viernes, 15 de septiembre de 2017

CAP. CDXXIX.- Pimienta de Chiloé.


VII.- PIMIENTA DE CHILOÉ.



Andrés aprendió a comer en San Sebastián, fue un modo de adaptarse a la ciudad, a su primer trabajo, también fue un modo de desdibujarse, de ocultar y ocultarse de la realidad. Había conocido a decenas de compañeros que habían vivido su destino en el País Vasco como una tragedia. Eran años de plomo y ser policía en esas tierras era arriesgado, complejo, tenso. Muchos llegaban forzados, era el primer destino, el que nadie quería.

Andrés, que acababa de aprobar la oposición de inspector de policía decidió desdibujarse, integrarse en la ciudad y en su vida construyendo un personaje jovial, alejado de las rutinas de otros compañeros y vivían aquel destino con todo tipo de prevenciones, de recelos, que optaban por el aislamiento, el desprecio y el terror.

Andrés alquiló un pequeño apartamento en un barrio residencial de la ciudad, le dijo a su casera que era de Zamora, ingeniero industrial que había conseguido su primer trabajo en la construcción de una central nuclear, un destino poco cómodo ya que las eléctricas vascas eran uno de los objetivos de ETA.

Andrés alteró sus apellidos, ya no era Andrés Baztán del Valle, sino Andrés Nieto Velázquez, como uno de los personajes de las Meninas. Justificaba sus idas y venidas, sus repentinas desapariciones, por razón de trabajo. No recibía visitas. Paseaba mucho por la ciudad, caminaba sin rumbo fijo intentando pasar desapercibido. Así conoció a Mariam, regentaba una pequeña librería en el barrio, allí se cobijaba Andrés alguna mañana de sábado, sobre todo si llovía, con la excusa de comprar un libro, Andrés se entretenía rebuscando en las estanterías, escuchando las conversaciones y recomendaciones que Mariam hacía a clientes o a meros curiosos que, como él, cansados del calabobos permanente, se refugiaban en la librería antes de refugiarse en un bar.

A Andrés no le costó desdibujarse, en convertirse en un personaje más del barrio, un tipo un tanto esquivo, discreto. Alguien que ofrecía pocos datos, aunque su sonrisa fuera siempre cordial. Andrés se ocultaba bajo el alias de José Nieto Velázquez, el aposentador de la reina que aparecía en las Meninas, apoyado en la jamba de la puerta, obstaculizando la entrada de uno de los focos de luz que alimentaban al cuadro. No se sabía bien si Nieto Velázquez entraba o salía de la escena, nunca se supo bien cual era su papel. La historia daba pocas referencias fiables sobre José Nieto, apenas su función como aposentador de la reina, antes había sido tapicero real. Andrés se sentía cómodo con la ambigüedad del personaje.

Los sábados, cuando la librería cerraba a mediodía, Andrés buscaba refugio en los restaurantes de la zona, no repetía nunca, se aposentaba en mesas discretas, al fondo de las salas, desde allí seguía estudiando y escrutando a sus vecinos, disfrutando de su ruidosa manera de beber y de vivir. Allí aprendió a comer, a disfrutar de la comida y, finalmente, a cocinar.

Su obsesión por las pimientas vino después, de hecho, aquella pasión se exacerbó tras el infarto, cuando casi todo le fue prohibido y sólo le quedaba el consuelo de oler, de desgranar las bayas entre los dedos y dejar que le fuera impregnando el aroma de la capsaicina, las pequeñas moléculas que se quedaban suspendidas en el aire cuando se picaba o se rallaban los granos de pimienta irritando levemente la nariz, los ojos, incluso las yemas de los dedos. El placer de las pimientas era, en realidad, una especie de reacción alérgica de apenas unos segundos, se le hinchaba la punta de la lengua y, si el sabor era fuerte, incluso se lloraban los ojos.

Andrés guardaba en pequeños botes de cristal las distintas bayas de pimienta que coleccionaba, tenía ordenados los recipientes con pequeños letreros escritos a mano en los que identificaba el nombre y el origen de la semilla. Prefería las pimientas en grano, sin moler.

