miércoles, 17 de septiembre de 2014

CAP. CCCXLIII.- Un verano en Mallorca (decimocuarta jornada).


Un verano en Mallorca (decimocuarta jornada).- En cuanto a la voz, la he perdido dando gritos y cantando antífonas. No probaré más mi juventud: La verdad es que sólo soy vieja en juicio y entendimiento; y el que quiera hacer cabriolas conmigo por mil marcos, que me preste el dinero y allá él.

Auguraba unas últimas horas tediosas y calmas pero lo cierto es que la penúltima jornada fue un verdadero cataclismo. Despuntaba el amanecer, todavía no se escuchaban los primeros trinos y yo remoloneaba entre las sábanas sudorosa, más dormida que despierta. De repente dieron dos golpes secos en la puerta de la habitación y sin solución de continuidad, sin que yo acertara a dar respuesta, entraron, se precipitaron, en mi dormitorio el señor de Swann y el duque de Guermantes.

Hubiera quedado tranquila si sus intenciones fueron lujuriosas pero, por desgracia, esas no eran, ni mucho menos, sus intenciones.

«Cati. Haga el favor de levantarse de inmediato. Han desaparecido de nuestras habitaciones objetos de valor y tenemos fundadas razones para pensar que ha sido usted». El de Swann se dirigía a mi seco, cortante, apenas podía respirar entre palabra y palabra; acompañó su requerimiento de un leve tirón de la sábana lo que me dejó casi desnuda, a la suerte de mis señores.

Ya digo que sus intenciones no eran ni mucho menos lascivas. Me incorporé como pude y me quedé junto a la cama, iluminada por las primeras luces del día que se colaban por la ventana abierta. No era plato de agrado ver a la gorda Cati sudorosa, apenas cubierta con unas bragas viejas y una camiseta sin mangas.

El duque de Guermantes estaba ya revolviendo en el armario, lanzando al suelo mis pertenencias.

«Luz, luz, apenas distingo nada». Sus requerimientos fueron rápidamente atendidos, subí la persiana y desaparecieron las penumbras.

Ellos no mostraban mejor guisa que la mía, llegaron en ropa interior, sudorosos también.

El de Swann había sacado mis maletas de debajo de la cama y hurgaba en los recovecos de los equipajes vacíos. Jadeaban como jabalíes en celo no por mis carnes.

Podría haberles parado los pies recordándoles mis derechos, recordando que incluso el más miserable de los criminales tenía derecho a que fuera respetada su intimidad, a no ser atropellado por particulares. De nada hubieran servido argumentos legales para aquellos perros de presa, los de su casta no reconocen ningún derecho a quienes consideran inferiores, se consideran poseídos de la razón, de la verdad y, fundamentalmente, de la fuerza.

Mentiría si dijera que me insultaron, por lo menos no de palabra; cuestión distinta es que desmadejaran toda mi ropa interior y la esparcieran por el suelo, vaciaran cajones, destriparan mi neceser de baño, incluso voltearon el colchón y sacudieron las sábanas en busca de los objetos desaparecidos.

La señora de Swann y la duquesa de Guermantes estaban ya en el quicio de la puerta de la habitación, en camisón, con pinta de no haber dormido en toda la noche. Respiraban profundamente aunque guardaban silencio a la espera de que apareciera un elemento de cargo.

«Cati, por dios, sabemos que nos has robado joyas. Todavía estás a tiempo de devolverlas y evitar que venga la policía». El duque se desesperaba y se aferraba a la tela de mi camiseta dejando mis pechos, caídos ya e incontrolados, a la vista de la concurrencia.

Tomé aire. «Creo que se equivocan, señores, nada hallarán pues nada he cogido que no fuera mío. Pero sigan buscando hasta que se convenzan del error». Di unos pasos hacia adelante hasta que mis brazos y mi cuerpo, saturado ya de tanto sudar, se adhirió al pecho del duque; el de Guermantes dio un respingo al notar el contacto y se echó para atrás dejando mis pechos mucho más expuestos y a la vista de todos; no pudo evitar lanzarles una breve mirada no sé si de sorpresa o de estupefacción.

