fue la única frase que salió de la boca de Mencheta cuando llegaron al ventanal desde el que uno de los sospechosos vigilaba el exterior. Mencheta hizo un gesto a Andrés para que no avanzaran mucho más, temía que el vigilado se apercibiera de su presencia. Quedaron en el umbral de la sala, en silencio hasta que Mencheta se puso de puntillas para susurrar a Andrés una confidencia: «Fui alumna suya en la academia, siempre me fascinó aquella frase y la leyenda que nos contó que rodeaba a su significado. Nunca pensé que podría repetir esas palabras en su presencia. Usted ha sido un policía ejemplar para muchos inspectores de mi generación».

A Baztán le preocupó que Mencheta no abandonara el tiempo pasado, que, de alguna manera, le hubiera enterrado.

Se dirigieron hacia la salida. Mencheta se demoró unos pasos para enviar un mensaje por el teléfono móvil.

Se despidieron con cierta cordialidad, Andrés le acarició ligeramente el antebrazo, un gesto a medias entre un beso cortés y un apretón de manos. Antes de marchar Mencheta le recordó: «Ante todo debo advertirle que ha de cesar cualquier tarea de seguimiento, control o vigilancia. Está en juego la seguridad del Estado».

Mencheta desapareció y dejó desolado a Andrés, que buscó un banco para reposar y rehacerse de una realidad aplastante. Había dejado de ser policía.

No pudo precisar el tiempo que permaneció adormecido en el museo. Sólo el apetito le dio fuerzas para salir de nuevo a la calle. En casa le esperaban unas acelgas hervidas y una pieza de merluza descongelada que tendría que hacerse a la plancha.

De camino a su apartamento se detuvo durante unos instantes frente al hotel Ritz, en una pequeña hornacina de cristal anunciaban la carta del restaurante. El calor asfixiante no le impidió soñar con un risotto de setas y pichón anunciado como plato principal.

Recordó que para el risotto era conveniente usar un arroz específico, Carnaroli o arborio. Hay que lavarlo bien, dejarlo unos minutos bajo el chorro frio del grifo para que pierda el almidón. Solía lavarlo hasta tres veces y luego lo escurría con un colador comprobando que el agua dejaba de caer blanquecina.

Mientras el arroz terminaba de escurrir Andrés picaba cebolla en briznas finas y ponía en un cazo un par de litros de caldo de pollo que debía calentarse suavemente. En ese mismo caldo unas horas antes había rehidratado unas setas, unas colmenillas apenas una docena de ellas. Aromatizaban el caldo, que dejaba un inconfundible olor a turba.

Había que deshacer 250 gramos de mantequilla en una cacerola amplia. Pronunciar la sola palabra mantequilla obstruía las arterias de Andrés. La mantequilla ha de desleírse lentamente, a fuego muy suave, sin chisporrotear.

Cuando esté licuada se añade el arroz, una taza de café por comensal. Hay que rehogarlo en la mantequilla, removiendo con una cuchara de madera. Añadir una pizca de sal y una pimienta aromática e intensa, a pimienta larga roja de Camboya era ideal.

Con el fuego muy bajo se va añadiendo el caldo templado, removiendo poco a poco con el cucharón para que el arroz absorba el caldo. No hay medida exacta, no hay proporción, solo la paciencia de ir incorporando el caldo y contemplar como los granos se van empapando lentamente. El punto del risotto exige que quede cremoso, pero con el núcleo de cada grano duro, como un punto de perla.

EL guiso va tomando la densidad untosa soñada, se apaga el fuego y se pican las colmenillas para terminar de mezclarse en el arroz. No hay que dejar de remover el arroz, las setas humedecen un poco más el guiso. Se espolvorean 150 gramos de queso idiazabal rayado. Se termina de remover para que las hebras del queso de diluyan en la crema. Es el momento de probar el punto de sal y de pimienta, si es necesario rectificar se rectifica, intentando que el sabor ahumado del queso no solape la intensidad de las setas.

Se tapa con un paño mientras se calienta a fuego muy vivo una sartén en la que se dora una pechuga de pichón. La sartén con una gota de aceite, primero la parte de la carne, luego la de la piel, un par de minutos, no más, para que la pechuga quede sangrante.

Da tiempo a dorar la pechuga de pichón mientras el arroz reposa unos minutos. El plato se engrandece si durante unos minutos se asienta el arroz, apenas 4 ó 5 minutos.

A Andrés le costó llegar a casa, tuvo que hacer varias paradas, sintió que el corazón se le salía por la garganta. No descartó tener que llamar al médico por la tarde.

Llegó por fin a su apartamento, se derrumbó sobre el sofá, sin apetito. La evocación del risotto le había saciado el hambre. El salón en penumbra. Andrés se dejó llevar por el sopor, pensó que la siesta le ayudaría y se dejó llevar, pensando que tal vez no despertara. Recordó cómo empezaba sus clases en la academia de Ávila, cómo escrutaba a los inspectores recién aprobados y les advertía que no se dejaran consumir por el fuego, que no dieran vueltas sin sentido al anochecer.

Pimienta Larga Roja (Piper Longum). Originaria de Camboya.

Notas a miel y cacao amargo, exóticos aromas ahumados. Se cultiva en tierras volcánicas, al norte del Monte Bokor, en explotaciones familiares. Su nombre en Jemer es “Dai Plai”, que significa “brazo corto”. Se cosecha en extrema madurez y luego se hierve.
Adecuada para platos de pollo con miel, carne de caza, postres con cacao y guisos con vino tinto.

1 comentario:

  1. Tu entrada de hoy es como un regalo de Reyes, aquí vienen por la tarde, pero con tiempo para que podamos ver en la tele la que haya preparado "la alcaldesa". Que este nuevo año sea políticamente tranquilo para todos. Jubi

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