viernes, 23 de junio de 2017

CAP. CDXIX.- Coda

Intolerable, absolutamente intolerable. Me había olvidado de mi visita a la heladería de Can Miquel, detrás de la Avenida de Jaume III. Fue después de comer, después de visitar la librería, en el paseo camino al autobús. Fui a la heladería buscando el helado de mandarina de Soller o el de albaricoque. No había ninguno de los dos, y debía haberlo recordado, Can Miquel hace los helados en función de las estaciones y, a las puertas del verano, no hay ni albaricoques ni mandarinas de Soller. En el mostrador exhibían cerca de una docena de variedades de chocolate, sin embargo, opté por un helado de almendra cruda, maravilloso. Me lo tomé tranquilamente mientras hojeaba La Idea de Europa de Steiner, un librillo minúsculo que acababa de comprar. Espero que esta coda repare la ignominia de haber olvidado a Can Miquel en mi viaje fantasma a Palma.

CDXIX.- Lust Life.


¿Estuve el viernes pasado en Palma de Mallorca?

Tengo dudas, creo que el viernes pasado estuve en Palma de Mallorca, o puede ser que el calor haya derretido definitivamente mis sesos.

Recuerdo haber cogido un avión a las seis y media de la mañana, para llegar sin agobios al aeropuerto habría tenido que levantarme sobre las cinco menos cuarto – en mi caso no suele ser un problema -, dejo el café hecho y los bocadillos para el colegio de los niños.

El aeropuerto de Barcelona de madrugada es un hormiguero atestado de mochileros, de guiris desorientados y de ejecutivos encorbatados con la cara desencajada por el madrugón. Es difícil evitar ser catalogado en cualquiera de estos grupos. Yo había recibido el mensaje de que el curso al que asistía era informal y que, por lo tanto, no había que llevar corbata. Por lo tanto me quedé encasillado en el grupo de despistados que deambulan por el aeropuerto al amanecer.

Aparqué el coche – tuve que hacer una foto de la plaza de aparcamiento para evitar despistes -, caminé hacia la terminal de salidas y pasé el primero de los controles, normalmente ese primer tramo lleva veinte minutos.

         El ritual de vaciar los bolsillos, quitar reloj y cinturón, dejar el ordenador en una bandeja independiente y permitir que te manosee un guardia de seguridad obliga a llegar a la zona de equipajes otros veinte minutos antes de la hora de embarque. En mi caso casi siempre me toca, aleatoriamente, control corporal, no sé si tengo cara de terrorista o todo lo contrario.

         Cogí el periódico y fui directo a la cola de embarque, ya estaban embarcando. Vueling suele relegarme siempre a las últimas plazas del avión, con las incomodidades que conlleva. Me molesta sobremanera la política que tienen de cobrar complementos por elegir asientos (cuanto añoro los viejos vuelos de Iberia con asiento preasignado, zumo de tomate y cacahuetes).

         Milagrosamente el avión salió en hora, tan en hora que a las siete de la mañana estábamos aterrizando. El vuelo es un suspiro, se tarda más en las maniobras de pista.

         Me encaminé hacia el autobús, rodeado de adolescentes que acababan de terminar el instituto y viajaban a la isla para arrasarla. Adolescentes sobreexcitados, enganchados al móvil, todo lo fotografían y comparten por Facebook o Instagram. Me sentí viejo, muy viejo y, lo que me resulta mucho más preocupante, me vieron viejo, muy viejo: Nada que compartir en la red, nada que gritar, nada que arrasar. Yo repasaba mis papeles.

         Antes de las ocho de la mañana estaba en el centro de la ciudad, me bajé un par de paradas antes de lo previsto para tener margen para caminar un rato por la ciudad y sacudirme la melancolía de haber compartido bus con las manadas de adolescentes en flor. Ahora que recuerdo, yo también fui de viaje de fin de curso con 17 años a Palma de Mallorca (Arenal) y con 18 a Ibiza. Entonces no se alquilaban apartamentos por Rb&B, íbamos a hoteles de ínfima calidad.

