jueves, 24 de agosto de 2017

CAP. CDXXV.- Pimienta larga de Camboya.


IV. PIMIENTA LARGA DE CAMBOYA.



No es cierto que los tiempos estaban cambiando. Habían cambiado ya.

Nada de lo que veía le resultaba comprensible, no entendía aquellas masas de gente en pantalón corto, camisetas sin mangas, cuerpos tatuados, orejas, narices, labios taladrados con pendientes imposibles. Madrid había sido tomada por una caterva alienada de seres extraños, ajenos a los cánones que Andrés comprendía. Aunque puede que el alieno fuera Andrés, que vestía un pantalón chino azul oscuro, una camisa blanca de manga corta que, por descontado, llevaba arrebujada bajo las costuras del pantalón. Calzaba unos mocasines de verano que llevaba con calcetín fino de color gris perla. Las gafas de sol era el único complemento que desentonaba en su porte, de puro viejas habían conseguido estar nuevamente de moda. Lo de las gafas de sol era cómodo e incómodo a la vez ya que le obligaba a llevar prendida del cinturón una aparatosa funda de gafas donde llevaba las lentes de ver, imprescindibles cuando entraba en espacios mal iluminados o cuando tenía que leer algún texto.

Hubo un tiempo, más lejano del que pensaba, en el que Andrés, cuando salía a la calle, era capaz de leer la realidad en unos segundos. De inmediato calaba a los sujetos más peligrosos, a aquellos que seguramente tendrían antecedentes penales. Esa capacidad de lectura y comprensión de la gente había desaparecido por completos, todo el mundo de parecía sospechoso de algo, indigno de confianza o, simplemente, ajeno. Así era imposible moverse con tranquilidad por la calle, por eso cuando paseaba lo hacía abstraído, midiendo sus pasos quedos y revisando constantemente el latido de su corazón cansado.

Los tiempos habían cambiado. Él, que había pisado calle durante años, que había patrullado por las zonas más peligrosas del país. Él, que había intuido el peligro casi con el olfato, había ido ascendiendo gracias a su pericia, ascenso que había terminado por depositarle en una oficina, la más honrosa de las oficinas, aquella a la que todos sus compañeros aspiraban, pero oficina, al fin y al cabo. El tiempo de las acciones, el tiempo de la decisión en apenas una décima de segundo quedó atrás, ya nadie actuaba por su cuenta, antes de tomarse una decisión era necesario realizar todo tipo de comprobaciones. Andrés, que estaba destinado en el centro donde se tomaban todas las decisiones, había reducido su vida a leer informes, a revisar documentos frente a la pantalla del ordenador y acudir a reuniones interminables de coordinación. Allí perdió el olfato y perdió la salud.

Paseaba por Madrid a primera hora de la mañana, el calor, pese a que era temprano, empezaba a ser agobiante, como si hubieran pasado el aire de la ciudad por una turbina incandescente. Caminar con paso corto, acompasando la respiración, le generaba cierta melancolía, le llevaba a viejos tiempos en los que dominaba las calles con paso firme, decidido, autoritario. La mirada siempre al frente, pendiente de cualquier detalle. Entonces no necesitaba llevar una libreta para anotar detalles especiales, todo le quedaba mercado en la memoria, como fotografías que fuera disparando con precisión.

Aquel cuatro de agosto regresó de su paseo por la acera de la Fundación Thyssen y el Banco de España. Una ruta más dura ya que había vastas extensiones de asfalto soleadas que a duras penas se podían transitar. Al pasar junto a la fachada del hotel Palace, apoyado en la pared, volvió a cruzarse con el hombre del respingo, por cuarta vez en cuatro días. Aquel tipo llevaba la misma ropa de días anteriores, un pantalón chino color beis y una camisa blanca que le iba holgada. Aquel tipo seguía manejando nervioso el teclado de un teléfono móvil, levantando la mirada de vez en cuando para escrutar las calles y la gente. Seguía sin afeitarse y la barba cetrina iba invadiendo su rostro alterando día a día sus facciones, haciéndolas más duras.

