miércoles, 4 de marzo de 2015

CAP.CCCLXIV.- Pequeña muerte por chocolate (5)


5. LAS ANGUSTIAS DE ROVIROSA.

Me acosté con la firme convicción de renunciar a la defensa de los intereses de Jéssica y con la misma convicción me levanté a la mañana siguiente, hasta el punto de telefonearla a las nueve de la mañana para comunicarle mi abandono; como era previsible no cogió el teléfono, hay categorías de mujeres que no están operativas a las nueve de la mañana y Jéssica indudablemente pertenecía a ese tipo de mujeres. No me atreví a formalizar mi decisión pero serio y circunspecto le dejé un mensaje en la que le decía que teníamos que vernos urgentemente. A los pocos segundos de haber terminado de hablar con su contestador sonó el teléfono, por un instante pensé que era ella, que había recapacitado y me pediría disculpas.

No era ella quien me llamaba sino Rovirosa, el editor de Montes, seguía tan alterado como le había conocido días atrás, me preguntó si yo era el abogado de Montes, le dije que hasta donde yo sabía Montes no tenía abogado o, si lo tenía, no había dado señales de vida; le aseguré que yo defendía únicamente los intereses de Jéssica Palomeque por lo que difícilmente podría ayudarle. Insistió en que nos viéramos de inmediato, parecía que le iba la vida en ello. Me convocó en su despacho y me dio el margen de una hora para que pudiera ducharme y desayunar. Tenía la oficina en el paseo de Gracia, allí nos veríamos sobre las diez y media.

Me duché y estiré como pude el traje recién comprado, la verdad es que la experiencia del tren de Sitges de la tarde anterior había dejado el terno como un guiñapo; lo dejé colgado de una percha mientras me duchaba para ver si el vapor eliminaba alguna de las arrugas, quedó correoso por la humedad, lo cierto es que mi otro traje no tenía mucha mejor presencia. A los gastos ya acumulados habría de incluir los de una urgente tintorería.

No tenía costumbre de coger taxis, ni costumbre ni economía que soportara tales dispendios, pero se me hacía tarde; no era sencillo atravesar Barcelona a esas horas de la mañana, todavía circulaban alguno autobuses escolares y la ciudad, medio en obras, era intransitable. Pese al gasto extraordinario de locomoción llegué cinco minutos tarde a la cita, cinco minutos a los que añadí diez minutos más para tomarme un café que me ayudara a terminarme de despejar. Llamé otra vez, sin éxito, a Jéssica, no me atreví a dejar un nuevo mensaje.

Pasé por la recepción de la editorial, allí una hermosa azafata me atendió y me acompañó al ascensor, cuando uno se encuentra con una mujer tan hermosa como aquella es difícil llamarla portera y lo de recepcionista tampoco terminaba de encajar con sus zapatos de tacón en punta y su estrecha falda de tubo con una acertada hendidura por la parte de atrás. Los tacones, la moqueta y el tubo de la falda apenas la dejaban caminar, lo hacía como si fuera una geisha. Entramos juntos en el ascensor, activó con una tarjeta magnética los botones que indicaban las distintas plantas, pulsó la última de ellas y salió de inmediato asegurándome que una asistente del Sr. Rovirosa me aguardaba en la antesala del despacho.

La asistente que me aguardaba arriba era un clon de la que me había atendido en la planta inferior, los mismos tacones, la misma blusa transparentosa, la misma falda de tubo y la misma fría amabilidad. Golpeó ligeramente con los nudillos una solariega puerta de roble y, sin esperar respuesta, me hizo pasar. Rovirosa hablaba por teléfono, me hizo un gesto para que me acomodara en uno de los butacones de cuero. Desde el ventanal del despacho se veía el Paseo de Gracia, parte de la Diagonal y las terrazas de los edificios más emblemáticos del ensanche. En las paredes había fotografías de Rovirosa con los principales escritores españoles e hispanoamericanos de los últimos 50 años, alguno de ellos era tan famoso que incluso yo los conocía aunque llevara décadas sin leer otra cosa que no fuera la prensa. También había un cuadro de Wren, supongo que Rovirosa, al igual que Montes, había sucumbido a los encantos del acuarelista norteamericano.