Las señoras se incorporaron a la razzia y hociquearon en las ropas y cachivaches ya revisados por sus maridos.

Fueron descomponiendo el gesto rígido y la autoridad al comprobar que en realidad nada había, entre otras razones porque lo poco o mucho que había podido rapiñar estaba ya fuera de Villa Amaranta y las tres o cuatro cosillas que quedaban las había puesto a buen recaudo. Cati Tafal era perro viejo, curtida en mil batallas y ningún señoritingo podía sorprenderme a estas alturas de mi vida. Todo aquellos que deseaba tener, todo aquello que podía ansiar de mis señores estaba en realidad en sus propias estancias, eso sí colocado en sitios distintos de los que inicialmente estaban, en recovecos de sus propias habitaciones que había ido descubriendo durante las largas horas en soledad.

Una de las máximas de las rapaces es evitar riesgos, no dejarse llevar excesivamente por la codicia, no ansiar las piezas más caras, ni las más vistosas, sino aquellas que al final fueran prescindibles; bastaba con que hubieran revisado el fondo de sus armarios, los huecos de algunas cajoneras de sus dormitorios para que hubieran podido reencontrarse con aquello que en vano buscaban en mi pabellón.

Bebidas y otras fruslerías que no me había dado tiempo a llevar a Raven Corner estaban en las penumbras de la alacena, en la cocina, territorio natural de cuando pudiera comerse o beber.

Por lo tanto podían seguir con su atropello, forzarme hasta llegar a los límites que entendieran suficientes, incluso llamar a la policía. No era la primera vez que sufría los empellones de la soberbia, había aprendido a dejarme pisotear y a que se limpiaran el culo con mi intimidad y con mi honorabilidad. Ellos, los de su calaña, pensaban que intimidad y honorabilidad es patrimonio sólo de los de su clase.

Pasaron algunos minutos hasta que se cercioraron de que nada aparecería. Pararon de golpe, se miraron entre ellos y se retiraron en una turba, como predadores. Fueron directamente a la habitación de los filipinos, que llevaban ya algún rato despiertos aunque ateridos por el terror.

«Cati, haga usted el favor de preparar café». El de Swann no tuvo ningún reparo en seguir mandándome como si nada hubiera pasado.

Entraron en tromba en la habitación de los filipinos, yo me dirigí a la cocina puesto que más necesitaba yo el café que aquellos cafres rebosantes de ira y de adrenalina.

Seguramente la providencia suele aliarse con los pícaros o, por lo menos, en mi caso siempre me ha acompañado la suerte, suerte que a veces exige el sacrificio de treceros.  Pim y Pom, mis filipinos ruidosos y fornicadores resultaron ser mucho más codiciosos que yo y bajo el colchón, en una bolsa de tela, aparecieron algunos pendientes de diamantes, un brazalete de oro, un reloj de los señores, bolsos de firma y cerca de seis mil euros en efectivo. Aquel botín aplacó a los señores que entendieron justificada su indignación y satisfecha su ansia de  venganza.

La ropa y las maletas de Pim y Pom quedaron de inmediato desperdigadas sobre la gravilla de la entrada, los señores zarandearon hasta el exterior a quienes habían sido sus fieles servidores durante unos años.

Entre lloros y jadeos, los filipinos eran escandalosos incluso para el duelo, hubieron de recomponerse a la intemperie, ya con el sol luciente. Metieron como pudieron sus pertenencias en el equipaje y caminaron hacia la cancela de salida de Villa Amaranta. Ella lloraba desconsoladamente, él maldecía seguramente en tagalo y, en su ida, echaba la vista atrás rabioso.