Aquel ocho de agosto en una cadena de televisión que había elegido al azar reponían un reportaje sobre cocina del País Vasco, un conocido actor viajaba acompañado de un cámara desglosando las virtudes y maravillas de los productos del campo, de los pescados y carnes. Estaban en un caserío, en mitad de un valle, una mujer estaba preparando un plato de callos, el presentador intentaba que aquella señora le descubriera los secretos del guiso, la señora era parca en palabras, respondía de modo escueto, casi críptico. Divertía ver como maniobraba en la cocina ocultado algunos ingredientes, celosa del secreto ancestral de la receta. Aseguraba que para preparar los callos debían picarse finamente unas cebollas, sin embargo, ella estaba picando unas cebolletas con un largo tallo verde. Recomendaba utilizar pimientos morrones para el sofrito, en realidad ella trajinaba un pimiento riojano carnoso. Picó bien la verdura, la dejó rehogar a fuego suave, tapando la cazuela para evitar que se evaporara el agüilla que soltaba la verdura. Después picó y añadió unos tomates alargados. La escena se cortó un segundo, para evitar la monotonía de una cocción que obligaba a esperar por menos una hora. Regresó la imagen de la señora añadiendo unos tacos de chorizo, aseguraba que el chorizo debía ser picante, así se ahorraba la guindilla. Levantó la tapa para regar el guiso con vino blanco, ocultaba que realmente estaba echando txacolí. Removía con firmeza, usaba un cucharón de madera. Respondía maquinalmente al presentador, casi con desgana. En un momento de distracción lanzó al recipiente unos granos de pimienta negra, el presentador medio en broma le afeó que ocultara algunos secretos de la receta, la señora sonrió y siguió a la suyo, acercó a la nevera y sacó una fuente metálica rebosante de tiras de tripa de cerdo cortada en cintas alargadas, destapó la cazuela, que liberó una vaharada olorosa. Removió con firmeza. La imagen se volvió a cortar y se reanudó con un plato de callos con garbanzos ya sobre la mesa. El presentador espolvoreó un poco de pimienta sobre el plato y se dispuso a probarlos. Andrés cuando hacía callos utilizaba pimientas exóticas para jugar con el sabor, intentando darle un halo de misterio a las tripas cocidas.

Aunque hacía un calor horrible aquella tarde de agosto, a Andrés no le hubiera importado tomarse un plato de callos en vez de la verdura y el pollo a la plancha. Hacía meses que no comía callos, hacía meses que no cocinaba de verdad.

Dejó la televisión encendida, aunque bajó el volumen para que la siesta no se perturbara. Había sido un día extraño, cuando atravesaba la explanada de la entrada del Museo del Prado, dispuesto a refugiarse del calor, le había abordado Anglada, el policía joven que se ocupaba de vigilar cerca de la oficina móvil de denuncias. Le había hecho todo tipo de reverencias y pedido todo tipo de disculpas antes de invitarle a entrar en el furgón. Una vez dentro le enseñó unas fotografías que identificaban al hombre del respingo, se llamaba Idriss Maluf, tunecino, 38 años. Llevaba 25 años viviendo en España, en Moratalaz. Trabajaba para una empresa de autobuses. Tenía dos hijos. No constaban antecedentes penales, nada reseñable en su historial. Anglada se puso a disposición de Andrés para que éste le pudiera indicar qué pasos debían dar en la investigación, caso de que fuera necesario investigar.

Por un instante Andrés pensó que se encontraba de nuevo de servicio, aunque en realidad había poco que averiguar. El tipo del respingo tenía tanto o más derecho que el propio Andrés a merodear por la zona del museo, seguramente era un conductor de autobús que quedaba a la espera de que los turistas terminaran su visita a cualquiera de los museos del Paseo del Prado, alguien tan cansado y aburrido como el propio Andrés.