Esperé unos minutos hasta que terminó la conversación, hablaba de la posibilidad de publicar unos cuentos de un francés de nombre impronunciable, yo me sonreí porque apellido que barajaba sonaba algo así como Huelemalk, o puede que Huelebien, en toco caso una palabra divertida, impropia de un autor consagrado.

Colgó el teléfono y se puso en pie para darme la mano, completamente sudada, y para dirigirme hacia una ala del despacho en la que había unos cómodos sofás y una mesa baja de marmol, llamó a una secretaria para que nos trajeran café y varios botellines de agua.

Arnau Rovirosa había sido sin duda un hombre apuesto, un ejecutivo triunfador, pero en aquel momento, con sesenta años ya cumplidos, parecía un hombre angustiado, sudoroso, de aspecto algo descuidado, la cara fofa y la mirada perdida, una caricatura del galán que aparecía en todas la fotos que decoraban la estancia.

Tras un intercambio inicial de frases de cortesía me planteó su principal problema con relación a Montes, seguro que tenía otros cientos de problemas que le angustiaban menos. Por lo que me comentó Montes era un sableador profesional, se había pasado los últimos meses pidiéndole anticipos a cuenta de un libro definitivo que estaba escribiendo sobre la cocina catalana; por lo visto el entorno de amigos de Montes sabía que su situación económica no era muy boyante y todos ellos habían recibido de una u otra manera requerimientos de dinero. Era habitual que Montes pidiera dinero a sus amigos, normalmente pequeñas cantidades que resarcía rápidamente en forma de artículos o de pequeños favores comerciales, tenía por norma no devolver nunca el dinero pero sí hacer una reseña favorable de un restaurante si su chef le había prestado alguna cantidad, o hablar bien de un vino si le debía dinero al bodeguero; para Rovirosa había escrito algunos prólogos y asistido a presentaciones de algunos libros cuenta de cantidades entregadas, y siempre recomendaba con interés cualquier publicación que tuviera el sello de Rovirosa Ediciones. Sin embargo en los últimos tiempos las peticiones de dinero se habían incrementado, Montes imputaba a Jessica esos dispendios, aseguraba que era una mujer caprichosa que en todo momento exigía atenciones especiales. Rovirosa había decidido dejarle de prestar dinero, en su lugar le entregó varios pagarés que sólo se harían efectivos a medida que Montes le entregara los capítulos del anunciado libro; cinco pagarés que alcanzaban la suma total de 50.000 euros a cuenta que la publicación de una obra llamada a ser un hito en la historia de los fogones de Cataluña.

La sorpresa de Rovirosa vino cuando descubrió que Montes, sin duda acuciado por la necesidad de efectivo, había negociado esos pagarés y se los había endosado a un prestamista; por lo visto el prestamista había adelantado una cantidad importante de dinero a cuenta de los pagarés y ahora los tenía en su poder.

Yo, en mi papel de abogado y pensando que Rovirosa requería mis servicios, me ofrecí para llevarle las posibles reclamaciones; él me aseguró que las reclamaciones que hasta el momento le habían hecho no eran judiciales, que le habían advertido que si en 48 horas no hacía efectivos los pagarés le iban a partir las rodillas, de hecho la última llamada que  recibió fue de un sicario con un marcado acento del este. Poco podría hacer yo como guarda-espaldas de Rovirosa, tampoco contaba con amistades en el submundo de los usureros.

Rovirosa, dispuesto a sincerarse, me comentó que su editorial tampoco pasaba por un período boyante, de hecho él se había desprendido de la mayor parte de las acciones de su propia compañía, que se las había vendido a un potente grupo inversor sueco y que únicamente ostentaba la posición de presidente no ejecutivo de la editorial, sólo ponía su sonrisa para salir en alguna foto, su agenda para conseguir algún favor y poco más; por lo tanto los cincuenta mil euros habría de pagarlos de su bolsillo. Aquello siendo un problema no era sin embargo su mayor preocupación, su angustia veía por el riesgo de que Montes, hombre de pocos escrúpulos, no hubiera vendido finalmente el libro a cualquier editorial competidora. Rovirosa conocía bien a Montes y sabía de lo que era capaz por dinero.

En aquel pasaje de sus confidencias sonó mi móvil, número oculto, normalmente no me gusta interrumpir una reunión por una llamada pero la posibilidad de que fuera Jessica la que hubiera tenido a bien contactar conmigo me hizo ser descortés con mi anfitrión.

