domingo, 31 de agosto de 2014

CAP. CCCXXXIX.- Un verano en Mallorca. Décima Jornada.


Un verano en  Mallorca (10ª Jornada).- - Ya sabréis por mi tamaño que tengo cierta dificultad para hundirme; Si el fondo fuera tan profundo como el infierno, me hubiera ido a pique. Me habría ahogado si no fuera porque la orilla era rocosa y baja, una muerte que aborrezco; porque el agua hincha a un hombre; ¿y qué cosa hubiera sido yo hinchado? Hubiera sido una momia montaña.

La organización en la villa no era muy complicada, si se aprovechaban las mañanas desde el amanecer era posible disponer de algunas horas de asueto por la tarde. La cocina requiere cierta disciplina y planificación, tener cuatro o cinco ideas claras, tener trazado un itinerario. Contaba además con la ventaja de que los mediodías normalmente solían pasarlos los señores y su tropa en el mar, allí bastaban unas ensaladas, algo de fiambre, pollos fritos o asados y piezas de carne fileteada. Las florituras, si era menester, tocaban para la noche.

A medida que avanzaba el día la luz de la zona iba ganando intensidad y los atardeceres, sobre todo cuando no estaban los señores, eran gloriosos. Villa Amaranta había sido construida sobre un promontorio, en la boca de garganta de rocas no muy profunda que terminaba una playa de arena blanca de apenas medio quilómetro de cuerda, abrochada con un pinar. La villa estaba asentada un cabo llamado de ponent, en verano el sol caía directamente sobre el mar, llenándolo de reflejos y esplendores. Desde la terraza de la villa se ponían distinguir las casas del otro lado del cabo, casas menos ostentosas, escondidas entre pinos.

El sol iba cayendo sobre la copa verde de los pinos, iba jugando con las olas, dejando en penumbra la playa. En el tramo final el sol quedaba finalmente sobre el mar, proyectando los últimos rayos sobre Villa Amaranta, que quedaba empapada de sol durante unos minutos que parecían eternos. Ver anochecer en villa Amaranta era una maravillosa rutina que se cumplía puntualmente desde hacía miles de años.

Las veces que pude ver caer el sol – pocas por desgracia ya que los señores tenían la infecta costumbre de desembarcar minutos antes del ocaso – recordaba la invocación de Turner al morir, reclamando la presencia del sol.

No me resultó complicado convencer al señor de Swann de lo maravilloso que podría ser ver anochecer desde el barco, maravilloso para ellos y, en gran medida, para mí puesto que me convertía en la señora del lugar en el instante culminante del día, dueña de toda la luz. Una buena copa de oporto, unas almendras fritas y jamón fueron mi única compañía. En otro tiempo y circunstancia me hubiera quedado desnuda pero ni mis carnes toleraban ya ciertos exhibicionismos, ni iba a premiar a los filipinos con mis formas hipopotamescas sin descubrir; aunque no era sencillo ver a los filipinos durante las horas en las que se ausentaban los señores, lo cierto es que su presencia se intuía permanentemente, me sentía acechada por sus miradas cuando me animaba a invadir el territorio vedado de la terraza y la piscina colgada sobre el acantilado. Seguramente los de Swann habían sobornado a los filipinos para que les informara de mis incursiones.

Descartada la desnudez plena, decidí hurgar entre las pertenencias de la duquesa, de la que había inventariado algunos pareos preciosos y escandalosamente caros; probablemente los filipinos velarían con más por la integridad de los armarios de sus señores que por mis paseos por la terraza. La de Guermantes guardaba camiseros playeros, blusas y pareos estampados, casi un centenar de piezas; eses excesos me habilitaban para poder confiscar un pareo que reproducía motivos y colores de Matisse, combinaba perfectamente con los colores del atardecer.

En las cajoneras de la habitación de la de Guermantes había también algunos aperos destinados a sustituir o, cuando menos, a complementar los deberes conyugales del duque, me daba cierto morbo requisar también alguno de aquellos juguetitos e incorporarlos a mis rutinas, me permitiría sentirme aunque fuera por un instante una Guermantes más, envuelta en tules y aprisionando entre mis muslos uno de los dildos plateados de la duquesa.

Si todo iba bien, si  terminaban de encajar las últimas piezas del rompecabezas de mi vida, en pocos años podría dedicarme a la vida contemplativa y recalar en un sitio en el que pudiera disfrutar del sol, de ver pasar las nubes y poco más. Por el camino todavía me tocaba dar de comer y de cenar a algún que otro cretino y hacerlo con la mejor de las sonrisas. Bien mirado los señores de Swann y los duques de Guermantes no eran de lo peor que me había echado a la espalda, pagaban bien, no eran cuidadosos con la intendencia y sus idas, venidas, dimes y diretes eran entretenidos. Había llegado a ese punto en el que terminaba por cogerle cariño; todo tenía remedio, en cinco días terminarían sus vacaciones, me abonarían lo pactado y, con suerte, no volvería a verlos nunca más.

Para poder habilitar una tarde casi completa a ver cómo iba discurriendo el sol, necesitaba planear una cena que no obligara a muchas atenciones, por suerte la cocina de Villa Amaranta era un sueño, como todo el palazzo; amplia, con todo tipo de artefactos y de maquinaria, la casa estaba dispuesta para dar de comer y de dormir a varias familias, disponía de una vajilla para 24 comensales, dos cristalerías completas y dos cuberterías para idéntico número de servicios; para diario se podía elegir entre seis juegos completos que iban del estilo más clásico al más desenfadado.

Día tras día fui haciendo de la cocina mi pequeña fortaleza, tardó un poco en impregnarse de mis olores y yo en poderme hacer con sus alturas y los recovecos de sus armarios.

Ya en el tramo final del verano me atreví a poner en marcha el horno de cocción a baja temperatura; la máquina para cerrar al vacío ya la había utilizado para conservar fiambre, pescado y carne, así aguantaban mejor los productos frescos y les permitía llevarlos sellados al barco.

Empecé por un plato sencillo, vistoso, pensaba que sobre todo al señor y al duque les gustaría, también a los niños, por lo menos a los de mayor edad.

Compré en la carnicería del mercado del Olivar, la misma en la que por casualidad habían caído presas las perdices, unas paletillas de cordero lechal, cordero de la tierra. Cada paletilla la marcaron en tres trozos.

Puse en un bol grande nueve partes de agua mineral por una parte de sal – calculé más o menos dos litros de agua y 200 gramos de sal gorda -, una vez disuelto sumergí las piezas de carne durante una hora para que salaran bien. La salmuera inicial evitaba que tuviera que salando las piezas antes de sellarlas al vacío y los riesgos de que durante la cocción la sal terminara por dominar al resto de condimentos.

Pasada la hora escurrí las piezas de cordero, busqué las bolsas más grandes para cerrar al vacío y en cada una de ellas coloqué dos trozos de cordero con una mezcla de pimientas negra, blanca y roja, media cucharada de cardamomo en polvo, tomillo y dos dientes de ajo peladas cada una.

Cada bolsa de asado a baja temperatura debía estar en el horno 12 horas a 80º; un proceso que exigía cierta paciencia. Empecé el proceso pronto por la mañana y el temporizador del horno hizo todo lo demás. A las ocho y media de la tarde estarían en su punto.

Una vez cocido hay que dejar que se enfríe dentro de la bolsa, sin abrir. Puse las bolsas selladas bajo el chorro del grifo para acelerar el proceso.

Corté seis patatas en láminas muy finas, las puse a confitar durante 40 minutos en aceite al mínimo, con tres cebolletas cortadas en juliana, 6 ajos también laminados.

Quedaba montar el plato. Recuperé las bolsas cerradas con las paletillas ya asadas, sumergí las bolsas en agua caliente – por debajo de 80º -, vi como la grasa se volvía a deshacer.

Escurrí bien las bolsas antes de abrirlas; las abrí sobre una fuente de cristal para que no se perdiera nada de líquido de la cocción. Deshuesé con los dedos las paletillas, las hebras de carne se desprendían del hueso casi con mirarlas. Quedaban sobre una salsa pegajosa y brillante.