Andrés se levantó del asiento, dispuesto a abandonar el furgón, Anglada le tomó levemente el brazo, a la altura de la muñeca y, respetuosamente, le preguntó: «Qué se siente al matar a un hombre». A Andrés se le helaron las venas, aunque en el exterior la temperatura superaba los cuarenta grados, hacía años que nadie le hacía esa pregunta, que no tenía que recordar. Tomó aire y respondió: «Se siente miedo, sólo miedo. Un pánico horrible que nace en el estómago y te invade todo el cuerpo. Se te seca la boca, se tensan los hombros y queda una sensación de pavor frío que te impide llorar, gritar o caer derrumbado». Daba lo mismo que te hubieran enseñado a disparar, que en la academia dijeran que estabas preparado para usar armas, que era muy posible verse en la situación de tener que hacer uso de la pistola, que estabas amparado por la ley, que lo hacías para defenderte o defender a otros. Daba lo mismo todo. Andrés había disparado por miedo, de modo instintivo, movido por la reacción de un animal acosado. Nada de lo aprendido antes le había servido para disparar. Nada de lo aprendido o conocido después había podido consolarle, quitarle la aspereza de aquel instante en el que sacó su pistola y disparó.

Se despidió de Anglada deseándole que no se viera nunca en la tesitura de tener que matar a nadie, que se olvidara de todo lo escuchado en la academia, de todo lo que hubiera escuchado a otros compañeros. Que nunca deseara encontrase en situación de tener que disparar.

Se refugió en el museo y se quedó durante largo tiempo contemplando las Meninas, intentando desdibujarse de nuevo, diluirse hasta convertirse en José Nieto para que nadie supiera si entraba o salía del cuadro. Por la tarde navegando sin rumbo por internet encontró un cuadro de Velázquez, un retrato de un caballero que seguramente era el José Nieto de las Meninas, el tapicero de la reina, pariente lejano del pintor.

Pimienta de Chiloé o pimienta chilota (Drimys Winteri). Sorprenden sus notas picantes y amargas. Aromas a frutas confitadas, perfume de arándanos rojos. Esta baya nace en la isla de Chiloé (Chile), es un fruto propio del bosque Valdiviano, clima marítimo, húmedo. La etnia mapuche la usa como condimento equivalente a la pimienta, aunque en realidad es una baya. Muy apropiada para crustáceos, carnes a la parrilla, tripas de cerdo, guisos, steak tartar y cebiches con lima o limón.

martes, 5 de septiembre de 2017

CAP. CDXXVIII.- Chapuzón furtivo en Cabo Sunion.


Una de las prerrogativas de los diletantes es la de alterar el orden natural de las cosas, adaptarlo a las circunstancias, a nuestras propias circunstancias.

Estaba yo sumergido en mi ciclo de Andrés Baztán del Valle, sus pimientas y sus disquisiciones sobre las Meninas. Había planificado el trabajo de las próximas semanas alrededor de ese relato, al que todavía le quedan algunos capítulos. Estas nouvelles cuquinarias tienen la ventaja de abstraerme del día a día, ir planificando el curso con cierta distancia, dejando que se aposenten algunas cosas y que otras vuelen hasta desaparecer. Conviene reordenar la memoria de vez en cuando.

El ciclo de Andrés Baztán me permitía tomar distancia de todo lo que está ocurriendo en Cataluña, entramos en el verano con incertidumbres, salimos de él como muchas más dudas, tensiones y heridas.

Pese a todo y pese a todos, lo cierto es que la distancia del mes de agosto, distancia física y mental me ha permitido seguir lo cotidiano con cierta distancia, lo que no reduce el agobio de los que pensamos que hay que respetar las normas y no hacer trampas con los sentimientos de la gente. Todos los callejones abiertos en Cataluña están, de momento, sin salida, para desgracia de los cientos de miles de personas sensatas que permanecemos discretamente callados, abrumados por toda la porquería.

Pero la razón de esta entrada no era opinar sobre lo que estaba sucediendo y lo que, dolorosamente, ha sucedido después, ya hay miles de opinadores que se ocupan de emponzoñar. Mi intención era mucho más modesta. Básicamente se trata de afirmar y reafirmar que se puede y se debe ser feliz. Yo lo he sido durante todos los días de las vacaciones y espero seguir siéndolo gracias a todo lo aprendido y disfrutado lejos, muy lejos de casa.

