UN VERANO EN MALLORCA (2ª
Jornada).- Antes de conocerte no sabía nada, y ahora, si tiene uno que hablar
con verdad, soy poco más que uno de los de los malvados.
La segunda jornada no fue
mucho más tranquila. Calculé que no se levantarían hasta pasadas las nueve de
la mañana por lo que podría buscar algún pueblo de interior para comprar pan y
bollería, fundamentalmente ensaimadas. No contaba con utilizar los coches de
los señores, que habían venido en barco desde Valencia, me tuve que contentar
con un micra destartalado previsto para los recados.
Mi despertador sonó a las
siete, guardé en el armario de mi dormitorio bajo unas colchas los catálogos de
pintura que había tomado prestados del salón; me duché rápido y antes de las
siete y veinte estaba en carretera. Los hornos de los pueblos del interior de
la isla empiezan a trabajar a las cinco de la mañana, tanto las ensaimadas como
los panes de payés necesitan cierto tiempo de fermentación; todavía quedan
sitios en lo que no manejan masas precongeladas.
Me tomé un café solo en el
bar más inmundo del pueblo, un café y una ensaimada recién hecha, mentiría si
ocultara que le añadí unas gotitas de ron al café. Cargué con varias piezas de
pan, todo tipo de bollería, embutidos locales, cocas y empanadillas saladas. En
un par de horas los niños estarían en danza, inquietos por estrenar el barco
alquilado, habían convocado al marinero a las 11 de la mañana en el
embarcadero.
A las nueve estaba de regreso
en la casa, vi al señor de Swann correteando por los alrededores de la finca,
llevaba el torso desnudo y una extraña cinta que monitorizaba sus constantes
vitales, ni para correr se alejaba del teléfono móvil; los filipinos empezaban
a zascandilear, tuve que pegarles una voz para advertirles que el servicio de
mesa era cosa suya desde el desayuno. Protestaron en talago y el hombre escupió
al suelo antes de empezar a extender el mantel. Ya estaba preparada la primera
cafetera cuando la duquesa apareció por la cocina, llevaba un camisón corto de
raso, cuando se dio cuenta de que el filipino no dejaba de mirarla regresó al
dormitorio a cubrirse con una bata. La duquesa de Guermantes era de las señoras
que se quedaban paradas a medio metro de una puerta cerrada, quieta hasta que
alguien le abría. A mí me tocó abrirle la puerta de la cocina ya que era el
único modo de hacerla salir de allí.
Pendiente de que llegara a
media mañana el pedido del supermercado, yo me había ocupado de que no faltara
leche, café, zumos, azúcar y mermeladas varias; suficiente para afrontar el
primer desayuno. Entre las nueve y las diez las dos familias estaban en marcha,
pendientes de las tostadas. El señor de Swann llegó sudoroso, se descalzó junto
a la piscina y se dio un chapuzón, al salir del agua el calzón se le aflojó y
los niños montaron un guirigay tremendo riéndose de su padre desnudo. Los
filipinos habían desaparecido y me tocó a mí encontrar toallas grandes. La
señora de Swann entre risas se hizo cargo de las tostadas y de una cesta con
ensaimadas; a la duquesa de Guermantes le incomodaba aquella escena e intentaba
que sus hijos dejaran de reírse. En unos segundos descubrí que aquellas
familias veraneaban juntas por primera vez, que no tenían ninguna complicidad
como grupo. Los maridos parecían amigos íntimos que se hubieran reencontrado
después de algún tiempo – luego descubrí que era así -, que había tenido mucho
en común en el pasado, lo que les obligaba a comportarse como si hubieran
cumplido veinte años, en vez de los más de cuarenta que ya tenían. El duque de
Guermantes filmó el chapuzón y las reacciones con el teléfono, amenazaba con
subir las imágenes de inmediato a la red; la duquesa le afeaba la conducta,
incluso llegó a forcejear con su marido hasta hacerse con el móvil. Yo me
entretuve haciendo como que recogía vasos en una bandeja para intentar ir
completando información. La duquesa me miraba de reojo y tardó muy poco en
decirme: «Cati, puede retirarse; ya nos ocupamos nosotros de la mesa; ocúpese
usted de que no falte café».