La tropa llegó ruidosa, como siempre, embrujadas por el sol cayendo sobre el mar, habían hecho centenares de fotografías, se sentían los dueños del mundo. Les tenía encendidas las luces de la piscina, se bañaron de noche. La casa era una fiesta. Yo apuraba ya mi tercera copa de oporto.

Busqué unos moldes metálicos redondos para montar el plato. Coloqué en el fondo del molde las patatas confitadas con las cebollas y el ajo, hice una segunda capa con unos tomates pelados y cortados en rodajas aromatizados con un poco de tomillo; la tercera capa la formé con las lascas de carne, una ración generosa en cada plato; de primero una crema fría de melón con una virutas de jamón de jabugo, de acompañamiento unas ensaladas de escarola, apio y ajo picado.

Coloqué cada molde bajo la luz roja de la barra de la cocina, así evitaba que se enfriaran.

Una ramita de romero sobre cada plato culminaba el preparado.

Al inicio de la comida el de Swann anunció que había conseguido los permisos para pernoctar con el barco una noche en Cabrera, probablemente el mérito de la gestión le correspondía al capitán malayo que manejaba el yate pero el malayo no estaba autorizado a subir a Villa Amaranta, por lo que nadie podía contradecir al señor. Dormir en Cabrera significaba que la troupe embarcaría a media mañana sumida en su alborozo permanente y no regresaría cuando menos hasta 24 horas después ya que fondear en la bahía de la isla, frente al único bar, les permitiría dormir bajo las estrellas, los señores en los camarotes de la embarcación, los niños mayores sobre una colchoneta al raso. También significaba que a mí me tocaría una jornada completa libre, eso sí, antes debería ocuparme de que el barco quedara suficientemente aprovisionado.

Me retiré al pabellón de servicio antes de que se sirviera el postre, todavía estaba deslumbrada por el sol y aturdida por el oporto.


lunes, 25 de agosto de 2014

CAP.CCCXXXVIII.- Un verano en Mallorca. Novena jornada.


Un verano en Mallorca (9ª Jornada).- -    Me sacarán los sesos y les pondrán mantequilla, y se los darán a un perro como regalo de Año Nuevo.

Lo de ser ministro es una situación transitoria, incluso siendo un cretino se puede llegar a ser ministro, no hace falta ser especialmente inteligente o docto en ninguna materia, sólo es cuestión de tener un poco de suerte y estar en el lugar adecuado en el momento preciso; aún y así puedo asegurar que he conocido, e incluso he servido a ministros educados, simpáticos y solventes. Durante unos meses trabajé en Madrid para un embajador, supervisaba los menús y los protocolos de los almuerzos y cenas de gala, el protocolo de mesa, elegía las cuberterías y cristalerías adecuadas, establecía el orden en el que debían servirse los platos y presentarse los vinos, todo fue antes de que se pusiera de moda la palabra maridaje, puede que mi incapacidad para encontrar marido me expulsara de los fogones de la alta diplomacia. Serví también esporádicamente en la casa de un ministro, era un tipo exigente, puntilloso, que nunca quedaba satisfecho de los menús; entraba personalmente a la cocina minutos antes de que llegaran los invitados para supervisar todos y cada uno de los platos, lo hacía con rectitud, era difícil sisarle, pero pese a sus prevenciones terminé haciéndome con una cubertería de plata completa para 24 comensales, regalo de un político francés, falsifiqué la letra picuda de la señora de la casa agradeciendo el presente e incrementé con ello mi ajuar; ni qué decir tiene que no me echaron de la casa del ministro por mis rapiñas, fui yo la que marché cansada de acostarme muchos días de madrugada y sobria.

Mi historial de guerra determinaba que la anunciada llegada de un ministro a cenar no me generara ninguna tensión, más bien al contrario; en un momento de confidencia le aseguré al señor de Swann que el ministro quedaría encantado, todos los ministros quedan encantados cuando se les sirve los primeros, cuando se les deja elegir el vino y cuando se les permite hacer un brindis de agradecimiento. Todo es delicioso cuando se viene de gañote.

La presencia del ministro, a quien podríamos llamar Monsieur Norpois para evitar así denuncias y complicaciones, vino acompañada de una amiga, Odette de Crécy; la circunstancia obligaba a tirar la casa por la ventana; tal era la emoción que nadie reparó en que Monsieur Norpois era un hombre casado y que la chica que le acompañaba, bastante más joven que el ministro, nada tenía que ver con el sacramento del matrimonio que tan fervientemente defendía el ministro en los estados del Congreso de los Diputados. El azote de pecadores relajaba sus costumbres con los calores y no dudó en acudir a la cena con la que podría calificarse de su barragana. Supongo que entre cordiales amigos y camaradas se podían relajar las costumbres, sobre todo en privado. Tal era la confianza demostrada en los barones de Charlus que había rogado poder pasar la noche en Villa Amaranta para poder disfrutar así de los placeres, de la mesa, de la sobremesa, de la cama y de la sobrecama.

Tirar la casa por la ventana era comprar langostas, rojas langostas mallorquinas pagadas a un precio tan obsceno como los ademanes de Monsieur Norpois, que desde el inicio planteó la posibilidad no sólo de quedarse a dormir en la villa, sino en la posibilidad de elegir habitación, más que nada por razones de seguridad, advirtió una parte de su séquito que se adelantó unas horas a la visita. Dormirían en Villa Amaranta evidentemente acompañado y no de la duquesa de Guermantes, que era quien solía estar disponible para los lances amatorios de la madrugada. La habitación elegida fue la de los Duques de Guermantes, por suerte el palazzo tenía dormitorios de sobra; los filipinos se ocupaban de la intendencia, cambiaron las sábanas y prepararon juegos completos de aseo. Para la ocasión se contrató servicio extra que se ocuparía de servir la cena, los filipinos tenían encomendado el cuidado de los niños.

Compramos 8 langostas, cada una de ellas pesaba poco más de un kilo. Tan exorbitado fue el precio que me fue imposible realizar sisa alguna, dios gracias que me acompañaron los señores a la pescadería y trataron directamente con el pescatero, cuestión distinta es que sottovoce no pudiera yo reclamar mi comisión días después.

De regreso a la villa cargados de viandas, de caldos y licores selectos, invité al de Swann y al de Guermantes a presenciar la ceremonia de sacrificio de las langostas. En vivo coloqué por su orden sobre una tabla las langostas, extendida la primera; yo iba  haciendo fuerza para que no se enroscara o me pegara un coletazo. El señor de Swann se brindó a hacerme de pinche pero le aseguré que se requería de especial destreza para partir de un solo golpe a aquel animal. También les advertir de la importancia de acuchillar en vivo a los crustáceos y no hervirlos previamente, el fragor de la batalla tensaba sus carnes y les obligaba a segregar infinitos jugos que llenarían de matices la cazuela.

Mientras sujetaba cada pieza con un paño limpio ayudándome de un cuchillo grande y afilado partí en dos la langosta, longitidinalmente; no hay que dudar, se les pincha con decisión en el hueco entre el caparazón del cuerpo y la cabeza, luego se aprieta hacia abajo para dar un corte firme, después a la cabeza, sin dejar de presionar con el trapo. Los líquidos del sacrificio hay que preservarlos. Antes de afrontar la muerte de la segunda de las langostas los señores habían abandonado la cocina y me habían dejado a mis anchas, por lo que reduje las solemnidades del ritual y me presté a sacrificarlas con más rapidez, sin recrearme en las suertes.

En una paella grande puse un chorro generoso de aceite de oliva, ocho dientes de ajo partidos por la mitad. Cuando empezó a humear el aceite coloqué las mitades de las langostas con la carne hacia abajo primero. A los 5 minutos les di la vuelta y las coloqué sobre los caparazones, que fueron tomando un tono rojizo, muy brillante. Los humores de los sacrificios los había recogido en un cuenco que reservaba en la nevera, tapado con papel film.

Las langostas quedaron frita en poco menos de diez minutos, tuve hace hacer varias tandas, las reservé en una bandeja, bajé el fuego y en ese mismo aceite sofreí dos zanahorias y dos cebollas picadas, aproveché para añadir una hoja de laurel. Un poco de sal y un poco de pimienta.

Mientras  se rehogaba la verdura precalenté el horno a 180º.