«Malnacidos, pensad que todavía estamos a tiempo de llamar a la policía y que durmáis en la cárcel». A voces se despidió el de Swann. Las señoras revisaban los objetos recuperados y se quejaban de lo ingrato que era el servicio, recordando lo mucho que creían haber hecho por ellos, aunque llevaran años tratándoles como si fueran animales de compañía.

Los de Swann y los de Guermantes eran pura carroña, no mostraban escrúpulo alguno, sin embargo exigían que los demás, los que trabajábamos para ellos les tratáramos con una dignidad que ni mucho menos merecían. Eran pura mierda y lo triste es que morirían sin llegar a saber el grado de podredumbre de sus hábitos y de sus actos. No es que yo fuera mucho mejor, ni mucho menos, pero por lo menos cada noche al levantarme era consciente de todas y cada una de mis miserias y de mis debilidades, tal vez por eso había podido sobrevivirles a ellos y a otros de su género y especie que diluían su catadura moral en un mar de dinero y de frivolidades.

Andaba yo enfrascada en estas reflexiones esperando a que subiera el café, cuando la duquesa de Guermantes, desde el quicio de la cocina, su posición habitual, me comentó.

«Entenderá Cati que no teníamos más remedio que actuar así. No podemos tolerar que nos roben. Espero que nos comprenda»; se dio media vuelta y cuando iniciaba el camino a la terraza continuó con su monólogo «Por cierto, le agradeceríamos que estas últimas horas nos ayudara a preparar el equipaje; este incidente con los filipinos nos deja desasistidos, cuando se levanten los niños habrá que empezar a hacer maletas». Tomó aire y, manteniéndose de espaldas apostilló. «El desayuno, como siempre, en la terraza de la piscina».

La duquesa de Guermantes tenía sin duda grandes defectos pero, a su modo, se comportaba como una gran diva, tenía cuajo y tablas suficientes para afrontar cualquier situación, por extrema que fuera.

Se reunió en la terraza con su marido y con los de Swann, yo llevaba ya el primer termo con café y el servicio correspondiente; me había puesto mi bata de trabajo y estaba recomponiéndome del sobresalto.

Mientras atravesaba el salón escuché que la duquesa comentaba: «Ya he hablado con Cati y creo que ha entendido la situación. No será necesario que os disculpéis los demás, esta gente debe estar acostumbrada a situaciones como la de hoy».

Dejé la bandeja sobre la mesa y les anuncié que las tostadas y el resto del desayuno estaría listo en unos minutos.« Les agradezco», dije, «la confianza que finalmente ha depositado en mí». Todavía no me habían pagado lo convenido y a falta de unas horas para perderles de vista no era cuestión de dejarme llevar por una dignidad que nada me aportaba, además me daba cierta fatiga tener que marchar de la casa andando, arrastrando mis maletas, hasta el pueblo más cercano.

Preparé las habituales tostadas, las frutas peladas, los fiambres, algo de bollería y zumo. Además había pensado premiarles con una novedad, había pensado infusionar alguna de las frutas que quedaban en el refrigerador y presentarlas a medio camino entre una golosina y un plato saludable de fruta camuflada.

La tarde anterior había puesto a remojar dos hojas de gelatina. Tienen que estar unos minutos en un plato hondo con agua fría. Mientras tanto llené una cazuela con medio litro de agua mineral con 50 gramos de azúcar. Cuando rompió a hervir retiré la cazuela del fuego e incorporé las hojas de gelatina remojadas; removí hasta que la gelatina quedó bien disuelta.

Había pelado y cortado en dados una piña, 100 gramos para hacer la primera prueba, la introduje en el líquido templado, también le puse 40 gramos de hinojo picado. Tapé la cazuela con papel film y la dejé infusionando en la nevera durante cuatro horas.

En el momento de servir la fruta la pasé a boles más pequeños y las acompañé de una bola de helado de eucaliptus.

