lunes, 24 de marzo de 2014

CAP.CCCXIII.- Fricandó en la casa de los lirios.


Regresamos a la casa de los Lirios, en Alella, dentro del ciclo de Can Cufa. Nos recibieron con un pisco sour que nos puso en órbita, fresquito, con el punto ácido de la lima, la pizca de azúcar y la clara de huevo batida para suavizar. Después del pisco vimos la vida de otra manera, más luminosa y clara. Los que tomamos dos piscos todavía clarificamos mucho más nuestro porvenir.

Mientras apurábamos los piscos llegaron los aperitivos: mousses, canelones de salmón, costrini con anchoas y un puré trufado con huevas de trucha. Todos los aperitivos los tomamos en la terraza, bajo el porche, escuchando los truenos que llegaban desde Girona.

Al pisco del aperitivo le siguieron unos vinos blancos de Alella y un priorato de intenso sabor a pizarra, ideal para los dos fricandós que serían el plato principal. Antes llegó una lasaña de verdura en cazuelilla.

El pisco tuvo un efecto endemoniado. Para abrir boca nos sentamos a la vasca: chicos en una mesa y chicas en otra. Con las primeras copas de vino las chicas brindaron por la memoria de Suarez; yo, que peino canas, recordé que no había nada mejor que morirse para que empiecen a hablar bien de uno. Por un instante la comida casi se convierte en un capítulo del Cuéntame, eso sí como mejores vinos sobre la mesa.

El fricandó es un tipo de guiso de carne muy arraigado en Cataluña, seguramente lo importaron de Francia a finales del siglo XIX, cuando la burguesía catalana empezó a hacerse cosmopolita y a traerse las modas de Europa, no en vano el modernismo catalán le debe mucho a la belle epoque francesa.

Frincandó es la palabra que castellaniza el fricandeau francés, que, a su vez viene de latín fricare, el giro popular de frigere, freir.

Pese a su etimología el fricandó no es una fritura sino un estofado que exige mucho mimo. A diferencia de los estofados tradicionales en el fricandó la ternera se corta en filetes finos y se deja hirviendo al amor de la lumbre hasta que la carne casi se convierte en hebras.

La receta clásica francesa es con espinacas y ligada con una bechamel, pero en Cataluña los fricandós son estofados más ligeros.

Se pone en una olla metálica un chorrito de aceite de oliva, antes de que temple se fríen tres dientes de ajo enteros. Antes de que se doren se retiran – en la casa de los lirios los ajos sirvieron para aderezar el arroz que acompañaba al guisado.

Sobre ese aceite caliente se pasan unos filetes de tapa de ternera cortados muy finos, salpimentados y pasados ligeramente por harina. Se pasan un segundo por el aceite, lo justo para que tomen color y se retiran.

Se completa el aceite – normalmente la carne absorberá bastante aceite – y se sofríen dos cebollas hermosas bien picadas, dos zanahorias también grandes y bien picadas. AL sofrito se le pueden añadir setas – en el primero de los fricandós añadieron trompetas de la muerte y fredolics, 200 gramos de cada, bien limpios -. Se rehogan bien con el resto de la verdura y cuando estén bien atontados se añaden dos cucharadas de almendras crudas picadas y un par de copas de cava, se aviva un poco el fuego para que evaporen bien y un par de vasos de caldo de carne no muy fuerte.

Se puede pasar por la batidora o por un colador chino para que la salsa quede bien ligada, no hay que asustarse si en el arranque de la cocción la salsa queda un poco líquida; se reincorporan los filetes de ternera, un poco de romero, una pizca de tomillo y se deja hervir a fuego muy suave sin tapar durante 40/50 minutos, removiendo de vez en cuando la salsa para que se termine de trabar y los filetes de ternera se vayan deshaciendo.

El fricandó llegó a la mesa acompañado de unas pirámides de arroz blanco aromatizado con el ajo del arranque de la receta, hojas de romero, tomillo y pimienta.

El otro fricando se trabó con vino tinto y con moixernons – otra seta típica de Cataluña -.