Ya tenía pochadas las zanahorias y la cebolla, volví a poner las langostas en la paella, piqué dos chalotas y los dientes de ajo que había sofrito. Con el fuego muy suave mojé bien las langostas primero con los líquidos que habían destilado del sacrificio, después con coñac – no utilicé el Preciado, era un sacrilegio, pero sí un buen coñac francés, un Napoleón, estaba sin estrenar -. Flambeé el coñac con una cerilla y salió una llama azul pálida que tardó un minuto en extinguirse.

Una vez se apagó la llama añadí un quilo de tomates de pera maduros pelados, sin pepitas y cortados en dados, medio litro de caldo de pescado que tenía de un guiso anterior, un vaso de vermut blanco seco bastante perejil picado, también estragón y 100 gramos de mantequilla.

Pasé la paella al horno y dejé que cociera durante 20minutos. Antes de servirlo retiré y puse sobre una bandeja las langostas, pasé por el chino la salsa y la acompañé en una elegante salsera estilo inglés, la idea era que cada comensal se sirviera una langosta en dos mitades y la regara con la salsa. Freí unos triángulos de pan de molde para adornar cada plato. Ya estaba guisada la langosta a la manera americana.

Como no quería que las langostas quedaran deslucidas fui parca en el aperitivo, apenas un poco de jamón, unas almendras y unas cestitas de hojaldre con una pizca de sobrasada con miel y un huevo de codorniz – se dejan en el horno vivo 3 minutos, hasta que cuajen las yemas, y se sirven en calientes -. De postre preparé un gran flan de café que serví rodeado de crema de chantilly un almendras garrapiñadas y picadas, unos sorbetes de hierbabuena y una gran bandeja de fruta cortada.

La ventada de un ministro tan fatuo como Monsieur es que en cuestión de bebidas era fácil de engañarle, bastaba con poner albariños a discreción con los aperitivos, un ribera del Duero que no fuera muy pesado con la langosta y en el tramo final champagne francés ya que el ministro, como todo el gabinete en el que estaba integrado, se mostraban un tanto refractarios a cualquier producto de origen catalán.

Aguardé discretamente en la cocina hasta que fui llamada a saludar, presenté mis respetos a los señores y a los invitados; a requerimiento del ministro facilité mis credenciales, entre las que destaqué haber servido durante una temporada a un cardenal, sabía que aquella referencia sería del agrado del ministro, aunque por discreción no le revelé el nombre del primado.

Regresé a la cocina para apurar los restos de la botella de tinto, un Malleolus del 2006 que habían pagado casi más caro que las propias langostas. Como la señora de Crezý no sabía manejar los cubiertos para quebrar y vaciar las pinzas de la langosta me di un verdadero festín de marisco con las sobras de la cena, lo hice ante la mirada atónita de los policías que custodiaban al ministro, a los que había preparado un suculento plato de espaguetis con carne picada, la misma cena que los niños.

Antes de pasar a la terraza a tomar los licores y unos petit fours que había preparado para el café, Monsieur Nerpois se levantó para agradecer la invitación, estaba ya un poco achispado y con ocasión del brindis de cortesía empezó a desgranar las virtudes que permitirían que España fuera una gran nación: prudencia, templanza, probidad, recato, piedad, constricción, solidaridad, lealtad, fidelidad, rigor… Todas esas virtudes por descontado las tenían los señores de la casa, incluso el propio ministro, a quien se le escapó un pequeño eructo cuando afrontó la virtud de la castidad.

A la señora de Crezý, que había permanecido casi en silencio durante toda la cena, le correspondía justificar su presencia ya en la alcoba. Se acostaron todos pronto porque el ministro tenía que madrugar, debía despachar con el presidente del gobierno y con la nueva majestad a la mañana siguiente lo que le obligaba a levantarse pronto quien sabe si para confesar y poder poner de nuevo a cero su contador de pecados veniales y mortales.


Antes de despedirse aseguró que se verían todos de nuevo en Madrid, que repetirían el encuentro y que intentarían que la vieja y gorda Cati Tafal se ocupara de nuevo de la cocina en la residencia del ministro.

Ajena a las virtudes de la nueva España que defendió el ministro incluso a costa de sacrificios entre sus propias filas, releí las virtudes atribuidas a Chardín por un filósofo francés actual que había escrito: “En los años precedentes yo había frecuentado a menudo el Louvre: Chardin no podía habérseme escapado del todo. Sin embargo, que yo viviera esa exposición como un descubrimiento demuestra suficientemente que no me había sorprendido ni atrapado de forma especial. Demasiado sencillo quizá (¿o de una complejidad demasiado velada, demasiado sutil y discreta?). Demasiado modesto (¿o de una ambición demasiado dominada?). Demasiado apacible. Demasiado educado. Demasiado familiar. Casi diríamos que demasiado bueno. Demasiado amable quizá para gustar del todo. Demasiado perfecto para ser admirado del todo”.

Puede que a mí me pasara como a Chardín, era demasiado perfecta para ser admirada del todo.








Me costó conciliar el sueño, el augurio de la nueva España me había llegado a aterrorizar, tuve pesadillas pensando en la pobre y silente Odette de Crezy desnuda y a cuatro patas sufriendo los empellones de Monsieur Norpois mientras recibía la comunión del cardenal primado de España.

jueves, 21 de agosto de 2014

CAP.CCCXXXVII.- Un verano en Mallorca. 8ª Jornada.


Un verano en Mallorca (8ª jornada).- Hay una cosa Cati, de la que has oído hablar muchas veces, y que se conoce en nuestras tierras con el nombre de brea. Esta brea (como informan los autores antiguos) mancha, y lo mismo pasa con la compañía con la que andas.

«Lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible», la frase la utilizaba mucho mi madre, atribuyéndole el dicho a un torero cordobés de finales del siglo XIX. Pensé en mi madre y en aquella frase cuando el señor de Swann la noche antes me había pedido, con mucha educación, que les preparara un arroz de perdiz; al día siguiente tenían invitados muy aficionados a la caza y querían sorprenderles con un arroz de perdiz.

«Me temo, señor, que en agosto hay veda para la caza de la perdiz en la isla», le advertí. «Espero que eso no sea un obstáculo para que nos prepares un buen arroz de perdiz, me han dicho que eres especialista en recetas de caza», me contestó.

«Cuando hay caza», apostillé.

El señor de Swann se retiró en silencio, dejando la pelota en mi tejado.

A la mañana siguiente, muy temprano, fui a Palma, al mercado del Olivar, recordaba que mi madre iba a un puesto de carnicería especializado en imposibles.

Marchamos de Mallorca cuando yo había cumplido 7 años, los señores de la casa en la que servía en Palma marchaban a vivir a Barcelona y mi madre marchó con ellos, y con ella yo, que pronto fui ingresada en un internado en Mataró, lo regentaban unas estrambóticas monjas afrancesadas que llevaban un tocado con la forma de las alas de una gaviota; cuando caminaban el tocado empezaba a mover las alas y parecía que las monjitas fueran a emprender el vuelo en cualquier momento. Eran mujeres amables, no muy severas, nos mantenían en una arcadia que poco tenía que ver con la realidad, grisácea que nos rodeaba. Su objetivo principal era que aprendiéramos a hablar correctamente francés y que fuéramos capaces de leer los cuentos de Perrault.

En la situación de mi madre, sometida a un horario mucho más rígido que el mío, era complicado que nos viéramos, a lo sumo los domingos, por lo que pasé mis horas muertas paseando por el jardín el internado, leyendo los libros que me prestaba la madre superiora. Cuando los amos de mi madre viajaban a Palma ella viajaba con ellos y, si coincidía con mis vacaciones, viajaba yo también a Mallorca intentando pasar desapercibida para que los señores no se molestaran. Emboscada en la cocina fui aprendiendo algunos secretos e intentando ser útil. Mallorca era el paraíso en la medida en la que era el único momento en el que, de seguido, podía estar con mi madre, acompañarla a la compra, pasear por las callejas del barrio antiguo, visitar a las tías de Sineu, incluso en ocasiones especiales ir a comer un arroz a la playa, aunque mi madre, de la que heredé cierta propensión a la gordura, se encontraba muy incómoda en la playa.

