viernes, 9 de octubre de 2015

CAP.CCCLXXIV.- Pequeña muerte por chocolate (y 15)


15. CONVALENCENCIA.



Perdí el conocimiento en el hotel, apenas tengo recuerdos de las primeras horas, sólo algunas imágenes aisladas, destellos de consciencia: el ruido de la ambulancia, el olor del perfume de Jess cuando se me acercaba, los destellos de las luces del corredor que llevaba al quirófano y sobre todo voces, muchas voces que apenas podía identificar.

No sé cuántos días pasé inconsciente, quizás fueran sólo horas, pero a mí me pareció una eternidad. Finalmente desperté en la habitación de un hospital, no había amanecido, intenté incorporarme, de hecho levanté unos milímetros la espalda pero una intensa punzada me dejó de nuevo clavado en la cama. La habitación estaba en penumbra y fuera, en el pasillo, no se oía trasiego alguno. Estaba solo en la habitación con una vía de suero en la vena del dorso de mi mano derecha, una pinza que controlaba el ritmo cardiaco me oprimía el dedo índice de la mano izquierda, iba suministrando datos a una pantalla; me habían sondado y llevaba un aparatoso vendaje en el hombro, el foco de todos mis dolores.

Recordaba haberme agobiado en la habitación del hotel por el hecho de que me asesinaran en calzoncillos, ahora la situación era mucho más ridícula, estaba semi vestido con aquellos batines de celulosa verde que dejaban las posaderas al aire, completamente inmovilizado y un tremendo escozor de espalda producido por el roce del hule que protegía el colchón.

Me quedé en duermevela intentando ordenar los recuerdos, intentando reconstruir lo sucedido en los últimos días.

Sumido en mis meditaciones me sobresaltó la entrada de una enfermera gruesa y hacendosa que comprobó que seguía vivo, me hice el dormido mientras cambiaba la bolsa de la sonda y cuando se acercó para revisarme el vendaje susurré un «buenos días» que la sacó de sus rutinas.

«Coño. Ya se despertó el héroe del día». Fue su único saludo, subió unos dedos la persiana para que entraran las primeras luces del día y salió rápidamente de la habitación dejando la puerta abierta; supongo que quería que viera que dos policías custodiaban las puertas. Cruzó con ellos unas palabras en voz baja y siguió con sus rutinas.

Uno de los policías se asomó a comprobar que había recuperado la consciencia. «¿Estoy detenido?». Pregunté. «No, le estamos protegiendo; se ha convertido en el héroe del día, como dice la enfermera, la prensa anda loca por sacarle unas fotos y unas declaraciones. La juez de instrucción ha decretado el secreto del sumario. Supongo que a lo largo de la mañana vendrá algún superior aponerle al día de lo sucedido».

«¿Llevo mucho en el hospital?» Seguí con mi interrogatorio. «Hoy ha hecho su segunda noche aquí». Cortó de súbito cualquier diálogo y marchó de nuevo al pasillo. «El caporal Caballero vendrá enseguida a informarle, creo que ya le conoce». Cerró la puerta y volví a quedar solo.

Me resultaba complicado medir el tiempo, puede que diera alguna cabezada antes de que terminara de amanecer y la enfermera regresara con el desayuno. Los policías seguían en la puerta, me vigilaban de reojo, pero seguían enfrascados en sus conversaciones.

Mientras desayunaba llegó mi madre, cuando me descubrió despierto echó a llorar, no podía articular palabra, gimoteaba mientras repetía «mi niño, mi niño» como un mantra. Le dije que estaba bien, que no se preocupara y que me contara lo que supiera. No sabía nada aunque guardaba en el bolso un manojo de periódicos desordenados en los que sin duda detallaban las circunstancias y razones que me habían llevado al hospital. Le pedí que me leyera la prensa, me contestó que descansara, que había perdido mucha sangre. Se derrumbó sobre el sillón de la habitación y poco a poco fue recobrando la serenidad. Yo cerré los ojos para intentar seguir poniendo en orden los recuerdos.

