domingo, 16 de abril de 2017

CAP. CDXIV.-Cocinando en la Isla del Tesoro.


Hace un par de semanas viajamos con los niños a Córdoba, nos había convocado la familia andaluza de mi mujer, encuentro de primos en una casa rural a 20 kilómetros de Córdoba.

A mí, como casi siempre, me tocaba la intendencia, tuve una semana loca con un viaje relámpago a Madrid y otro a Huelva, vía Sevilla. Yo, de hecho, viajé desde Huelva. En mi periplo iba mandando wassaps con las cuestiones de intendencia, al borde del caos ya que debía calcular cena para 20, comida para 45, cena para 30 y otra comida más para 20 (viernes tarde, sábado todo el día y domino hasta mediodía), además había que contar con los aperitivos, los desayunos y las bebidas.

No era la primera vez que me tocaba cocinar para un grupo grande, grande y fluctuante. En otras ocasiones contaba con todo tipo de pinches y opinadores, sobre todo opinadores.

Nunca había gestionado la intendencia para un grupo tan grande. Anduve toda la semana mandando wasaps calculando a ojo si eran necesarios 2 kilos de arroz, tres kilos de costillas de cerdo, tres kilos de cebollas, otro tanto de zanahoria, kilo y medio de pimiento. Improvisaba casi sobre la marcha, con miedo a quedar corto y que la familia quedara con hambre.

Llegué a Córdoba el viernes a media tarde, había comido opíparamente en Huelva, sin privarme del jamón, las gambas, los gurumelos, un poco de carne a la brasa y una corvina que hacía saltar las lágrimas. Dormité en el taxi que me llevó de Huelva a la estación del Ave en Sevilla, saqué el billete para Córdoba y en 42 minutos estaba en la esperando en la estación, tenían que recogerme para llevarme al destino final, una casa rural no muy lejos de Córdoba, en Vilafranca de Córdoba exactamente.

Tenía que cambiar el chip, dejar a un lado las clases sobre derecho de insolvencia y empezar a pensar en contentar los estómagos de una tropa que fluctuaría a lo largo del fin de semana.

Una parte importante del camino tuvimos que hacerla por una pista forestal, adentrándonos en un bosque cercano al Guadalquivir. No tenía mucha idea del lugar en el que nos alojaríamos y la sorpresa fue encontrarme con una mansión de estilo colonial a la orilla de un pantano (he encontrado una fotografía en internet que permite tener una idea aproximada del entorno, la fotografía está tomada en pleno invierno; nosotros, por suerte, tuvimos un tiempo increíble, sol y calor los tres días).
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Cuando llegué a la casa los niños ya se habían instalado y a mí me esperaban como agua de mayo, pasaban las siete de la tarde y había que cenar. Mis intendentes habían comprado carne para hacer una barbacoa y habían encendido la lumbre.

La Huertezuela, así se llamaba el cortijo, estaba escondida entre olivos, naranjos, limoneros, encinas, sauces y Eucaliptus. Los primos de mi mujer, dedicados al faranduleo, habían alquilado un castillo hinchable de feria para los niños, había también un equipo de música con unos altavoces tremendos que atronaban a golpe de reggetón, ni qué decir tiene que mis hijos no me hicieron ni puñetero caso, estaban jugando con sus primos, saltando en las colchonetas con la música a todo gas. Si se cansaban del castillo hinchable tenían una piragua para pasearse por el pantano, si apretaba el calor podían darse un chapuzón en una piscina cubierta y, al caer la noche, tenían la posibilidad de cantar en un karaoke profesional con un proyector y una pantalla de cine en la que podrían elegir entre todas las canciones del mundo.

La casa tenía dos cocinas, cuatro neveras y toda la cacharrería el mundo para cocinar, enseguida me dieron una cerveza fresquita (creo que durante el fin de semana bebimos más de 500 cervezas) y me indicaron que las brasas las estaban preparando en un pabellón que estaba en uno de los extremos de la finca, podría cocinar sin que nadie me molestara y, de hecho, durante el fin de semana casi nadie me molestó, sólo recibía las visitas de quienes acudían a la cámara para cargas y descargar cervezas y refrescos.

