miércoles, 20 de mayo de 2015

CAP.CCCLXVIII.- Pequeña muerte por chocolate (9)


9. EL IRACUNDO PÉREZ PIN.

Me desperté y lo primero que hice fue comprobar que el testamento seguía en casa, mientras subía el café empecé a revisar las carpetas y documentos que había sustraído del piso de Montes, la mayor parte facturas, formularios de préstamos, requerimientos de pago, recibos de agua, luz y teléfono, viejos contratos de edición apilados sin ningún tipo de orden, sin ningún sentido, en aquel maremagnun apareció un justificante de pago de una póliza de seguro, un seguro de vida, el justificante identificaba una cantidad, 200.000 euros, pero no su beneficiario, por lo menos tenía ya un hilo del que tirar.

Había conseguido cumplir con el encargo que me había hecho mi cliente, había encontrado el testamento y, además, una póliza de un seguro de vida que probablemente la favorecería, sin embargo no debía poner en conocimiento de Jess ninguno de esos documentos ya que la convertían en la principal sospechosa de la muerte de Rafael Montes; un testamento manuscrito redactado horas antes de morir y un seguro de vida cuya prima se había pagado una semana antes del asesinato eran un poderoso móvil para el crimen, sobre todo si se tenía en cuenta que Jess y Rafael componían una pareja atípica, con una diferencia de edad brutal, que mi cliente no tenía oficio conocido y que coqueteaba hasta con las farolas. La mejor manera de proteger a Jess era ocultarle mis descubrimientos, además había sido citada a declarar ante la juez, probablemente habría de responder a algunas preguntas embarazosas sobre su relación con Montes.

Tenía dudas sobre la inocencia de Jess, ciertamente disponía de una buena coartada ya que el día de la muerte estaba fuera de Barcelona, con sus amigas en una despedida de soltera, pero nada impedía que hubiera podido contratar a un sicario para ejecutar sus planes; si Jess había sido capaz de contratar a un asesino a sueldo para eliminar a Montes no debía tener grandes problemas para realizar otro encargo para eliminarme a mí. Sentí un escalofrío.

Si Jess no era la asesina, si no era la inductora del crimen, mi situación no mejoraba mucho más ya que el autor o autora de la muerte dispondría de pistas más que suficientes como para constatar que yo estaba hurgando en la vida de Montes, si descubrían que ya me había hecho con el testamento y que además disponía de documentación sobre el seguro, me convertiría en un personaje incómodo al que tarde o temprano habría que eliminar o, cuando menos, asustarme. El escalofrío se repitió.

No era fácil protegerme, no sabía muy bien ni de quien ni como, pero sí tenía claro que aquella documentación quemaba en mis manos. Ir a la policía o entregársela al juez tal vez era poner a Jess a los pies de los caballos, no entregarla me convertía en encubridor. Si la destruía probablemente perjudicaría a Jess, no tanto porque perdiera cualquier expectativa de heredar de Montes, estaba arruinado, sino sobre todo por el seguro.

Los abogados no somos hombres de acción, sino más bien de reacción, yo ni siquiera sabía reaccionar, me había colado en la casa de un asesinado, lo había hecho en varias ocasiones, sin conocimiento ni autorización judicial, puede que incluso sin cliente. Había cogido documentación valiosa y ahora dudada qué hacer con ella.

Recordé a un viejo conocido de la facultad, compañero de aula, había sacado hacía varios años las oposiciones a notario, tenía despacho por la zona del Ensache; yo solía acudir a él cuando tenía que legalizar o protocolizar algún documento, no nos veíamos con frecuencia ya que mis clientes rara vez necesitaban de los servicios de un notario. Manteníamos buena relación desde la facultad, tal vez porque los dos coincidimos en una encrucijada que probablemente marcó nuestras vidas, Mauricio y yo empezamos juntos la carrera, ambos éramos estudiantes grises, no teníamos gran éxito con las chicas, no nos habíamos metido en política, nuestro principal objetivo era encontrar una mesa en el bar de la facultad, con eso nos contentábamos. No compartíamos grandes confidencias aunque nos confortábamos mutuamente hablando de futbol, intercambiando apuntes y criticando al resto del universo universitario, aquel que ligaba, triunfaba y resplandecía luminoso en los pasillos de la facultad. Una mañana de principios de curso, no recuerdo bien si fue al empezar tercero o cuarto de facultad, revisábamos los horarios de las clases, nos habían puesto las clases de derecho civil a primera hora de la mañana, aquél año tocaba herencia y sucesiones, el profesor era soporífero y la materia plúmbea, teníamos que echarnos a suerte quién de los dos iría a clase para tomar apuntes; Mauricio, que era un buen chico, de los madrugadores, se ofreció a cubrir las clases de civil, él tomaría apuntes y me los pasaría semana tras semana, yo, a cambio, iría a las clases de procesal; estrechamos nuestras manos y Mauricio marchó corriendo a clase para no perder la primera sesión. Sus apuntes eran claros, precisos, ordenados, seguramente aquel pequeño sacrificio de ir a las clases de civil de primera hora de la mañana habían despertado su vocación de notario, terminó la carrera y en dos años había ganado plaza en Barcelona. Yo, que me acomodé a las clases de procesal de última hora de la mañana, no conseguí apuntes tan pulcros y tuve que contentarme con ser abogado de oficio. Mauricio siempre recordaba aquella encrucijada y lo determinante que, a la postre, había sido su decisión, tal vez por eso me atendía siempre amable cuando acudía a su despacho. Metí mis papeles en una carpeta, apuré el café y puse rumbo hacia el centro.