Preparé unas bolsas con el
picnic, si la travesía iba bien me garantizaban paz doméstica hasta por lo
menos las cinco de la tarde, tiempo más que suficiente para descansar y
terminar de fisgonear los recovecos del palazzo.
La señora de Swann parecía un
poco más de fiar, por lo menos era más agradable de trato que la duquesa, que
seguía tiesa como un ajo. Informé a los de Swann del contenido de las cestas,
ya les había atribuido la condición de señores de la casa, los Guermantes
serían meros invitados por mucha instrucción que me diera aquella estirada que
no era capaz de acercarme las toallas húmedas, las dejó tiradas sobre una de
las tumbonas antes de decirme «puede retirarlas».
Cuando nos cercioramos de que
el yate había partido con toda la tripulación los filipinos y yo nos deshicimos
de nuestros uniformes. Marqué mi territorio y extendí el pareo en la terraza
principal, a ellos les dejaba las piscinas de la parte de atrás. Les advertí
que mis obligaciones como cocinera no se extendían a su alimentación, él siguió
blasfemando en tagalo y escupiendo al suelo.
Me adormecí unos minutos
tomando el sol, no mucho tiempo porque el camión de reparto de la compra llegó
poco antes de las doce. Descargaron una cincuentena de cajas de cartón, varias
bolsas refrigeradas y un botellerío infinito. En cuestiones de intendencia
prefería que los filipinos no intervinieran, no me convenía que descubrieran
donde guardaba algunas cosas, ni las bebidas y golosinas que pasaban
directamente a mi habitación. Me tomé mi tiempo y mis cervezas hasta ordenarlo
todo y organizar los primeros menús, para los niños no merecía complicarse la
vida: pastas, ensaladas, fiambres y pollo, fruta en abundancia y helados. A
partir del día siguiente iría comprando productos frescos en el pueblo, tenía
mercado callejero dos días a la semana y había pedido referencias de una
carnicería y de un par de pescaderías que vendían buen género.
Con el trajín de organizar la
intendencia se me quitaron las ganas de comer, no sólo se trataba de ordenar toda
la compra, sino de terminar de localizar todos los enseres necesarios para
cocinar, las vajillas, cristalerías y cubertería, los manteles con su número de
servicio, toda la cacharrería y electrodomésticos. La cocina estaba dotada con
las hechuras de un gran restaurante, no faltaba de nada. Aproveché la lista que
habría preparado para la compra para anotar con un bolígrafo de color rojo la
ubicación exacta de cada producto; había prediseñado los principales menús, por
lo menos los de la primera semana; si había que improvisar – sin duda me
tocaría improvisar – era preferible hacerlo con red de seguridad.
A la vez que iba colocando
todos y cada uno de los productos precalenté el horno, preparé unas ollas con
agua para preparar unas ensaladas de pasta de colores. Mi idea era dejar asada
una pieza grande de entrecot de buey para preparar un rostbeef de cena – había una
cortadora industrial de fiambre -. A eso de las tres y media terminé las
labores de intendencia, dejé preparada la carne, sólo pendiente asentarse y
perder temperatura antes de cortarla, también un pequeño resopón a base de quesos,
fiambres, ensaladas e infusiones cítricas frías para cuando regresaran de la
primera jornada en el barco.
Los filipinos chapoteaban
felices en la piscina trasera, parecía que hubiera sido la primera vez que disfrutaran
del agua. Desde la ventana de la cocina se les veía saltar y salpicar. Tuve que
llamarles varias veces la atención porque organizaban una escandalera mayor que
la de los niños. Les indiqué que tenía que recoger las cajas, bolsas y envases
de la compra antes de que llegaran los señores. Yo me retiré a mi habitación,
me puse el bañador, me envolví con un pareo y me dirigí de nuevo a la terraza
principal, orientada hacia la puesta de sol. Me di una ducha para refrescarme,
era perezosa para los baños de piscina, y me tiré sobre la tumbona para
dormitar, le había dado orden al marinero malayo para que mandara un wasap con
la previsión exacta de llegada, di la orden con la contundencia y sequedad
necesaria como para tener la certeza de que no lo olvidaría, además le di un
billete de 50 euros de propina para ganarme su complicidad.