         Primera parada, obligada: Desayuno en Can Joan d’Saigó, en una callecita frente al Corte Inglés. Mis amigos mallorquines dicen que en el letrero de esa cafetería hay, por lo menos, cuatro faltas de ortografía catalana. Allí tomé un café, dos ensaimadas (las mejores del mundo, las sirven calientes), una coca de Quart y un vasito de agua. Leí el periódico y me dejé llevar por el tiempo y los recuerdos. En Can Joan me sentí joven, la medida de edad de los desayunantes del amanecer superaba los 70 años. Los camareros de allí son de toda la vida, puede que sean vampiros ya que no les noto envejecer y eso que llevo más de 30 años acudiendo a este salón de té de imposibles terciopelos rojos a desayunar.

         Hasta las diez no empezaba mi curso, tenía margen para pasear, para terminar de prepararme mi exposición. Caminé hacia el palacete donde está ahora Caixa Forum, la librería no estaba abierta, pero sí el café. En pedí un té con limón y leí tranquilamente el periódico.

         Poco antes de las diez empezaron a llegar compañeros que se incorporaron a la mesa, empezamos una tertulia agradable sobre barcos y travesías marítimas. No había prisa por empezar.

         A eso de las diez y cuarto estábamos ya en la mesa de trabajo. Papeles extendidos y discusiones profesionales. Pasado el mediodía paramos a desayunar (hay costumbres sagradas). Nos esperaba un pequeño buffet que, entre otras delicias, tenía unas mediasnoches rellenas de sobrasada con miel. No exagero si digo que me comí cuatro.

         Nos volvimos a sentar entorno a los papeles de trabajo, quedaba poco tiempo y los compañeros empezaron a desaparecer, tenían compromisos varios, los propios de un viernes pre-estival. De entre todos los planes, el más sugerente era el de un amigo que tenía que preparar una fiesta en la que un grupo musical tocaría canciones de Bonet de San Pedro mientras él serviría cañas hasta agotar un barril de 30 litros de cerveza, todo lo hacía en la terraza de su casa, frente al mar. Yo estaba invitado.

         Se acercaba la hora de aperitivo, me esperaba un viejo amigo de la familia. Me escurrí como una anguila y evité comprometerme a comer con él, pero no me pude salvar del aperitivo: Un par de cañas, una tapa de ensaladilla rusa (majestuosa), pulpo asado y mejillones a la marinera. Eran ya cerca de las tres, tocaba comer.

         Muy de mañana había revisado mis notas sobre Palma, quería comer frito mallorquín. Me frustró saber que Can Carles había cerrado años atrás, también había cerrado la vieja bodega que había detrás de la lonja (el tiempo pasa). Reservé en can Pages, está en una callejuela que sale de la parte baja del Borne.

         Mesas con manteles a cuadros y bullicio de oficinistas con prisas, también algún extranjero. A la camarera le sorprendió que no quisiera menú, pedí una ración de frito mallorquín y un vaso de vino. Ya he escrito en otra ocasión sobre el frit, sus secretos y sus encantos ( http://undiletanteenlacocina.blogspot.com.es/2011/05/cap-xvii-la-mejor-cocinero-del-mundo.html).

         Colgué la fotografía del plato de frito en Instagram (no era tan viejuno como me hicieron creer los adolescentes por la mañana), en pocos minutos conseguí cerca de una cincuentena de Likes. De postre un trozo de sandía.

         Fuera, en la calle, un sol abrasador. Caminé de nuevo hacia Caixaforum para darle un vistazo a la librería, siempre hay cosas interesantes allí, libros de arte, de viajes, de cocina.

         Sobre las cuatro y media marché hacia la parada de autobús. Pese a llevar todo el día comiendo, comiendo alimentos recios, pero me sentía ligero.

         Repetí en el aeropuerto de Palma el protocolo de controles, cinturones y pequeñas humillaciones. Atravesé la zona de tiendas, husmeé sin decidirme a comprar nada, no tenía la sensación de haber estado en realidad de viaje.