Llegué al portal de la notaría, donde relucía una placa que identificaba a Maurici Costrafreda, notario; Mauricio también había tenido que catalanizar su nombre. La recepcionista ya me conocía, me saludo cordialmente y me preguntó si tenía hora, le dije que no pero que no tenía prisa; me condujo a una salita vacía en la que sonaba una agradable hilo musical, sobre una pesa estaba colocada la prensa del día, todo un detalle.

A la media hora la recepcionista me vino a rescatar, el Sr. Costafreda disponía de unos minutos para atenderme. Entré en su despacho, su mesa estaba al fondo, en una de las paredes había una librería de madera noble, en la otra pared unos cuadros, algunos títulos oficiales enmarcados y fotos de Mauricio con autoridades diversas; la mesa completamente despejada, sin un solo papel, sólo la gran pantalla de un ordenador. Mauricio hizo el gesto de levantarse cuando me vio entrar, me esperó tras la mesa y me tendió la mano. Nos saludamos cordialmente, nos hicimos las preguntas de rigor sobre salud, familia y trabajo antes de entrar en materia. Le puse rápidamente en antecedentes sobre Jess, Montes, su relación, mi encargo y el libro en el que se había redactado el testamento, también le facilité algunas indicaciones sobre el modo en el que había accedido al documento, le tendí el libro, lo tomó con delicadeza y durante unos minutos examinó el redactado.

«No lo tienes fácil, Marcelo». El documento era de poca calidad, seguramente tendría que litigar durante años para conseguir que aquellas frases tuvieran validez como testamento, el documento tenía que someterse a pruebas periciales que permitieran confirmar que era letra manuscrita de Rafael Montes, eso era caro y las conclusiones a las que pudiera llegar el perito serían poco consistentes. De todo aquello debía advertir a mi cliente.

Le dije que de momento me conformaba con que el libro quedara en depósito en la notaría, que el objetivo era protegerlo y protegerme si me pasaba algo a mi o a Jéssica. Mauricio avisó a una de sus secretarias y le dijo que preparara un acta de manifestaciones. Me indicó que lo mejor era hacer una fotocopia del libro, intentar que fuera de buena calidad, que pudiera servirme para hacer las gestiones que considerara oportunas, el original quedaría bajo su custodia. Tomó el libro y se incorporó, me pidió que le acompañara a una sala contigua en la que había varias fotocopiadoras, una de las secretarias se levantó como accionada por un resorte para atender al jefe, él le dijo que siguiera con lo que estaba haciendo, que haría él personalmente la copia, la secretaria le miró extrañada y siguió con sus tareas.

Después de varias pruebas consiguió, por fin, una copia que fuera legible, la metió en un sobre y me la entregó. Volvimos a su despacho, ya estaba allí un asistente frente a la pantalla del ordenador, me pidió el documento de identidad y Mauricio empezó a redactar el contenido de la escritura un acta de manifestaciones en la que se hacía constar el día y hora de la visita, mi identidad, la identidad de mi cliente y una sucinta descripción del documento que quedaba en depósito. A la escritura se incorporó otra copia. Revisamos el redactado y en pocos minutos disponía de una carpetilla con la documentación en la que constaba el depósito, si me pasaba algo a mi o mi cliente, o si daba instrucciones al notario, ese documento se pondría a disposición de la policía y del juzgado. Liquidé los derechos y gastos de la escritura antes de recibir la copia.