Por primera vez en día y
medio me conseguía relajar, habían sido unas primeras horas tensas en las que
me había sentido crispada; a medida que me entraba la modorra me iba
concienciando de lo displicente que había sido con los filipinos, a los que ni
tan siquiera llamaba por su nombre, sinceramente su nombre era impronunciable,
se reducía a una larga onomatopeya gutural; para simplificarlo decidí que les
llamaría Pin a ella y Pon a él, ellos desde el principio me habían puesto mote
y se dirigían a mi llamándome Cati-san. Supongo que después de la algarabía de
su baño en la piscina se habrían retirado a sus dormitorios a chingar.
Instalada en una gloriosa
duermevela seguí dándole vueltas a mi crispación con el fin de diluirla; me
justificaba pensando que apenas conocía a los señores, que no dominaba el medio
y que era imprescindible desarrollar ciertas dotes de mando – de mala leche –
que me permitieran definir mi territorio. Pensaba que lo que me tensaba era la
burda ostentación, el impudor con el que evidenciaban la riqueza, el modo en el
que malgastaban el dinero; llevaba años sirviendo en muchas casas y
circunstancias, había visto escenas de todos los colores y pensaba que llegaría
a acostumbrarme, además ese clima de despilfarro solía ser un espacio idóneo
para mis pequeñas sisas y distracciones. Seguramente había razones más
profundas para mi desprecio que no tenían mucho que ver con el dinero, a la postre
gracias al esfuerzo callado de mi madre y a mis desvelos durante más de 30 años
había acumulado ahorros suficientes como para garantizarme una vida confortable
en cuanto cumpliera 65 años, sólo me quedaban siete para llegar a la jubilación
y poder viajar por el mundo con la tranquilidad de disponer de un bolsillo
repleto que poco tendría que envidiar al de los señores a los que durante décadas
había servido, puede que se cruzaran a la gorda Cati en un casino de Las Vegas
o en un crucero por los mares del sur y no cayeran en que la misma gorda que
les había preparado años atrás una langosta termidor les pedía ahora que le
acercaran la botella de champagne.
No era, por lo tanto, la
riqueza lo que me crispaba sino la burda ostentación de la felicidad, una
felicidad a veces impostada, forzada; la mayoría de las personas a las que
había servido no sólo se empeñaban en hacer gala de lo ricos que eran, sino que
tenían la necesidad de proyectar una imagen de felicidad que normalmente se
quedaba en una mera fachada. Lo que realmente me jodía era que parecieran
rotundamente felices, de ahí que disfrutara hurgando en sus pequeñas o grandes
miserias, que revolviera en sus cajones, que fisgoneara incluso debajo de los
colchones buscando resquicios de insatisfacción, con la sorpresa de que cuanto
más frívolos y superficiales eran más fácil resultaba que se sintieran
absolutamente felicidad, la intensidad de la felicidad era directamente
proporcional a la tontuna.
Probablemente yo nunca había
sido del todo feliz, probablemente nunca lo había necesitado y, a mi edad, más
cercana a la sesentena que a la cincuentena, no creía que pudiera necesitarlo.
Puntual a sus compromisos el
malayo me mandó un mensaje justo, pude constatar que el yatecito se encontraba
ya bajo mi campo de mira. Me levanté como un resorte, ordené los cuatro
indicios que podían delatar mi presencia en una zona inicialmente vedada y me
retiré a mi estancia. Pin y Pon seguían chingando, tan ruidosamente como antes
se habían bañado en la piscina. Di unos golpes firmes con los nudillos en su
puerta mientras les anunciaba que los señores estaban a punto de llegar, los
jadeos se detuvieron un instante, tomaron aire y debieron pensar que todavía
podrían poner fin a la tarea ya que reanudaron los grititos y aspavientos
durante unos minutos, mientras tanto yo me di una ducha y volví a colocarme el
uniforme.