De postre un cremoso de café y un flan de huevo que yo tomé incluso para merendar, antes me había pegado una siesta monumental en el porche, tapadito con una manta, siguiendo con un levísimo hilo de atención las conversaciones que se trabaron durante la sobremesa.

De nuevo en la casa de los lirios y de nuevo encantados de la vida.

El fricandó es una receta seguramente importada de la época del modernismo, en aquella época también se importó el talento de algunos pintores, como Alfred Mucha, que pintó a una muchacha cubierta de lirios.

miércoles, 19 de marzo de 2014

CAP. CCCXII.- Tiempo de naranjas (sanguinas)


Tiempo de naranjas. Llevo varios días comprando naranjas sanguinas, cada mañana me preparo un zumo con una naranja sanguina y una mandarina grande. Otros tipos de naranjas suelen encontrarse todo el año pero la sanguina sólo aguanta unas semanas.

Viendo los comentarios de Coppola al Padrino aprendí que la presencia de naranjas en algunas escenas de la película son premoniciones de la muerte – creo que ya he escrito sobre esta alegoría -. Las naranjas son también el símbolo de los Illuminatti, una secta que por lo visto domina el mundo. Las naranjas eran las frutas características del jardín de las Hesperidas, la mitología griega atribuía a las naranjas de este jardín la inmortalidad.

Pensé primero en utilizar uno de los retratos de Barthel Bruyn, que solía pintar a sus modelos, incluso niños, con una naranja entre las manos. Sin embargo al final he preferido la alegoría de la primavera de Sandro Botticcelli, un conjunto de retratos pintado sobre un fondo de naranjas, los cuadros de Botticcelli están llenos de símbolos.

Lo fácil con la naranja sanguina sería hacer un bizcocho o una mermelada. Forzando un poco se podría hacer una ensalada con pasta, incluso un guiso de cerdo, al que le pega un contraste ácido.

Buscando en internet he encontrado una receta arriesgada, una pechuga de pato – un magret – ahumado.

Seguro que hay formas muy profesionales de ahumar una pieza de carne, pero en internet he localizado una forma bastante rudimentaria que he de probar. Se forra una olla alta con papel de aluminio resistente.

Se colocan en el fondo de la olla los ingredientes a quemar. Yo utilizaré un trocito de madera de tamarindo, las mondas (pieles) de las naranjas sanguinas que utilizaré para la guarnición, dos ramas de canela y dos bolsitas de té con jengibre. Se prende fuego al hatillo y se coloca sobre la hoguera una rejilla cuidando que no toque la llama. Sobre la rejilla se coloca el magret de pato, la parte de la piel en contacto con el metal, conviene marcar la piel con un cuchillo haciendo una trama en forma de rombos.

Se tapa la olla y se deja que la carne se impregne del humo durante 10 minutos.

Pasado ese tiempo se retira el magret y se coloca sobre un plato hondo para que siga segregando jugos. Con ayuda de un colador se recupera la grasa y el jugo de la olla.

Se coloca el líquido en un cacillo, se le añade una cucharada de mantequilla y una copa de cointreau. Se desglasa hasta que se reduzca a la mitad.

En una tabla de madera se pelan dos naranjas sanguinas y se recuperan los gajos sin pellejos. Los gajos son de un color rojizo, muy vivo. El jugo de la naranja se puede incorporar a la salsa.

Se pasa el magret por una sartén precalentada previamente, 3 minutos sobre el lado de la piel, dos más sobre el otro lado. Se corta el magret y se incorpora la grasa y el jugo de la plancha a la salsa que tenemos reducida en un cazo.
Se colocan unos filetes de magret sobre tres o cuatro gajos de naranja sanguina y se cubre con un poco de la salsa – que ha de quedar espesa, de color caramelo.

domingo, 16 de marzo de 2014

CAP.CCCXI.- Abriendo boca de cara a la primavera.


Hemos enganchado unas semanas de sol y de calor, parece que dejemos atrás el invierno; sin despreciar los meses fríos lo cierto es que a medida que se alargan los días y empieza a gobernar el sol parece que el espíritu se venga para arriba.

