miércoles, 8 de abril de 2015

CAP:CCCLXVI.- Pequeña muerte por chocolate (7)


7. FALÍN Y SUS MISERIAS.

 

A las nueve en punto de la mañana estaba de nuevo en el despacho de Rovirosa, apenas habían pasado unas horas desde que nos vimos por última vez, sin embargo yo llegué con la sensación de llevar días desconectado de las cuitas de la familia Montes y de su peculiar entorno. Me sentía agotado, saturado de los dimes y diretes de aquellos sujetos y sujetas mezquinos, aunque buenos pagadores.

Yo no era persona de grandes principios, andaba falto de dinero y sobrado de tiempo libre, además me consideraba más inteligente que aquella caterva de presuntuosos, asesinos todos en potencia, exceptuado el fallecido Montes, que se contentaba con ser un cretino presuntuoso.

Las secretarias de Rovirosa arrojaron un poco de luz a mis cenizos pensamientos, era imposible pensar que el criterio de elección de aquellas recepcionistas se movía exclusivamente por criterio de competencias, todas ellas parecían sacadas de un casting para un pase de modelos, encajaban perfectamente en sus trajes de chaqueta gris oscuro, sus pañuelos rojos anudados al cuello, la manicura perfecta, los ojos almendrados y las melenas recortadas, flotando por encima de los hombros.

Daba gusto escucharlas saltar del castellano al catalán, del catalán al inglés, del inglés al francés y de nuevo al castellano. No desdibujaban nunca la sonrisa y, solícitas, me ofrecían café y pastas para suavizar las horas de espera.

Junto al desayuno me ofrecieron la prensa del día, me aseguraron que el Sr. Rovirosa sabía ya de mi presencia y que en breve sería atendido pero lo cierto es que pasé casi una hora acomodado en el sofá viendo deambular aquellas ninfas que parecían flotar a pocos centímetros del suelo, siempre diligentes, siempre sonrientes, siempre atentas pero distantes. Yo les devolvía la sonrisa para no quedar diluido en el sofá. Lo cierto es que ni mi teléfono sonaba ni tenía nada mejor que hacer esa mañana, puede que no tuviera mucho mejor que hacer a lo largo de ese año.

A eso de las diez de la mañana llegó, como alma que llevaba el diablo, el joven Rafael Montes, el hijo del fallecido; salió del ascensor como una exhalación, dejando atrás a la recepcionista que le había escoltado en el elevador, intentó franquear la puerta que daba al despacho de Rovirosa pero estaba cerrada por dentro, parecía una puerta firme, anclada en varios puntos a un grueso muro, por lo que sin duda Rovirosa ni se enteró.

El joven Rafael quedó con el gesto bobo, frente a la puerta, no sabía si empezar a aporrearla o si debía sentarse junto a mí. Estaba tan alterado que no me identificó, pese a su saludo cordial, le ofrecieron café, lo pidió doble, en su estado de excitación un café doble era lo menos recomendable.

Le di los buenos días cortésmente y le aproximé un plato con croasanes. Me miró de nuevo e hizo un gesto inequívoco de que no me identificaba. «¿Nos conocemos?», dijo. No debía ponérselo fácil, por lo que le administré un escueto «sí», seguido de un denso silencio mientras apuraba el último sorbo de café. Me miró extrañado. «En el funeral de su padre». Demostraba que yo sí le conocía. De nuevo silencio hasta que se le escapó un ligero «Ah», alargando la hache final como si le faltara el resuello. «¿Conoce también a Rovirosa?», me sorprendió el también, le dije que sí, que era Rovirosa quien reclamaba mi presencia. Volvimos al silencio.

Se abrió la puerta de la fortaleza y una de las secretarias clonadas indicó al Sr. Montes que el Sr. Rovirosa podía dedicarle unos minutos. Yo levanté el cuello como pude para reafirmar mi presencia y mi espera, fui ignorado con una leve sonrisa de la secretaria del Sr. Rovirosa, que tenía la presencia de un introductor de embajadores de la corte de Carlos IV.

No parecía el Sr. Rovirosa muy generoso con su tiempo y el joven Montes salió en pocos minutos, no le dio tiempo a calentar el asiento, parecía muy ofendido, marchó sin despedirse, no era difícil escuchar sus blasfemias.

La misma secretaria que le había franqueado la salida del despacho me hizo un leve gesto para captar mi atención. «El señor Rovirosa no podrá atenderle esta mañana, ruego le disculpe». Intenté recordarle que mi presencia allí era a requerimiento del propio Rovirosa, que yo no había perdido nada allí, salvo los cafés y los bollos gratuitos y los periódicos del día, que me llevé bajo el brazo.

En la puerta coincidí con el joven Rovirosa, que seguía blasfemando, ahora por teléfono. Me quedé a una distancia prudencial, para evitar sus escupitajos pero para que fuera ineludible que se diera cuenta de mi presencia y de mi espera.