         Leí un rato mientras los pasajeros se agolpaban en la cola, de nuevo Vueling, de nuevo sus pequeñas miserias. Tardé más en llegar a mi asiento que en llegar a Barcelona. Apenas una cabezada de unos minutos.

         De regreso en casa, poco antes de las ocho de la tarde, tenía dudas de si había estado en Palma, de hecho, he tardado una semana en recopilar las pistas que me permiten pensar que sí, que el viernes pasado, como en un sueño, estuve en Palma y pensé que tal vez debería irme a vivir allí.

         Tan añoroso quedé que este fin de semana prepararé un guiso mallorquín, una lengua de ternera con alcaparras.

         Para hacer la Llengua amb táperas se necesita, claro está, una lengua de ternera hermosa y brillante, ha de ser una lengua tersa, que no blandee.

         Se tiene que cocer con un trozo de hinojo, un puerro, una zanahoria, una hoja de laurel, unas bolitas de pimienta negra y sal. En la olla a presión en una hora está hervida. Conviene colar el caldo y reservar la lengua para que se enfríe (sigue dando impresión una vez hervida).

         En una cacerola grande se pone un chorro generoso de aceite, fuego suave, y se pica una cebolla hermosa (en estos guisos el aceite es generoso y la cebolla hermosa), un par de zanahorias en daditos y una hoja de laurel. El fuego suave para que la verdura vaya confitando. Cuando la cebolla esté trasparente se añaden un par de tomates pelados y cortados, si hay tiempo se despepitan, si no hay tiempo se echa un bote de tomate crudo pelado.

Se remueve suavemente, se rectifica de sal y de pimienta. Yo suelo ponerle un pellizquito de azúcar, por aquello de la acidez del tomate.

         Hay que dejar que reduzca bien el agua y que el sofrito brille. Cuando está luminoso y salta en pequeños borbotones se añade una cucharadita de harina (para dar cuerpo), se remueve bien y luego se echa un chorrito de vino blanco (puede que un poco de vermut blanco también le fuera bien). Se sube el fuego unos minutos y luego se deja al mínimo. EN los recetarios tradicionales el sofrito se pasa por un colador chino para que quede una salsa ligada y densa.

         La lengua está ya fría, hay que pelarla, cortarla en filetes no muy gruesos, pasarla por harina y freírla levemente, antes de añadirla al guiso. Se colocan amorosamente los filetes de lengua en el guiso y se cubre con el caldo de la cocción. Fuego muy suave para que la carne termine de guisarse (15 minutos). Se incorporan dos cucharadas soperas de alcaparras y se deja cociendo todavía 5 minutos más, con la tapa puesta para que no se seque mucho la salsa.

         Estos platos ganan mucho si reposan unas horas.

         Y como complemento al plato un cuadro de Hans Makart, un pintor austriaco del siglo XIX, una alegoría a la vida lujuriosa. Es fabuloso que la lujuria se ligue a las sandías, hermosas y bermellonas.
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         Y como complemento al complemento, Lana del Rey y su cántico a la lust life (https://www.youtube.com/watch?v=eP4eqhWc7sI).
(¿Y si ya hubiera escrito y descrito esta receta? Puede que realmente me esté haciendo viejo).
 

domingo, 11 de junio de 2017

CAP. CDXVIII.- Un domingo de junio/el domingo de junio


Domingo de principios de junio, un domingo luminoso, aprieta el calor. Los primeros días de calor, sobre todo si son de fiesta, resultan estupendos, llenos de azules intensos, de amarillos radiantes. He vivido cientos, miles de domingos luminosos de principios de junio.

Llevo días durmiendo mal, no me agobia dormir mal, abro el ojo al amanecer, cuando empiezan a despertarse los pájaros y me deslizo hacia el salón para trabajar un rato. Estas últimas semanas se ha intensificado el trabajo y llego al fin de semana sin voz, agotado.