Rogué que los puestos del mercado se mantuvieran como habían estado cuarenta años antes, que se mantuviera abierto el puesto de carnicería que solía despachar a mí madre, que los oficios fueran hereditarios y que, de la misma manera en la que yo había heredado las tareas de la cocina, el carnicero hubiera transmitido a sus hijos el puesto y las habilidades inherentes al mismo. Mis ruegos fueron atendidos.

Pedí por perdices, el carnicero me miró escandalizado, «no sabe señora que está prohibido cazar perdices en agosto»;«Soc la filla de la Cati Alomar», le dije en mallorquín. «Haber empezado por ahí. Vendértelas no te las podemos vender, pero nada impide que si un par o tres de perdices cayeran por casualidad en un cesto de la compra, no te las pudieras llevar. Las perdices son aves caprichosas, como bien sabes».

Y así fue, dejé en el suelo, en una esquina cerca de la puertecilla de salida del puesto, mi cesto de la compra; el carnicero desapareció unos segundos y como por arte de magia en el cesto aparecieron tres perdices hermosas, sin limpiar, eso sí. Pedí 400 gramos de panceta cortada en lonchas y dejé sobre el mostrador tres billetes de 20 euros, precio excesivo para la panceta pero acorde con el resto de la mercancía.

En esta vida casi todo es sobornable, casi todo menos los ciclos de algunas plantas, por eso no pude conseguir alcachofas frescas, aunque había unas conservadas en aceite y envasadas al vacío que podrían servirme para terminar de rematar el plato.

Compré en la pescadería una sepia mediana, fea y negra como un pecado, ajos y verduras frescas.

De regreso a Villa Amaranta y una vez los señores marcharon a la playa me dispuse desplumar, eviscerar  y deshuesar las aves, una tarea desagradable, sobre todo en verano. Toda sisa era poca cuando los amos son unos desconsiderados, por lo que pasé por la despensa y elegí tres botellas de borgoña que pasaron a descansar debajo de mi cama.

Encendí el horno, lo programé a 200º, puse en una bandeja los huesos y las carcasas de las perdices, con un chorreón generoso de aceite. Cuando el horno estaba caliente bajé la temperatura un poco – a 180º - y las dejé tostándose.

Pasé por el chorro de agua dos tomates, una cebolla partida en dos, un puerro partido también en dos, un trozo de apio, 5 ajos. Terminé de picar bien la verdura y puse aceite de oliva en una cacerola grande, sofreí todo unos minutos, hasta que los trozos de cebolla y de puerro quedaron casi transparentes. Retiré la cacerola del fuego. Dejé que reposara 3 minutos y después le añadí 5 litros de agua mineral. Llevé de nuevo la cazuela al fuego, fuego vivo, y esperé a que rompiera a hervir para bajarlo un poco.

Cuando los huesos y la carcasa de la perdiz quedaron tostadas las saqué del horno y las pasé al caldo donde cocían las verduras; en la bandeja del horno en la que había dorado los huesos puse tres cazos del caldo de cocción para aprovechar los restos que quedaron, rasqué el fondo bien con una cuchara de madera y el líquido lo pasé de nuevo a la cacerola que seguía hirviendo. Abrí una botella del mejor burdeos tinto que quedaba todavía en la bodega y la vacié casi por entero en el caldo; reservé una copa para mí, para apurarla mientras seguía la cocción. No hay que descuidar el caldo, conviene quitarle la espuma que se va formando en la superficie, esos espumarajos pardos acumulan elementos que amargan y enturbian.

Fui generosa con la sal y dejé que el caldo redujera más de la mitad, hasta que quedó un caldo oscuro denso y pegajoso.

Escurrí bien el contenido de la cazuela y conseguí tener dos litros justos de fondo oscuro, estupendo para la base de mi arroz con perdices.

Los señores regresaron pronto de su excursión matinal, venían acompañados por sus invitados, no muy distintos de ellos, un matrimonio con dos hijos. La mujer rubia a morir, pelo largo, mechado, con un biquini de color dorado que exageraba todos sus defectos y duplicaba su edad. Él marido respondía a un estereotipo similar al del Swann con la variante de que junto con la sonrisa perenne y la ristra de pulseras de colores en el brazo izquierdo – regalos de los niños -, iba con el cuello de un polo color naranja levantado a la italiana, un toque gracioso para un quinceañero pero patético para un cincuentón panzón.

Los duques de Guermantes eran fáciles de calificar, ella era un pendón desorejado que se cepillaba cualquier cosa con pantalones, no sé si por despecho o si por llamar la atención; lo que era evidente es que no disfrutaba de los placeres de la promiscuidad, alegres como fiesta entre semana, sino que utilizaba esa promiscuidad como un modo de pasar el tiempo, parecido a quien se entretiene haciendo crucigramas. El duque era un sujeto fatuo, frívolo y pagado de sí mismo, que dejaba pasar el tiempo como si nada le preocupase.

Los señores de Swann eran más complicados de catalogar, era evidente que jugaban a ser la pareja perfecta, la sonrisa impoluta, la frase amable, el arrumaco cariñoso entre ellos y con los niños; rezumaban tanta felicidad que resultaban pringosos.

Y con ese pringue ase asomó el señor de Swann con el sujeto de polo naranja para olisquear en la cocina. «Es una cocinera increíble», me presentó. «Se hace lo que se puede», contesté. «Le encargué un arroz de perdiz pensando que era una tarea imposible y aquí lo tenemos ya casi en la cazuela». «No me sea zalamero, señor», intenté sacudirme sus halagos; «tomen una copa de este borgoña, ha salido excelente, he utilizado media botella para darle un poco más de profundidad al caldo». «Lo que te iba diciendo, una maga de los fogones… Cati, por favor, pártenos un poco de queso y ponnos unas almendras para que no se nos suba el borgoña; lo tomaremos en la terraza».

Partí el queso, puse en un plato las almendras fritas, las cubrí con unas lonchas de jamón de pato y le pegué una voz a Pom para que llevara que llevara la bandeja a la terraza. Mis servicios no alcanzaban la ronda por la terraza. Rellené mi copa de nuevo y seguí con mis tareas.

Piqué en dados la carne de la perdiz y la panceta, dados pequeños, los salpimenté y los pasé por una sartén grande con un poco de aceite de oliva. Fuego fuerte, se trataba de que se rehogaran, no de que se cociera la carne.

Cuando la carne había cogido color le añadí dos cebollas picadas, un pimiento verde y otro rojo también picado, tres dientes de ajo. Se baja el fuego al mínimo posible y se deja cociendo suavemente una hora y media. Se ralla un tomate maduro sobre la sartén y se deja cocer todavía media hora más.

Los tiempos de cocción del plato eran largos, lo suficiente como para que el señor de Swann y su invitado pudieran hacer alguna visita más a la cocina, el señor se las daba de gran gourmet ante su amigo y tuve que soportar paponadas de todo tipo alrededor de las bondades de mi caldo y los requisitos de un buen arroz de caza. Les anuncié que la cena se serviría un poco antes de la hora habitual, que el arroz era un plato pesado que requería una digestión larga. Fui preparando una crema de pepinos como primer plato y un poco de sepia al ajillo. Si les parecía bien acompañaríamos la cena primero con un albariño previamente refrescado y después con el mismo borgoña con el que había estado guisando y del que ya habíamos dado cuenta con varias copas, tanto ellos como yo. En la medida en la que veía cómo se me iba soltando la lengua, efectos del alcohol, fui recluyéndome en la cocina y al final cerré la puerta para evitar interferencias en el tramo final. Dios gracias los de Guermantes permanecían tranquilos en la terraza bebiendo daiquiris y comendo almendras mientras aprovechaban los últimos rayos de sol de la tarde.

Abrí el paquete de alcachofas conservadas en aceite, venían ya cortadas, aproveché el aceite para saltearlas en otra sartén con el arroz – tipo calasparras -, añadí el sofrito de verduras con carne y lo mezclé bien.

