martes, 4 de marzo de 2014

CAP.CCCIX.- Las sopas de ajo como remedio para una crisis de introspección.


De nuevo en Madrid, durante un par de días. El hotel cómodo, céntrico; las condiciones ideales para descansar. Cené pronto, no bebí mucho, a las diez y media de la noche estaba en la cama ojeando un libro en la antesala del sopor.

Sin duda las condiciones ideales para descansar, sin embargo a eso de las cinco de la mañana he amanecido, he luchado durante unos minutos para reconquistar el sueño, ha sido imposible.

Aquí estoy revisando correos, leyendo el período en internet, apesadumbrado por todos los amigos a los que no podré ver. Días atrás pensaba que dispondría de tiempo suficiente para ir a tal o cual sitio, que el tiempo estaba compuesto de materiales flexibles y que encajarían las piezas del puzle.

Ayer cené con unos viejos amigos, fui a su casa con tiempo para poder ver a sus hijos antes de acostarse, de ese modo aplaqué la añoranza de los míos, uno poco más pequeños, que a esa misma hora estaban también viendo dibujos animados, preparados para cenar.

Viendo crecer a los niños de los demás me voy dando cuenta de lo rápido que pasa el tiempo, lo rápido que cambian. A los de ayer los conocí de bebes, ayer el mayor me extendió la mano en vez de darme un beso, prejuicios de la preadolescencia.

En mi caso la preadolescencia ha durado más allá de lo razonable ya que hasta hace poco tiempo era muy reacio a saludar con besos a mis amigos, ni besos ni abrazos, a lo sumo un apretón de manos con un toque cordial en el antebrazo. Tampoco soy muy partidario de besar a las amigas, en eso no discrimino.

El contacto físico, por leve que sea, me da cierto pudor y eso que con mis hijos y mi mujer soy muy cariñoso y me enfado si se acuestan sin haberme dado un achuchón.

A medida que he ido saliendo de la preadolescencia he ido aprendiendo a besar, aunque en el instante del contacto recuerde las viejas películas de la mafia donde sonoros besos en la mejilla solían preceder a un asesinato. Cuentan que un famoso político italiano marcaba con un beso a las personas que la mafia debía eliminar. Aquel a quien bese primero será identificado como traidor – creo que de ahí viene la leyenda de Judas.

Cuando me reencuentro con un amigo discurren unos instantes, inmediatamente anteriores al saludo, en los que inevitablemente evalúo el modo en el que tengo que saludarle: Un abrazo con palmetada, un breve contacto de hombros, un leve contacto de mejillas, un beso, un apretón de manos de duración y fuerza más o menos intensa, asirle de los antebrazos durante unos instantes. Se produce una situación incómoda cuando alguien te acerca la cara para besarte justo en el instante en el que ya le has lanzado la mano para saludarle. Su cuerpo se suspende en el vacío mientras la mano buscar desesperadamente donde agarrarse. Es complicado deshacer esa falta de armonía.

También puede ser que a las cinco de la mañana uno se obsesione por tonterías, como esos ordenadores que en el momento de arrancar se quedan durante unos minutos bloqueados porque una página web tiene un script que le permite avanzar.

En estas situaciones es preferible no ponerse nervioso y dejar que el ordenador se desanude sin tocar ninguna tecla.

Con los amigos pasa algo parecido, si en el momento del reencuentro no se reinicia bien el contacto es preferible no empezar a toquetear teclas intentando reactivar los puntos de armonía de modo artificial. Es preferible dejar pasar unos minutos y que los programas se alineen solos. De otro modo corremos el riesgo de que el contacto quede permanentemente bloqueado y haya que encender y apagar el ordenador varias veces, o conectarlo en modo avería, viendo mermadas la mayoría de las prestaciones.

Releyendo todas estas reflexiones estoy en condiciones de afirmar que no soy un sociópata, ni mucho menos; de tener algo tendría cierta tendencia a la misantropía, o puede que sea simplemente timidez.

A lo mejor este arrebato de introspección tiene su razón de ser en que llevo varios días sin cocinar – el fin de semana lo pasamos fuera de casa -; la cocina no deja de ser una especie de terapia ocupacional.

Si ayer en casa de mi amigo me hubieran dejado pelar las patatas y después freírlas probablemente me hubiera evitado esta mañana mi ejercicio de introspección en el que he confundido la amistad con las rutinas de arranque de los ordenadores.

Como en los hoteles modernos no dejan cocinar, si me atreviera a bajar a las cocinas del hotel en pijama para prepararme el desayuno seguramente terminaría declarando delante de la policía, creo que lo mejor es compartir una receta cálida, de las de toda la vida.