No era Jessica sino el inspector Caballero, me anunciaba que habían dado traslado de las diligencias a la juez de instrucción y que ésta había ordenado alzar el precinto del domicilio de Montes. Me indicaba que estaban a disposición de “la viuda” algunos objetos personales que había recogido en el domicilio, la correspondencia de los últimos días y un juego de llaves. Por lo visto no habían podido localizar a la señora de Montes y por eso contactaban conmigo.

En circunstancias normales cuando un abogado recibe una llamada como la que yo había recibido lo que debía hacer era contactar con su cliente y ponerla inmediatamente al tanto de la información. Ni mis circunstancias eran las normales, ni yo me tenía por un abogado éticamente pulcro, mi cliente tampoco lo era; por lo tanto no dudé en comentarle a Rovirosa el contenido de la llamada y ofrecerle mis servicios para poder indagar si entre los objetos personales de Montes o en su domicilio pudiera estar oculto el dichoso manuscrito.

Rovirosa, atenazado sin duda por la angustia, no dudó en contratar mis servicios en aquel mismo instante y, para fidelizarme, sacó un talonario en el que extendió a mi nombre un cheque por la suma de tres mil euros que podrían hacerse efectivos esa misma mañana, la única condición que ponía Rovirosa es poder acceder a las pertenencias y domicilio de Montes antes incluso que la propia Jessica; no se fiaba en absoluto de Jéssica y no dudaba de que si caía en sus manos aquel libro excepcional lo pudiera malbaratar.

Dudé unos instantes ya que una cosa era tener dos clientes entre los que pudiera haber un conflicto de intereses y otra, muy distinta y grave, la de traicionar a mi cliente inicial. Finalmente acepté el talón y la encomienda convencido de que Jessica hubiera actuado igual en idéntico trance, además yo ya había decidido renunciar a la defensa de Jessica y sólo me quedaba hacer efectiva esa renuncia. Los tres mil euros mejoraban mi margen de operaciones.

Antes de despedirme convinimos en vernos a las cinco de la tarde en una cafetería cercana a la comisaría de los Mossos de Escuadra, yo habría recogido ya los objetos personales de Montes y podríamos ir juntos al domicilio del fallecido. Disponía de unas horas para cobrar el cheque, localizar a Jess, resolver nuestra relación profesional y empezar a asistir legalmente a mi nuevo cliente.

De regreso al exterior contacté de nuevo con las asistentes de Rovirosa, mi nueva relación profesional me hizo concebir la esperanza de que regresaría en más ocasiones a aquellas oficinas y quién sabe si no terminaría siendo el abogado de aquella editorial, no tenía que hacer otra cosa que encontrar el libro dichoso y entregárselo a Rovirosa.

Ya en la calle llamé nuevamente al móvil de Jess, la voz metálica de una operadora me dijo que el número marcado no coincidía con ningún teléfono de la compañía; repetí la operación varias veces, comprobé que los números marcados eran los correctos; el mensaje era siempre el mismo, aquel abonado se había dado de baja. Jéssica había aprovechado aquel rato para cancelar el número de teléfono.

Fui a cobrar el talón a una oficina bancaria cercana y, con el dinero en el bolsillo, paré un taxi para que me llevara al apartamento de Jessica; lo de tener cierto desahogo monetario me estaba convirtiendo en un usuario habitual del taxi, sabía que si seguía abusando del gasto tarde o temprano me iba a arrepentir pero en mi nuevo estatus de abogado de un editor sentía ciertas premuras.

El portero del edificio en el que vivía Jess – aquél sí que era un portero tradicional, vestido con una bata azul oscura y pantalón gris raído -, me comunicó que la señorita de Montes había dejado el apartamento aquella misma mañana, que se había marchado con varias maletas y que le había entregado las llaves en un sobre, asegurándole que no volvería por allí. EL portero le ayudó a dejar las maletas sobre la acera, avisó un taxi y vio como Jessica abandonaba ese barrio hacia un destino desconocido, aunque el portero no descartaba que hubiera salido de viaje, sólo así se entendía todo aquel despliegue de maletas y de prisas.