No tardó en venir Caballero, entró acompañado por uno de mis escoltas, saludó a mi madre con familiaridad y buscó una de mis manos para saludarme. Me preguntó que cómo estaba, le dije que razonablemente bien, despierto y animado. Se sentó en un butacón cerca de la cabecera de la cama y me puso al día de los acontecimientos, el relato no era complicado. Jéssica bien, no había sufrido ningún daño; Rafaelito había sido detenido tras el incidente, se había derrumbado en comisaría y confesado ser el autor de la muerte de su padre. La prensa andaba alborotada de nuevo con la tragedia de la familia Montes y merodeaban el hospital buscando alguna declaración, de ahí la presencia de policía en el pasillo, la primera noche se había colado un fotógrafo y había publicado una fotografía mía inconsciente en la cama, rodeado de tubos y con la leyenda: «El héroe del Hotel Vela».

Caballero comunicaría a la jueza de instrucción que yo había recuperado la consciencia y en breve me tomaría declaración, seguramente se desplazaría la comisión judicial al hospital para que les ayudara a reconstruir los hechos. No había ninguna acusación contra mí, tampoco contra Jess, aunque era inevitable todo el trámite de instrucción. Caballero me dijo que mi vida no corría ningún riesgo pero que la estancia en el hospital no sería corta, había perdido mucha sangre y tenía una herida de bala en el hombro izquierdo, una herida que requería cierto cuidado. Antes de marchar me trasladó un ruego del abogado de Montes, quería visitarme a la mayor brevedad. Le dije al caporal que no había ningún problema pero que prefería no entrevistarme con Mateu hasta que no hubiera declarado ante la juez.

Las horas en el hospital eran aplastantemente monótonas, mi madre no sólo recuperó la templanza, sino también su afición por la televisión, me sometió a los programas más casposos y sensacionalistas de todas las cadenas, saltaba de uno a otro canal rastreando las noticias y las tertulias en las que comentaban, entre otros sucesos, el asesinato de los Montes. Ante tanta basura no me quedó más remedio que fingir un sopor permanente que me permitía estar con los ojos cerrados, intentando aislarme.

La comisión judicial vino a visitarme aquella misma tarde, fue un interrogatorio monótono, la jueza la Fourcade seguía siendo una mujer fría y distante, pero había abandonado parte de su agresividad. Mateu, el abogado de Montes, no quiso hacerme ninguna pregunta, la fiscal tampoco. Mateu anunció que su cliente reconocía todos los hechos y que aceptaría la condena que propusiera el fiscal. Al terminar la declaración pidió autorización a la juez para conversar a solas conmigo, adujo que siendo ambos abogados quería comentar algunas cuestiones prácticas sobre el caso.

Su propuesta era sencilla, estaba negociando con fiscalía una sentencia de conformidad, Rafaelito tenía asumido que pasaría al menos treinta años en prisión y casi recibía la noticia con alivio ya que eso le liberaba de la constante presión de su madre y de Desideria, quien por lo visto había sido la principal inductora del crimen. La tarea de Mateu era evitar que doña Helena y Desideria hubieran de sentarse en el banquillo. Buscaba mi discreción, la mía y la de Jessica, me rogaba que no hiciera ninguna declaración ante la empresa, que no me dejara atraer por ofertas carroñeras y que evitara que Jessica aprovechara el tirón mediático de la noticia. Como contraprestación a nuestro silencio la familia Montes retiraría cualquier cargo contra Jess, asumiría todos los gastos y perjuicios ocasionados por los hechos, incluida la tremenda factura pendiente del hotel y mis honorarios, honorarios que cubrirían en la cantidad que yo considerara oportuno, sin discusión alguna.

Marchó Mateu y volvió a entrar la juez, esta vez a título particular, para preocuparse por mi estado de salud y para rogarme que le informara si la familia Montes me intentaba someter a algún tipo de extorsión. Le agradecí el detalle y le aseguré que el encuentro con Mateu había sido de pura cortesía, que en modo alguno me había presionado, más bien al contrario, se había puesto a mi disposición.

