viernes, 20 de octubre de 2017

CAP, CDXXX.- Pimienta de Madagascar.


VIII.- PIMIENTA DE MADAGASCAR.



La pregunta de Anglada entreabrió una caja de los vientos que Andrés intentaba tener cerrada, herméticamente cerrada. Le inquietaban los recursos, había conseguido mitigarlos a base de disciplina y trabajo, mucho trabajo. Estando de baja las cosas eran más complicadas, el aburrimiento, la monotonía, debilitaban todos los cortafuegos.

Aquella noche durmió intranquilo, no recordaba con nitidez haber soñado algo concreto, la medicación actuaba como un mazazo que le sumía en un sueño normalmente profundo e impersonal, sin embargo, se levantó con la impresión de haber pasado una mala noche.

Con el paso de los años había construido un relato que diera cuerpo al episodio del tiroteo, un relato en el que Andrés recordaba la mirada fría del terrorista antes de dispararle. Poco tenía que ver aquel relato con la realidad de un momento de pánico en el que unos chicos nerviosos, empezaron a disparar sin criterio, disparar al bulto, entre gritos y aspavientos. Andrés vio caer a su compañero, un disparo en el cuello, un reguero de sangre incontrolable. Andrés cerró los ojos, apretó los dientes y disparó con el instinto de un animal acosado. No hubo tiempo para la épica, fue sólo terror, terror producto de una imprudencia previa ya que los protocolos advertían del riesgo de realizar una parada imprevista para identificar a unos desconocidos que habían detenido su coche en el arcén. Los protocolos advertían que no debía salir un policía solo, que las advertencias debían hacerse siempre sin bajarse del vehículo, previa comprobación de las matrículas y previa comunicación a jefatura. Aquella mañana los protocolos saltaron por los aires, el compañero de Andrés bajó del vehículo pensando que aquellos chicos que habían detenido el coche en el arcén necesitaban ayuda para cambiar una rueda, de aquella imprudencia surgió el caos, rápidos disparos de los chicos antes de que el compañero pudiera ni tan siquiera desenfundar la pistola, Andrés sin capacidad de reaccionar, sin tiempo de advertir a su compañero. Bajó del coche disparando, con la imagen del compañero desangrándose irremisiblemente. Gritos, sólo gritos, rabia y pánico, no pudo contener el vómito. Le hubiera gustado disponer del temple para haber mirado previamente a los ojos a quien tenía que matar, no por épica, sino por rabia, por mero instinto de supervivencia.

No soñó con el tiroteo, hacía tiempo que no soñaba. Se levantó sudoroso, con la boca seca, el calor de aquella madrugada de agosto era insoportable, como lo había sido el día antes, como lo sería el día después.

Andrés encendió el ordenador, se había dejado unos archivos pendientes de leer el día anterior, breves ensayos y reflexiones sobre las Meninas que había ido capturando por la red.

“En el momento en que colocan al espectador en el campo de su visión, los ojos del pintor lo apresan, lo obligan a entrar en el cuadro, le asignan un lugar a la vez privilegiado y obligatorio, le toman su especie luminosa y visible y la proyectan sobre la superficie inaccesible de la tela vuelta. Ve que su invisibilidad se vuelve visible para el pintor y es traspuesta a una imagen definitivamente invisible para él mismo. Sorpresa que se multiplica y se hace a la vez inevitable aún por un lado marginal”.