Todavía no entra la luz de pleno en el salón, preparo un té con mucha miel, he reducido los cafés a la mínima expresión, apenas tomo uno o dos a la semana.

Leo el periódico en el ordenador, describen los últimos y misérrimos años de Goytisolo. El artículo es innecesario, innecesario decir que estaba deprimido, arruinado y con ganas de suicidarse porque no podía dar a sus ahijados una vida razonable. Innecesario que publiquen una nota de eutanasia redactada años antes de morirse. Innecesario, del todo innecesario. Hubo un tiempo en el que compré todo lo que Goytisolo publicaba, me costaba mucho leerlo (nunca estuve a la altura de los libros que compraba), de hecho, creo que le confundía con su hermano, puede que con su primo. La cuestión es que compré durante años muchos libros de Goytisolo, puede que de los Goytisolos, libros que andan perdidos por la biblioteca, esperando a que alcance el rigor suficiente como para disfrutarlos. Los libros de mi biblioteca son muy pacientes, saben que tarde o temprano leeré viejos ejemplares que compré de adolescente y que no pude terminar, casi ni empezarlos.

Parece un domingo como otro cualquiera, luminoso y silente, los niños están con su abuela, nosotros nos escapamos la noche anterior a cenar con unos amigos y la casa rebosa de silencio. Me he acostumbrado a trabajar con ellos pululando por el salón, viendo partidos de baloncesto grabados de la liga americana, siguiendo las series de superhéroes que les vuelven locos. El silencio me molesta para trabajar, no me atrevo a poner música tan pronto, mi mujer trata de enganchar de nuevo el sueño, ella tampoco está durmiendo bien.

Los domingos de junio son días alegres, especiales, de comida de domingo. Me gusta cocinar, sobre todo los domingos, pero este fin de semana no he ido al mercado, libro de fogones, aunque ayer hice unos escarceos por una tienda de especias y cargué con varios tipos de curry.

A mediodía he de llevar a mi mujer a la estación, marcha de viaje toda la semana. Después iré a buscar a los niños, comeré con ellos fuera de la ciudad, nos bañaremos (qué bulliciosos son los primeros baños del verano, sobre todo en los niños) y esperaremos a que baje el sol para regresar a la ciudad.

Es un domingo de junio, como miles de domingos de junio vividos antes. Plácidos, soleados, azules. Sin embargo, tengo la impresión de que este domingo de junio tendrá algo de especial, una especie de domingo fundacional que puede que varíe mi percepción del resto de domingos de junio de mi vida. Y eso que, como siempre, Nadal ha de jugar una nueva final de Roland Garros (que ganará), que a media tarde se corre el gran premio de Canadá, que la mañana hubo motos y que al anochecer la selección española juega un partido de clasificación para la Eurocopa.

A las nueve de la mañana le he mandado un wasap a mi hija mayor, hacía sus primeras 24 horas de guardia, lleva diez días trabajando y quince viviendo independiente. Es complicado verla, la vida le está explotando y le faltan horas para disfrutarlas. Todavía recuerdo cuando ir a comprar productos de limpieza era una aventura.

Vive feliz, fuera de casa, pero feliz. Le he adelantado mis planes de domingo de junio y me ha contestado que a media mañana me dirá algo, apenas ha podido dormir. A eso de las doce me manda un mensaje diciéndome que se apunta a comer con los niños y al baño en la piscina, no debe tener un plan mejor.

Atrás quedan los domingos de junio en el que los niños se levantaban pidiendo a gritos salir a la piscina, los domingos de junio en los que mi hija estiraba el sueño casi hasta mediodía. Ahora vive independiente, ahora toca esperar a que llame para decirte si va a venir ese domingo a comer. Se le agolpan los planes y es normal que en un domingo luminoso de junio el último de los planes sea el familiar, todos hemos huido de la rutina de la comida familiar del domingo. Todos hemos tenido 24 años.