Creo que he dado con una receta que conecta perfectamente con el espíritu preprimaveral, una caponata siciliana, un guiso de berenjenas al que no le van mal unas tajadas de atún.

Para la caponata se necesitan un par de berenjenas hermosas, tersas y brillantes. Se cortan por la mitad, cada mitad en dos mitades más y los trozos resultantes en tres trozos, conviene dejarlas un rato en agua con un chorro con limón. Se escurren salpimentan antes de sofreírlas.

Se pone aceite de oliva en una sartén, un chorro generoso ya que la berenjena absorbe mucho aceite, se deja calentar a fuego vivo, sin dejar que humee; cuando esté caliente se añaden las berenjenas con una cucharada de orégano seco. Removiendo suavemente se rehogan durante 4 ó 5 minutos.

Cuando la berenjena esté dorada se incorpora al guiso una cebolla de las moradas pelada y picada, dos dientes de ajo pelado y laminado y los tallos picados de un manojo de perejil – las hojas se añaden a parte.

Se dejan cociendo un par de minutos a fuego suave para que la verdura sude bien.

Cuando la cebolla quede trasparente se  ponen una cucharada sopera de alcaparras, otra cucharada sopera de aceitunas verdes o negras sin hueso; si gusta el vinagre se le puede añadir un chorro de aceite aunque para mi gusto los encurtidos tienen ya vinagre suficiente.

Cuando se haya reducido agüilla de los encurtidos y el vinagre se trocean y añaden cinco tomates rojos muy maduros – ahora están bien de precio los cor de bou -; se dejan rehogando durante un cuarto de hora, removiendo con cuidado con un cucharón de madera.

En el momento final, antes de llevar la caponata a la mesa, se pican las hojas de perejil del manojo del que ya hemos usado los tallos, un puñado de almendra picada o laminada y un chorro de aceite crudo.

Al principio pensaba que al plato le iría bien una tajada de atún pero, viendo y oliendo el plato, creo que le pegan mucho más unas anchoas en salazón, anchoas hermosas, de Santoña.

La receta la he tomado prestada de Jamie Oliver.

El cuadro que acompaña a esta entrada es una evocación del que podría ser el taller de Matisse en Colliure, tomada prestada de un blog -  http://elrincondemisdesvarios.blogspot.com.es/2011/10/estudio-de-pintores.html.

martes, 11 de marzo de 2014

CAP.CCCX.- Bocados de realidad.


No es sencillo mantener un grado de fertilidad constante en esto de la diletancia; como en todo, en la diletancia hay ciclos o rachas en las que parece que no haya cocinado en la vida.

Buscaba inspiración en los últimos platos probados, más composiciones que platos. Investigaba sobre el origen de los pimientos del cristal, cultivados en Navarra, concretamente en Corella – dicen los que saben. Se asan a fuego vivo de sarmientos hasta que se arrebata la piel externa del pimiento. Se sacan del fuego con cuidado, para que no se quiebren, y se envuelven en papel de estraza para que conserven el calor.

Hay que pelarlos cuando todavía están calientes, casi escaldándose los dedos. Si se pelan sobre una bandeja se puede aprovechar el caldillo que destilan.

Los pimientos del cristal – rojos por supuesto – se pasan unos segundos sobre una sartén engrasada, se colocan en tiras sobre un plato blanco, si puede ser rectangular.

Se elige un huevo hermoso, separando la yema de la clara. La yema se coloca sobre las tiras de pimiento.

La clara se fríe en una sartén aparte, cuando esté cuajada se dobla como si fuera un pañuelo – de los que solían ponerse los señoritos de postguerra en el bolsillo de la chaqueta -. Las puntillas doradas, brillantes.

La clara frita se coloca sobre los pimientos, justo debajo de la yema. Si se tiene cierta gracia el contraste del plato blanco, la yema y la clara puede crear un trampojo divertido. Se enluce el plato con unos cristales de sal maldon y un chorrito de aceite de oliva verde intenso.