Mauricio me acompañó hasta la puerta, como en otras ocasiones mi dijo que la próxima vez, si le avisaba con tiempo, tendríamos que ir a almorzar, era una frase que repetía cada vez que nos veíamos aunque lo cierto es que llevaba de notario más de quince años y no había tenido nunca ocasión de comer conmigo, supongo que era una frase hecha que le decía a todos los clientes.

Salí a la calle reconfortado, había cubierto la parte legal; recordé que Montes colaboraba semanalmente en el principal periódico de la ciudad, su director, Virgili Pérez Pin, había acudido al funeral, Jéssica me lo presentó, me comentó que Montes y él solían comer en un restaurante cercano a la redacción. Miré el reloj, la mañana estaba ya muy avanzada, me pareció buena idea intentar abordar a Pérez Pin y contarle lo del testamento, puede que una noticia sobre la herencia de Montiño sirviera para terminar de descubrir al asesino o asesina de Rafael Montes.

Sin encomendarme ni a dios ni al diablo marché en dirección a la redacción del periódico.

Uno se imagina al director de un periódico de prestigio fundando en pipa, leyendo un diario extranjero y vistiendo trajes ingleses. Pérez Pin mordisqueaba la boquilla de un cigarro de vapor, dedicaba su tiempo a resolver un sudoku y la vestimenta era de saldo. No fue complicado localizarle, ocupaba una mesa junto al ventanal, parecía inquieto.

Me acerqué para presentarme, me identifiqué como abogado de Jéssica Palomeque, Jéssica de Montes, como se hacía llamar, me miró extrañado, tuve que darle más detalles «la pareja de Rafael Montes. Montiño».«No ve que estoy comiendo», me espetó. Durante una décima de segundo me dedicó una mirada hiriente antes de regresar a su sudoku.

«Tengo una información que le puede interesar». Pensé que si excitaba su curiosidad periodística podría llamar de nuevo su atención.

«Le repito. No ve que estoy comiendo». Esta vez no movió los ojos, le bastó un bufido seco que pensó que me espantaría.

«Creo que la información que puedo darle justifica la interrupción», tomé aire para anunciarle que tenía el testamento manuscrito del insigne gastrónomo. No me dio tiempo a hilar la frase siguiente cuando levantó la cabeza para decirme:

«Mire usted, señor Ruiz de Mañanitas, Rafael Montes era el mayor hijo de puta que me he echado a la cara en 30 años de profesión. Era un gorrón, un ególatra, un farsante, un sinvergüenza. Lo tuve que aguantar durante años por viejas deudas de mi padre pero ni su vida, ni ahora su muerte me importan poco más que una mierda seca en la acera. Su novia era un putón desorejado a la que se había cepillado la mitad de la redacción, yo incluido, puede que fuera la responsable de un brote de purgaciones en la oficina. Era tanto o más aprovechada que el cornudo de su novio, que de puro fatuo no era consciente del ridículo que hacía. Si Montes es el padre de la gastronomía moderna catalana no quiero pensar quien puede ser la madre, ni qué aberraciones aparecen en ese testamento. Montes era un mamarracho y todo lo que rodeaba a ese rufián no deja de ser una mamarrachada; incluido usted y el zorrón al que representa. El testamento se lo puede meter usted por donde le quepa o, en su caso, se lo mete usted donde le quepa a su protoviuda. El señor Montes ha dejado deudas en todos los restaurantes del mundo y yo he tenido que ir cubriéndolas año a año, se ha bebido a mi costa los vinos de las mejores añadas y eso que su paladar no distinguía un pis de gato de una copa de jerez. Así que o se marcha ahora mismo de mi vista o no descarto darle a usted las dos ostias que en su día debería de haberle dado a Montes. Ha entendido».

Entendí y marché huyendo del local, aquel sujeto era capaz de cumplir con creces sus amenazas y darme una paliza allí mismo. Desde la calle le vi bajar de nuevo la cabeza, concentrarse en el sudoku y aspirar tranquilamente el vapor de su cigarrillo, así de elegantes eran los prohombres de la ciudad.

Yo tenía hambre pero cualquiera se atrevía a entrar de nuevo en el restaurante para comer. Caminé unos metros y entré en otro local de menú que estaba un poco más abajo.

De momento sólo podía contar con el apoyo del notario.

Me pedí un empedrat de primero, de segundo un filete a la plancha con verduras, añoraba los platos de cuchara de la Santina. Me trajeron de inmediato el plato con el empedrat, seguramente deformado por el permanente contacto con gente de la cocina me dediqué a diseccionar aquel plato.