El errático comportamiento de Jessica aplacó mi mala conciencia, cada vez veía menos reproches en mi actuar de aquella mañana. Consideraba evidente que Jessica había dado por tácitamente resuelta nuestra relación profesional, sólo así se justificaba que no me hubiera comunicado su partida, que hubiera cancelado la línea de móvil y que no me hubiera dado ninguna instrucción. ¿Qué podría hacer yo ahora si aparecía el dichoso testamento ológrafo redactado por Montes en el postcoitum?¿Seguía teniendo interés Jessica en aquel documento una vez se había enterado de que el patrimonio de Montes estaba infectado de deudas?

Entre idas, venidas y otras cuitas había llegado la hora de comer. Mi madre me llamó para ver si me acercaba a su casa para almorzar con ella y acompañarla a hacer unos recados, escabullí el bulto como pude, no me apetecía gran cosa que me interrogara a cerca del asunto Montes, ni que me pidiera detalles de mis trabajos para la hija de su amiga. Mi madre protestó, se quejó de que llevara varios días sin llamarla y sin ir a verla, mi recriminó que no hubiera sido nada cariñoso con ella y con su amiga el día del funeral. Le aseguré que tenía muchos trabajos y muchas complicaciones, que el asunto Montes era extremadamente complejo y que la familia había depositado en mi toda su confianza para gestionar multitud de cuestiones legales, era mi oportunidad de convertirme en un abogado de referencia en la ciudad. Tan serio me puse que mi madre no tuvo otro remedio que pedirme sinceras disculpas y ofrecerse para ayudarme en todo lo que fuera preciso.

Hubiera podido ir a comer a cualquier restaurante de la ciudad, seguía disponiendo de dinero, tanto el que me había entregado Rovirosa como el que me pagó Jéssica, pensaba que con una huida tan precipitada su última preocupación sería que saldáramos cuentas. Aquella nueva perspectiva del dinero no me impidió decidir ir a comer a la Santina y evitar coger un nuevo taxi. La ventaja de la Santina es que fuera la hora que fuera me prepararían un plato caliente, estaba cerca de casa y si el mediodía se daba bien incluso podría descabezar una siesta antes de ir a la comisaría a encontrarme de nuevo con Caballero, a quien no debía anunciar la fuga de mi antigua cliente, y con Rovirosa, a quien tampoco convenía tener demasiado informado, bastante agobiado se le veía como para incrementar sus tensiones con especulaciones acerca de la desaparición de la novia de su amigo.

Rovirosa, al igual que Jessica, tampoco parecía especialmente preocupado porque alguien averiguara la identidad del asesino de Montes,  o ambos tenían mucha confianza en la policía, o ambos tenían algo que ocultar, o simplemente Montes había sido un sujeto tan mezquino y deleznable que les daba completamente igual identificar al autor material de aquella muerte tan atroz.

Caminé durante media hora para intentar ordenar algunas ideas, intentado identificar los sitios en los que Montes habría podido guardar el manuscrito de su nuevo libro, si es que existía tal ejemplar; intenté recordar la distribución de las estancias de la casa, el despacho de Montes y las decenas de carpetas, recortes y libretas que habían quedado desparramados por el suelo; no fui capaz de identificar si en la casa había algún ordenador en el que pudiera estar encriptado el original; confiaba en el inspector Caballero, seguro que el habría sistematizado las piezas de convicción y me entregaría en mano un pen drive lleno de documentos originales de Montes dispuestos a ver la luz y la gloria, eso evitaría que tuviera que allanar de nuevo la morada del fallecido y de tener que cargar con Rovirosa toda aquella tarde.

En la Santina los habituales estaban tomando ya los cafés y empezando a repartir las cartas para la partida de sobremesa. Covadonga me miró con cierto desprecio a la vez que me anunciaba que había albóndigas con sepia, un plato habitual de la casa aunque fuera de la cocina tradicional catalana; le molestaba tener que dejar de fregar el suelo de la sala de comidas y tener que pedir que se encendieran de nuevo los fogones, a esa hora le gustaba acomodarse en la barra y servir los carajillos y las copas de coñac mientras veía el serial de la sobremesa.