Podría haberme contentado con llegar hasta aquí, incluso pedirle prestada la foto al restaurante La Manduca de Azagra, en la web vi la receta; pero la realidad termina dando bocados tremendos.
No solo porque hoy haga 10 años del 11/M, me pilló en Madrid.

La frivolidad puede ser un remedio cuando para suavizar la realidad, sobre todo cuando las circunstancias permiten a uno ser frívolo.

Cerca de mi casa hay una plaza muy amplia, sin apenas árboles; tiene forma irregular, con un mercado en medio. En uno de los extremos hay un banco - una entidad bancaria – y en el cajero duerme durante hace unos días una pareja. Cuando me toca levantarme pronto todavía duermen con cierta placidez, abrazados y cubiertos con mantas viejas. Ordenan el calzado, las cuatro o cinco pertenencias que les quedan, apelotonadas en un carro de compra destartalado.

Da cierto pudor – y algo de miedo, para ser sinceros – hacer uso del cajero mientras duermen.

A eso de las ocho menos cuarto llegan los primeros empleados del banco, supongo que debe existir una red de acuerdos tácitos sobre el uso de los cajeros. Hubo temporadas en los que permanecían cerrados a cal y canto, impidiendo el acceso a cualquier transeúnte. Sin embargo durante el invierno, sobre todo las noches más crudas,  decidieron dejarlos abiertos, sobre todo porque la estación de metro cercano sí que cierra irremisiblemente a la media noche – parece que los banqueros tienen mejor corazón que los concejales.

La directora de la oficina les deja pagado un café en el bar de la esquina, que abre sobre las siete, de ese modo desalojan el cajero de modo ordenado y desayunan en la terraza, todavía envueltos en mantas. Es una pareja de mediana edad, con las facciones curtidas – deben llevar tiempo en la calle -. No hay restos de botellas ni de bricks de vino, sólo tristeza.

Conozco a la encargada del bar y no me extrañaría que junto al café que paga la empleada del banco caiga también algo de bollería o un bocadillo. Mientras desayunan se ventila el cajero, como ventilamos cualquiera de nosotros la habitación.

Los ocupantes del cajero vigilan discretamente a los que van/vamos a sacar dinero; no piden limosna, ni mucho menos, parece que intentaran descifrar las claves de la suerte, de las razones que les han llevado/nos han llevado a estar donde estamos. Puede que dos o tres decisiones o situaciones cruciales en la vida hubieran podido intercambiar a unos y otros.

Viéndoles es inevitable pensar que la suerte juega en todo esto.

Cuando terminan de desayunar se trasladan al banco – de sentarse – está enfrente del cajero; siguen escrutando en silencio a los transeúntes, a los niños que esperan uniformados la llegada de la ruta del colegio.

Apenas hablan, solo aguardan a que pase el tiempo, sin hacer comentarios. Sobre las nueve desaparecen de la plaza y pasadas las diez de la noche, cuando cierra el bar, regresan primero al banco de la calle y después al cajero. Extienden las mantas, se abrazan y seguramente refunfuñan porque la iluminación del cajero es muy intensa.

La pareja se ha integrado en la vida del barrio, nadie parece escandalizarse, aunque todos evitamos mirarles a los ojos. Como digo no piden limosna, tampoco buscan diluirse u ocultarse. Todos tenemos algo de responsabilidad por permitir que haya gente que duerma en la calle, mucha gente duerme en la calle y quienes mandan, quienes mandamos, preferimos no mirarles a los ojos.

Son bocados de realidad. Nada que ver con los mendigos de Murillo, son más bien los espectros de Daumier.

martes, 4 de marzo de 2014

CAP.CCCIX.- Las sopas de ajo como remedio para una crisis de introspección.


De nuevo en Madrid, durante un par de días. El hotel cómodo, céntrico; las condiciones ideales para descansar. Cené pronto, no bebí mucho, a las diez y media de la noche estaba en la cama ojeando un libro en la antesala del sopor.