Tenía unas tiras cortadas muy finas de bacalao desalado, un tomate de pera pelado y despepitado, cortado en dados, una cebolleta tierna cortada en juliana fina, cuatro o cinco aceitunas negras, sin hueso, medio pimiento rojo cortado en daditos pequeños, otro medio pimiento verde también en daditos. Culminaba el plato un cuartillo de judías blancas hervidas, judías de Santa Pau, un poco más pequeñas que las que habitualmente se utilizan en los guisos. Una pizca de pimienta, un poco de sal, perejil picado y un chorreón generoso de aceite de oliva extra. Recordaba que Montillo aconsejaba hacer la vinagreta que acompaña al empedrat chafando previamente cuatro o cinco judías en el mortero, añadir el perejil fresco, la sal y trabar la salsa como si fuera una mayonesa que fuera tomando cuerpo a medida que se iba añadiendo el aceite, mezclar el aderezo, las hortalizas picadas y las legumbres y servir frio. Es importante que las judías no queden muy pasadas, porque el plato no puede quedar muy apelmazado. Al plato le va bien un huevo duro cortado en rodajas, se puede sustituir el bacalao por una conserva de atún o de caballa; las legumbres también pueden sustituirse.

Allí estaba yo emulando a Montiño y haciendo elucubraciones sobre los platos cuando sonó el móvil, el inspector Caballero me devolvía de nuevo a la realidad, esa misma mañana había presentado una denuncia contra Jésica Palomeque, la imputaban sustracción de documentos y de objetos de valor, coacciones, amenazas, fraude e inducción al asesinato. La denunciante Helena de Montes. La denuncia se había presentado directamente ante el juzgado y la juez le había pedido a Caballero que realizara un breve informe para ver si acumulaba la denuncia al caso ya abierto por el fallecimiento de Montes. Caballero me adelantaba que la juez iba a llamar a declarar a Jésica en calidad de denunciada, que la convocaría por telegrama y que si no acudía a la declaración, fijada para dentro de 48 horas, acordaría la detención y prisión de la señora Palomeque.

Agradecí a Caballero su advertencia, le debía ya muchos favores, crucé los dedos para que a Jess no se le cruzara un cable y desapareciera de nuevo, me sentí culpable durante unos segundos ya que había sido yo el que había entrado en la casa la noche anterior y había sustraído los documentos; la mala conciencia me duró unos segundos ya que si confesaba mi atrevimiento puede que el acusado y detenido fuera yo. Pedí un café doble y mandé un wasapp a Jésica recordándole que iría a buscarla al aeropuerto a la mañana siguiente, le anuncié que tenía novedades. No me contestó.
Cafe Aix-en-Provence

miércoles, 6 de mayo de 2015

CAP:CCCLXVII.- Pequeña Muerte por Chocolate (8)

