martes, 21 de noviembre de 2017

CAP. CDXXXI.- Pimienta blanca


IX.- PIMIENTA BLANCA.



Mi eoreh. Así llamaba Graciela a Andrés cuando ingresó en la academia de policía. Serás mi eoreh, se reía mientras paseaban por el Retiro. Iban a estudiar juntos filología, sin embargo, meses antes de terminar el bachillerato Andrés, compungido, le dijo que estudiaría Derecho y que haría las pruebas para ingresar en la academia de policía.

Graciela no se enfadó, nunca se enfadaba, sabía que Andrés estaba sometido a la presión familiar, su padre no había podido llegar a inspector, se retiró después de hacer muchos años de calle y aprobó las oposiciones a vigilante del Museo del Prado con el regusto triste de no haber pasado las pruebas de ascenso. Andrés era de otra madera, mucho más ambicioso, se sacaría la carrera y ese mismo año pasaría las pruebas de ingreso para la academia de Ávila, entraría directamente como subinspector, un escalón por encima del último de los grados que consiguió su padre.

Estudiar para policía a finales de los años setenta era una heroicidad en todos los sentidos, todavía quedaban viejos resabios en el cuerpo, los uniformes grises, el alma grisácea también, con dificultades para comprender que los tiempos estaban cambiando.

Las promociones jóvenes se recibían con recelo, los títulos universitarios daban pavor a algunos mandos y los más brillantes eran destinados, casi como un castigo, al Norte. Un Norte que escribían con mayúsculas, porque allí se pasaba miedo, horror, allí se forjaban en realidad los policías, de allí salían transformados, marcados por el recelo.

Graciela paseaba con Andrés por el Retiro, se cogían de la mano, escuchaba sus planes y se reía. Graciela tenía una gran capacidad para reír y escuchar. Ella estudiaba filología clásica, leía en griego y en latín, quería ser profesora de instituto para contar a los alumnos las aventuras de los héroes clásicos, las pugnas entre los dioses del Olimpo, la influencia de la fatalidad. Graciela decía que Andrés se comportaba como un héroe griego, marcado por el fatum, sometido a su destino. Ella le esperaría tejiendo un jersey de lana, una bufanda, e incluso un gorro si la estancia en el Norte se prolongaba.

Andrés le prometió que bajaría del Norte todos los fines de semana, que se dejaría tomar medidas para que el jersey no se desbocara y con sus visitas espantaría los moscones que seguro se instalaban por los alrededores de Graciela. Cuando regresara del Norte, convertido ya en un Eoreh se casarían y llenarían el Retiro de chiquillos que no tendrían la necesidad de ser policías, que podrían ser navegantes o aventureros sin más.

Andrés no tardó en quebrar sus compromisos, a las pocas semanas de haber sido destinado en San Sebastián dejó de viajar a Madrid, fue encadenando excusas, cada vez más endebles, y a medida que se dejó enredar por las redes y relatos de Mariam, fue postergando a Graciela, a quien mantenía ilusionada con un leve hilo de promesas inconcretas que desgranaba en largas cartas escritas en noches de insomnio.

Andrés sabía que ser un Eoreh obligaba a sacrificios, pensaba que cuando llegara a ser un Eroeh todo sería perdonado, todo sería comprendido y tolerado, al fin y al cabo, los Seroeh eran de una madera especial.

Años después, muchos años después, pese a que Andrés había conocido todos los sacrificios y sinsabores de la heroicidad, cuando se había acostumbrado a vivir solo, enfermo, angustiado por los calores de un agosto madrileño seco, denso, insomne, volvía a aparecer la oportunidad de destacar, de volver a ser un héroe y quien sabe si redimirse por fin. Nadie tejía ya jerseys de lana, nadie hilvanaba relatos a su oído. Se tenia que contentar con Benita y su perorata inconexa, un canto de sirena vieja del que era posible desenredarse.

Andrés tenía que vigilar a sus cinco sospechosos, los que jugaban a las cinco esquinas, apenas tenía fuelle, perdía rápido su rastro cuando intentaba seguirles por entre las callejuelas del barrio del Prado, las que salían del Paseo y daban a parar a Sol o a Lavapiés. Los sospechosos entraban en las estaciones de metro y enseguida se confundían con el resto del paisaje, un paisaje marcado por turistas acalorados y atribulados transeúntes de un Madrid multirracial, mestizo.

Andrés contaba con la ayuda de Anglada, que hacía labores de vigilancia de proximidad a cambio de bombardear a Andrés con todo tipo de preguntas absurdas sobre los viejos tiempos en el Norte. Los episodios sórdidos convertidos en leyenda.

Para no alarmar a Anglada, Andrés le dijo que aquella era una red de carteristas muy sofisticada, no quería asustarle con amenazas de terrorismo global, era mejor que pensara que aquellos sujetos que jugaban a las esquinas y permutaban su posición eran ladronzuelos que esquilmaban a turistas despistados aprovechando los tumultos en el metro, las bajadas de autobús y las colas para sacar las entradas.

Andrés había identificado cuatro esquinas y cinco jugadores, ese tablero le hacía dudar, tal vez uno de ellos libraba cada cinco días. Su sorpresa fue encontrase el 10 de agosto a Idriss Maluf en el interior del museo del Prado, no muy lejos de la entrada principal al nuevo edificio. Allí era mucho más fácil el seguimiento, había aire acondicionado y la multitud de visitantes dificultaba los desplazamientos.

Idriss hacía un recorrido similar al de otros visitantes, seguía el plano, pasaba de una sala a otra deteniéndose unos instantes en cuadros principales, sin mucha convicción. Mantenía el teléfono en la mano y no dejaba de teclear. Tras un recorrido rutinario por las salas principales, Idriss retomó de nuevo sus pasos para reiterar aquellas estancias que daban al paseo del Prado, las de grandes ventanales desde los que podía verse el tránsito, el agobio de calor exterior al filo del mediodía. Idriss hizo unas fotos que Andrés consideró extrañas ya que no fotografiaba cuadros sino los ventanales y la visión exterior.