Cuando se restableció la rutina en la habitación regreso mi madre ávida de chafarderías sobre el procedimiento judicial, despaché sus requerimientos como pude y le pregunté por Jess, me dijo que, con autorización de la juez, había regresado a Mallorca. Me anunció que al día siguiente vendría su madre a visitarme.

Me escudé en mi deber de confidencialidad y en el secreto del sumario para evitar dar respuestas concretas a los cientos de preguntas que me iba haciendo mi madre, mucho más severa que la jueza. Me escurría como podía hasta que llegó Covadonga, había cerrado durante unas horas la Santina y me traía un tupper, bromeó a cerca de lo mal que se come en los hospitales, me regaño porque hacía varios días que no pasaba por el restaurante, «ahora que te codeas con gente importante», me recriminó entre sonrisas. Enseguida enhebró conversación con mi madre, no era complicado empezar a comentar mis aventuras, desventuras y sucesos. Quedó sobre la mesilla el tupper, me resultaba imposible alcanzarlo. Covadonga seguía de cháchara comentando que nunca se imaginó que un tipo esmirriado, como yo, se atreviera a abalanzarse desnudo sobre un tipo desequilibrado y armado.

Carraspeé para recordarle que había venido a visitarme a mí, y, sobre todo, que tenía un hambre atroz.

Recuperó la fiambrera y destapó unos centímetros para que pudiera olerla. Era una pasta blanca de olor dulzón,«menjar blanc»; ante mi cara de extrañeza me reprochó que «moviéndome en el mundo de los grandes chefs» no supiera qué era el menjar blanc. Traía unas cazuelillas vacías y unas cucharillas metálicas envueltas en una servilleta, conocía bien las limitaciones del hospital. Aclaró que era una crema de almendras, plato típico de la zona de Tarragona.

Yo me lancé sobre mi ración como un lobo, mi madre también dio buena cuenta al manjar, de hecho mi madre llamaba al plato «manjar blanco». Tras algunos titubeos consiguió sacarle la receta.

Se necesitaban 300 gramos de almendras crudas, preferiblemente del tipo marcona, 100 gramos de almidón – se puede sustituir por arroz, aunque se corre el riesgo de que quede como un arroz con leche -, una ramita de canela, un litro de agua, 150 gramos de azúcar, la piel de un limón y una pizca de sal.

Se escaldan las almendras en agua hirviendo para poderlas pelar bien – si se compran peladas no es necesario escaldarlas -. Se pican las almendras lo más fino posible y se dejan  reposando en un litro de agua tibia durante dos o tres horas, conviene no meter el recipiente en la nevera.

A la mañana siguiente se cuela el agua con las almendras con un colador de malla muy fina – los puristas dicen que debe filtrarse con ayuda de un trapo fino -. Se consigue aproximadamente un litro de leche de almendras.

Se pone la leche de almendras en una cazuela al fuego, cuando temple la leche se añade el azúcar, la rama de canela, la piel de limón y la pizca de sal. Se deja infusionando a fuego lento.

En tu tazón con un poco de agua se disuelve el almidón y se remueve hasta que vaya cogiendo cuerpo. Se incorpora el almidón poco a poco a la leche de almendras y se remueve hasta que quede una crema espesa, de textura parecida a unas natillas.

Se retira la canela y el limón, se deja enfriar la mezcla primero a temperatura ambiente, cuando enfríe se pasa a una nevera tapando la cazuela con un plato, para que el menjar no coja olores.

Se sirve en pequeñas cazuelas con un poco de canela en polvo. Así de sencilla era la receta del menjar blanc de Reus.

Tanto mi madre como yo nos tomamos dos raciones cada uno e invitamos a Covadonga a que al día siguiente trajera algún otro platillo. Como compensación la dejé que se hiciera una foto conmigo aún a riesgo de que en pocos minutos estuviera colgada en cualquier red social.

