Fin de semana en Hamburgo. Para un paladar
latino el destino es complicado. Iba por asuntos de trabajo, me convocaba una
asociación hispano-alemana de juristas a dar una charla. Me convocaban un
sábado a las 9’30 de la mañana. Está claro que a los alemanes y los
hispano-alemanes no les gusta perder el tiempo. Sobre todo el tiempo de
trabajo.
Nuestro vuelo salía a mediodía del viernes.
Después de trabajar. Quedó organizada la logística de los niños desde el día
anterior.
Tiendo a ser la persona más feliz del
mundo. No recabé mucha información sobre para qué me requerían en Hamburgo.
Sólo que a las nueve y cuatro de la mañana del sábado debía estar en el
Instituto Cervantes de Hamburgo para hablar de insolvencias. Con esas
referencias reservamos avión y hotel. A la conquista de Hamburgo.
Llegamos a la ciudad pasadas las cuatro de
la tarde. Mala hora para comer en Europa. Llegamos caninos y caímos en una
steak house. Algunos parroquianos empezaban a cenar. Nosotros nos contentamos
con un filete y ensalada además de las consiguientes cervezas.
A primera hora de la noche - de su noche –
nos convocaban a una cena informal en una cervecería junto al puerto. Goulash
de ciervo estofado con frutos rojos. Unas gambitas diminutas sobre una tostada
de pan. Cerdo hervido con puré de patatas y zanahorias. Algo de verde aderezado
con crema agria. Pretzel y cerveza. Espesa. Densa. Sabrosa.
Costó hacer la digestión esa noche aunque
en el bar del hotel preparaban una mulas moscovitas. Un coctel que me llevaba a
la adolescencia. Vodka. Lima. Ginger Ale y hielo mucho hielo. Servido en una
taza metálica.
A las siete y media de la mañana estábamos
en marcha. Desayuno a la europea. Surtido de quesos. Fiambres. Bollería
variada. Panes de distintos tipos. Una barra con huevos. Salchichas. Patatas.
Tomates asados. Los platos calientes los dejábamos para el domingo.
Paseo entre nieblas del hotel al Instituto
Cervantes. Ni un alma en la calle. Llegamos puntuales. Saludos varios y tras el
protocolo de rigor preciso las razones de mi presencia y el plan de mañana. Un
profesor alemán y yo hablaríamos durante toda la mañana de las experiencias
germanas e hispanas en materia de insolvencia. Horario alemán. Empezamos
puntuales. Cada hora y media un pequeño descanso con un refrigerio. El primero
dulce. El segundo salado.
Yo debía exponer en castellano. El profesor
en alemán. El elemento diferencia de una asociación hispano-alemana es que sus
miembros dominan a la perfección ambos idiomas. Yo – que no soy hispano-alemán
– no pesco absolutamente nada del teutón. No había traducción simultánea. Las
intervenciones del profesor alemán me resultaban inaccesibles. El profesor –
muy profesoral – exponía de pie. Seguía un power point que desgranaba cada una
de las fases y trámites de la insolvencia alemana. Yo en primera fila. Puesto
deferente. A pocos centímetros del profesor alemán. Serio mi semblante. Como si
fuera alemán de toda la vida. De vez en cuando algún alma caritativa me
traducía una frase - o un concepto - desorientado en un mar de consonantes.
A la hora de dar una clase mi preocupación
fundamental es encontrar el tono. Establecer un relato que trascienda a los
contenidos y que me permita conectar con quienes me escuchan. Normalmente quien
escucha no está especialmente interesado en recibir un aluvión de información.
Se conforma con entender la lógica de aquello que se le explica. Mi colega
alemán era implacable. No había otro relato que el de cada una de sus
proyecciones. Paso a paso. Como un panzer. Ni qué decir tiene que no fui
consciente del alcance de mis obligaciones docentes hasta que no llegué al
Instituto Cervantes. Pensaba que mi intervención se reducía a una charla de una
hora. No una maratón que salvé como pude.
En el tramo final a uno de sus
organizadores le brotó el alma hispana y amortizó la que debía ser mi última intervención.