Los maestros parrilleros no estuvieron finos, dieron las ocho y media y el fuego se ahogaba repleto de troncos que no terminaban de arder y hacer brasas. Los niños se impacientaban y apretaba el hambre, por lo que tuve que tomar una decisión radical y correr hacia la cocina para preparar las butifarras en las cocinas tradicionales mientras el fuego terminaba de romper. Una docena de niños a cuatro o cinco salchichas por cabeza, más algún mayor que pescaba lo que podía acuciado por el hambre, me llevaron a cocinar casi setenta salchichas a golpe de sartén de tamaño medio. Mientras corrían las cervezas y sonaba el reggetón lento, o la bicicleta, o cualquiera de las canciones de moda que iban pidiendo los niños.

Regresé a las brasas para preparar pinchos morunos para los mayores, lonchas de panceta, filetes de secreto ibérico y, por descontado, morcillas y chorizos. El fuego era indomable y se chamuscaron más allá de lo razonable muchas de las piezas. A eso de las once empezamos a cenar, yo dejé en las brasas un poco de verdura que querría haber escalivado (pimiento rojo, calabacín, berenjena), una parte de las verduras se carbonizó, la otra quedó cruda. Imperaba el buen humor, corría el vino y nadie le puso peros a la cena.

A la mañana siguiente me levanté con la primera de las tandas, la que organiza los cafés y los desayunos. Mientras subían las cafeteras y saltaban las tostadas iba pensando en la logística del medio día, calculé que llegaríamos a ser 45 comensales, incluidos niños, una horquilla entre los 9 meses y los 75 años, todo un reto. Mientras se hinchaba el castillo (se hinchó y deshinchó un centenar de veces durante el fin de semana, a demanda de la tropa infantil), los niños jugaban al escondite por el terreno, los padres más osados se atrevían al paseo en canoa, entre patos, los de más edad iban llegando y se decantaban por cafés o por cervezas, en función de las apetencias.

A las once estaba yo trajinando en los fogones, esta vez mi cuñado ofició de maestro parrillero, impecable, y yo evaluaba si utilizar las brasas o un fogón de gas colocado sobre un trípode. Mi idea inicial era preparar unos fideos con verdura y carne para todos (grandes y pequeños), pero tras diversos debates decidí hacer arroz en las brasas y el guiso de fideos en el gas.

Con el fin de no perder el equilibrio a las once y media abrí la primera de las cervezas que me correspondían como responsable de cocina. Mientras se ajustaban los biorritmos de las distintas familias yo me puse a picar cebollas, zanahorias, pimientos y ajos, bases para cualquiera de los sofritos.

Los niños le pedían al DJ que les pusiera a Enrique Iglesias, o sino más reggetón, mis hijos se las sabían todas. Hubo momentos a lo largo de aquella mañana que pensé que en cualquier momento sortearían una chochona o u perrito piloto, aquello parecía una feria de verano en pleno bullicio, la música no se apagó hasta la madrugada.

En la zona de cocinas pude instalar la tableta y poner algo de música. Para compensar elegí una lista de música clásica, la de la serie Mozart in the Jungle, de modo que en las cocinas tocó escuchar a Albinoni, a Schubert, algo de ópera, Chopín, Beethoven, Mahler y rusos de principios del siglo XX. Iba haciendo fotos con mi móvil a las distintas fases de mi guiso industrial, cada vez que disparaba una foto el navegador de Google me preguntaba si quería colgar las imágenes en la Isla del Tesoro.

Quedaron picados por lo menos tres kilos de cebollas, en juliana, más dos kilos de zanahorias (previamente peladas), cortaditas en dados. Los pimientos los corté en aros, poco más de un kilo.

Puse un caldero de hierro colado sobre el infernillo de gas, no fui capaz de controlar el fuego de las dos coronas, que llameaban alegres mientras mi cuñado iba trabajando las brasas. Primero rehogué los trozos de costilla de cerdo, cortados en taquitos no muy gruesos. Aproveché que había sobrado de la noche anterior algún pincho adobado de ternera y unas lonchas de panceta que corté en tiras.