Por eso este domingo es un domingo fundacional, un domingo de junio fundacional de los miles de domingo de junto en los que habrá que esperar a que los hijos llamen para decirte que vienen a comer. Maravillosa incertidumbre que hará del resto de domingos de junio domingos diferentes, aunque sean domingos en los que yo sueñe con estar en un hotel de Mallorca, cercano a Marivent, en el que sirven el desayuno más maravilloso del mundo, un desayuno que se alarga hasta el mediodía.

Los domingos de junio son domingos de comida al aire libre, hoy me hubiera encantado cocinar, pero los horarios eran complicados. He dejado a mi mujer en la estación a las dos de la tarde (llevaba tanto equipaje que he temido que en realidad me abandonara), después he recogido a mi hija, somnolienta y feliz tras la primera guardia, y hemos marchado en busca de los niños, de la piscina y del sol. Un mediodía alegre como los cuadros de Hockney, alegres, aunque estén repletos de mesas y sillas vacías en un porche.
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No he cocinado, pero he aprovechado que han dado las diez, que los pequeños están ya durmiendo, que mi hija supongo que habrá remontado y estará tomando una cerveza con los amigos, aunque mañana tenga que madrugar, para volver de nuevo al trabajo. He aprovechado para escribir sobre cocina, algo casi tan placentero como cocinar.

Y este domingo de junio, domingo fundacional, tocaba comida de fiesta. Una sopa de rape que me hubiera gustado preparar, que sin duda prepararé cualquier otro domingo de junio, con o sin hijos, al final tienen que volar.

Esta sopa de rape empieza a cocinarse en un mortero en el que se pone un diente de ajo previamente sofrito para que quede confitado, una pizca de sal, azafrán, dos cucharadas de zumo de limón y medio vasito de vino blanco seco.

Se maja bien la mezcla, añadiendo poco a poco aceite para que se forme una pasta consistente. Cuando quede una pasta densa se pasa a un cuenco grande y se ponen a macerar tacos de rape (una cola de rape de un kilo puede servir bien para dar de comer a ocho personas).

Si el majado ha quedado corto y no cubre del todo el rape se le añade un poco más de vino, un par de cucharadas más de limón y un chorrito de aceite. Se tapa el bol y se deja reposar en la nevera por lo menos dos horas.

Cuando el rape esté macerado toca empezar a cocinar. Buscamos una cacerola grande, de paredes altas, la ponemos a fuego suave con un chorro de aceite que cubra el culo de la cazuela. Picamos una cebolla en trocitos finos (pueden servir también unas chalotas, incluso puerro).

Cuando la cebolla esté transparente se añaden cuatro o cinco patatas (depende del tamaño) peladas y cortadas en daditos no muy grandes. Se aviva un poco el fuego y se rehogan con la cebolla, se añade un poco de tomillo y un diente de ajo picado. Hay que dejar que sofría 4 minutos.

Se baja el fuego de nuevo y se le añade medio litro de caldo de pescado (yo suelo hacerlo con la cabeza y las barbas del rape, también con las cabezas de merluza. Cuando está hecho el caldo añado las cabezas y las peladuras de las gambas que suelo utilizar para adornar los platos, sobre todo si son de domingo).

El caldo tiene que romper a hervir, no hay prisa, puede hacerse a fuego muy suave, tapándolo y esperando a que los borbotones hagan bailar la tapa y los cristales de la cocina se empañen con el vapor. Todo eso suele ocurrir en poco más o menos media hora.
Cuando la patata esté cocida se añade el rape entero, con el majado. Se sube un poco más el fuego y se menea suavemente la cacerola para que la sopa vaya ligando. Si hemos quedado cortos de caldo es el momento de rectificar. También toca comprobar el punto de sal. Se deja hervir diez minutillos más (no mucho más porque el rape no ha de quedar gomoso), se pica un poco de perejil (o cilantro si se quiere jugar con los contrastes del cilantro y el limón en sopas) y se añaden las hermosas colas de gamba peladas y hechas en la sartén un poco antes. Las comidas de los domingos de junio, todas las comidas de domingo de junio merecen tener gambas rojas flotando sobre un caldo sabroso.