Este año regresamos a Grecia, la experiencia del año pasado fue maravillosa, sencilla y agreste, sin sofisticaciones, bastaba una playa larga con dunas de arena, el viento y el sol de cara.

Este año también fue ventoso, cálido y ventoso. Dos días antes de regresar a casa saltamos de las islas al continente. El año pasado estuvimos en Atenas y este año decidimos evitar su calor y sus aglomeraciones, alquilamos un apartamento en la playa, en una ciudad cercana al aeropuerto llamada Artemis. Desde allí alquilamos un coche – por cierto huid de Europcar, engañan como bellacos, no tienen oficina en el aeropuerto de Atenas, te llevan a un polígono industrial a poco más de un kilómetro y ahí te inundan a recargos y desatenciones.

Tras ciertas tensiones con las empleadas de la agencia (las únicas personas desagradables del país) tomamos camino hacia cabo Sunion, una zona costera a 55 kilómetros de la capital. Había leído mucho y muy bueno sobre aquel paraje (he de decir que tengo dudas de si estuve allí 25 años atrás).

Conducir en Grecia es una experiencia que templa nos nervios. Los griegos tienen poco que envidiar a los italianos del sur en cuanto a modo de conducción. Tuvimos suerte de no pillar tráfico y enseguida me acostumbre a las autovías con semáforos incorporados.

Paramos a comer en un puerto pesquero a 10 minutos de Sunion, nos dejamos seducir por uno de los ganchos de los restaurantes del puerto, un especialista en seducir a los turistas, un tipo con aspecto de haber sobrevivido a todas las guerras del Peloponeso. Nos ofreció el mejor pescado y una pizza especial y especiada para los niños. Tomamos un pescado estupendo, creo que un sargo ya que apenas pudimos entendernos con los camareros. De postre nos invitaron a unos bombones helados. Paseamos por el puerto y tomamos nota de los catamaranes que esperemos poder arrendar, aunque sea por unas horas, el año que viene.

A eso de las cinco de la tarde retomamos el camino marcado hacia Sunion, un pequeño promontorio frente al mar, un lugar millones de veces reproducido, recinto sagrado destinado desde hace mil años a todo tipo de cultos paganos. Desde las peñas de Sunión Egeo se precipitó al mar, pensando que su hijo Teseo no había sobrevivido al Minotauro, y todo por un despiste de Teseo, que no había cambiado las velas. Teseo, el astuto, el traidor, el que había abandonado a Ariadna en Naxos después de haberse valido de ella. Teseo, la metáfora del cambio de culturas de las islas (Minos y sus angustias) al continente, a  Atenas (Ática, micénica, sabia y luminosa).

El mar egeo es escandalosa y lujuriosamente azul en el cabo Sunion, sus playas aconchadas dan la tranquilidad y la luz de miles de atardeceres.  Desde cualquiera de las ensenadas se disfruta del mar, de los golfos, cabos, islas e islotes que conforman un paraje especial, capaz de sobrevivir a cualquier invasión, incluida la de los turistas.

Decidimos ir primero a la playa, decisión improvisada porque habíamos salido del apartamento sin bañadores ni toallas, ya en el equipaje sucio y cerrado para volver a Barcelona. Había amanecido lluvioso en Artemis y decidimos no llevar equipo de baño. Pese a ello quisimos acercarnos al mar, mojarnos aunque fueran los pies. Llegamos a la playa que hay bajo el promontorio de Colonna, debajo del tempo de Poseidón, allí hay un hotel que, literalmente, ocupa una parte importante del arenal de la playa. Allí colocan sus hamacones y sus sombrillas, reserva exclusiva para clientes del hotel.

El hotel estaba casi vacío o, por lo menos, estaba casi vacía la zona de hamacas en la playa, eso que la tarde era maravillosamente clara y cálida, sin apenas viento. Nos adentramos discretamente en la playa después de haber aparcado fuera del aparcamiento del hotel. Nuestra pinta de extraños era evidente, los niños con calzado deportivo, nosotros con la cámara y la mochila colgada del hombro.