Era una cita de un comentario de un psicólogo francés a las Meninas. Andrés no entendió gran cosa. Todavía no había amanecido, leía casi por inercia, sin embargo, aquella frase le apresó. Decidió que aquella mañana cuando fuera al museo buscando refugio para mitigar la hola de calor, se detendría ante las Meninas para observar únicamente la mirada de Velázquez, para quedar cautivado por aquel imán, para descubrir cómo ladeaba ligeramente el cuello hacia la derecha, cómo el labio también caía con suavidad hacia el mismo lado, cómo la mirada eludía el lienzo y se dirigía directamente al espectador, cautivándole, diciéndole que el cuadro tenía sentido en la medida en la que era mirado, en la medida en la que el visitante formaba parte de la escena, se integraba como un personaje más, como el punto de vista principal que daba sentido a toda la obra.
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Andrés entornó ligeramente los ojos, el sueño quería apresarle otra vez, sin apagar el ordenador se retiró de la silla y buscó acomodo en el sofá, encendió la televisión y, con la voz a un volumen mínimo, se distrajo viendo un concierto de jazz. Era muy pronto, todavía no habían empezado los noticiarios de la mañana. Poco a poco le fue invadiendo el sueño, dio una cabezada que no supo determinar si fue larga o corta. Cuando abrió de nuevo los ojos el día clareaba. Tenía toda la mañana, toda la tarde, toda la noche por delante sin mucho que hacer, sólo huir de si mismo.

Fue a la cocina a preparar el café descafeinado, un agua sucia que tomaba con tostadas integrales, bajas en sal. Se duchó y a las ocho estaba ya en la calle. La disciplina era vital para evitar caer en la melancolía.

Nada más empezar el día y ya se sentía fatigado, el insomnio y el calor ayudaban poco. El teléfono móvil empezó a vibrar, miró sobresaltado la pantalla, no era habitual que recibiera mensajes o llamadas, ni siquiera las habituales de la publicidad.

Poveda le había mandado un wasap, reiteraba que su cuñado trabajaba en la central de la policía local y que aguardaba la llamada o la visita de Andrés. Poveda adjuntaba el número de móvil de su cuñado.

Andrés agradeció a Poveda el recordatorio y se dispuso a llamar al número de contacto. Había decidido aparcar su obsesión por el hombre del respingo, aquella mañana le arrastraban otras angustias.

La amabilidad del cuñado de Poveda le abrumó, fue vano cualquier intento de eludir la visita. Andrés encaminó sus pasos hacia la central de la policía local, no le suponía un cambio importante de ruta. Tomaría un descafeinado, buscaría una conversación neutra llega de lugares comunes, estrecharía la mano a su interlocutor y marcharía en cuanto pudiera al museo, buscando el aire acondicionado y la serenidad de los cuadros. El objetivo principal del día era conseguir cerrar de nuevo la caja de Pandora.

El cuñado de Poveda había tomado ya café, no hubo manera de sacarle de su despacho. Desde una gran pantalla de ordenador se podía contemplar casi cualquier esquina de Madrid, sobre todo las del centro.

Andrés puso en antecedentes a su interlocutor, le comentó los encuentros casuales con el hombre del respingo, le detalló lo que pensaba que era una rutina que llevaba a aquel sujeto a moverse alrededor de los cuatro vientos de la Plaza de Neptuno. El cuñado de Poveda introdujo unas coordenadas sobre el teclado del ordenador y en la pantalla emergió la esplanada del museo del Prado y el banco donde se produjo el primer encuentro. La imagen no era nítida, pero se podía identificar a Idriss Maluf, sentado en el banco, en posición de alerta, sin apoyarse sobre el respaldo, con el móvil en la mano.

Andrés preguntó si era posible ver grabaciones de otros días, comprobar desde que fecha Maluf había iniciado su rutina. Tomaron referencia el 1 de julio y comprobaron que cada cinco días Maluf acudía a ese banco y permanecía expectante durante poco más de una hora, móvil en mano, dedos inquietos. Andrés pidió, si era posible, remontarse a primeros de junio, en unos instantes aparecieron de nuevo las imágenes, avanzaron en el calendario y hasta la última semana de junio no apareció Maluf por primera vez. Siempre con una camisa blanca remangada a la altura del codo, siempre alerta.

Revisaron las grabaciones de varios días hasta llegar a aquella misma mañana, la del 9 de agosto. Andrés llegó a la convicción de que Maluf, el hombre del respingo, seguramente sería el controlador de los horarios de alguna empresa de autobuses encargada del traslado de turistas, sólo así se entendía su presencia casi diaria en la zona y sus costumbres.