8. DOÑA MERCEDES Y SU APETITO VORAZ.
Era una mañana calma de invierno, el solo templaba el mediodía y la zona del puerto estaba plagada de extranjeros que, extrañamente, paseaban en manga corta, es evidente que en función de la longitud y latitud de procedencia la percepción del frío y del calor es distinta, por no decir contrapuestas.
          Sonó el teléfono, pensé que sería mi madre pidiendo alguna indicación más, era Caballero, el inspector Caballero, me llamaba preocupado porque la jueza no daba con el paradero de Jéssica Palomeque, también conocida como Jess de Montes, sin no daba señales de vida en 24 horas su señoría daría orden de detención. Caballero seguía demostrando que era un tipo cabal, tenía poco que ver con la imagen que habitualmente tenemos de los policías, por eso le auguraba un porvenir complicado en el cuerpo, en cualquier cuerpo de policía, incluso en el autonómico. Mi encuentro con doña Mercedes se convertía en mi última esperanza y, quien sabe, si la última esperanza de Jess, a saber qué pruebas había recopilado la policía judicial para incriminar a mi cliente.
En la medida en la que mi objetivo era prepararle una envolvente a doña Mercedes, me pareció poco oportuno ponerla sobreaviso, la cuestión era que se sintiera cómoda, que me contara lo que considerara oportuno y, si ha caso, a los postres entrar directamente al asunto de Jess y su desaparición súbita.
Sentado en la terraza del restaurante, disfrutando del sol frio de finales de febrero, viendo el puerto, que parecía el atrezzo de una película barata, con un enjambre de turistas deambulando entre tenderetes de souvenirs, con una copa de vino blanco en la mano, un plato de almendras recién fritas sobre la mesa, algo de dinero en el bolsillo y todo el tiempo por delante, tenía pocos motivos para ser infeliz, por lo menos para serlo aquel mediodía.
Perdí la noción del tiempo, que fue mucho, lo suficiente como para que el camarero me rellenara un par de veces la copa y trajera algún otro aperitivo. Finalmente al fondo del paseo las vi bajarse del autobús, ajenas por completo al retraso acumulado. Caminaban tranquilamente, hablando de sus cosas, abstraídas del guirigay de vendedores ambulantes que se les aproximaban para venderles el dorado. Me acerqué a la barandilla de la terraza para que confirmaran que no se habían perdido, el mismo camarero que, solícito, me provisionaba de vino, bajó a recogerlas.
«Hay hijo, Barcelona está tan mal de casi todo que resulta imposible calcular cuando llegan los autobuses», mi madre intentó excusarse. Le dije que no se preocupara, que no había prisas. Besé a su amiga Mercedes y durante unos instantes quedé adherido a su mejilla, tal era la capa de maquillaje que llevaba sobrepuesto que hizo un efecto argamasa que me dejó pringoso durante el resto de la tarde; ella me estampó un beso sonoro cerca de la dona de contacto y me quedaron marcados sus labios rojos. Doña Mercedes era una mujer tan extremada como su hija aunque con treinta y cinco años de diferencia. Si las hijas terminan pareciéndose a sus madres a Jess le convenía asentar su vida y parejas antes de que llegara el cataclismo.
El camarero que les había acompañado hasta la mesa intentó recogerlas el bolso y los abrigos, tarea imposible, una jubilada no se aleja más de dos o tres centímetros de su bolso y cualquier acción en apariencia cortés es evaluada como un intento de robo. Les aseguró que unas grandes estufas exteriores las protegerían del frio, que podían quitarse el abrigo sin miedo. Sus intentos fueron vanos, se sentaron una a cada lado de la mesa con el bolso colgado del antebrazo y el abrigo sobre los hombros. Le hice una señal al camarero para que las sirviera vino, ellas se habían abalanzado ya sobre los restos de almendras y las croquetas.
El camarero, destinado por completo a nuestra mesa, les acercó las cartas, ambas las rechazaron con cierto desdén, «ya pedirá mi hijo por nosotras, no se preocupe, chico». El camarero debía tener más de cincuenta años, aún y así mi madre le estuvo llamando «chico» durante todo el almuerzo.
Cuando me disponía a elegir los platos, mi madre, tras apurar la copa de vino y dejar inclinada en vilo entre sus dedos la copa con un ligero contoneo para que el «chico» se diera cuenta de que convenía reponer la bebida, me dijo: «Pide lo que quieras, hijo, pero a la señora Mercedes y a mí nos gustaría probar unos buñuelos de bacalao, me parece que también tienen gambas, los rusos de aquí al lado se están tomando una xatonada que tiene muy buena pinta, alguna concha nos entraría bien y, por descontado, un platito de jamón, con pan de coca. De segundo nos ha dicho una vecina que preparan muy bueno el all cremat de rape, pero si te apetece a ti otra cosa pide sin problemas, ya sabes que nosotras nos amoldamos a cualquier plato, sobre todo si el que pagas eres tú, porque pagarás tú ¿No? Ya sabes que nosotras somos unas pobres pensionistas que no podemos permitirnos estos lujos». Miré al camarero, cerré la carta y le dije que nos trajeran lo que habían sugerido las señoras, además él ofreció un plato de anchoas de la escala y unas cigalas a la plancha que contaron con el visto bueno de mi madre, parecía que no hubieran comido en una semana. Ni siquiera me dieron el gusto de continuar con el mismo vino, le pidieron cava ya desde el aperitivo.