El mar nos llamaba con insistencia, hubiera sido una aberración no bañarnos en Sunion, no dejarnos emborrachar por su luz y su solemnidad. Los niños, vergonzosos ellos, eran reacios a bañarse desnudos y lo de quedarse en ropa interior les producía las siete vergüenzas.

Nos colocamos discretamente en una de las hamacas del final de la playa, nadie nos observaba, nadie parecía estar al tanto de nuestra invasión. Nos descalzamos para que las suaves olas nos fueran refrescando los pies.

Yo me quité la camiseta, los niños me imitaron, y después los pantalones, les costó, pero también me imitaron. En calzoncillos nos lanzamos al mar, había un espigón de piedra de varios metros que te permitía lanzarte de cabeza.

Yo fui el primero en tirarme en calzoncillos rojos a cuadritos, un calzón de goma floja que se me bajó hasta los tobillos por el impulso del chapuzón. Nadé hacia el horizonte, buscando el punto en el que pudiera disfrutar de la playa y del promontorio con el templo de Poseidón iluminado por el sol de media tarde, a las puertas de septiembre.

Los niños no tardaron en seguirme, con la suerte y desvergüenza de que se deshicieron de los calzoncillos ya en el agua y los agitaban como banderas piratas, alegres de haber conquistado un puerto hostil. Marta también de decidió y se dio un baño en escuetas, azules, braguitas.

Nos bañamos alegremente, agitamos el agua, nos lanzamos desde el espigón borrachos de luz y de felicidad. En el hotel no parecía importarles nuestra presencia, en nada molesta.

Allá las seis de la tarde salimos del agua, felices con nuestra ropa interior mojada y salobre, todos recordaremos la ropa que llevábamos aquel día, la que embrujamos en el egeo, a los pies del tempo de Poseidón.

Nos quitamos la sal en las duchas del jardín del hotel, los empleados parecían no vernos, puede que Teseo nos hubiera concedido el don de la invisibilidad. Nos secamos con un pareo y una pashmina. Regresamos al coche y subimos hacia el recinto en el que estaba el templo y las ruinas del antiguo asentamiento de Colonna.

Yo recordé que un poeta español (García Montero) había escrito a propósito de Cabo Sunion, también recordé que Turner había pintado embriagado por el sol griego.

No había mucha gente en el lugar, pudimos aparcar casi en la puerta y allí pasear entre piedras y columnas, hacer cientos de fotos, disfrutar viendo unas perdices que paseaban por el lugar, ajenas a la solemnidad del templo.

Hicimos fotos, cientos de fotos, convencidos de poder captar en un instante la magia de un promontorio que durante tres mil años había magnetizado a miles de viajeros.

Nos sentamos sobre los sillares de columnas derruidas y disfrutamos de la caída del sol. No hubiera gustado disfrutar de aquello en silencio, pero cuando se viaja con niños el silencio se convierte en piedra preciosa, imposible de alcanzar.

Con el sol puesto regresamos al apartamento, convencidos de haber vivido y compartido un tiempo y un espacio especial, por lo menos para nosotros, convencidos de haber cargado pilas para poder afrontar con una sonrisa nuevas aventuras, nuevas estaciones y retos. Ser capaces de superar toda la porquería que nos aguardaba en cuanto llegáramos a casa y la realidad, la mezquina realidad que habíamos dejado atrás, intentaba teñir de nuevo nuestros calzoncillos, nuestros pareos empapados de sales del egeo.

Esa noche cenamos pasta con tomate, salchichas, ensalada de rúcula y queso Anthotiro, un queso fresco que descubrimos en Naxos poco antes de abandonar las islas.

La experiencia de Sunion exige una receta con un poco más de misterio, a la altura de la jornada que vivimos, por eso en vez de comentar mis simples espaguetis (estaban estupendos) me atrevo con una receta de calamar relleno que probamos creo que en Tnoy, la gracia del plato es que lo rellenaban con queso fresco, yo utilizaré el de Anthotiro. Los calamares han sido una constante gastronómica en nuestro viaje, uno de mis hijos defiende enconadamente que comer calamares equivale a comer pescado, por cuanto todo viene del mar. Con esa cantinela, cada vez que le recordábamos que había que comer pescado nos advertía que ya había tomado calamares fritos.