Revisando las imágenes de los días diversos Andrés comprobó que las mañanas que Maluf no ocupaba el banco frente al museo solía ocuparlo otra persona, un chico más joven que cada cinco días llegaba al banco más o menos a la misma hora, permanecía más o menos el tiempo y mantenía una actitud de espera similar. Aquella incidencia hizo que Andrés le pidiera al cuñado de Poveda revisar de nuevo las imágenes de los días sucesivos y así Andrés pudo comprobar que no era uno sino cinco los personajes que integraban aquel misterio, cinco personas que mecánicamente se sucedían el banco a lo largo de los días, a media mañana, cinco rutinas coincidentes.

Andrés preguntó si era posible revisar las imágenes de otra de las cantonadas de la plaza, la que había junto al hotel Palace, donde había visto también a Maluf. Constató que las cinco personas coincidían, que establecían turnos de espera o vigilancia siempre a la misma hora, el mismo tiempo. Andrés se había centrado en Maluf, pero lo cierto es que eran cinco las personas a vigilar. Todas ellas de una edad pareja, puede que el del respingo fuera el mayor, los demás parecían mucho más jóvenes, aunque las imágenes no permitían una identificación certera.

Andrés no entró en muchos detalles, tomó unas notas y estrechó cordialmente la mano al cuñado de Poveda, a quien prometió volver a visitar nuevamente para que le aceptara un desayuno.

Miró el reloj, había estado cerca de tres horas frente al ordenador, tenía la vista cansada, la espalda entumecida y la cabeza espesa. Recordó que por aquella zona había un restaurante que había frecuentado, una vieja casa de comidas de toda la vida. Habían pasado más de cinco años desde la última visita. Tenía hambre y, sobre todo, tenía la necesidad de abandonar la sensación de ser una persona enferma, agotada. En casa le esperaba una pechuga a la plancha y las consabidas verduras hervidas. Decidió que era momento de darse un pequeño homenaje, de hacer un quiebro que le permitiera salir de la espiral obsesiva de los últimos días, de las últimas horas. Quién sabe si uno o dos vasos de vino podría ayudarle a recuperarse.

El restaurante no había cerrado, con ello se disipó su primer temor, tampoco había cambiado su aspecto, seguían las mismas mesas de madera con los manteles a cuadro, las servilletas de papel y las frías sillas de formica. No había muchas mesas ocupadas, todavía era pronto, se sentó sin caer en la cuenta de que el restaurante no lo regentaba ya el matrimonio de Jaén que recordaba, sino una ruidosa familia turca.

Le dio vergüenza levantarse y abandonar el local, ya se había aposentado, la temperatura en el interior era fresca y una chica solícita le había entregado una carta llena de referencias ignotas, de platos que difícilmente podía descifrar. No se atrevió a pedir la copa de vino, se conformó con una cerveza de barril, una caña.

Entre las distintas propuestas situó una ensalada aliñada con una salsa de ajo, eneldo y yogurt. De segundo plato pidió calamar, unos extranjeros lo estaban tomando en la mesa de al lado. Era un calamar grande, relleno de una pasta blanca que no pudo identificar.

La ensalada no tenía grandes sofisticaciones, unas hojas de lechuga fresca, cebolleta picada, aceitunas negras, pepino y la salsa de yogurt, servida a parte para que el comensal pudiera dosificarla.

El calamar estaba relleno de una pasta de queso, cebolla, aceitunas y eneldo fresco, un plato muy sabroso y original. Andrés se pidió otra cerveza para acompañar el segundo plato que tenía un punto entre agrio (el queso) y picante (unas bolitas de pimienta con un pequeño rabito). Andrés le pidió a la camarera la receta de aquel plato, la chica le miró extrañada y marchó en silencio hacia la cocina, al poco tiempo salió la cocinera, una señora entrada en años y en quilos que debía ser la madre de la chica. Después de deshacerse en halagos y en agradecimientos por acudir al local, después de hacerle una y cien veces preguntas sobre si le había gustado de verdad la comida, después de cien reverencias, le indicó cómo había que preparar los calamares rellenos.