Mientras se retiraba el auricular de la oreja le ofrecí tomar un café, la casualidad me permitía intimar con otra persona más del entorno de Rafael Montes, seguramente la parte más hermética de ese entorno. No fue necesario mucho esfuerzo, el joven Montes, a quien todos llamaban Falín, empezó a hablar a borbotones, asegurando que la memoria de su padre estaba siendo mancillada por aquel trapacero, aquel mal editor y peor amigo, aquel malnacido que pretendía que el joven Montes finalizara el libro que había dejado a medias su padre y que lo hiciera en quince días, renunciando a figurar en la portada, a lo sumo una breve reseña como colaborador, y todo esa tarea sin cobrar un solo euro porque el viejo Montes había la agotado varios adelantos. Lo que sin duda escocía más al Joven Montes, ya Falín tras un nuevo café, era que no percibiría un euros y que debía estar agradecido de que, por la memoria del gran Montes, Rovirosa no reclamara devolución de cantidad alguna.

Ofrecí mis servicios a Falín y le dije que podría contar conmigo si era necesario litigar contra Rovirosa y su editorial. No tenía especialidad ni conocimiento alguno en materia de propiedad intelectual, pero daba lo mismo, tampoco parecía que la familia Montes estuviera dispuesta a contar con los servicios del abogado de Jess, de la última de las barraganas. Le rogué que no insultara a mi cliente, que ella le amaba de verdad y que lo único que quería era preservar el nombre y el prestigio de Montes y de su obra.

Me aseguró que su padre era un calzonazos, que siempre se había dejado engatusar por unas faldas; que era un tipo fatuo, vanidoso, que no hubiera llegado a ningún sito sin la ayuda primero de su primera mujer, la presencia de doña Helena es cada vez era mayor en su conversación, en su monólogo; después se reivindicó como el sustento profesional de Rafael Montes, sin el pequeño Falín el viejo Montes se hubiera desmoronado como un terrón de azúcar disuelto en el café.

Me aseguró que su padre había perdido el paladar por culpa del tabaco, que tenía una úlcera abierta de estómago y reflujos permanentes que le impedían distinguir un hígado de oca del Perigord de una suela de zapato. El olfato lo perdió el viejo Montes ya en la adolescencia y la permanente ingesta de todo tipo de alcoholes había dejado las papilas gustativas del reputado gastrónomo para el arrastre.

Cierto era que Montes solía escribir sus crónicas, o por lo menos esbozaba algunas ideas y frases, pero siempre se apoyaba en algún colaborador cercano para que le describiera sabores, texturas, olores y condimentos. Desideria era el paladar más fiel del entorno de Montes, aunque para los restaurantes públicos solía valerse del pequeño Falín, que desde niño le había acompañado a muchas salidas. En ese contexto la presencia de Jess había sido casi un sacrilegio, Jess había sido su lazarillo gastronómico en los últimos años y tal vez por eso se habían vulgarizado las crónicas de los últimos tiempos de Montes, que había agudizado sus querencias por productos caros, que abandonaba definitivamente la cocina de terruño. Vinos caros, siempre patrocinados por el distribuidor, y restaurantes a la moda, en los que era más importante identificar con quien comías que lo que comías.

A Falín le dolía que su padre nunca hubiera reconocido en público el papel que había jugado en las últimas publicaciones, la importancia del paladar de Falín en las crónicas más afamadas, las de los restaurantes escondidos en las montañas del prepirineo, el último libro en el que Montes había sido capaz de descubrir algo nuevo comiendo en posadas olvidadas y en casas de comidas frecuentadas por los montañeros.

Pocas opciones me dio para terciar en monólogo, parecía haber vaciado todas sus iras hacia Rovirosa, hacia Jess, hacia Montes, su mundo y su vida. El Joven Montes pasaba a engrosar mi lista de candidatos a asesinos, aquella crispación, aquellos movimientos sincopados, esos golpes de puño incontrolados sobre la barra del bar. El teléfono no dejaba de vibrarle y finalmente lo atendió. Balbució un par de «mamá, mamá» antes de alejarse hacia la salida de la cafetería para continuar en privado la conversación.

Me quedé junto a la barra, atenazado, sin atreverme a sacar la cartera, me veía pagando aquellos tristes cafés mientras veía como Falín se iba alejando. Dejé un billete de cinco euros sobre el mostrador, el camarero me advirtió que no llegaba, que el otro señor se había pedido un agua también. Dejé algunas monedas más y salí a la búsqueda del joven Montes.

Le hice un gesto para que advirtiera mi presencia y le pedí, le rogué, que me pudiera dedicar unos minutos en un futuro próximo, que tenía mucho interés en hablar con él, en poder charlar también con su madre. Seguro que había muchos detalles del legado de Montes que era mejor que pudiéramos comentar y pactar sin necesidad de tener que andar con litigios. Les recordé que mi cliente, Jess, estaba embarazada y que para bien o para mal debían aceptar que en breve tendrían un nuevo hermano.