El calamar es un bicho extraño, puede que una reminiscencia prehistórica, y su textura y sabor le permite combinar con casi todo (en España se rellenaban con carne picada y en Grecia era habitual tomarlo con arroz).

Los calamares rellenos de queso obligan a un sofrito que no sea muy especiado. Primero se pela y pica una cebolla en juliana fina, un tomate pelado y despepitado y un pimiento rojo (mejor medio pimiento rojo porque son muy grandes). Se salplimenta con mesura y se rehoga a fuego muy lento. Se pueden añadir las patitas del calamar cortadas también finas. Cuando esté bien atontada la verdura se añaden 250 del queso de Anthotiro (si se quiere que tenga un punto más fuerte podría hacerse con queso feta). Se deshace bien el queso en el sofrito hasta que quede una pasta blanquecina que pueda manejarse con soltura.

Se termina de limpiar bien el calamar (tiene que ser un calamar de ración, preferiblemente pescado en el Mediterráneo, los calamares del índico son insípidos). Se pasa bien por la plancha, la plancha ha de estar caliente, engrasada con una cucharada de aceite de oliva, para que el calamar se haga rápido, no quede gomoso.

Se retira del fuego y se deja atemperar unos minutos (no conviene que se quede muy frio, no hay que recalentarlo).

Con ayuda de una cuchara se rellena bien de la pasta de queso del sofrito, se cierra la entrada del calamar con unos palillos (recurso de abuela de postguerra) y se le da un último golpe de planta para llevarlo a la mesa y partirlo en tres o cuatro piezas.

EL recuerdo de Sunion, del calamar relleno y de todo lo que ha significado este verano. No sé muy bien qué recuerdo tendré, dentro de 20 años, de mi visita a Sunión, menos sé lo que les quedará a mis hijos de aquella visita y del baño en paños menores. Quizás consulten el blog y sonrían. Yo les dejo también el link de la poesía de García Montero ( http://www.poetasandaluces.com/poema/2254/), también el verso de Lord Byron, que se atrevió a dejar su nombre grabado sobre el mármol, una gamberrada que hoy no tendría perdón:

Place me on Sunium’s marbled steep,

Where nothing, save the waves and I,

May hear our mutual murmurs sweep…

domingo, 3 de septiembre de 2017

CAP. CDXXVII.- Pimienta roja de Kampot.


VI. PIMIENTA DE KAMPOT.



Hay quien se queja, pero nuestra bendita tierra es feliz, creedme… como nosotros en palacio.

Las tardes de Andrés, el héroe laureado, eran baldías, prácticamente inútiles. El calor y el cansancio le postraban en el sofá donde se dejaba invadir por el sopor hasta caer dormido. No había hora para despertar, no tenía mucho sentido, igual daba que arriesgara el sueño de la noche. Inánime se desperezaba con las fuerzas justas para llegar al ordenador y allí navegaba hasta bien entrada la noche. Internet no tenía límites ni físicos ni temporales. Era un navegador pasivo, reacio a las redes sociales, mantenía las prevenciones de su profesión y jamás facilitaba un dato o intervenía en una conversación en la que pudiera desvelarse su identidad. Se contentaba con viajar y arribar a puertos, algunos extraños. Navegaba sin rumbo o con rumbo errado, como guiado por hados caprichosos que no siempre acertaban.

Aquella tarde del siete de agosto llegó, por casualidad, a los archivos de televisión española, donde pudo ver, a lo largo de poco más de dos horas, una vieja obra de teatro, de Antonio Buero Vallejo, titulada las Meninas. De la obra sacó una frase que apuntó en su libreta, que hablaba de tierras felices y de la felicidad en palacio. Andrés a su modo terminaba siendo feliz en su palacio y pensaba que fuera de él todos eran también felices. La frase la decía, en el último momento de la obra, don Diego Ruiz de Azcona, ayo de los infantes de España y, por lo tanto, profesor de doña Margarita. Ruiz de Azcona era el personaje que aparecía semivelado, tras las meninas, junto a una monja tocada. Muchos estudiosos no se atrevían a identificar a este personaje del cuadro y se contentaban con afirmar que se trataba de un guardarmas de la corte.