El adobo de los pinchos y la grasilla del resto de la carne fue dejando un fondo de cacerola muy sabroso. Mientras la ópera sonaba a todo meter, para amortiguar las canciones caribeñas que coreaban los niños saltando como locos, retiré la carne y la coloqué en una gran cazuela, retirada del fuego.

Añadí las verduras para que se sofrieran, en el tiempo que fui a abrirme otra cerveza el fuego arrebató parte de las cebollas, retiré como pude la gran cazuela del fuego y con ayuda de unas cucharas retiré los trozos de cebolla requemados, me di cuenta de que no había añadido el ajo, le aticé un golpe de puño a una cabeza de ajo, los dientes se desperdigaron sobre la mesa, fuera Enrique Iglesias pedía que le subieran la radio porque aquella era su canción.

Añadí un poco más de aceite y devolví la cacerola al fuego, sin perderla de vista ni un instante, removiendo como si estuviera viviendo mis últimos minutos de vida. El sol daba sobre la caseta, el fuego vivo del gas y el de la llama convirtieron aquel cubículo en la antesala del infierno. De vez en cuanto asomaba un pariente para pedir cerveza e intentar ayudarme, yo, cortésmente, afirmaba que estaba todo controlado.

Quedaban unas berenjenas a medio asar de la noche anterior, y un par de calabacines, los piqué en trozos gruesos y fueron directos al perol.

 La verdura empezó a sudar, yo con ella, añadí sal, pimienta y unas hebras de azafrán. No había muchas especias de las que tirar, había pensado recorrer España con mi cajoncillo de especias pero luego pensé que bien en el avión, bien en los trenes que tuve que coger durante esos días podrían detenerme y juzgarme por tráfico de drogas, es complicado convencer a la policía de que los botecillos que transporto son de comino, laurel en polvo, pimienta de Jamaica, nuez moscada u orégano.

La verdura estaba del todo rehogada, aproveché que había pasado ya la hora del ángelus y que las distintas familiar se habían desperdigado a pasear por el campo en direcciones diversas. Recorrí el perímetro vallado del cortijo y encontré laurel fresco, tomillo y unas hojas de limonero. Volví a las calderas y piqué bien picadas las hierbas recogidas para intentar que le dieran un toque especial al guiso.

Devolví la gran cacerola al fuego, añadí toda la carne de golpe y empecé a remover con un cucharón de madera ilusionado porque aquello iba amalgamando, y porque yo había perdido la cuenta de las cervezas que había abierto motu proprio o había aceptado ofrecidas por primos, sobrinos y allegados que asomaban la cabeza por mi cubículo.

Un chorro generoso de vino blanco terminó de empapar el guiso, dejé que se evaporara (fueron segundos porque seguía sin dominar el infernillo, ya un infierno en condiciones).

De repente me acordé de mi compromiso universal con el arroz para la liga de los sin fideos. Las brasas estaban extendidas, colocadas en un plano perfecto. La gente empezaba a llegar y se preparaban las mesas con tortillas rellenas, cuencos de salmorejo, platillos de jamón cortado a mano con un temple excelente (porque, sí, alguien tuvo la idea de traer un jamón), había pimientos asados, patatilla frita, yo me animé a hacer a la brasa unas morcillas y unos choricillos que colocamos primorosamente sobre rebanadas de pan. Empanadas, ensaladas de varios tipos … Un festín.

Me acordé del arroz y de toda su parentela. Al filo de la una coloqué una paellera inmensa sobre las brasas, piqué como pude cuatro cebollas y unos ajetes tiernos, añadí un chorro generoso (todo era generoso ese fin de semana) de aceite y rehogué la cebolla y los ajetes, que bailaban y chisporroteaban sobre las brasas.

Encontré unas salchichas de cerdo que habían sobrado de la noche anterior (puede que una docena larga que sumaba a las setenta que hicimos la noche anterior), las corté en trocitos y las incorporé al baile de las verduras.

Pasé de las brasas al fogón de gas, ayudándome con un cazo pasé parte del sofrito, de la salsa y de la carne preparada para los fideos. Pasó a la paellera.