Quedaba por añadir el caldo de perdiz, lo mantenía cociendo en un cazo aparte. Había previstos 8 comensales por lo que puse 10 tazas de café de arroz y 22 del caldo de perdiz -  se trataba de que quedara un punto meloso -. Los primeros diez minutos el fuego estaba vivo, los cinco siguientes más suaves. Fui removiendo ligeramente con un cucharón de madera.

Mientras se cocía el arroz limpié la sepia y la corté en tiras muy finas, como si fueran tagiattelles. Aderecé las tiras de sepia con sal, aceite de oliva y una cucharada de salsa de soja.

Cuando el arroz estuvo en su punto lo pasé a una gran bandeja de porcelana, con las tiras de sepia por encima y un poco de perejil picado.

Los deseos del señor de Swann se habían cumplido. Cenaron bien caer el sol, apuraron dos botellas de borgoña y algún que otro whisky con sabor a turba.

Yo me retiré rápido a mí habitación, dispuesta a seguir revisando el catálogo de Chardín, arrepintiéndome de no haberle dedicado más tiempo a las salas de Chardín cuando me paseaba de adolescente por el Louvre.

Apuraba tranquilamente los posos de la última copa de coñac cuando la duquesa de Guermantes tocó de modo repetido la puerta de mi habitación mientras me anunciaba, nerviosa, que mañana por la noche vendría a cenar un ministro.

«El ministro, el ministro» hipaba «los Charlús nos han confirmado que mañana viene a cenar el ministro», seguía hipando «Cati, Cati, mañana tenemos que dar de cenar al ministro».

lunes, 18 de agosto de 2014

CAP.CCCXXXVI.- Un verano en Mallorca (7ª Jornada).


Un verano en Mallorca (7ª jornada).- Morir es ser falsificador, porque es la falsificación de un hombre el que no tiene vida de un hombre: pero falsificar la muerte, cuando un hombre vive por eso, no es ser una falsificación, sino ciertamente la verdadera y perfecta imagen de la vida.

Fue una pena que la baronesa de Charlús hubiera preferido no convertirse en un cadáver, un cadáver hubiera transformado por completo el verano, habría terminado con las imposturas. Un asesinato habría llenado de policías Villa Amaranta, todos y cada uno de los señores hubieran tenido que construir su verdad y dudar de la verdad de los otros. La sospecha se habría instalado en el palazzo y quién sabe uno o incluso varios de los amos habrían pasado por los calabozos, un contrapunto a su confortable estancia en Villa Amaranta.

Si un asesinato daba una tonalidad distinta al verano, un accidente probablemente le habría dado mayor profundidad, quizás habría perdido el toque misterioso de la investigación, pero un accidente habría sin duda minado mucho más la casi inexistente moralidad de mis señores; el accidente no habría evitado la reconstrucción policial, el jaleo mediático de una muerte inexplicable en mitad del plácido veraneo mallorquín, además hubiera culpabilizado a todos ellos, puede que incluso a mí, de los últimos y fatales momentos de la baronesa.

La muerte accidental de la baronesa nos habría obligado a todos a reconstruir las últimas horas, las últimas acciones y omisiones. Quizás la duquesa se arrepintiera de haber seducido al barón; el barón se habría preguntado de la razón que le había llevado a abrir las últimas botellas de champagne, haber obligado al resto de comensales a apurar las últimas copas. Los señores de Swann tal vez se hubieran sentido culpables de haber abandonado precipitadamente la sobremesa, no haberse percatado de las consecuencias finales de una alegre cena de amigos aparentemente cordiales. El duque sin duda hubiera sentido haber invitado a la baronesa a bajar al embarcadero, proponerla un baño desnudos, nadar hasta la playa y dormitar en el suelo hasta el amanecer. El duque se hubiera convertido en la última persona que vio viva a la baronesa antes de que desapareciera en el mar.

La angustia de las horas de espera habría tenido mayor sentido de haber aparecido el cadáver de la baronesa, la espera no habría sido en vano.

Sin cadáver el episodio de la quinta jornada no hubiera quedado en un momento frívolo, casi cómico, de ver subir a media mañana a la baronesa completamente desnuda, amodorrada y molesta porque hubiera retirado sus ropas de la caseta del embarcadero.

Un cadáver seguramente habría derribado la colina inexpugnable en la que llevaban años instalados los duques de Guermantes y los señores de Swann, probablemente su imagen desencajada en los diarios estivales, ávidos de noticias sobre todo morbosas, les habría convertido en unos parias sociales, les habría alejado incluso de mi mundo, el de los súbditos y discretos servidores. Un cadáver tal vez les hubiera humanizado, de manera trágica eso sí.

Cati, la pobre Cati Alomar, no había sido premiada con un cadáver flotando a la entrada de una playa recóndita a principios de un agosto cálido; no había sido recompensada con un muerto que pesara sobre las conciencias de los señores, que les hubiera obligado a buscar complicidades entre ellos, tal vez conmigo. Un cadáver les hubiera obligado a abandonar el confort de la terraza y buscar el refugio de las habitaciones con las ventanas cerradas, fuera de los objetivos de los fotógrafos furtivos.

Si tanto añoraba un cadáver tal vez estaba al alcance de mi mano conseguir uno; las cocineras tienen a su alcance ingredientes letales que pueden fulminar a los estómagos más resistentes; un cuchillo afilado introducido correctamente entre el omoplato y las costillas superiores puede reventar de un pinchazo certero el corazón más en forma; incluso en las tardes o noches de borrachera un certero empujón puede precipitar a la muerte a un amo o ama descuidado.

Los cadáveres que estaban a mi alcance no tendrían la elegancia de un muerto flotando a la deriva en un mar calmo y azul; el rictus de un envenenamiento, por sofisticado que fuera, queda lejos del fantasmal rostro hinchado de un ahogado marino; y la sangre, la sangre, es tan escandalosamente roja que desconfigura a cualquier muerto.

Aunque pudiera llegar a considerar el asesinato como una de las bellas artes, me faltaba talento para el crimen; debía conformarme con el talento mediocre de ser una matarife de gallinas y de conejos, verdugo de langostas y bogavantes. Por mucho que pudiera especular me faltaba talento para el crimen y tampoco había tenido nunca el arrojo para un homicidio pasional, me había acostumbrado a una vida sin pasión.

Una vida carente de pasión, ni la había tenido ni la había generado, a lo sumo me había conformado con las migajas de algún encuentro casual, de algún amante lerdo y timorato. No había despertado pasiones, tampoco recuerdo haberlas tenido; eso si había conseguido despertar algún interés trabando un buen pil pil o consiguiendo un punto correcto en el almíbar que podía endulzar un bizcocho.

Poco a poco me había recluido en mi cocina, en los secretos de los fogones y sólo allí conseguía un gesto de admiración o de respeto. Cati la cocinera, Cati la gorda, Cati la vieja, Cati Tafal.

Mentiría si dijera que tuve una infancia dura, mi madre me protegió y puso a mi alcance todo aquello de lo que ella carecía; tuve una adolescencia cargada de cumplidos y de oportunidades aunque mi físico y mi personalidad, por entonces apagada y huidiza, me alejaron de los focos pasionales, ni como receptora ni como generadora de pasión. Con suerte el paso de los años habían conseguido sintonizar mi físico con mi vida, escondida bajo un mandil o con una bata ancha de color gris perla o azul pálido me convertía en un cacharro más de la cocina.

Llegados a este punto en mis reflexiones comprendí que me había pasado en mi dosis de coñac de la noche anterior, incluso los licores más nobles pueden terminar por causar estragos en el cuerpo y en el alma de mayor fortaleza.

Amanecí con la boca pastosa, la garganta seca, la espalda dolorida y la cabeza invadida por densas telas de araña. De haber tenido un impulso de pasión me habría levantado presta y habría acuchillado a los señores de Swann y a los duques de Guermantes con tajos certeros, sin darles tiempo a despertar. Pero como me faltaba talento para el asesinato opté por darme una ducha de agua fría, tomarme un café bien cargado y bajar a comprar ensaimadas y croissans a los señores.

Tuve que tomarme otro café en el pueblo, un café eso sí alegrado con un chorrito de ron; cargué la cesta con la bollería más selecta y marché hacia la pescadería, dispuesta a gastar lo que fuera necesario para dar satisfacción a mis señores.