Sin duda las condiciones ideales para descansar, sin embargo a eso de las cinco de la mañana he amanecido, he luchado durante unos minutos para reconquistar el sueño, ha sido imposible.

Aquí estoy revisando correos, leyendo el período en internet, apesadumbrado por todos los amigos a los que no podré ver. Días atrás pensaba que dispondría de tiempo suficiente para ir a tal o cual sitio, que el tiempo estaba compuesto de materiales flexibles y que encajarían las piezas del puzle.

Ayer cené con unos viejos amigos, fui a su casa con tiempo para poder ver a sus hijos antes de acostarse, de ese modo aplaqué la añoranza de los míos, uno poco más pequeños, que a esa misma hora estaban también viendo dibujos animados, preparados para cenar.

Viendo crecer a los niños de los demás me voy dando cuenta de lo rápido que pasa el tiempo, lo rápido que cambian. A los de ayer los conocí de bebes, ayer el mayor me extendió la mano en vez de darme un beso, prejuicios de la preadolescencia.

En mi caso la preadolescencia ha durado más allá de lo razonable ya que hasta hace poco tiempo era muy reacio a saludar con besos a mis amigos, ni besos ni abrazos, a lo sumo un apretón de manos con un toque cordial en el antebrazo. Tampoco soy muy partidario de besar a las amigas, en eso no discrimino.

El contacto físico, por leve que sea, me da cierto pudor y eso que con mis hijos y mi mujer soy muy cariñoso y me enfado si se acuestan sin haberme dado un achuchón.

A medida que he ido saliendo de la preadolescencia he ido aprendiendo a besar, aunque en el instante del contacto recuerde las viejas películas de la mafia donde sonoros besos en la mejilla solían preceder a un asesinato. Cuentan que un famoso político italiano marcaba con un beso a las personas que la mafia debía eliminar. Aquel a quien bese primero será identificado como traidor – creo que de ahí viene la leyenda de Judas.

Cuando me reencuentro con un amigo discurren unos instantes, inmediatamente anteriores al saludo, en los que inevitablemente evalúo el modo en el que tengo que saludarle: Un abrazo con palmetada, un breve contacto de hombros, un leve contacto de mejillas, un beso, un apretón de manos de duración y fuerza más o menos intensa, asirle de los antebrazos durante unos instantes. Se produce una situación incómoda cuando alguien te acerca la cara para besarte justo en el instante en el que ya le has lanzado la mano para saludarle. Su cuerpo se suspende en el vacío mientras la mano buscar desesperadamente donde agarrarse. Es complicado deshacer esa falta de armonía.

También puede ser que a las cinco de la mañana uno se obsesione por tonterías, como esos ordenadores que en el momento de arrancar se quedan durante unos minutos bloqueados porque una página web tiene un script que le permite avanzar.

En estas situaciones es preferible no ponerse nervioso y dejar que el ordenador se desanude sin tocar ninguna tecla.

Con los amigos pasa algo parecido, si en el momento del reencuentro no se reinicia bien el contacto es preferible no empezar a toquetear teclas intentando reactivar los puntos de armonía de modo artificial. Es preferible dejar pasar unos minutos y que los programas se alineen solos. De otro modo corremos el riesgo de que el contacto quede permanentemente bloqueado y haya que encender y apagar el ordenador varias veces, o conectarlo en modo avería, viendo mermadas la mayoría de las prestaciones.

Releyendo todas estas reflexiones estoy en condiciones de afirmar que no soy un sociópata, ni mucho menos; de tener algo tendría cierta tendencia a la misantropía, o puede que sea simplemente timidez.

A lo mejor este arrebato de introspección tiene su razón de ser en que llevo varios días sin cocinar – el fin de semana lo pasamos fuera de casa -; la cocina no deja de ser una especie de terapia ocupacional.

Si ayer en casa de mi amigo me hubieran dejado pelar las patatas y después freírlas probablemente me hubiera evitado esta mañana mi ejercicio de introspección en el que he confundido la amistad con las rutinas de arranque de los ordenadores.