Convencí a mi madre de que marchara con Covadonga, yo estaba bien atendido. A última hora de la tarde pasó la enfermera cambiar la bolsa de la sonda y administrarme más calmantes. En pocos minutos me invadiría el sopor.

Tirado en la cama, inmóvil, incomunicado del exterior, era complicado distinguir la mañana de la tarde, el día de la noche; estaba tan incómodo que apenas podía conciliar el sueño durante unos minutos, nunca más de una hora, después le seguía un rato de vigilia en la que todo me incomodaba. Sólo las atenciones de las enfermeras y la esporádica visita de algún médico que sacaban de la rutina. El médico me aseguraba que en una semana podría regresar a casa, aunque necesitaría hacer algo de rehabilitación para recuperar la rotación del hombro.

Al día siguiente regresó mi madre acompañada de la madre de Jéssica, doña Mercedes me llenó de besos, postrado en el lecho no pude esquivar ninguno. Dedicó muchos minutos a agradecer que hubiera salvado a Jéssica de una muerte segura en manos de aquel psicópata. «Es una pena, qué buena pareja haríais». Era imposible contactar con Jess, me aseguró, ella recibía llamadas esporádicas, siempre desde un número oculto, por lo visto protegida por la policía. No me atreví a preguntar por Didier, yo esperaba que siguiera en la cárcel.

Jess había pasado un par de días en Barcelona, alojada en el hotel. Había pasado varias veces por el hospital, pasó algunas horas a los pies de mi cama. De pronto se esfumó, como ya era habitual, aunque dejó a su madre un gran sobre cerrado a mi nombre.

Le pedí a doña Mercedes que lo abriera, calló sobre la colcha un fajo de billetes de quinientos euros y un cartoncillo con una acuarela de Leonard Wren. Al final una cuartilla manuscrita y doblada por la mitad.

Mi madre recogía los billetes desperdigados por el suelo «quince mil euros» exclamó. Le pedí a doña Mercedes que me colocara la nota en la mano que no tenía inmovilizada. Jess no era mujer de muchas palabras, lo demostraba con su despedida: «Querido Marcellino, me hubiera encantado agradecerte en persona todo lo que has hecho por mi durante estas semanas, has sido mi ángel de la guarda. Sin duda no hubiera podido salir sola de este absurdo embrollo que sólo tú has sido capaz de comprender. Digan lo que digan quise mucho a Rafael, le dediqué muchos años de mi vida y creo que le hice feliz. Montiño, como habrás podido comprobar, era un tipo peculiar, un vividor, seguro que se alegrará de haber muerto de modo tan trágico, agrandará su leyenda. Al final pude cobrar la póliza de seguro, un dineral que me ayudará a rehacer mi vida. Didier, el pobre Didier queda atrás, no sé si te pedirá que le ayudes a salir de esta. Tengo mucha vida por delante y el comisario Caballero me ha ayudado a convencer a la juez de que pueda dejar Barcelona, al fin y al cabo soy la verdadera víctima de este complot. Me gustaría ser capaz de olvidar estas semanas de pesadilla, las falsas insinuaciones, todavía soy joven. No hay dinero en el mundo que pueda pagar todo lo que has hecho por mí, acepta estos quince mil euros como compensación por los desvelos. Quédate también con esta acuarela de Wren, de todas las que has visto durante este tiempo es la única verdadera, las demás son falsas reproducciones que encargamos a un pintor callejero del Raval. Montiño era consciente de su ruina y volviendo de Estados Unidos se le ocurrió hacerse pasar por marchante de Leonard Wren, un pintor norteamericano con cierto renombre en California, compramos algunos catálogos y revisamos las referencias de la web, luego encargamos a un pintor de los que se gana la vida en las ramblas que nos reprodujera algunos paisajes, le pagábamos 100 euros por cuadro, luego Montiño los revendía por dos mil euros a sus amistades, yo me ocupaba de preparar los certificados. Puede que todo fuera una estafa, aunque al pobre Rafael este modo de ganarse la vida le parecía menos humillante que sus ya manidos sablazos; el único cuadro auténtico es esta sencilla acuarela que encargamos por medio de la página web, gracias al certificado de esa acuarela pudimos falsificar los que yo expedía. Ahora con su trágica muerte se volverán a editar sus libros y quién sabe si por fin se le reconocerá como uno de los padres de la cocina catalana moderna. Yo renuncio a todo, cuando hables con la familia de Montes diles que no les guardo rencor, me conformo con que cumplan sus condenas. Lo dicho Marcellino, millones de besos y mucha suerte. A mi madre le hubiera encantado emparejarnos pero has de ser consciente de que sigo siendo una mala influencia en tu vida».
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Dejé la nota entre las sábanas y le dije a mi madre que me guardara el dinero, yo no lo iba a necesitar. Le propuse que buscaran un viaje las dos amigas y que se lo costearía gracias a la generosidad de Jess. Doña Mercedes también quiso hacerse una fotografía conmigo y justo cuando realizaba la torsión de brazo que permitía encuadrar los dos rostros apareció la enfermera, que también me pidió compartir cámara y fotografía para enseñar a sus compañeros.