Por romper con el monólogo de mi madre comenté lo bien que veía a doña Mercedes y aquel comentario cortés sirvió para que me pusieran al día de todos sus achaques, de sus visitas a los médicos y lo mal que iba la sanidad. El camarero fue instalando una aparatosa cubitera de metacrilato llena de hielos, cubierta con una servilleta empapada; nos cambió las copas y empezó a servir. Enseguida llegaron los primeros aperitivos y con ellos un repaso, minucioso, de las actividades que las dos jubiladas hacían en el barrio, empezaron por el acuagym en la piscina municipal y terminaron con las clases de sardana en el casal de avis del distrito. Sorprendía su habilidad para hablar y devorar a la vez, su juego de brazos hacía casi imposible que alcanzara una gamba, una cigala o un trozo de jamón.
Aproveché la llegada de un plato de almejas a la marinera para preguntarle a doña Mercedes por Jess.«Hay hijo, tendrían que casarte con ella. La veo muy dispersa, fíjate que se ha marchado de Barcelona y está trabajando en un hotel en Mallorca. Con lo bien colocada que está aquí con el señor aquel que era su novio, el que salía en la tele, un poco mayor, eso sí, pero tan amable, tan señor. Una pena que lo mataran. Lo que ha pasado mi Jess con ese hombre». Paró para tomar aire y para disputarle la última cigala a su amiga; de nuevo aproveché yo el instante de silencio para comentarle que había perdido el teléfono de Jess y que me urgía llamarla por un tema profesional. «Aunque no lo hubieras perdido, se lo ha cambiado hace unos días, no sé qué problema tuvo con la compañía, la cuestión es que me llamó anteayer y me puso al día de los cambios, que vivía en Palma, que estaba de relaciones públicas de un hotel del paseo marítimo y que durante una temporada no podría venir a Barcelona, que la clientela del hotel era de lo más selecta, sobre todo rusos y algún colombiano, gente de dinero. Fíjate la pobre, le toca empezar otra vez de cero. A ver si se centra un poco y vuelve a Barcelona. Podrías llamarla, invitarla a cenar, hacéis buena pareja, por lo menos tú eres de su edad, y la centras mucho, no hay más que ver lo mucho que la has ayudado estos días; seguro que con tus gestiones cobra la herencia en unos días, os compráis un apartamento y a darme nietos, porque tú serás de los que quieres tener hijo ¿No?». Enrojecí como un tomate, no era capaz de articular una palabra. «Fíjate», medió mi madre, «lo bonito que sería que os casarais siendo Mercedes y yo tan amigas, y vosotros que os conocéis desde niños. Además tendríais canguro todas las noches, vamos, que podríais hacer vuestra vida sin molestia alguna, con tu posición y con los encantos de Jess en tres años teníais piso en Pedralbes y apartamento en la costa brava». Me dejó su teléfono móvil para que pudiera copiar el teléfono, me dijo que no le había puesto nombre pero que habían hablado aquella misma mañana, sobre las doce, localicé el número y lo apunté en la tarjeta del local.
Le pedí al camarero que nos sirviera cava, necesitaba diluir en alcohol el torrente verbal de aquellas dos mujeres. Llegó el all cremat, yo casi no lo probé, estaba astragado, mi madre le pidió al camarero que prepararan un tupper, que se llevaba los restos para la cena. Con el segundo plato cayó la segunda botella de cava, que se sumaba a la de vino ya consumida y a una tercera botella de cava que pidieron a los postres, porque hubo postres, unos milhojas de crema, un helado de limón y los frutos secos del postre del músico; con los cafés trajeron unas tejas de almendra y el camarero nos dijo que la casa invitaba a un digestivo. Mi madre y la señora Mercedes apuraron sus copas de cava y pidieron un Marie Brizard, con mucho hielo. Pasadas las cinco de la tarde, cuando empezaba a oscurecer, salimos del restaurante, yo encogido tras la cuenta que me habían pasado, un palo en todo lo alto que diluyó por completo el anhelo de felicidad que había esbozado unas horas antes. Guardé la factura con la intención de poderla pasar como gasto a algún cliente.
Las dejé en el autobús, esperé en la parada a que llegara el servicio, hice cola mientras ellas se distraían viendo los tenderetes montados para los extranjeros. Fui de nuevo besado por doña Mercedes antes de que partiera el autobús, de nuevo quedé mercado por su carmín y su maquillaje.
Necesitaba caminar para diluir todo el alcohol y la verborrea incontrolada de mi madre y su amiga, la digestión se preveía pesada y el vino, el cava, el orujo y los dos cafés que me había tomado auguraban una tarde de perros, con acidez de estómago incluida.