Andrés dejaba una distancia prudencial, se ocultaba entre los grupos que se arremolinaban entorno a los guías. Siguió a Idriss en su largo recorrido, casi una hora, y dudó si seguirle cuando iba a salir al exterior. El calor fuera era insoportable, Andrés prefirió quedarse en el recinto y regresar a los puntos en los que su perseguido había hecho fotografías. Antes de llegar al momento heroico Andrés sabía que tocaba mucha rutina, la heroicidad era un destello momentáneo que surgía por casualidad, el tiempo anterior a ese relámpago era monótono y deslucido.

Cumplidas sus tareas acudió la planta segunda buscando el regazo de las Meninas. En el cuadro el único héroe era Velázquez, se había pintado altivo, distante, señorial, el resto de personajes eran verso menor, un complemento a su presencia. Él con su paleta en mano, dispuesto a empapar el pincel en densa pintura, actuaba como gran hacedor de la escena, el único capaz de convertir ese instante cotidiano en un retrato histórico. Sorprendía ver como Velázquez se había atrevido a diluir la presencia de los reyes, de Felipe IV, llamado el Grande, el Rey del Planeta. Felipe Domingo Víctor de la Cruz, heredero del mayor de los imperios, un hombre frívolo, marcado por el ascendente de su padre, que murió antes de tiempo, obligando a Felipe a asumir tareas reales con apenas 16 años. Marcado también por el peso de su abuelo y de su bisabuelo, verdaderos héroes. Felipe IV se conformó con ser un culto cortesano de delegó casi todas las responsabilidades en el temido y temible conde duque de Olivares.

Velázquez había desdibujado al rey, su mecenas, y lo había convertido en un esbozo, una licencia que sólo se permitía a los genios.
Resultado de imagen de Felipe IV en las meninas

Andrés se quedó frente al cuadro, concentrado en la figura del rey. Aquellas pausas le servían para ordenar las ideas, para fijar prioridades.

Salió del museo y se fue a buscar a Anglada. Pidió autorización al inspector Corrales, superior del muchacho y responsable de la oficina móvil, para llevarse al chico a tomar el aperitivo. Corrales asintió con un gesto aburrido, nada ocurría en las inmediaciones del museo, nada que no fueran riadas de turistas buscando refugio del sol, abanicándose con programas de mano, bebiendo permanentemente el agua que ofrecían los vendedores ambulantes, agua a precio de oro que los turistas pagaban sin rechistar haciendo acopio de botellines.

Baztán se llevó a Anglada hacia las callejas que daban a parar al Paseo. Calles oscuras, marcadas por un intenso olor a orines y basura recogida a destiempo. Recordaba un destartalado bar gallego donde ponían vino de ribeiro y mejillones, no le extrañó comprobar que ahora lo regentaban unos ecuatorianos que habían mantenido la decoración y la mugre de los manteles de plástico a cuadros y las fotografías viejas de las rías.

Se acercó a la barra y pidió unos mejillones, no cualquier mejillón, sino justo los que exponían en la barra. Estaban limpios, relucientes. Baztán impostó la voz, para dar sensación de autoridad, y le dijo al camarero que los preparara dando los siguientes pasos.

Primero debía poner una sartén grande sobre fuego vivo, engrasarla mínimamente con un chorrito de aceite, el justo para darle brillo al metal, nada más. La sartén debía calentarse al máximo, hasta que casi quedara al rojo vivo.

Mientras la sartén llegaba a la incandescencia Andrés le pidió al camarero que secara todos y cada uno de los mejillones que componían la ración con un paño limpio, no debía quedar resto alguno de humedad.

Había que colocar con rapidez los mejillones en la sartén, colocarlos sin que se solaparan, sin amontonarse, con espacio suficiente para no obstaculizar la apertura. Antes de que empezaran a abrir los mejillones era necesario espolvorear sal generosamente y pimienta blanca. Andrés dio gracias al cielo al comprobar que en el bar había un molinillo de pimienta. Reclamó que se moliera en abundancia sobre los mejillones hasta dejar una fina capa blanca, como de polvo, sobre las conchas fulgurantemente negras. En un par de minutos los mejillones empezaron a abrirse, a supurar una agüilla que de inmediato se convertía en vapor.

Baztán dio una orden seca para que retiraran la sartén del fuego y volcaran sobre una fuente de metal los mitílidos.

Así se toman los mejillones, le dijo a Anglada, que no se había atrevido a rechistar durante la operación. El mejillón no necesita agua para abrirse, es más, su se cuecen en líquido el sabor del mejillón, proteína pura, pasa al caldo y se convierte en una carne insípida y chiclosa. Anglada asentía serio y cohibido. Se sirvieron vino y empezaron a comer, abrasándose las yemas de los dedos. Andrés se había transfigurado en Eoreh y Anglada era el primero de los oficiales de su tripulación. Agotaron las reservas de mejillones del local, apuraron hasta tres botellas de ribeiro antes de abandonar el bar.



Pimienta blanca (Piper Nigrum). La pimienta blanca, como casi todas las pimientas, son de origen indio, de la región Malabar, conocida como la costa de la pimienta.

La pimienta blanca es, en realidad, la pimienta negra sin cáscara. Se espera a que madure la baya y se recoge para someterla a un proceso de maceración con agua, a partir del cual pierde la piel y queda el grano blanco. Se la utiliza en la bechamel y en las masas de pasta para que no queden rastros de color y su sabor es más suave que la negra.