Pensé que ese primer experimento el objetivo fue combinar distintas frutas con distintas especias y distintos sabores de helados, jugar también con la cantidad de azúcar en función de la necesidad de dulce y del propio dulzor de la fruta elegida. Empecé con la piña, la manzana no fue complicada ya que le añadí un poco de canela y helado de limón, los frutos rojos tiñeron la infusión de ese color, los mezclé con hierbabuena y un helado de nata, el melón fue todo un reto aunque al final encajó bien con una pizca de jengibre y un helado de marc de champagne, la sandía combinó estupendamente con unas hojas de menta y un helado de lima… las combinaciones eran casi infinitas.

Cuando las presenté a la mesa, casi al final del desayuno, fueron recibidas con alborozo por los señores y por los niños, que ya se habían levantado.

Mientras retiraba los servicios pude escuchar de nuevo a la de Guermantes «veis como no es rencorosa».

Puestos a premiar a los señores decidí que aquel día como primer plato disfrutarían de un gazpacho, un plato fresco y vitaminado que les permitiría recuperarse de los sobresaltos del madrugón.

No utilicé ningún ingrediente especial, seguí los pasos de la receta más tradicional; como hacía mucho calor preparé casi tres litros de gazpacho que dejé reposando en una gran cazuela en la nevera, para poderlo servir lo más frio posible.  Dado que gastronómicamente el día iba de infusiones dejé, durante las horas que el gazpacho reposó en el refrigerador, que infusionara con mi ropa interior sudada. Mis braguitas y mi camiseta de dormir, empapadas de sudor, impregnadas de mis humores más íntimos, aquellos que habían empezado a segregarse descontroladamente durante el episodio del asalto, quedaron sumergidas entre tomates, pepinos, cebollas, pimientos, ajos y vinagres.

Poco antes de servir el gazpacho escurrí bien en la cazuela las braguitas y la camiseta para que el plato no perdiera nada. Mis ropas quedaron teñidas de un rojo intenso incluso después de haberlas estrujado hasta que liberaran la última gota de líquido. Tiré las prendas a la basura, escarbando antes para que nadie pudiera verlas.

El gazpacho fue a la mesa en un bol, sobre una cama de hielo picado para que no cogiera temperatura. La duquesa, especialmente halagüeña aquel día, aseguró que era el gazpacho más sabroso que había tomado en su vida, me rogó que le diera la receta, yo la apunté con detalle pero creí prudente no advertirle que sin las bragas cochambrosas y sin la camiseta ponzoñosa era difícil conseguir esa armonía de sabores, eso sí, le aseguré que el secreto era añadirle al gazpacho una manzana Golden Smith pelada.

Los niños quedaron todo el día en la piscina, los señores se echaron una larga siesta, yo también pude descansar. A eso de las siete de la tarde la de Swann me pidió que la ayudara a preparar el equipaje.

Por la noche los señores decidieron ir a cenar, de despedida, a un restaurante de moda no lejano de villa Amaranta, tenían la reserva desde hace día y no había razones de peso para suspender el evento. Me pidieron que cuidara de los niños, sobre todo de los pequeños. El duque de Guermantes confidencialmente me aseguró que esas tareas especiales de las últimas horas serían retribuidas aparte, todo un detalle.

Recordé que Chardín se había dejado llevar por una moda muy de principios del siglo XIX de representar a monos realizando tareas propias de los humanos, bonita metáfora para terminar el día.

1 comentario:

  1. ¡¡¡Qué agradable despertar de mi cotidiana siesta¡¡¡ esta Cati es genial, no es que vea bien sus hurtos, pero "el aderezo" del gazpacho me ha parecido genial para un ajuste de cuentas, aquí lo llevamos tomando con cierta frecuencia y si todavía me queda alguno por tomar espero que la cocinera no tome represalias (si es que las tiene con alguna) pero me hará pensar en su contenido. Feliz día. Jubi

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