Recuperé la tarjeta con el teléfono de Jess, marqué, tardaba en contestar, de hecho saltó el buzón de voz, no dejé mensaje, a los pocos minutos me devolvió la llamada. «Hola, soy Jess de Montes, creo que me has llamado hace un instante, ¿quién eres?»; le informé que era Marçel, al quedar en silencio le recordé que era su abogado. «Ah. Marcelo, tenía pendiente llamarte, soy una malqueda», tenía razón. Me dijo que se había ido a pasar unos días a Palma con una amiga y que allí le había salido la oportunidad de trabajar como relaciones públicas en un hotel de lujo del Paseo Marítimo, «Public relations», me dijo.
Le comenté que era urgente que nos viéramos, que la juez que llevaba el caso de Montes había intentado localizarla para tomarle declaración. Ella empezó a darme largas, a decirme que justo en los primeros días de trabajo le venía «fatal» viajar a Barcelona, que los clientes del hotel «eran de mucho nivel» y que eso le obligaba a dedicarles mañana, tarde y noche, que de hecho vivía en el propio hotel. Le dije que tenía la obligación de acudir al juzgado y que si no corría el riesgo de ser detenida, lo que no iría nada bien para su nuevo trabajo, sobre todo si era tan exigente y de tanto nivel; además le advertí que mi deontología profesional me obligaba a comunicar su nuevo domicilio al juzgado. Se enfadó, me recordó que me había dado un anticipo y que de ser leal a alguien tendría que serlo con ella, no con el juzgado. Vi que con amenazas de calabozo no iba a llegar a ninguna parte, además me daba un miedo atroz tener que viajar a Palma a entrevistarme con ella, que me embaucara en sus nuevas trapisondas.
Cambié de estrategia, le dije que entre los papeles de Rafael había encontrado una póliza de seguro en la que constaba ella como beneficiaria, que necesitaba que viniera a Barcelona para facilitarme unos datos y poder cobrar la indemnización, que calculaba que serían 250.000 euros el capital asegurado y que era imprescindible aportar una copia de las actuaciones de la policía en la que constaban las circunstancias de la muerte, que esas actuaciones las tenía que pedir ella personalmente a los Mossos de Escuadra porque aunque yo era el abogado no me había dejado ningún poder.
Lo de la póliza de seguros y los 250.000 euros la destensó. De pronto todo eran facilidades, me aseguró que en 48 horas estaba en Barcelona para lo del papeleo y para ver a la jueza, por descontado. Me dijo que me facilitaría el número de vuelo, así podría ir a recogerla, estaba muy afectada todavía por la muerte de Rafael y mi presencia le ayudaba a superar los «tragos». Colgó con ese compromiso y con el mío de ir a esperarla al aeropuerto.
Disponía de varias horas para revolver de nuevo la casa de Rafael e intentar encontrar una póliza de seguros. De momento había conseguido que Jess regresara y tenía por delante un día y medio para poder terminar de urdir mi mentira piadosa, si conseguía que Jess fuera a declarar ante la juez terminaban con ello mis responsabilidades y podría descansar.
El piso de Rafael estaba lejos de la zona del puerto, no me importó caminar, aunque fuera cuesta arriba todo el rato. Poco a poco me fui alejando de la zona de turistas. Corría el riesgo que la bruja de la criada de Montes o las más brujas de las viudas de Montes hubieran cambiado las cerraduras. Corría también el riesgo de que si me sorprendían en la casa de Montes me denunciaran por allanamiento de morada, por robo de documentos o por cualquier otro delito. Le pesada digestión de los ajos quemados me arrastraba a aquellos pánicos, unidos al pánico de que Jess se disgustara por mi mentira a cerca de la póliza de seguro.
Llegué casi sin resuello al portal de Montes, abrí la puerta de la calle y comprobé el buzón, allí constaba en el principal segunda el nombre de Rafael de Montes y el de Jessica Palomeque, ese dato despejaba cualquier riesgo de ser detenido por allanamiento de morada, yo seguía siendo el abogado de Jessica, por lo tanto estaba autorizado a entrar en el apartamento, además la policía me había entregado a mí las llaves, por lo que estaba protegido frente a cualquier acción legal.
No habían cambiado las llaves del piso, pude acceder sin problema. Todo estaba ordenado, sin rastro del caos que había dejado atrás la investigación policía y sin rastro del desorden que dejó mi anterior visita. El servicio había trabajado a fondo y eso reducía sensiblemente las posibilidades de encontrar algo útil en la casa.
Arramplé con varias carpetas que había olvidadas en uno de los cajones del despacho de Montes, documentación varia, sin clasificar, me pareció ver algunos papeles de bancos, escrituras notariales, correo sin abrir fechado años atrás, varios cartapacios colocados al fondo de uno de los cajones, dos o tres cajas más con papeles revueltos, llevé los bultos a la entrada y regresé de nuevo a las habitaciones, fui directo al dormitorio de Montes, recordaba haber visto allí varios libros revueltos, tirados por el suelo. Según Jéssica, su novio pasaba mucho tiempo en la cama, de hecho trabajaba desde la cama.