El guiso estaba estupendo y, para congraciarme con la patrona, así se lo dije, pidiéndole, si era posible, repetir. Sabía que si alagaba su mano en la cocina a lo mejor conseguía que esbozara una sonrisa y que perdonara mi impuntualidad. Aquel segundo plato de albóndigas me supo incluso mejor, tanto que le pedí la receta. “Ahora que te juntas con gente postinera te interesa la cocina”, me dijo con malicia; le pregunté que como sabía que yo tenía ahora como clientes a gente de posibles, guardó silencio pero me lanzó a la mesa el diario en el que aparecía una foto del funeral de Montes en la que aparecía yo tras Jessica, enfundado en mi traje oscuro.

Se sentó en la mesa conmigo, algo inusual, pensé que empezaría a preguntarme a cerca de mi clienta y de mis nuevas relaciones. Nada más alejado a su intención. Me miró con picardía y me dijo: “Toma nota”. Paró en seco. “Aunque a ver si aprendes a cocinar y pierdo un cliente”. La cogí de las manos y le aseguré que los tipos como yo nunca dejamos tirada a una dama, que la Santina era mi segunda casa.

“Toma nota, zalamero”, me dijo. Empezó a enumerar los ingredientes necesarios para hacer una sipia amb mondonguilles de verdad:

 Para la masa de las albóndigas:

Medio quilo de carne picada – ella usaba una mezcla con 3 partes de carne de lomo de cerdo y dos de babilla de ternera, con un trozo de jamón serrano también picado para darle un toque de sabor.

1 huevo

1 diente de ajo picado

3 cucharadas de pan rallado

2 cucharadas de leche

1 pellizco de sal y de pimienta.

Aunque era precisa en las medidas me aseguró que ella había terminado por poner los ingredientes casi a ojo.

Para para la picada se necesitaba

Una onza de chocolate negro

1 diente de ajo pequeño

10 avellanas o almendras

1 cucharadita de perejil picado (fresco o seco)

½ cucharadita de canela molida.

Unas hebras de azafrán.

Además la receta necesitaba que se tuvieran presentes  2 Sepias medianas, aceite de oliva, harina para rebozar las albóndigas y 100 gramos de guisantes – ella utilizaba unos congelados que compraba en la Sirena y que eran mejores que los frescos - una cebolla mediana, dos tomates pequeños y maduros, ½ vaso de vino blanco y un poco de caldo, era indistinto que fuera de pescado o de carne ya que como era un plato de los de mar y montaña casaba bien cualquier tipo de caldo.

Había que preparar por un lado las albóndigas y por otro el guiso de sepia. Ella decía que era mejor empezar a cocinar las sepias cortándolas a tiras y ponerlas en una sartén amplia con un chorrito de aceite. Hay que dejar que se evapore un poco el agua, echarle sal y pimienta y dejar que las tiras de sepia cojan algo de color. Se reserva la sartén con la sepia y el jugo que destilen.

En un recipiente amplio mezclamos todos los ingredientes para la masa de las albóndigas. Se van formando las bolas, a poder ser pequeñas, se rebozan con la harina y se doran ligeramente en una sartén o cacerola con un chorro generoso de aceite a fuego medio para que se doren. Se reservan también Reservar.

En el aceite en el que se han dorado las albóndigas se rehogan durante unos minutos los guisantes, no hay necesidad de descongelarlos previamente.

Se pela y se corta fina la cebolla y añadirla a una cazuela limpia, con un poco de aceite. A continuación se añaden los tomates rallados y se fríen junto con la cebolla durante unos 6-7 minutos a fuego medio. Seguidamente añadía el vino blanco dejándolo rehogar unos minutos antes de añadir el caldo y dejar todo hirviendo mientras preparaba la picada.

Para la picada ponía en el mortero majamos todos los ingredientes de la picada, añadiendo un poco de líquido de la cazuela para que trabe bien. Hecha la picada se añade a la cazuela que está hirviendo amorosamente – palabra de Covadonga -. Tiene que hervir todo unos 10 minutos antes de añadir por fin las albóndigas, la sepia y los guisantes. 10 minutos más para que se integren los sabores y ya puede ir el plato a la mesa.

1 comentario:

  1. Ayer comimos aquí albóndigas y nada que ver con las tuyas, voy a tener que decir a la cocinera que lea tu blog. Bueno, la novelilla se va poniendo intrigante, pero menuda panda de personajes, me entretuvo mucho pero ya era muy tarde y el sueño me podía. El cuadro muy alegre y bonito. Jubi

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