domingo, 3 de febrero de 2013

CAP.CCXXI.- Bocetos del nuevo/viejo Madrid.


Hay días nítidos, cristalinos, en los que las ideas  y las decisiones van apareciendo de modo estructurado; todo parece sencillo, lógico, se concatena en el tiempo hasta terminar formando una construcción sólida, asentada sobre una base estable. Esos días te levantas y te acuestas con la sensación de ser una fortaleza inexpugnable. Avanzas como un panzer hacia tus objetivos convencido de que son los mejores.

Por suerte no todos los días son iguales, si encadenas muchas jornadas excesivamente sólidas corres el riesgo de convertirte en un bloque de cemento, o quizás de mármol si tienes un alto concepto de ti mismo. El problema que tiene la gente excesivamente sólida es que cuando cae al agua se hunde sin remisión.

Por eso termino prefiriendo y refugiándome en los días en los que uno anda más dubitativo, en los que inicia cien proyectos o valora cien ideas sin decidirse por ninguna; son días sinuoso, llenos de meandros y de afluentes por los que te vas dispersando. Inicias y abandonas tareas que inevitablemente retomas al cabo de un tiempo, a veces pasan meses, incluso años. A diferencia de lo que decía el viejo Heráclito yo creo que uno termina bañándose dos veces en el mismo rio ya que los retos no culminados terminan por reaparecer.

Toda esta reflexión tiene mucho que ver con los intentos de estos últimos días de escribir una entrada en el blog. Ciertamente después de terminar un capítulo de la novelilla por entregas quedo un tanto postrado; no es lo mismo aprovechar un rato de paz familiar para teclear una receta, contar una batallita y colgar un cuadro pintón en apenas dos o tres folios que ponerse a redactar un capítulo de una novela frívola que, por poco que ocupe, me lleva diez o doce páginas. Puede que espacie un poco más las aventuras del Zascandil para evitar luego estas lagunas.

El jueves creía haber disfrutado de uno de esos días sólidos, en los que uno puede asentar las bases casi de toda una vida, sin embargo el viernes, el sábado e incluso este arranque matinal de domingo me permiten descansar aliviado, nada de lo visto, vivido y meditado el jueves será irreversible.

El jueves por la tarde di un paseo por mi viejo barrio. De los 13 a los 25 años viví en Madrid, en el barrio de Chamberí, justo en el límite de Moncloa. Un barrio que en su día fue luminoso, alegre, un barrio universitario, plagado de colegios mayores y de pisos de alquiler. Durante la guerra civil aquel barrio no era sino un gran descampado con pinares y montículos suaves, allí se libraron parte de las escenas más cruentas de la toma de Madrid. La república había diseñado lo que tendría que ser aquel barrio, sin embargo terminó siendo un barrio de vencedores donde se construyó no sólo la universidad, sino también el hospital militar, la residencia de profesores y cientos de viviendas de militares y funcionarios, todos ellos se consideraban ganadores de la guerra civil. Era un barrio discretamente ajardinado, cercano al parque del oeste; de calles amplias y arboladas.

Ya antes de abandonar Madrid el barrio se había degradado y se había convertido en un abrevadero de adolescentes, una sucesión de bares y de tiendas sin mucha gracia.

Aquellos profesores, militares y funcionarios que poblaron en su día el barrio ya se han jubilado y los que no pudieron vender sus casas en plena especulación desesperan ahora escondidos en pisos destartalados, llenos de desconchones y con muchos metros cuadrados sin utilizar. Los baldosines de las aceras están descabalados, casi nadie recoge los excrementos de sus perros, hasta el punto de que parece que haya más perros que personas en la calle. Sigue siendo un barrio luminoso pero las luces de invierno apenas dan calor.

Es conveniente hacer pruebas de resistencia sentimental y esforzarse por pasar por el portal de la vieja casa, constatar que puedes caminar sin nostalgia. Me resultó más duro comprobar que habían cerrado la heladería Los Alpes, en un día un referente vital que atesoraba más de cuarenta referencias heladas algunas de ellas audaces para su tiempo, como el helado de roquefort. Le di vueltas a una posible entrada alrededor de los helados, miles, que llegamos a tomarnos en Los Alpes y a los botecillos de un litro con horchata o granizado de limón.