Me aseguró que tenía mucha prisa pero que me dejaba una tarjeta con su móvil directo, me agradeció la paciencia con la que había soportado todos sus improperios, me pidió disculpas y me aseguró que el no solía ser así, pero que llevaba varios días muy tenso, que encuentros como el que había tenido como Rovirosa había terminado de desatar sus nervios. Le reventaban aquellos vampiros que habían vivido décadas a costa de su padre, pensé que en su delirio Falín no se incluía entre esos vampiros, como si la familia pudiera chupar del bote, de cualquier bote, sin que eso pudiera ser afeado por nadie.

Me rogó que le trasladara a Jess que no había rencores, que era lógico que cada uno defendiera lo suyo, y que el objetivo principal era preservar el legado, la memoria del gran Montes, el mismo que minutos antes había sido descrito como un farsante, déspota y caprichoso.

Fascinado por Falín, me fascinaba todavía más la figura de su madre, la que no había tenido ningún empacho en tildar de putilla a la viuda actual de Rafael Montes en un templo, con el cuerpo presente de su marido.

Yo también le dejé mi tarjeta, me anunciaba como abogado multidisciplinar. Le aseguré que mi idea de la justicia iba más allá de los intereses de mi cliente y que en aras de la paz le propondría a Jess alcanzar un acuerdo que fortaleciera la memoria del gran Montes, el padre de la cocina catalana moderna. Que para esa tarea estaba dispuesto a buscar entre los papeles de Montes algunas de sus últimas notas, que sabía que Montes no había dejado ningún libro escrito y que lo que pretendía Montes era terminar de exprimir la memoria del viejo obligando a Falín a escribir un libro completo como sosías de su padre. Finalmente el joven Montes se fue, tomó un taxi al vuelo y antes de que arrancara ya estaba de nuevo enganchado al teléfono.

Era fundamental recobrar en breve mi contacto con Jessica, no me quedaba más remedio que acudir a mi madre, que pedirla que me llevara a comer con la madre de Jess. Había abandonado a mi madre en las últimas jornadas, no le había cogido el teléfono pese a sus insistentes llamadas; me tocaba desplegar todos mis encantos, incluso estaba dispuesto a invitarla a comer a un restaurante de la Barceloneta, un restaurante caro, incómodo y de cocina dudosa, aunque había tenido el honor de albergar en sus mesas a un afamado director de cine americano que había rodado una escena en el corredor principal del restaurante.

Ensayé mi voz más seductora antes de llamar a mi madre, de hacerme el simpático y proponerle que ella y su amiga vinieran a comer conmigo, sabía que se haría de rogar, que se escudaría en su mala salud de hierro pero que finalmente sus ganas de salir, de ser paseada, sería mayor.

Todavía disponía de un par de horas antes del almuerzo, me ofrecí a pasar a recogerlas, pero ella me dijo que no me preocupara, que había un autobús que la dejaba a las puertas del restaurante, que llegarían sobre las dos y media, que casualmente habían hablado esa mañana y que sabía que la madre de Jess no tenía planes para aquel día, ni para aquel año seguramente.

Empecé a caminar hacia la zona marítima, caminaba despacio, aprovechando la luz y las calmas de invierno.

En uno de los periódicos reproducían una de las recetas patrocinadas por Montes, una receta de las básicas, de las que encantaban a mujeres como mi madre. Era la receta de una paella tradicional para que la que recomendaba utilizar arroz del delta del Ebro, medio quilo, – Montes aparecía en una foto entre arrozales -, cuatro alitas de pollo, medio quilo de conejo cortado menudo, 300 gramos de judías verdes, 200 más de garrofón – la judía seca y plana levantina -, 200 gramos de tavelles – unas legumbres parecidas a las alubias, también levantinas -un tomate maduro rallado, aceite de oliva, una pizca de pimentón rojo dulce, una pizca de azafrán, una pizca más de canela, sal  dos litros de caldo de ave.

Montes aseguraba que el arroz tradicional se hacía en cazuelas de barro, que había que sofreír a fuego vivo la carne troceada, hasta que se dorara, luego añadir la judía verde, las tavelles y el garrofón, rehogarlo 10 minuto removiendo con una cuchara de madera, para evitar que se pegue. Luego el tomate y el pimentón rojo, evitando que se queme para que no amargue. Se añade el caldo de ave, se sala un poco, cuando rompa a hervir añadir el arroz, el azafrán y la pizca de canela.

Se deja hervir unos 20 minutos, sin moverlo, bajando el fuego casi al mínimo aunque sin que deje de hacer burbujillas el caldo.

Los campesinos valencianos le daban un toque final de horno a 180 grados antes de llevarlo a la mesa.

Convenía que se retirara el arroz del fuego cuando aún quedaba una pizca de líquido burbujeante. Dejarlo reposar tres o cuatro minutos tapado con un paño antes de llevarlo a la mesa.

Recorté la receta y la reservé para mi madre, seguro que le haría gracia guardarla y poder enseñar a sus amistades que su hijo era ahora el abogado de la familia de Montes, del gran Montes.

Camino del restaurante encontré a un pintor aficionado que vendía cuadros parecidos a los de Wren, puede que todos los cuadros me recordaran a Wren.
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