Como en los hoteles modernos no dejan cocinar, si me atreviera a bajar a las cocinas del hotel en pijama para prepararme el desayuno seguramente terminaría declarando delante de la policía, creo que lo mejor es compartir una receta cálida, de las de toda la vida.

Empezaré pelando y cortando en láminas cuatro dientes de ajo – los de hoy se los he pedido prestados a Van Gogh -.
Still Life with Bloaters and Garlic - Vincent van Gogh

En una cazuela amplia pongo un chorro generoso de aceite de oliva, enciendo el fuego y de inmediato añado los ajos fileteados. Los ajos chisporrotean ligeramente a medida que el aceite toma temperatura. Como siempre el fuego suave, al mínimo posible.

Cuando los filetes de ajo empiezan a rodearse de pequeñas bolitas de aceite en ebullición corto varias rebanadas de pan, a poder ser pan asentado – es decir, el que sobra del día anterior -. Tres o cuatro rebanadas gruesas que incorporo al aceite, por eso la cazuela tiene que ser amplia y el chorro de aceite generoso, para que el pan no absorba todo el aceite que hemos puesto.

El pan ha de ir friéndose lentamente – el secreto de este guiso es no precipitarse, igual que con lo de los arranques del ordenador -. Cuando las rebanadas de ajo y de pan estén doradas se retira la cazuela del fuego y se deja enfriar durante un par de minutos. Es el momento de poner en el guiso una cucharada de postre de pimentón de la vera dulce y otra cucharada, más pequeña, de comino en grano.

Con el aceite ya templado – para que no se arrebate el ajo -, se va añadiendo poco a poco caldo de carne, litro o litro y medio de líquido que empapa lentamente el pan. La cazuela regresa al fuego y se lleva el caldo a hervir, ya no es necesario que el fuego esté al mínimo.

Ya tenemos la base de unas sopas de ajo, un plato de pobres que servía, sobre todo para dar algo de calor al estómago y engañarlo, en tiempos del hambre, con el sabor del ajo tostado aprovechando los restos de pan duro.

La sopa de ajo se puede ilustrar de muchas maneras hasta convertirla en una sopa castellana. Hay quien la ilustra pasando por una sartén unos tacos de panceta y de chorizo – yo lo voy a descartar para que no me reprochen que vuelvo a homenajear al cerdo -. También se sirve añadiendo un poco más de pan, del pan de miga, dejando que se deshaga. No está mal tampoco quien aprovecha el caldo hirviendo para escalfar, instantes antes de ser servido, un huevo. Recuerdo que hace tiempo copié una receta de Ducasse en la que la sopa se ilustraba con tiras de bacalao desalado.

De todas las posibilidades que abre esta sopa yo me decantaré por una de las más sencillas y vistosas. Primero añadiré al caldo hirviendo cuatro o cinco rebanadas más de pan, ayudándome de un cucharón removeré para que se vaya deshaciendo el pan y se reblandezca la corteza. En un tazón a parte cascaré dos huevos y sin que el caldo deje de hervir los añadiré al guiso removiendo de inmediato con el cucharón para que se vayan formando hebras de huevo que adhieran a las migas de pan.

Cuidando de no quemarme probaré la sopa y la rectificaré de sal, puede que le añada incluso una pizca de comino en polvo. En vez de utilizar cuencos de barro puede que elija una vajilla de loza blanca afrancesada, una sopa tan rústica contrasta bien con una vajilla elegante. Cogeré el tazón con las dos manos para sentir bien el calor. Serviré vino en abundancia. Acercaré discretamente la cara a la mesa para poder olisquear la sopa intentando identificar el aroma de cada uno de los ingredientes por separado. Removeré varias veces la sopa con una cuchara grande, a poder ser de plata. Miraré de reojo al resto de comensales y no probaré la sopa hasta que alguno de los componentes de la mesa no se haya decidido a probarla. No se trata de cortesía, ni mucho menos, sino de cierto instinto de supervivencia ya que este tipo de platos suelen mantener el calor durante mucho tiempo. Esperando a otros comensales evito quemarme la punta de la lengua.