Diego Ruiz de Azcona tomó estudios religiosos y llegó a ser obispo de Pamplona aunque su fama quedó fijada en el cuadro de las Meninas y en todas las especulaciones que giraban en torno a él.

Viendo la obra de teatro Andrés se acordó, inevitablemente, del hombre del respingo, a quien había vuelto a sorprender esa misma mañana sentado en los bancos públicos que había frente al museo del Prado.  Andrés tomó una distancia prudencial para poder observarle. Estaba enganchado al teléfono sobre el que seguía tecleando compulsivamente. Aquel tipo tenía un rostro afilado, cetrino, vulgar, era casi imposible establecer su edad. Quizás se trataba de alguien desubicado, obsesionado con los juegos del teléfono. Andrés hizo inventario de todos los desconocidos que frecuentaban sus paseos, todos aquellos rostros que, de una u otra manera, terminaban cruzándose por su camino durante las caminatas matutinas. Unos tenían funciones definidas, otros no eran sino simples almas en pena, tan en pena como el propio Andrés, que terminaba arrastrando los pies y resoplando. Seguramente el tipo del respingo, a quien bautizó aquella tarde como don Diego Ruiz de Azcona, no era sino un sujeto normal, tirando a gris, que se contentaba con media docena de frases insípidas en una olvidada obra de teatro. Bien mirado, don Diego tenía en la obra más frases que el propio Baztán que, si buscaba identificarse con alguno de los personajes, no le quedaba otro papel que el de mero figurante de la corte, ni tan siquiera era el narrador, por mucho que se obsesionara. Tal vez tendría que olvidarse del ayo Ruiz de Azcona y sus respingos, permitir que se mantuviera en la penumbra, asaltando las dudas de otros transeúntes.
Resultado de imagen de diego ruiz de azcona

Tenía decidido quedarse toda la tarde en casa, esperar a que entrara la noche y refrescara algo. Quedarse inmóvil frente a la pantalla del ordenador con las persianas bajadas, en calma chicha. Escuchó ruidos en la escalera y al afinar el oído anticipó la llegada de Benita, que arrastraba su monólogo exterior sin puntuaciones ya en el rellano de la puerta. Por la mañana se había dejado camisas sin plantar y quería aprovechar la caída de la tarde para hacer y comprobar, así, que Baztán del Valle estaba bien. Fue Benita la que descubrió meses atrás a Andrés postrado en la cama, tras un fin de semana preagónico en el que atenazado por la angustia y el malestar, no había sido capaz de tomar otra decisión que la de atiborrarse a pastillas antiácido pensando que la opresión en el pecho era el fruto de una mala decisión. Desde aquel día Benita, contra el parecer de Andrés, se había convertido en un hada madrina con licencia para irrumpir en el apartamento a cualquier hora del día o de la noche.

Benita no paraba de hablar ni para tomar aire. Hacía la pregunta y se respondía de inmediato, tranquila al comprobar que Andrés estaba bien. La espiral monologada era tan intensa que Andrés decidió, de súbito, salir a la calle, lo que alegró a Benita porque salir a la calle era síntoma de salud.

Andrés había recibido un mensaje días atrás de la tienda en la que compraba las especias que atesoraba en la cocina. Granel Madrid era un almacén de especias, legumbres, harinas y alimentos a granel no muy lejano a su casa, en la calle Embajadores, debía bajar por el paseo del Prado hasta la plaza de Atocha, una ruta que no hacía habitualmente.

Durante mucho tiempo aquel comercio se había convertido en una referencia esencial para la vida de Andrés, allí compraba los condimentos que le daban un toque especial a sus comidas. Andrés llevaba lustros viviendo sólo y, como terapia, se había impuesto la de cocinar para sí mismo y para otros. Tenía fama de alquimista, de arrancar sabores mágicos a los platos que guisaba. Mariam le había introducido en el complicado mundo de las especias, le había dado las pautas para experimentar y, con aquellas pautas, había trabajado hasta convertirse en un virtuoso. En Granel Madrid le suministraban la materia prima exótica, le aconsejaban e indicaban nuevas y sofisticadas hierbas, bayas de origen increíble y otros polvos hechizadores para añadir a estofados y salsas.