Cuando entré en la pescadería estaban descargando unos mejillones con una pinta estupenda. Las aguas mallorquinas probablemente no sean buen criadero de mejillones, aunque ahora instalan bateas en los sitios más extraños. Lo cierto es que aquellos mejillones tenían un aspecto magnífico, no eran muy grandes, la concha limpia de un intenso y brillante color negro, cerrados herméticamente. Compré tres kilos, menos no merece la pena. Además compré cigalas, dos serviolas grandes y un san pedro que aseguraban que había sido pescado pocas horas antes.

De regreso en Villa Amaranta, cuando todavía no habían despertado ni tan siquiera los filipinos, empecé mis tareas de cocina.

Puse los mejillones en la pila y abrí el chorro de agua para que se limpiaran bien; lo más desagradable es quitarles los filamentos estropajosos que les crecen entre las valvas, si el mejillón tiene el aspecto del sexo de una mujer está claro que esos pelos sólo podrían ser pelos de coño.

Lavados y depilados, dejé los moluscos en un barreño en un lugar fresco de la cocina, un balde con agua y dos puñados generosos de sal gorda; tendrían que reposar un par de horas para eliminar del todo la arena. Conviene esmerarse en el preparado de los mejillones para evitar sorpresas.

Pasado ese tiempo los escurrí de nuevo bajo el chorro de agua. Ya estaban preparados. Los envolví en paños humedecidos y los acomodé en la nevera para que resistieran bien hasta la hora en la que fueran cocinados.

A última hora de la tarde desembarcaron los señores, con sus ruidosos hijos, fueron directamente a la piscina y allí estuvieron un buen rato con bromas, chanzas y jaleos. Me arrepentí de no haberles acuchillado, troceado y almacenado en las cámaras frigoríficas de la casa, eso me hubiera permitido disfrutar de una verano plácido en Mallorca, aunque para que el plan fuera perfecto tendría que haber liquidado también a los filipinos. Mucho muerto para mi frágil iniciativa.

Volví a mis quehaceres y después de sacar algunas frutas y sándwiches para aplacar los apetitos desmedidos del anochecer, busqué la cazuela más grande de la casa – tres kilos de mejillones son aparatosos de manejar -; puse un chorro generoso de aceite de oliva y 75 gramos de mantequilla, el fuego no muy fuerte. Piqué una cebolla, abundante perejil, una hoja de laurel, una pizca de tomillo, una cucharadita de curry, una pizca de hinojo, un diente de ajo picado, sal, pimienta y una cucharada de harina, que sirve para blanquear un poco la carne del mejillón y engordarla, la harina hace que la carne de los mejillones casi doblen su volumen.

Removí la cazuela bien durante 5 minutos con una cuchara de madera, pasados los cinco minutos le añadí un vaso colmado de vermut blanco seco, podría haberle puesto una copa de vino blanco o un chorreón de champagne; subí un poco el fuego para que salieran bien los vapores del alcohol y vertí el cuenco con los mejillones, le di un meneo con las asas a la cazuela para que se colocaran bien, avivé un poco más el fuego y esperé a que se fueran abriendo.

En 8/10 minutos, quizás un poco más, se han abierto la mayoría de los bivalvos, los que no se abran en ese tiempo conviene desecharlos. Los franceses suelen servir los mejillones sólo con la concha en la que queda enganchada la carne, por eso me entretuve en quitarles una de las conchas a cada mejillón mientras los depositaba cuidadosamente en una bandeja. Los belgas acompañan los mejillones con patatas fritas – moules avec frites.

Colé el caldo de la cocción y lo pasé a una cazuela un poco más pequeña, bajé al mínimo el fuego para que fuera reduciendo. En una sartén puse 50 gramos más de mantequilla y cuatro cucharadas de harina, hice una especie de roux cremosa a la que fui incorporando el caldo reducido de haber abierto los mejillones, fui removiendo con unas varillas hasta que quedó una salsa espesa.

En un bol de cristal mezclé dos yemas de huevo con media taza de nata líquida, con ayuda de dos tenedores batí bien la mezcla y luego le fui incorporando la salsa que había preparado, la salsa estaba templada. Recuperé la cazuela grande y pasé allí la salsa ya trabada, puse el fuego al máximo para que rompiera a hervir, no debía parar de remover para evitar que la salsa se pegara al fondo. Corregí de sal y de pimienta, exprimí medio limón sobre la salsa y le di un nuevo meneo antes de pasar de nuevo los mejillones a la cazuela para que se impregnaran bien de la salsa y recuperaran temperatura. Bajé el fuego y dejé que cociera todo tres minutillos más.

Preparé una buena cantidad de arroz pilaf, busqué una bandeja grande y formé con el arroz una gran corona, en el centro irían los mejillones calientes, adornados con abundante perejil picado.

En el bodegón de Chardín titulado La Raya el gato en realidad se aleja espantado de la concha de unos bivalvos.

miércoles, 13 de agosto de 2014

CAP. CCCXXXV.- Un verano en Mallorca (6ª Jornada)


Un verano en Mallorca (6ª Jornada).- No sólo me asombra dónde pierdes el tiempo, sino también en qué compañía.

Al sexto día llegó el jardinero, un chaval razonablemente joven, de pelo castaño, áspero como el brezo; no era muy alto, la nariz aguileña, barba rala y ojos negros. Llegó sobre las ocho de la mañana, yo llevaba ya un rato trasegando por la cocina. Aparcó en el porche y fue directamente a una caseta de aperos que había cerca del pabellón donde nos hacían dormir los señores.

Salí a husmear, a que se diera cuenta de que había vida en casa. Saludó discreto, se llamaba Mateu, tenía marcado acento mallorquín; me aseguró que no haría ruido porque empezaría revisando el perímetro exterior, los cipreses, la avenida de los magnolios y las jacarandas, me dijo que la mayor parte de los árboles no eran habituales en la zona y que requerían especial cuidado, sobre todo en agosto, porque el sol y las brisas cargadas de arena agostaban enseguida sus ramas, necesitaban mucha agua y mucho mimo.

Yo regresé a mis labores, no sin antes golpear fuertemente en la puerta de los filipinos para que supieran que convenía empezar a desperezarse. No eran las nueve cuando el pescadero me trajo un cajón con algunas gambas, salmonetes, un caproig y una serviola recién pescados todos.

Los niños fueron los primeros en aparecer, no habrían dado las nueve y media. Las dos pequeñas se instalaron en el salón, a ver dibujos animados, los mayores se cobijaron en la terraza enganchados a sus máquinas de video juegos. Los niños formaban un magma indeterminado, por lo menos a mí me costaba identificarlos, Pim y Pom los gestionaban estupendamente, se dirigían a ellos a base de breves graznidos con los que iban dirigiendo sus movimientos. A la cocina sólo se asomaban cuando la necesidad de comida o de bebida era perentoria, yo, para evitar sus visitas, solía cuidarme de que no faltaran platos de fiambre, cestas de pan o boles de fruta en la terraza para que pudieran abrevar sin molestar.

La señora de Swann era más dulce en el trato con sus hijos – una niña de cuatro años y un par de mozalbetes que estaban a punto de entrar en la adolescencia -; la duquesa, sin embargo, se entendía con ellos a gritos, recabando permanentemente la intervención del duque para cualquier nimiedad: «parece que la niña tiene pis», «el niño se ha dado un golpe», «creo que hoy no se han lavado los dientes». Los niños, listos a su manera, no se acercaban mucho a la duquesa, tampoco al duque, preferían el arrullo de los filipinos quienes, al fin y al cabo, les solucionaban los problemas.

Los señores de Swann no tardaron en despertar y reclamaron la presencia de los niños para el desayuno; el señor apagó la televisión y requisó las maquinitas de juegos de sus hijos; la pequeña Guermantes, ajena a aquel ejercicio de autoridad, enchufó de nuevo la televisión para terminar de ver la serie que ponían. Los pequeños Swann fueron de inmediato a la terraza, ya estaban servidas las jarras de zumos, la leche templada y el café humeante. En uno de mis paseos advertí a los señores de la llegada del jardinero.