Los libros estaban ordenados sobre la mesilla, novelas, libros de cocineros famosos, libros firmados por el propio Montes. El más grueso de aquellos libros era una edición cuidada titulada “La cocina de los Valientes”, de un tal Arenós. Le di un vistazo más por curiosidad que por otra cosa y comprobé que la primera de las hojas había sido cuidadosamente cortada, alguien se había ocupado de arrancar esa primera página, normalmente en blanco, que iniciaba la edición, allí debía haber escrito Montes su testamento. Metí el libro en una de las cajas con documentos y me dispuse a regresar a casa. Era incómodo transportar aquel hatillo de papeles y de sobres, estaba agotado, la digestión no terminaba de culminar y el ardor de estómago era insoportable.
Ya en la calle paré un taxi. Estaba inquieto pero contento porque en aquel batiburrillo estaba seguro que aparecerían las últimas claves, las que me permitirían escabullirme del laberinto de Montes, de Jess y de todo aquel grupo buitres que les rodeaban.
Dejé la caja con las carpetas sobre la mesa y abrí el libro por las primeras páginas, recordaba los tiempos de niños, cuando en los recreos intentábamos ocultar códigos secretos en los libros de texto. Busqué en el cajón un lápiz de mina blanda y fui trazando suaves líneas sobre la primera página, justo la que servía de soporte a la página arrancada. Poco a poco fueron perfilándose las letras que buscaba mi cliente, las que certificaban el testamento de Montes, un testamento redactado después de su último destello de placer. A duras penas se podía leer: «Todo para tí Jessica, mi amada, a quien dejo todo y a quien quiero dar un hijo que selle nuestra unión» , en letra ampulosa, de trazo quebrado, bajo la frase la firma de Montes.
Ahora, cuando a nadie le interesaba el testamento de un escritor fatuo y arruinado, yo había conseguido cumplir con la encomienda de mi cliente, había dado con el testamento. La primera medida era que Jéssica no se enterara de mi descubrimiento, no tenía mucho sentido, dudo que quisiera quedar embarazada de un viejo endeudado. Sin embargo aquel testamento podría servirme para desvelar algún que otro misterio y quién sabe si no me serviría como escudo protector frente a futuros ataques del entorno de Montes. Desi, la criada, seguro que estaba al tanto de la existencia del testamento, era mi primera sospechosa de haber hecho desaparecer las últimas voluntades del viejo Montes, puede que fuera la primera sospechosa incluso del asesinato.
Me eché sobre la cama, al quedar horizontal los reflujos de la cena intensificaron sus movimientos. Vi que la noche quedaba en vilo, me incorporé y cogí uno de los libros de recetas de Montiño, allí estaban los ingredientes del arma de destrucción masiva que me había puesto el estómago de punta, el all cremat; cierto era que el cava y el vino blanco habían contribuido también a los ardores.
Para cocinar un all cremat de rape se necesita un kilo de carne de rape, carne bien prieta, limpia de entretelas; dos cabezas de ajo sin pelar, dos litros de caldo de pescado – se puede hacer con la cabeza, las espinas, las barbas y el hígado del rape -, cuatro tomates maduros, sal, aceite y un kilo de patatas peladas.
En una cazuela amplia de hierro colado se pone un chorro de aceite de oliva, se parten las cabezas de ajo por la mitad y cuando el aceite empiece a chisporrotear se incorporan al aceite. Hay que remover constantemente con una cuchara de madera para que el ajo no se arrebate. Cuando estén dorados los ajos – alguno de ellos se habrá desprendido de la cabeza – se añaden los tomates rallados. Se salpimenta el guiso y se remueve con cuidado para que se vaya evaporando el agua de los tomates.
Hay que dedicar por lo menos 20 minutos a este rudimentario sofrito, luego se añaden las patatas cortadas a dados grandes y se mezclan con el sofrito, añadiendo poco a poco el caldo de pescado para que el guiso tome cuerpo. Se mezcla todo durante 5 minutos y se incorporan las tajadas de pescado con el resto del caldo. Se baja el fuego al mínimo y se deja cociendo 15 minutos más. Hay que cuidar que no se deshagan del todo las patatas.
Cuando se apague el fuego se deja reposar unos minutos el guiso, espolvoreando un poco de pimentón rojo dulce, que ha de ligarse con la salsa, también unas hojas de perejil picado. Puede servirse en la mesa con unas rebanadas de pan frito empapando en el caldo.
Es fundamental no condimentar mucho el guiso porque la gracia es que se note la presencia del ajo tostado, casi requemado.
Descabecé un primer sueño, previo a una noche en duermevela, una vigilia en la que tuve que beberme casi tres litros de agua. En alguna de las cabezadas me encontré por fin sentado en una de las terrazas de Wren.
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