Pasé también por puerta del Manolo, un restaurante de los de toda la vida. Durante los dos últimos años de universidad éramos capaces de pasar a tomar el aperitivo a las doce de la mañana, faltando a las últimas clases, y salir tambaleándonos de madrugada después de haber arrasado con toda la cerveza del local mientras los camareros iban sacándonos tapa tras tapa hasta que a partir del mediodía nos pasaban de tapadillo platos de callos, de paella, pimientos rellenos de morcilla, incluso en una ocasión unas chuletillas de cordero con patatas fritas y ajos. En aquella barra reinaba Luís, el pipas, que luego murió en los trenes de Atocha el 11 de marzo de 2004.

Me había avisado de que mi librería de toda la vida estaba a punto de cerrar, la visité con miedo ya que desde hace 35 años mantengo una cuenta de librería que me permite más de un homenaje. Por suerte seguía en su sitio, un poco menos destartalada, pero allí se mantenía mi librero, un impenitente socio del atleti de Madrid por el que no pasan los años, y Salva, de quien sigo pensando que ha escrito una novela que no se atreve a publicar, eso que ya debe haber cumplido sesenta años. Sin embargo los libros en papel les conversan intactos, puede que no salgan al exterior. En la librería además de renovar mis votos después de dos años de ausencia, aproveché para comprar el testamento político de Santiago Carrillo, una poesía completa de Marcel Proust, la última novela de Barnes y la primera de García Montero, unos ensayos de pintura de Muñoz Molina y varios libros de historia. Puede que tarde meses en leer todo ese material, no tengo prisa.

Ya por la noche unos amigos me llevaron a cenar a Sacha, un clásico comedor burgués en el que el maitre llama a los clientes por su apellido con el punto justo de cordialidad y respeto que exige el protocolo. Los platos que probamos hubieran pasado con nota el examen de los años cincuenta del siglo pasado, cuando empezó el desarrollismo; seguramente también el examen de los sesenta, un poco más alocados ya que la economía empezaba a ir mejor; en los setenta, con el relajo de las costumbres los guisos hubieran estado en su mejor momento ya que mantenían un toque contestatario. Tampoco hubieran sacado mala nota en los ochenta, con el desmelene de libertad. El tono burguesote de los noventa tampoco les encajaba mal. Cruzado el siglo XX y llegando al XXI, ya con el marchamo de un clásico sus platos – inmutables durante décadas – seguían dando la talla. El vino de la casa unos magnum de Valtravieso, al centro de la mesa unas alcachofas fritas, anchoas, canelones de pollo en pepitoria, almendras fritas y una ensalada de aguacates con cebolleta. Yo me cené un villagodio napado con tuétano, contundente.

Si tuviera que reseñar un plato, de los que no probé aunque llegara a la mesa, me detendría en el cardo con bacalao, un plato que hubiera pasado sin problemas la travesía de cincuenta años de vida del restaurante; seguro que estaba en la carta desde el primer día. No he localizado la receta del cardo con bacalao de Sacha, tuve la oportunidad de verlo durante unos instantes, olerlo y poco más, sin embargo me veo con el ánimo de desentrañar la receta: Cardo con bacalao para cuatro personas.

Se necesitan dos o tres cardos hermosos, cierto es que venden unas conservas de cardo que no están nada mal.

Seis piezas de bacalao debidamente desalado, preferentemente lomos de bacalao islandés con su piel.

Aceite de oliva, ajo, almendra marcona picada, sal y perejil fresco.

Se lavan y se limpian los cardos, se les quitan las hebras más bastas y se cortan. Las pencas de cardo más adecuadas para el guiso son aquellas que tienen dos o tres dedos de ancho, hay que partirlas en trozos medianos de dos o tres dedos de altura. Es importante reseñar que el ingrediente principal del plato son los cardos, podrían sustituirse por pencas de acelga sin ningún problema, por lo tanto es básico que sean de calidad, no muy bastos, que se limpien bien y se desenhebren con paciencia.

El cardo una vez limpio y troceado se pone en una cazuela con agua fría abundante, un chorrito de limón, sal y una cucharada rasa de harina. Cuando rompe a hervir se baja el fuego y se mantiene durante media hora. Pasado ese tiempo se sacan las piezas de cardo, se escurren y se pasan a otra cazuela con agua también, esta vez hirviendo y se dejan cociendo diez minutos más.