Preparé en la mesa de la
terraza las bandejas con quesos y fiambres, todavía fríos, las jarras con agua
de limón y té helado, panecillos de varios tipos, mantequillas, salsas y dos
tipos de ensalada, una de pasta para los señores, otra verde para las señoras.
En la cubitera refrescaba una botella de agua y otra de champagne, me daba a mí
que los señores, que ya habrían brindado varias veces durante la travesía, no
le harían ascos a otra copa mientras merendaban. Por descontado, no podía
olvidar presentar un gran centro de fruta variada con algunas piezas peladas.
Ordené a Pin y a Pon que
bajaran al embarcadero a ayudar a los señores, que tenían que recoger bolsas y
enseres. Antes de que llegaran a la terraza yo me había retirado discretamente
a la cocina, en la zona de servicio había encontrado un viejo transistor que
coloqué sobre el quicio de la ventana, tardé unos segundos en sintonizar una
cadena de música clásica, pillé a medias la 5ª sinfonía de Mahler, quien sabía
si no llegaría a cultivar a alguno de mis señores con mis aficiones.
Los señores se quedaron
instalados en la terraza, los niños contaban a Pin y a Pon los pormenores de la
excursión, las playas visitadas, los peces que habían podido ver, incluso unos
delfines. La duquesa de Guermantes asomó unos instantes la cabeza por la cocina,
«todo en orden», dijo; «todo bien, señora. Para cenar había pensado en
prepararles una crema de calabaza al pesto y rostbeef, también he cuajado un pastel
de pescado con los restos del pescado de ayer, si quieren puedo servirlo con
una salsa holandesa».«Lo dejo a tú criterio», se despidió con desgana.
Los niños pasaron de la
piscina delantera a la trasera, corretearon por la casa, incluso entraron en la
cocina para hacerse con algún helado. Fui sorteando obstáculos durante toda la
tarde aunque no pude evitar que a eso de las siete y media me tocara preparar
unos gin tonics a los señores, ni qué decir tiene que yo también me preparé uno
que escondí estratégicamente en la cocina.
La gorda Cati, Cati Tafal,
había conseguido destensarse e incluso repartir alguna sonrisa al respetable.
El rostbeef iría acompañado de una salsa de alcaparras y otra de mostaza,
cortaría la carne en el instante de servirla. Como primer plato les preparé una
crema de calabacín con pesto, dudé inicialmente si pelar los calabacines para
que la crema fuera de color nacarado o si los hervía y trituraba con la piel
para que la crema fuera de color verde intenso, al final decidí que la crema
debía ser de color verde, verde alegre.
Cogí seis calabacines
hermosos, les corté las puntas y los lavé cuidadosamente, los calabacines que
se suelen vender en las grandes superficies son insípidos, madurados en
cámaras, su carne se parece más al poliespan que a una verdura, por eso conviene
no cocerlos mucho y potenciar su sabor hirviéndolos con una pastilla de caldo,
en mi caso elegí una de caldo de pollo, un avecrem de los de toda la vía.
Busqué la olla a presión, la
más grande de la casa, y la llené hasta la mitad de agua mineral, puse una hoja
de laurel, unos granitos de pimienta y los calabacines cortados en cuatro o
cinco trozos, así como el caldo de carne y dos patatas peladas. Cuando el indicador
de presión subió dos anillas bajé el fuego al mínimo y dejé que mantuviera la
cocción durante dos minutos; rápidamente puse la olla bajo el chorro del grifo
para que la presión bajara rápidamente y abrí la tapa de la olla retirando las
piezas de calabacín para somergirlas en agua con hielo, así cortaba la cocción
y conseguía que quedara fijado el color verde intenso de la piel. Reservé el
caldo de cocción en un bote.
Mientras se cocía la verdura
coloqué en el vaso de la batidora unas hojas de albahaca fresca y un diente de
ajo, añadí medio litro de aceite de oliva virgen y lo batí bien hasta conseguir
un líquido verde y denso, un aceite de albahaca que me serviría no sólo para
aquel plato, sino para aderezar alguna ensalada o pasta en los próximos días.