Andrés pasó a una distancia prudencial, evitando cruzarle la mirada. Cruzó al boulevard central y buscó un sitio tranquilo desde el que poder vigilar al hombre del respingo. No sabía muy bien que debía vigilar, por lo que se contentó con mirarle desde la distancia, intentando comprender qué justificaba su presencia en aquella plaza. Los autobuses de turistas empezaron a descargar visitantes por los museos de la zona. Empezó el ruido, la confusión de grupos guiados que buscaban la protección de las sombras de la arboleda del paseo del Prado. En poco tiempo se formó una cola considerable frente a la taquilla del museo del Prado, una fila sinuosa que iba formándose al hilo de las sombras.

Andrés se pasó contemplando al sujeto del respingo durante casi una hora, hasta que aquel sujeto decidió abandonar su tarea y caminar hacia la boca del metro más cercana. Andrés no se vio con fuerza para seguirse por las tripas de la ciudad, tomó unas breves notas en su cuaderno de campo, se quitó las gafas bifocales con las que había vigilado a su sospechoso y se puso las gafas de sol. Anduvo hasta la entrada principal del museo y entró buscando el refugio del aire acondicionado. En agosto trabajaban principalmente los guías en inglés y en francés, también había algún guía que dominaba las lenguas orientales. Andrés se sintió el único español que visitaba el museo, el verdadero extranjero en aquel marasmo de atuendos y razas.

La visión de las Meninas, incluso envuelta entre curiosos, le daba cierta paz, cierto sentido a sus días monótonos. Andrés apenas manejaba rudimentos de inglés, insuficientes para seguir una conversación, sólo cazaba palabras sueltas que pretendía componer para construir frases con sentido, con su sentido.

Un guía analizaba las Meninas como un retrato real, un retrato real muy especial. Andrés consideraba que el cuadro era una instantánea, una fotografía informal hecha en un tiempo en el que no había fotografías y la pintura tenía como objetivo, como uno de sus objetivos, el reflejar retazos de la realidad. Ahora, cuando la familia real buscaba situaciones informales para ser fotografiada durante las vacaciones, para parecer una familia normal, Andrés creía que Velázquez había convocado al séquito de la infanta Margarita para preparar un retrato de grupo, ya había pintado en otras ocasiones por separado a la cohorte que acompañaba a los personajes de la corte, disponía de retratos individuales, de algunos bocetos y apuntes. Había convocado a las dos damas de la infanta, a Isabel de Velasco y a Maria Agustina Sarmiento de Sotomayor, damas de honor, amigas y confidentes de la joven princesa. Era un retrato de grupo, la trastienda de la infanta, incluidos los personajes llamados a entretener a la futura reina, María Bárbara Asquín, a quien todos llamaba la Bárbola o Maribárbola; también el enano Nicolasito, Nicolás de Pertusato. Nicolasito y Maribárbola era de origen noble y sus discapacidades les habían convertido en atracción de palacio, en especial de la infanta, que pasaba días y noches aburridas.

Velázquez deseaba que al fondo de ese retrato de adláteres aparecieran los guardadamas de la Corte, Marcela de Ulloa con tocado religioso y su enigmático acompañante, engolado y entre penumbras.

El cuadro pretendía ser uno más, quizás un divertimento. Resultaba complicado mantener estáticos a los modelos, Nicolasito Pertusato, al que siempre acompañaba un perro viejo y cansado, era capaz de permanecer quieto, jugueteaba con el animal, quería azuzarle para que inquietara al pintor.

Los reyes contemplaban en silencio a sus súbditos, les contemplaban desde un ángulo escondido de la amplia estancia. De pronto, se abrió la puerta principal y José Nieto Velázquez anunció la presencia de la Infanta Margarita, inquieta porque el pintor la había privado de acompañantes. Entró en la sala con el gesto extraviado buscando a sus damas de compañía, Isabel de Velasco hizo una suave reverencia mientras que Agustina Sarmiento se apresuró a ofrecer a la infanta un búcaro con agua, la jarrilla que Velázquez tenía escondida tras el lienzo para calmar su sed.