Los duques de Guermantes se levantaron poco después, parecían contentos, llegaron a la terraza comentando la cena de la noche anterior, por lo visto habían coincidido con un famoso actor norteamericano que acababa de reconciliarse con su esposa.

De nuevo tenían un día soleado que tenía pinta de ser tremendamente caluroso. El de Swann anunció que el barco les recogería a eso de las once para ir hacia la zona de Es Trenç.

Mateu asomó la cabeza por la cocina y me pidió, si era posible, una taza de café; se la serví sin problemas y le anuncié que los señores estaban desayunando en la terraza delantera. Asomó la cabeza para saludar, la señora de Swann le dijo que podía servirse un zumo y tomar algún bocado; él tomó un croisant, llenó un vaso con zumo de naranja y se vino hacia la cocina, no sin agradecer la deferencia.

El chico estaba ya sudoroso, se bebió casi entera una botella de agua y no paró de sudar. Mientras desayunaba me comentó que había nacido en Campos y que llevaba varios años ayudando a su padre en un negocio de jardinería y mantenimiento de mansiones, en la zona había medio centenar de casas que revisar, palacetes, masías, caprichos de arquitectos, cubos minimalistas, palazzos al modo toscano como villa Amaranta; se ganaba bien la vida pero julio y agosto eran especialmente duros, no sólo por el calor, sino también porque era la época en la que solían estar habitados por lo que le tocaba dar cuenta de los trabajos realizados durante el año, de los percances y necesidades de cada finca.

Me contó que había conocido a la Amaranta de la villa, una mujer bellísima, una modelo colombiana de la que se había enamorado un político centroamericano mucho mayor que ella. El político por lo visto había sido designado embajador en España y desde Madrid viajó semana tras semana a Mallorca para supervisar la construcción del palacio, para revisar los planos del jardín, eligió la estatuas, el tipo de columna que debía adornar las piscinas traseras; los azulejos los trajeron directamente de Granada, el suelo de la terraza delantera de Florencia, los muebles los eligió un decorador que sólo se fiaba del gusto de Paris. Amaranta se dejaba acompañar por su enamorado, apenas abría la boca mientras paseaba por la casa en obras.

Cuando terminaron las obras se organizó una gran fiesta en honor de Amaranta, los fastos se celebraron a mediados de julio y el señor hizo venir a gentes de medio mundo. Mateu recordaba que durante un tiempo tuvo que dormir en la caseta de aperos para cuidarse de los últimos detalles, de los adornos florales del jardín, de las luces que debían iluminar toda la finca. De todas las casas de la zona aquella era a la que le había dedicado más horas, donde había dejado gran parte de su paciencia.

Tras la fiesta los señores apenas regresaron a la casa en cinco o seis ocasiones, Amaranta seguía siendo una mujer silenciosa, incomodada por la vida social de su marido, un hombre grueso y ruidoso que necesitaba que el bullicio llenara todos los rincones del predio. Amaranta, sin embargo, buscaba los rincones más tranquilos, intentaba pasar desapercibida y apenas tenía fuerzas para esbozar una sonrisa cuando su marido exigía su presencia. Las horas que Amaranta pasó en aquella casa las pasó en la terraza, cerca del muro que daba al acantilado. Mateu siempre pensó que algún día ella se dejaría caer y que desaparecería en el mar.

Al poco tiempo apareció en prensa que el diplomático regresaba a su país para asumir un ministerio, pasaron un par de años antes de que regresara él con una nueva Amaranta que se sintió incómoda y a disgusto en el palazzo; Mateu recordaba que la nueva pareja anunció su visita un jueves de mayo por la mañana, les avisaron con el tiempo justo para adecentar el jardín y hacer que la casa estuviera habitable. La nueva Amaranta paseó displicente por las dependencias de la casa, caminó unos minutos entre jacarandas, magnolios y camelias que, casualmente, acababan de florecer; se asomó a la terraza para contemplar el pequeño acantilado que daba al mar, el fondo azul turquesa del agua, el intenso verde de los pinos en mayo. Tras un mohín de desaprobación, le pidió a su marido que reservara habitación en un hotel de Palma, porque ella no estaba dispuesta a pasar una sola noche en aquella casona. Mateu, que había acompañado a los señores en el recorrido por la finca por si era necesario informar de algún detalle o abordar algún cambio que hiciera el lugar del agrado de la nueva ama, tuvo que quedarse a cerrar las habitaciones, cubrir los muebles con sábanas viejas, apagar luces y cerrar las llaves de suministros. A los pocos días recibieron un fax en el que autorizaban el alquiler del palazzo, no había referencia a los plazos y términos en los que debían producirse el alquiler, sólo un número de cuenta para ingresar las rentas.

Mateu, Mateuet, encogió los hombros tras contarme la historia de villa Amaranta, me pidió un segundo café y me advirtió que le tocaba revisar los filtros y los peaches de las piscinas, que durante unas horas nadie se podría bañar.

La duquesa asomó la cabeza por la cocina y, sin rebasar el dintel, me pidió más café; se quedó unos instantes mirando a Mateu, primero fijamente a los ojos, después cuello, hombros y torso moreno; tensó un instante los músculos del cuello y regresó a la terraza. Los filipinos habían preparado ya las bolsas de playa y yo había dejado también listos los recipientes con la comida para la excursión del día.

La duquesa, de improviso, anunció que no se encontraba bien, que se quedaría en la casa a pasar el día, cogió una de las toallas de la piscina, la enroscó a modo de almohada y se tendió, como desvanecida, sobre una de las tumbonas de la terraza, con los ojos cerrados y los brazos medio caídos, rozando las baldosas del suelo; el duque intentó reconfortarla, le dijo que si quería se quedaba él también acompañándola; la duquesa se deshizo en excusas y le rogó que acompañara a los niños a la plaza. La de Guermantes era única en recursos dramáticos. Yo me retiré a mis fogones mientras los niños empezaban el descenso al barco. Mateu, ajeno al devenir de la casa, había reanudado sus tareas de mantenimiento en las piscinas traseras.

La duquesa, nada más comprobar que el barco había zarpado hacia la playa, me llamó para pedirme una jarra fría con zumo de naranja, su rostro había recuperado luminosidad, se había cubierto con un pareo blanco con dibujos de lagartijas naranja; se había quitado el sujetador y se le adivinaban los pechos torneados con la precisión que sólo un caro cirujano plástico podía conseguir, una braguita mínima le cubría el resto de vergüenzas; seguía tumbada pero con un ademán completamente distinto al que había utilizado para despedir a su marido.«Cati, por favor, sobre todo que nadie me moleste», con estas palabras me despidió; yo, curtida en estas lides, le advertí «el jardinero me ha dicho que tiene que revisar los filtros y la química de la piscina. ¿Le digo que lo deje para otro día?»; «No te preocupes», me contestó, «que el chico haga lo que tenga que hacer, ya veré yo cómo me las arreglo».

Regresé a la cocina, revisé el libro de Joan Roca para refrescar ideas de cara a la comida principal del día, la que harían cuando regresaran de la excursión.

Aproveché que el pescadero me había traído seis salmonetes más grandes de los que habitualmente se veían por la zona, salmonetes de poco más de 100 gramos por pieza. Los desescamé y  evisceré con cuidado antes darles un tajo profundo siguiendo la línea de la espina dorsal. Los salmonetes son pescados con mucha espina y con escamas duras, casi coralinas, conviene limpiarlos bien por dentro ya que las tripas suelen amargar y dejar un profundo sabor a barro en la boca.

El pescado estaba tan fresco que todavía estaba rígido, me costó un poco sacarles las espinas completas y tuve que repasar con unas pinzas lomo a lomo para retirar hasta la última de las espinas. Dejé las espinas y las cabezas de los salmonetes en agua muy fría para que se desangraran bien.

Mientras se limpiaban las espinas y tenían el agua de un leve color rojo, piqué una cebolleta, medio pimiento rojo, medio pimiento verde, hice zumo con una lima, luego le quité una tira de la piel verde de la lima, eliminé bien la parte blanca de la piel y la piqué también. Dejé todas las verduras en un bol con una pizca de pimienta, un poco de sal, el zumo de la lima y cuatro gotas de tabasco. Cubrí el bol con papel film y lo metí en la nevera; aquel combinado era la base para una leche de tigre con la que pensaba macerar después los salmonetes.