Pasadas las tres de la tarde salimos a la calle. Yo agotado y hambriento. De
nuevo canino ya que en los intermedios me había tocado atender algunas
preguntas concretas. También saludos y confidencias.
La ciudad majestuosa. Elegante. Rica. Eso
sí escondida entre nieblas. Llegamos al museo de la ciudad. En obras. Había una
selección de las obras principales de la pinacoteca clásica – cerrada -.
También una exposición de Beckmann. Contemporáneo de Matisse y de Picasso. Una
exposición de naturalezas muertas. Todo un descubrimiento. Tardé más de una
hora en conseguir que mis neuronas pudieran desintoxicarse de torrente de
consonantes que implica el alemán.
Apenas tuvimos una hora para descansar
antes de la cena. De nuevo informal. Un carpaccio de salmón con lima. También
con cilantro. De segundo una ternera guisada con salsa. En nuestra mesa alguien
pensó que faltaba salsa a nuestro plato y reclamó una salsera rebosante de
salsa de vino. Nada sin salsa. Nada sin patatas. Nada sin cerveza.
De regreso al hotel una nueva mula
moscovita con todas sus consecuencias. Antes de las doce en la cama. Agotados.
A la mañana siguiente desayuno contundente –
esta vez sí cayó una tortilla y bacón -. Después un largo paseo por el puerto.
En obras. Una de las películas de mi adolescencia – el amigo americano – se
desarrollaba en su parte más dramática en el puerto de Hamburgo. Puede que
aquella película la viera una cincuentena de veces. No pude reconocer ningún rincón
del puerto remozado de Hamburgo.
La niebla se había convertido en llovizna
que flotaba suspendida en el aire.
Ni una sola tienda abierta el domingo.
Intenso influjo luterano.
A última hora de la mañana marchamos hacia
el aeropuerto.
A lo largo de la mañana y en el aeropuerto
nos cruzamos con parte de los asistentes al encuentro. Sorprende conocer
realidades ajenas. Se crean ciertos lazos de complicidad.
Llegamos a casa saturados de patatas.
También de cervezas.
En este contexto hamburgués no quedaba más
remedio que preparar una receta de patatas. Eso sí pasada por el tamiz
mediterráneo.
Podrían anunciarse como unas patatas con
verduras frescas. En realidad son unas patatas con chorizo.
Para cuatro personas se necesita medio kilo
largo de patatas nuevas. Pequeñas. Un puñado de guisantes – lo siento Mónica -.
Dos o tres cogollos de lechuga. Medio chorizo. 100 gramos de jamón serrano
curado – cortado en daditos -. Media cebolla. Dos dientes de ajo. Perejil
picado. Media cucharada de harina. Vino blanco. Aceite. Sal. Pimienta.
En una cacerola se pone un dedo de aceite
de oliva. Cuando esté caliente se echa el chorizo y el jamón cortados en
cuadraditos. Ojo el fuego no ha de estar muy fuerte. Cuando se haya dorado la
carne se añade la cebolla picada. Se le da una vueltecilla con una cuchara para
que la cebolla se impregne bien de la grasa. Después van los ajos picados y el
perejil picado. Sal. Pimienta. Se deja rehogar unos minutos antes de echar las
patatas peladas y enteras – no convienen que sean muy grandes -. Cuando las
patatas se hayan integrado en el guiso se pone la media cucharada de harina. Una
vez deshecha la harina se pone un vasito de vino blanco. Después van los
cogollos de lechuga. Pueden partirse en cuartos longitudinales. Se cubre todo
con agua y cuando empiece a hervir se añaden los guisantes. Hay que mover de vez
en cuando para que se trabe bien la salsa. Antes de llevarlo a la mesa se
espolvorea un poco de perejil pesado.
En tres semanas regreso a Alemania. Con los
niños. A Munich. Está claro que me toca invierto germano.
Ayer vi tu entrada con esas apetitosas patatas con verduras y ese viajecito relámpago a Hamburgo, también me ha gustado mucho el cuadro, pero no tuve tiempo de nada, estoy muy visitada y hoy glorioso 20N no me va a faltar distracción y me van a faltar horas. Jubi
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