Pertusato le dio una patada al perro, que permanecía impávido, no era la primera coz que recibía de aquel tunante. Maribárbola seguía manteniendo su vista perdida en el infinito. Y Velázquez en ese instante se dio cuenta de la magia de aquel momento, un destello en la rutina de la corte, en la rutina de su trabajo. Decidió variar sus planes y reflejar aquel momento extraño de personajes entrando, saliendo, escondiéndose en la penumbra, personajes inquietos o quedos, cada uno sujeto a sus propias reglas y, sin embargo, sorprendentemente armónicos. Velázquez, seguramente adrede, quiso ser el primer fotógrafo de lo informal, el primer paparazzo que se atrevía a desdibujar la imagen de la familia real, a diluirla en una escena cotidiana. Hubo un tiempo en el que Andrés había sido capaz de captar instantes como aquel, olerlos, leerlos con agilidad.
Resultado de imagen de Isabel de Velasco

Pensó volver a pasar por la unidad móvil de la policía, volver a alertar de la presencia de aquel sujeto extraño e inquieto sometido a las pulsiones de su teléfono. Hacía mucho calor, el sol estaba casi en su cenit y la explanada del museo se convirtió en un desierto infranqueable. Cejó en su primitivo propósito y encaminó sus pasos hacia la casa. Era difícil soñar si en casa aguardaban unas acelgas y un medallón de merluza hervida. Recordó su infancia, cuando viajaba en verano al pueblo de sus abuelos, perdido entre León y Asturias. Recordaba a su abuela dejando reposar la leche de las vacas, recién ordeñadas, primero hervían la leche en grandes cubetas, esperaban a que se enfriara y se decantara la leche, dejando una espesa capa superior que se retiraba cuidadosamente. La nata líquida debía queda reposada y fría antes de empezar a batirla con firmeza para convertirla primero en nata montada, después en mantequilla que poco a poco había adquiriendo untuosidad hasta convertirse en un bloque brillante.

Andrés había hecho sabrosas mantequillas a partir del recuerdo de su infancia, mantequillas que aromatizaba con sales, hiervas aromáticas y especias. Ya no vendían nata cruda de verdad, ya no había lecherías, se tenía que contentar con los bricks de nata para montar, nata uperizada que vendían en los supermercados. Compraba medio litro de nata para montar, la dejaba en la nevera durante dos o tres horas, las mismas que la cubeta metálica en la que cuajaba la nata hasta convertirla en mantequilla.

Pasado el tiempo de reposo sacaba la cubeta escarchada, los dedos se le quedaban pegados al metal. Abría el brick de nata y, rápidamente, ponía en marcha una batidora con unas amplias palas de plástico, amplias como una mariposa que hubiera desplegado las alas. No convenía poner la batidora a la máxima velocidad, bastaba con ponerla un punto por debajo de la potencia media. Veía como la nata iba tomando densidad y cuando la notaba cremosa añadía dos cucharadillas de sal, unas ramas de cebollino picado muy fino y pimienta larga de Camboya que rallaba para que quedara un polvo grueso. Los ingredientes se mezclaban a medida que la mantequilla se compactaba, formando un bloque brillante en el que, sobre fondo blanco, quedaban suspendidas briznas de cebollino y tiznes de pimienta. Ayudándose con una espátula sacaba la mantequilla y formaba pequeños lingotes de poco más de cien gramos de peso, lingotes que guardaba en la nevera, dispuestos para servirlos sobre gruesos filetes de vaca vieja, cocinados sobre la plancha. Antes de llevar la carne a la mesa Andrés pasaba por agua caliente un cuchillo con la punta roma, cortaba una gruesa porción de mantequilla aromatizaba y la dejaba sobre la carne humeante, disfrutaba viendo como se derretía y empapaba la carne. Añadía unos cristales de sal de Maldon y antes de que la mantequilla se convirtiera en parte de la salsa, le daba el primer corte y el primer bocado.

Mantequilla y vaca vieja era un anatema en su nueva dieta.

Pimienta larga de Camboya (Piper Longum). Notas de miel y cacao amargo, exóticos aromas ahumados. Nace en las tierras volcánicas del norte del monte Bokor. Explotaciones familiares. Su nombre en jemer es “dai plai” que significa “brazo corto”. Cosechada en extrema madurez y luego hervida. Excelente para acompañar a platos de pollo con miel, carne de caza, postres de cacao y salsas con vino tinto.

1 comentario:

  1. Me encanta como nos vas desmenuzando el cuadro y como nos vas metiendo en su contenido, ya os conté la malísima copia que tengo en el hall de los ascensores y si lo vieses no te inspiraría comentar nada de él. Jubi

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