Sin quererlo me había convertido en un pequeño héroe, esperaba que aquella fama se diluyera con el paso del tiempo y que pudiera regresar a mis rutinas.

Parecía imposible pero al final me dieron el alta. Sólo las visitas de mi madre, loca de contenta porque en unas semanas partiría de crucero por los fiordos noruegos, y las de Caballero me sacaban de la modorra. Mateu me mandó un acuerdo de confidencialidad tan voluminoso y enrevesado que lo firmé tras haber leído sólo los dos primeros párrafos y el último. Ser un pusilánime me retribuía con 50.000 euros. Además su despacho se ocupaba de gestionar las posibles presiones mediáticas.

Al cabo de unas semanas la jueza terminó la instrucción, Rafaelito Montes aceptó el procesamiento y la pena que proponía el fiscal, una condena por la que pasaría probablemente el resto de su vida en la cárcel, a cambio respetaban a Desideria y evitaban cualquier implicación de doña Helena en los hechos. Tras aceptar la condena la fortuna empezó a sonreírle a Rafaelito, la televisión catalana le propuso protagonizar un reality que se titulaba un cocineros entre rejas, en principio 12 programas en los que el pequeño Montes daría rudimentos de cocina para mejorar la calidad de vida de los presos, todo gracias a una cámara que acompañaría al ilustre preso 24 horas al día. En poco tiempo se convirtió en un referente mediático, consiguió un reconocimiento impensable meses atrás.

Yo reorganicé mi vida haciendo lo que más me gustaba del mundo, no hacer nada, ver pasar las nubes, comer en la Santina, donde habían puesto mi foto convaleciente en un sitio de honor.

Invité a comer a mi amigo notario para recuperar el testamento hológrafo de Montes, a los postres, aprovechando la llama de un puro que se fumó mi antiguo compañero de universidad, destruimos el original y brindamos por la gloria de las mujeres misteriosas.

De vez en cuando recibía alguna llamada de quienes se identificaban como amigas de Jéssica, todas ellas envueltas en situaciones rocambolescas que necesitaban de la paciencia de un abogado atento y discreto. Líos de familia, de herencia, algún que otro delito más o menos menor. Todas ellas mujeres fascinantes que ejercían en mi la atracción de un agujero negro, todas misteriosas, egoístas, absorbentes, no todas se acordaban de pagar mis servicios aunque me permitían durante algunos días aspirar sus perfumes intensos, disfrutar de sus trajes ceñidos; me dejaban tomarlas del brazo a la salida de las notarías, de los juzgados, siempre ocultas tras exageradas gafas de sol. Yo siempre vestido con impecables trajes negros, normalmente de firma.

Al final la pequeña muerte por chocolate de Montes el miserable nos había venido bien a todos, incluso a Montiño, que había visto reeditados todas sus publicaciones.

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