El calamar era congelado, originario del océano índico. La señora advirtió que aunque la pieza era congelada aseguraba que era de la máxima calidad, un calamar grande, carnoso, que venía sin limpiar. Ella lo limpiaba cuidadosamente en la cocina, reservando los tentáculos. Lo lavaba bien al chorro del grifo y después lo secaba mimosamente con un paño seco.

Había que pasar el calamar por la plancha, planta que debía estar muy caliente, ligeramente engrasada para que no se pegara el calamar. Vueltas rápidas, para que el calamar se dorara un poquito y ganara tersura.

Se retiraba rápidamente el calamar de la plancha y se reservaba en una bandeja. Ya en el fuego tenía una sartén con un poco de aceite, de oliva advirtió, pensando que al tratarse de un restaurante turno los comensales podrían tener dudas sobre el origen del aceite. Sin dejar que el aceite tomara mucha temperatura, se sofreía una cebolla pequeña, dulce, muy picada, se dejaba rehogar unos minutos, hasta que quedara transparente. Con el fuego bajo se añadían los tentáculos del calamar, también las aletas, picadas muy finas. Salaba ligeramente el sofrito y añadía unas bayas de pimienta de Madagascar, la cocinera aprovechó para indicar que ella era de Turquía pero su marido era malgache, se había conocido en Alemania y llevaban ya en Madrid diez años viviendo, aquel era su segundo restaurante. El marido se había empeñado en usar pimienta de Madagascar para aquel plato. Entre risotadas la señora advirtió que la pimienta española era muy mala, seca y vulgar.

Cuando la patas de calamar se habían ya guisadas se desleían en el sofrito 200 gramos de queso feta, queso griego, un punto agrio. Con ayuda de un chorrito de vino blanco dulce se terminaba de deshacer el queso, convirtiendo todo en una masa blanquecina, casi una crema densa. Ella picaba cinco o seis aceitunas negras que mezclaba con la pasta para darle una nota de color. Lo suyo era utilizar aceitunas de Kalamata, pero como eran muy caras, las habían sustituido por unas aceitunas aragonesas que aguantaban muy bien el tipo.

Una vez se había deshecho el queso del todo, formando una masa informe con la cebolla, las briznas de calamar y las aceitunas, se espolvoreaba una pizca de eneldo fresco, se acababa de mezclar y, una vez, atemperado, se rellenaba el cuerpo del calamar.

En la misma sartén en la que se había preparado el sofrito, sin limpiar, se le daba un nuevo golpe de calor al calamar, a fuego vivo. Un chorro mínimo de vino permitía terminar de trabar la salsa, el calamar sudaba un poco, lo justo para que el queso acabara de supurar. La salsa aceptaba bien una pizca más de eneldo o de perejil.

El plato no temía mucha más complicación.

Andrés terminó de comer, agradeció la explicación, apuró la cerveza y aceptó ser convidado a un café que esperaba fuera realmente descafeinado. Pidió una tarjeta del local y tomó aire antes de enfrentarse a la canícula del mediodía en la ciudad. En la mente una sola idea, la de llegar cuanto antes a casa y dormir una siesta larga que le ayudara a poner un poco de orden en la cabeza.
Pimienta negra de Madagascar o Pimienta Voatsiperifery (Piper nigrum L.). Esta pimienta nace en lianas que llegan a alcanzar hasta treinta metros de altura en plena selva tropical, lo que dificulta su recolección. La planta es originaria de Madagascar y se cosecha en los meses de julio y agosto, hay que recogerla a mano. Es una pimienta picante, con notas a madera, a frutas tropicales y cítricos, combina bien con el chocolate, también con platos que tengan cierta untosidad.

1 comentario:

  1. Estoy leyendo tu relato mientras oigo el concierto, hoy tocan arias de zarzuela y es un lujo poder compaginar las dos cosas, pero me falta el poder saborear ese rico calamar. Jubi

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