Tras el infarto el médico le prohibió de modo tajante la comida especiada, las salsas y los guisos contundentes. Andrés dejó prácticamente de cocinar y Benita se convirtió en su hervidora oficial de verduras frescas. Pese a la apatía Andrés siguió acudiendo a la tienda para dejarse envolver por los olores y así evocar un pasado que difícilmente volvería. En el comercio se había acostumbrado a su presencia, a sus paseos sin rumbo entre sacas con decenas de tipos de arroces y harinas. Le permitían abrir los botes y husmear, incluso le avisaban cuando llegaban partidas nuevas de especias llegadas de los puntos más remotos del planeta.

A finales de julio le habían mandado un correo electrónico anunciándole que llegaban pimientas del extremo oriente, entre ellas una aromática pimienta camboyana de color rojo llamada pimienta de Kampot.

Años atrás, muchos años atrás, Mariam le había guisado unas rodajas de lubina salvaje aderezadas con pimienta roja de Kampot, una pimienta que añadía casi al final del proceso, cuando el plato estaba a punto de ser servido en la mesa.

Mariam picaba unas cebollas grandes y carnosas que compraba a las amas que ponían sus puestos alrededor del mercado del Gros. Las capas de cebolla crujían y rezumaban una agüilla blanquecina que irritaba de inmediato los ojos. Mariam solía picar las cebollas protegida con gafas de bucear, un remedio que había visto en una película. Era graciosa verla disfrazada de buzo para ponerse a cocinar.

Picaba las cebollas en juliana, dos o tres piezas, en función del tamaño. La dejaba rehogar a fuego suave mientras preparaba el resto de ingredientes: Unas judías verdes redondas y frescas que había hervido esa misma mañana, unos tomates de pera muy pequeños, dulces como frutas, que partía por mitad, dos cogollos frondosos de lechugas, unas anchoas, un puñado de aceitunas negras y dos huevos duros.

Salpimentó las rodajas de lubina y las incorporó a la cazuela cuando la cebolla estuvo transparente. Apartó la cebolla rehogada con un cucharón para que el pescado entrara en contacto directo con el fondo de la cazuela. Había que actuar con rapidez, el pescado no debía pasarse de cocción bajo ningún concepto.

Partió los cogollos de lechuga en cuatro trozos longitudinales y los añadió al guiso, de inmediato incorporó el manojo de judías verdes hervidas, después los tomates. Había remover con suma delicadeza para evitar que las piezas de pescado se desmigaran. Volteó los medallones. Colocó con cuidado cuatro anchoas en filetes y los huevos cortados en cuartos. Puso cuatro o cinco aceitunas negras alargadas, aceitunas de Aragón intensas y con un punto amargo. Añadió una pizca más de sal y tapó la cacerola con una tapa de cristal, que le permitía ver el punto de cocción del pescado. Veía como sudaba la verdura y se iba formando un caldillo ligero. Pasados cinco minutos apagó el fuego y dejó que el platillo reposara sin levantar la tapa aún.

La mesa estaba ya preparada, era la función de Andrés, que solía traer botellas de sidra o de chacolí.

Sentados ya en la mesa, Mariam levantaba ceremoniosamente la tapa y se dejaba embriagar por el vaho liberado de golpe. Deshacía entre los dedos unos granos menudos de pimienta roja y los espolvoreaba sobre el plato. En aquellos tiempos la casa de Mariam era su palacio y Andrés era feliz.

Pimienta roja de Kampot, Camboya (Piper nigrum). Notas afrutadas de cerezas aciduladas, aromas florales, sabores a vainilla y a cítricos confitados. Nace en tierras arenosas, cerca del mar. Los granos se cosechan en plena madurez y luego se escaldan y pasan rápidamente a agua helada para fijar el color rojo. Combina bien con foie a la plancha, filete de lubina, carré de ternera y queso de cabra de Sainnte Maure.