Abrí un paquete de un kilo de arroz sobre la paellera, removí como pude la mezcla abrasándome las manos. Calculé a ojillo dos litros de agua que incorporé a la paella. El tamaño de la paellera era perfecto, el arroz quedó distribuido en una fina capa. El agua empezó a hervir enseguida (hice una foto que colgué en Instragram de la paella campera humeante).

Añadí dos kilos de fideos a la cacerola que hervía en el fogón, añadí agua para que no quedaran muy secos. Desde el infierno me asomé, sudoroso y con la camiseta llena de churretones de grasa, como un cocinero de batallón, y anuncié que en veinte minutos estarían preparados los platos de fuerza: arroz a las brasas para unos, fideos al cacerolo para otros. Pedí una nueva cerveza y, en un acto de chulería, saludé desde los medios.

El hambre y el cariño de todos los presentes hizo que mis guisos triunfaran por completo, el hambre, el cariño y los litros de cerveza y vino que llevaban consumidor. Hubo un amago de motín porque los mayores del lugar decían que me había precipitado, que en los peroles cordobeses el arroz o los guisos se sacan a media tarde, que a las dos hay que tomar el aperitivo.

A las dos y cuarto estaban los guisos sobre la masa, la gente pidió que le pusieran una cucharada de arroz y otra de fideos, así que casi todos combinaron guisos y repitieron hasta hartarse (aún quedó un platillo que tomamos al día siguiente, pero esa es otra historia).

Comimos, bebimos, cantamos, bailamos, reímos cuando había que reír, lloramos cuando tocó llorar. Vimos anochecer entre reggetones lentos. Al bajar un poco el calor el DJ (uno de los primos más pintureros de mi mujer) preparó un órgano Hamond, unas guitarras y una batería. Los más animosos empezaron a cantar igual daba un fandango que una de los Rolling. Los niños volvieron a pedir que se hinchara el castillo.

A eso de las nueve de la noche empezaron las primeras retiradas, besos, abrazos y parabienes. Enchufaron de nuevo el karaoke y hasta a mí me hicieron cantar.

La vida son cuatro días, es así, y conviene pasarlo lo mejor posible. Las nuevas realidades hicieron que, en tiempo real, se cruzaran fotos y videos de los distintos momentos de aquel festín.

Ni qué decir tiene que la mayoría de los presentes no perdonaron la cena, a base de sobras, eso sí (aunque sobró algún pinchillo moruno y verduras que preparamos a la plancha).

A la mañana siguiente, ya unos pocos, pero suficientes como para preparar 15 zumos de naranja con tres naranjas cada uno, y tres panes de pueblo en rebanadas para tostadas. Se acercaba el medio día, se agotaban las últimas cervezas, las últimas copas de vino. Los niños y algunos mayores tenían previsto comer, así que hubo que reorganizar las sobras y preparar una veintena de huevos fritos que tomamos en el último suspiro de la mañana porque al filo de las cuatro teníamos que coger el ave de regreso a Barcelona.

Ya en el tren, una modorra agradable, los recuerdos instantáneos de las últimas y la sensación de haber sido felices, tremenda y bulliciosamente felices.

Como colofón a esas horas alegres un cuadro de Hogarth, un banquete casi tan festivo como el que vivimos en la Isla del Tesoro. Gracias a todos los que lo hicieron posible.
Resultado de imagen de Hogarth banquet

3 comentarios:

  1. Me encantan tus historias y tu cocina, y también tus clases de derecho de la insolvencia! Maestro! Cierto es que la vida son dos días y hay que disfrutarla intensamente! Saludos desde Huelva!

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  2. Con tu forma de explicarlo me da la sensación de haber estado allí.
    Menudo fiestón para todos!
    Imagino a los peques disfrutando a tope.
    Menos mal que te gusta la cocina, porque por mi experiencia siempre disfruta menos quien está en los fogones.
    El suministro constante de cervezas ayuda. Vaya si ayuda.
    LSC

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    1. Qué gozada de fiesta y con gente tan variada y con ganas de pasarlo bien y dejar las preocupaciones diarias a un lado, eso es disfrutar de la vida y seguro que aunque te tocara trabajar lo habrás vivido con mucha alegría, también reunir a tanta familia es casi un milagro, mándame alguna foto. Ahora os toca otra celebración. Enhorabuena padre feliz. Jubi

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