Meteuet ya se había adentrado en la casa y estaba ya en la terraza delantera. «Una de las señoras se ha quedado aquí», le advertí; «no te preocupes, estoy acostumbrado», me respondió.

«Ah, no había caído en que tendría que añadir cloro a la piscina», escuché a la señora en la terraza,« entonces, no me podré bañar»; la duquesa alargaba las bocales, especialmente las aes y ponía una vocecilla que pretendía ser ingenua, como de niña pija ajena al mundo. «Bueno, mientras preparo las cosas y reviso los niveles de los productos todavía podría darse un chapuzón», estaba claro que el Mateuet había pasado ya por trances similares. Se hizo el silencio durante unos segundos y antes de sentir cómo la duquesa entraba en el agua escuché «no, no te retires, por dios, lo primero es que hagas bien tu trabajo».

Sigilosamente me acerqué a la terraza y pude ver como la duquesa nadaba desnuda y Mateu intentaba mantener sus ojos alejados de ella. No era sencillo determinar quién era el cazador y quien el cazado, lo evidente era que ni el chico ni la duquesa se encontraban especialmente incómodos en esa situación.

De nuevo en la cocina pelé y corté en juliana una cebolla roja, la escaldé en agua hirviendo durante 20 segundos y luego la enfrié en un bol con abundante agua con hielo, la dejé escurrir y en el mismo bol rocié la cebolla con un chorro abundante de vinagre, la receta recomendaba que fuera de granada, yo maceré la cebolla con vinagre de vino de jerez, oscuro e intenso.

Lo que sucedió en la terraza era previsible, lo que no era previsible es que la duquesa gustara de realizar sus hazañas con espectadores.« Cati», me llamó; hasta que no me tuvo en la terraza no me dijo la encomienda. «Por favor, tráele un refresco a este chico. Suda tanto que me da lástima, a ver si se va a deshidratar». Ella seguía en la piscina, seguía completamente desnuda, para dirigirse a mi asomó la cabeza y apoyó los antebrazos sobre el borde de piedra de la piscina; el pelo completamente echado para atrás y la mirada risueña.

Cuando regresé con el refresco la de Guermantes estaba ya en la tumbona, sobre el pareo. «Me podrías traer a mí una cocacola cero. También parece que me vaya a dar un sofoco». Fui de nuevo a la cocina y regresé con la bebida y con unas aceitunas. Mateuet estaba ya sentado en otra tumbona, apurando su refresco.

Mientras me retiraba sentí como la duquesa le pedía a Mateu que le pusiera un poco de crema en la espalda.

Lo correcto hubiera sido que de regreso a la cocina hubiera cerrado la puerta y hubiera puesto la radio pero no hice ni una ni otra cosa. Me puse una copa casi hasta arriba de vino amontillado bien frio, unas tiras de mojama y me puse a freír almendras para completar mi aperitivo.

Las espinas del pescado estaban prácticamente limpias, las escurrí bien y puse un chorro de aceite en una cacerola, encendí el fuego y mientras templaba el aceite pelé otra cebolleta, un tomate, dos zanahorias y dos hojas de laurel, también dos dientes de ajo. Sofreí ligeramente la verdura con las espinas y las cabezas del pescado, luego aparté la cacerola del fuego, salpimenté mínimamente la mezcla y le añadí un litro de agua mineral. Lo puse a hervir a fuego vivo para preparar un caldo de pescado.

En la terraza se escuchaban ya las primeras risas y no tardé en sentir cómo un cuerpo caía al agua; por la risotada que dio la duquesa comprendí que había tirado al chico al agua mientras limpiaba la piscina; no tardó en tirarse ella al agua también y allí se produjo el primero de los embates.

El caldo de los salmonetes se hizo tras 40 minutos de cocción, lo colé y lo reservé en una jarra.

La cebolla roja macerada en vinagre quedó marinada en una hora. La escurrí y guardé en la nevera en un bol cubierto.

El segundo envite la duquesa y Mateuet lo tuvieron en la alcoba de la duquesa, los filipinos no se habían atrevido todavía a hacer las camas, por lo que la pareja retozó sobre el lecho que horas antes habían compartido los de Guermantes. La pareja paseaba desnuda por el interior de la casa. Pim y Pom se habían refugiado ya en su pabellón y yo, presa de un ataque de pudor y adormecida por la que ya era mi tercera copa de amontillado, cerré la puerta de la cocina y encendí la radio, tocaba la novena sinfonía de Shostakóvich.

Sobre las cuatro de la tarde, recompuestos los modales de la pareja, ella de nuevo en la tumbona de la terraza, él recuperando el resuello; la duquesa requirió de nuevo mi presencia. «Cati, hazme el favor de prepararle una tortilla y un poco de fiambre al jardinero. Con todo este sol se me va a insolar».

Presta a sus requerimientos hice la tortilla de dos huevos y le puse fiambre, de de decir que no el de mejor calidad; tampoco quise compartir con Mateuet mis estupendas almendras fritas. La duquesa le hizo tomar el refrigerio en la cocina, conmigo, ya que la señora quería descansar.

Mateu, menos locuaz de lo que había estado por la mañana, se tomó la tortilla de un suspiro, apuró un vaso de agua y dejó sin tocar el fiambre. Se despidió de mi con un guiño y me dijo «ya ves cual es el embrujo de villa Amaranta»; sin esperar mi respuesta salió al cobertizo y se subió a su furgoneta después de haber guardado cuidadosamente todos los aperos de jardinería.

La de Guermantes dormitó en las tumbonas hasta pasadas las seis de la tarde, poco antes de que regresara su familia. Parecía superado el vahído de la mañana y había recuperado el humor; recibió con alegría a su marido y a los niños, solícita preguntó por la excursión y sintió, profundamente, no haber podido salir con ellos aquella mañana. Discurrieron con armonía baños, duchas y meriendas.

A eso de las ocho y media de la tarde me reincorporé a la cocina para preparar la cena, el plato principal sería un cebiche de salmonetes con leche de tigre, la duquesa se había ganado sobradamente el plato.

Tenía la leche de tigre macerando en la nevera, le añadí el caldo ya frio y colado de los salmonetes.

Para terminar de preparar el plato cogí una docena de picotas grandes, las hice una cruz sobre el pellejo y las escaldé durante 10 segundos, las enfrié rápidamente para poderlas quitar la piel con ayuda de un cuchillo. Peladas y deshuesadas las reservé.

Disolví 100 gramos de sal en 900 gramos de agua, una vez disuelta dejé reposando los lomos de salmonete limpios y desescamados en la salmuera. Cinco minutos bastaban, luego los escurrí en el grifo y los pasé al bol con la leche de tigre, allí tenían que estar macerándose ocho minutos más.

Pasados los tiempos de maceración coloqué los lomos de salmonete en una fuente vistosa. Pasé  por la batidora las verduras y el cado de la leche de tigre hasta que quedó un zumo espeso y amarillento, lo colé bien y lo reservé.

Quedaba terminar de montar el plato con los lomos de salmón, las picotas peladas y deshuesadas, la cebolla roja picada en juliana, unos dados de aguacate y un poco de maíz; puse por encima de todos esos ingredientes sólidos una cucharada generosa de la leche de tigre batida, una pizca de cilantro fresco picado por encima y directo a la mesa.

Los señores recibieron el plato con sorpresa y, a requerimiento del duque de Guermantes, hube de acudir al salón para desvelar algunos secretos.

«¿Cómo se llama la salsa en la que ha macerado el pescado?», me preguntó. «Es una salsa de origen caribeño hecha a base de verduras, lima y tabasco, la llaman leche de tigre»; todos rieron. « Habrá tenido que marchar lejos para conseguir el tigre y poderlo ordeñar», siguió con la broma el duque. «No se crean que hay que ir tan lejos, por esta zona aparecen muchos tigres, lo que es difícil es ordeñarlos».

La cena discurrió divertida, yo me pude retirar pronto a mi dormitorio con mi copita de coñac y mis libros de Chardín. Puede que Mateuet y la duquesa no fueran realmente tigres, sino gatitos de los que pintaba Chardín, encerrados en una cocina.