En una paella ancha se pone un chorro generoso de aceite de oliva, cuando esté caliente, sin humear, se pasan los lomos de bacalao desalado, primero por el lado de la piel – tres minutos -, se les da la vuelta y se les mantiene dos minutos más antes de retirarlos y dejarlos escurrir. En las recetas tradicionales el bacalao está en el fuego durante todo el guiso pero con los años se ha ido imponiendo el criterio – a mi juicio razonable – de someter a los pescados a cocciones más cortas.

En el aceite en el que hemos confitado el bacalao, añadimos unos ajos laminados – tres o cuatro dientes -, meneamos un poco la paella para que la gelatina que ha soltado el bacalao vaya ligándose con el aceite formando un pilpil; hay que tener cuidado de que no se quemen los ajos. Cuando empiezan a dorarse se baja el fuego al mínimo y se le añade una cucharadita de harina – en algunos recetarios hablan de maicena pero creo que no es necesario ya que con el pilpil ligero y la harina se liga bien la salsa -. Tostada la harina se le incorporan dos cucharadas soperas de almendra cruda picada y se tuestan también, se le añade una pizca de sal y poco a poco se va haciendo una salsa a base de incorporar el caldo de la segunda cocción del cardo.

Cuando la salsa ha adquirido el grosor deseado se incorporan los cardos, que se distribuyen por el fondo de toda la paella. Cuando el cardo tome calor se añaden de nuevo los lomos de bacalao, que se distribuyen hasta quedar cubiertos en sus dos terceras partes por la salsa. Tres minutos más a fuego suave, moviendo con dulzura la paella para que trabe todo el guiso y antes de llevarlo a la mesa se le espolvorea perejil fresco picado.

Dos posibles variantes, la primera la de trabar la salsa con un poco de vino blanco, sobre todo si se ha utilizado cardo en conserva. La segunda, poner unas hebras de azafrán justo después de añadir las almendras.

Este es un plato que exige pan.

Como me estoy haciendo mayor y lo de cenar fuera de casa entresemana empieza a pasarme factura, no me atreví a tomarme un gintonic tras la cena. Alargamos uno poco la sobremesa y a eso de la una de la madrugada estaba ya encamado, pensando que, por suerte, el día no había sido tan sólido como aventuraba, que dejaba recodos suficientes por rellenar, tareas pendientes que podrían demorarse. Al apagar la luz recordé detalles que justificarían otra entrada distinta, como la de que en Madrid desde la Cibeles a la Plaza de España hay cerca de medio centenar de edificios abandonados, que prácticamente no quedan cines en el centro. O que en Sacha a eso de las once de la noche llegaron los principales concertinos de la orquesta de cámara de Washington a cenar, que lo hicieron acompañados de sus instrumentos; que “el todo Madrid” estaba escandalizado por los sobres de Bárcenas, aunque nadie estaba dispuesto a dejar de cenar; que volvía el frio, que anunciaban nieblas durante todo el día siguiente.

El viernes, de regreso a casa, busqué en nuevas referencias de la red un cuadro que encajara en mi periplo madrileño; estaba empeñado en encontrar un cuadro suficientemente sólido, sin embargo quedé encandilado con un boceto de una cocina de un pintor ingles de perfiles clásicos, ahogado en los ismos de principios del siglo XX, Frederick William Elwell. Puede que al final todo sea mucho más ligero de lo que nos empeñamos.

2 comentarios:

  1. Que bien relatada esta experiencia diletante.
    Parece que te he acompañado en el paseo y en la cena, que no en el encamado posterior.
    Me encanta la receta porque el cardo y el bacalao "se juntan" estupendamente.
    El cuadro da un poco de grima pero los colores me gustan.
    Y...me siguen gustando más las entradas normales que las novelas, pero las leo igualmente.
    LSC

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  2. Nostálgico recuerdo al "barrio", sinceramente, yo después de tantos años circulando por ellos, cada vez lo frecuento menos, me parece hasta ingrato no sentir nada cuando paso, cosa que hago con frecuencia en autobús y eso sí, miro de refilón al pasar por delante de la casa y hasta me da pena no sentir nada. Me hice el propósito al dejarlo que nunca había que echar la vista atrás y que los recuerdos hábía que aparcarlos y vivir solo en el presente. El cardo con bacalao no discuto que esté bueno pero yo no saldría a cenar y lo pediría. El cuadro tampoco me convence. Otra vez será. Jubi

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