Busqué una sartén grande en
la que calenté media pastilla de mantequilla – 150 gramos – y un chorrito de
aceite; mientras se deshacía la mantequilla piqué tres chalotas que rehogué a
fuego suave, salpimentándolas sin dejar de remover. Cuando las chalotas estaban
sofritas incorporé los trozos de calabacín que fui deshaciendo con ayuda de una
cuchara de madera, al final me quedó una pasta grumosa que pasé al vaso de la
thermomix para terminar de emulsionar la crema. A velocidad 4 dejé que la crema
fuera cogiendo algo más de cuerpo, después añadí las dos patatas hervidas, un
chorrito de nata para cocinar – apenas 50 gramos - y un poco del agua de
cocción; para terminar de trabar la crema añadí un chorrito de nada de aceite
de oliva que fui incorporando como si se tratara de una mayonesa. Rectifiqué de
sal y pimienta y le di un batido final antes de colocar la crema en un
recipiente de cristal.
Localicé un mortero grande en
el que puse una pizca generosa de sal gruesa, 60 gramos de piñones, una
quincena de hojas de albahaca y una pizca de pimienta. Fui majando vigorosamente
hasta que los piñones quedaron triturados, de vez en cuando le añadía unas gotas
de aceite para que el majado fuera cogiendo cuerpo. Había comprado el día
anterior unas cuñas de queso parmesano, iba rayando un poco de queso sobre el
mortero hasta conseguir una pasta densa que casi se podía moldear. Sólo me
quedaba decidir si lo servía en un gran bol que iría al centro de la mesa o sí
sería más efectivo y efectista llevarlo servido en tazones individuales. Al
final opté por presentarlo en un gran bol.
Antes de cenar le pegué el
último meneo al plato, templé un poco la crema en el microondas, removiéndola
con unas varillas para que volviera a coger lustre. Pasé por la sartén un
puñado de piñones hasta que tomaron un ligero color tostado.
Con ayuda de unas cucharillas
de postre preparé varias quenelles con la pasta de los piñones, el aceite, la
albahaca y el queso parmesano, unas quenelles de pesto que flotarían sobre la
superficie de la crema. Para darle un contraste al plato y para ser
medianamente respetuosa con la receta de Joan Roca de la que había cogido la
idea, revolví en la nevera hasta dar con una terrina de queso mascarpone, un
queso cremoso, casi líquido, que me permitía preparar una gran quenelle que
flotaría en medio del bol.
La crema de calabacín con su
gran quenelle de mascarpone, sus pequeñas quenelles de pesto, los piñones tostados
y un hijo de aceite de albahaca dibujando un zig-zag sobre la superficie del
recipiente. Todo dispuesto para llegar a la mesa.
Todos repitieron, incluso las
señoras – ajenas al impacto calórico de la patata, la mantequilla y la nata
para engordar la crema.
Pedí permiso para retirarme a la habitación,
estaba agotada. Pin y Pon se ocupaban de recoger la mesa y de servir las copas,
también tenían encomendado acostar a los niños, niños que iban cayendo como
moscas en los sofás del salón mientras veían la tele.
Ya en el cuarto con una copa
de brandy, por descontado, saboreé los éxitos del día, sobre todo el de haberme
conseguido relajar, haber disipado cierta sensación de fatalidad que me
permitiría conciliar el sueño. Hojeé unos minutos el catálogo de Chardín y dejé
la radio encendida a un volumen mínimo para que me acunara durante la noche.
Que rato tan agradable he pasado leyendo tu entrada mientras espero el desayuno, he saboreado esa crema y cuanto daría ahora por una ensaimada, el bodegón es perfecto. Jubi
ResponderEliminarSigo disfrutando un montón con la historia de Cati. No me puedo creer que me vas a alegrar el verano con la saga de Mallorca! Gracias
ResponderEliminarMe está gustando la novela de este verano. Pinta muy bien!!!!!
ResponderEliminarMari Carmen