Empezaré pelando y cortando en láminas cuatro dientes de ajo – los de hoy se los he pedido prestados a Van Gogh -.
Still Life with Bloaters and Garlic - Vincent van Gogh

En una cazuela amplia pongo un chorro generoso de aceite de oliva, enciendo el fuego y de inmediato añado los ajos fileteados. Los ajos chisporrotean ligeramente a medida que el aceite toma temperatura. Como siempre el fuego suave, al mínimo posible.

Cuando los filetes de ajo empiezan a rodearse de pequeñas bolitas de aceite en ebullición corto varias rebanadas de pan, a poder ser pan asentado – es decir, el que sobra del día anterior -. Tres o cuatro rebanadas gruesas que incorporo al aceite, por eso la cazuela tiene que ser amplia y el chorro de aceite generoso, para que el pan no absorba todo el aceite que hemos puesto.

El pan ha de ir friéndose lentamente – el secreto de este guiso es no precipitarse, igual que con lo de los arranques del ordenador -. Cuando las rebanadas de ajo y de pan estén doradas se retira la cazuela del fuego y se deja enfriar durante un par de minutos. Es el momento de poner en el guiso una cucharada de postre de pimentón de la vera dulce y otra cucharada, más pequeña, de comino en grano.

Con el aceite ya templado – para que no se arrebate el ajo -, se va añadiendo poco a poco caldo de carne, litro o litro y medio de líquido que empapa lentamente el pan. La cazuela regresa al fuego y se lleva el caldo a hervir, ya no es necesario que el fuego esté al mínimo.

Ya tenemos la base de unas sopas de ajo, un plato de pobres que servía, sobre todo para dar algo de calor al estómago y engañarlo, en tiempos del hambre, con el sabor del ajo tostado aprovechando los restos de pan duro.

La sopa de ajo se puede ilustrar de muchas maneras hasta convertirla en una sopa castellana. Hay quien la ilustra pasando por una sartén unos tacos de panceta y de chorizo – yo lo voy a descartar para que no me reprochen que vuelvo a homenajear al cerdo -. También se sirve añadiendo un poco más de pan, del pan de miga, dejando que se deshaga. No está mal tampoco quien aprovecha el caldo hirviendo para escalfar, instantes antes de ser servido, un huevo. Recuerdo que hace tiempo copié una receta de Ducasse en la que la sopa se ilustraba con tiras de bacalao desalado.

De todas las posibilidades que abre esta sopa yo me decantaré por una de las más sencillas y vistosas. Primero añadiré al caldo hirviendo cuatro o cinco rebanadas más de pan, ayudándome de un cucharón removeré para que se vaya deshaciendo el pan y se reblandezca la corteza. En un tazón a parte cascaré dos huevos y sin que el caldo deje de hervir los añadiré al guiso removiendo de inmediato con el cucharón para que se vayan formando hebras de huevo que adhieran a las migas de pan.

Cuidando de no quemarme probaré la sopa y la rectificaré de sal, puede que le añada incluso una pizca de comino en polvo. En vez de utilizar cuencos de barro puede que elija una vajilla de loza blanca afrancesada, una sopa tan rústica contrasta bien con una vajilla elegante. Cogeré el tazón con las dos manos para sentir bien el calor. Serviré vino en abundancia. Acercaré discretamente la cara a la mesa para poder olisquear la sopa intentando identificar el aroma de cada uno de los ingredientes por separado. Removeré varias veces la sopa con una cuchara grande, a poder ser de plata. Miraré de reojo al resto de comensales y no probaré la sopa hasta que alguno de los componentes de la mesa no se haya decidido a probarla. No se trata de cortesía, ni mucho menos, sino de cierto instinto de supervivencia ya que este tipo de platos suelen mantener el calor durante mucho tiempo. Esperando a otros comensales evito quemarme la punta de la lengua.

2 comentarios:

  1. Buenos días madrugador diletante, hoy que podías dormir algún rato más, se te ocurre desvelarte, claro que yo más de las 7 de la mañana no aguanto, ya estoy "lavada y planchada" y me quedan tres cuartos de hora para el desayuno, que aprovecho leyendo la prensa. Debo ser de las pocas personas que las sopas de ajo no me ilusionen, es algo que ya me viene de niña y aquí el día que tocan las cambio por verdura, hoy espero comer bien. Jubi

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  2. Hasta hoy solo había leído tus comentarios en El Comidista, pero he estado leyendo un poco tu blog y me gusta mucho cómo escribes. Da gusto encontrar rincones que aúnen literatura, cocina y cuidado por la palabra :)

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