domingo, 24 de febrero de 2013

CAP.CCXXVI.- La canelonización de la pepitoria.


La canonización del canelón, la canelonización, es un ejemplo de cómo una receta en principio de aprovechamiento termina convirtiéndose en un plato principal. El pasado viernes yo canelonicé un pollo en pepitoria intentando emular un plato probado hace un mes en el Sacha de Madrid.

El punto de partida es la receta de toda la vida del pollo en pepitoria; compré dos pollos de oferta en el super que sofreí cortados en octavos y cuatro dientes de ajo abiertos de un golpe de cuchillo; en cuanto la piel del pollo ganó un poco de color retiré el pollo y en la grasilla que dejó sofreí un par de cebollas. Fuego suave.

Saqué los dientes de ajo y los coloqué en el mortero para picarlos con una pizca de sal, perejil fresco y almendra picada – los recetarios tradicionales advierten que bastan 12 almendras marconas, yo utilicé alguna más -, pimienta y unas hebras de azafrán.

Cuando la cebolla quedó transparente añadí ¼ de litro de oloroso seco – una manzanilla -, subí un poco el fuego y en cuanto se evaporó el alcohol vacié el mortero en el sofrito removiendo para que las almendras, el ajo y el resto de especias se diluyeran en el futuro caldo.

Reincorporé los trozos de pollo a la salsa y cubrí de caldo toda la carne deshaciendo en la salsa dos yemas de huevo duro. El fuego volví a dejarlo muy suave durante para dejar que se terminara de cocinar el pollo a fuego lento, cruzando los dedos para que no se quede duro. Hay quien aprovecha los hígados del pollo para el majado, yo no lo hice para que la salsa quedara más ligera.

Guisado el pollo lo dejé reposando unas horas y después fui sacando pieza a pieza de pollo para deshilacharlo con los dedos y reservarlo en una bandeja cuidando que no queden huesecillos.

Hay que picar todavía un poco más el pollo, al que le añadí dos huevos duros también picados, una manzana pelada y picada, un puñado de avellanas y otro puñado de pasas sin pepita. Con todos estos ingredientes bien pringados de la salsa de la pepitoria tenía ya organizada la farsa del canelón.

Mientras hervía el agua para cocer la masa pasé por la batidora el resto de la salsa, puse media cebolla picada en una sartén; cuando la cebolla estuvo hecha deshice una cucharada sopera de harina para hacer un remedo de bechamel en la que sustituí la leche por la salsa de la pepitoria.

Hice una bandeja grande de canelones, cubierta con la salsa engordada de la pepitoria que gratiné al horno sustituyendo el queso rallado convencional por almendra picada que fue tostándose.

La canelonización de la pepitoria fue el plato central de una de las cenas del diletante que abrí con una croqueta hecha con restos del puchero, una crema de zanahoria y calabaza con  gominolas de oporto, sopa de cebolla con queso gruyere, una ensalada de rucula y pera, otra nizarda con cogollos, judía verde, anchoas, huevo de codorniz y patata hervida (pasadas por la sartén); también hubo un hueco para un revoltillo de setas con huevos rotos y de postre mousse de chocolate.

Cayeron varias botellas de vino empezando por un habla el silencio, después un 14 kilos mallorquín, Matarromera y Pesquera; con el canelón en pepitoria perdimos el sentido y abrimos una botella de flor de pingus que nos obligó a improvisar unas puntas de queso para apurar los últimos restos de vino. Aún hubo tiempo para una sobremesa larga entorno a una botella de brandy, un malta de nombre cómico – Tomatin – o gin tonic, en función de las apetencias del respetable, que se mantuvo animado hasta las cuatro de la mañana, cuando empezó a caer una nevada de campeonato.

Recordando las palabras de Mikelin Flinn puedo asegurar que la cena fue homérica, como homérica fue la resaca del día siguiente. Es de agradecer que las resacas nos devuelvan a la cruda realidad, de no ser así no pararíamos de comer y de beber nunca.

Cerramos el menú con un cuadro de ecos surrealistas, una cena en la terraza de un castillo frente al mar.

miércoles, 20 de febrero de 2013

CAP.CCXXV.- Memoria difuminada de un estofado.


El próximo viernes vienen unos amigos a cenar, me hace mucha ilusión porque llevo meses sin darle en serio a los fogones; además el diletante amplia plantilla ya que dos de los invitados tendrán su primer contacto con los rigores de la diletancia.

Mientras llega el viernes yo de momento sigo con mis follones, de momento en 5 días he tenido que ir dos veces a Salamanca con el aliciente de una huelga de Iberia que ha eliminado los vuelos directos, por lo que de los cinco días he pasado 30 horas entre trenes, aviones y autobuses.

Ventajas, durante estas 30 horas me ha dado tiempo de leer prácticamente de todo, incluida una estupenda novela de un amigo ambientada en Valladolid a principios del siglo XVII. He comido de maravilla en Salamanca y al enseñarme la biblioteca en una visita privada me han enseñado los preservativos que escondían los frailes en el XVIII en los breviarios y misales. La carne es débil, gracias a dios.

El problema fundamental ha sido que para hacer planificar la cena prácticamente de memoria. Aseguran que tengo buena memoria, yo no lo tengo tan claro. Creo que tengo una memoria bastante vistosa pero muy caprichosa. Uno termina por domesticar la memoria y llevarla a donde uno quiere.

Yo he conseguido llevarme bien con mi memoria y jugar con ella. Hasta ahora cada vez que he escrito una receta en el blog he comprobado los pasos o medidas en algún libro, esta va a ser la primera vez que escribo una receta de memoria, sin el complemento de ningún papel. No adelanto ninguno de los platos del viernes.

Compré en la carnicería la semana pasada una cola de carne de morcillo, el resto de una pieza grande, en Cataluña al morcillo le llaman “Tall que es pela”. El morcillo es una carne muy melosa, especialmente buena para estofados.

La pieza que tenía despistada la carnicera pesaba poco más de medio kilo, me lo partieron en daditos de tres centímetros de ancho por cinco de largo – más o menos -. Los pasé por harina y pimienta, no me gusta salar la carne antes de rehogarla porque dicen que pierden más rápido el líquido y quedan duras, manías de viejo.

Rehogué la carne con un poco de aceite en la olla express, lo justo para que se tostara un poquito. La retiré y en el mismo aceite rehogué una cebolla entera picada y una zanahoria, a fuego suave con tres dientes de ajo, pimienta negra molida, una pizca de comino, otra de mostaza en polvo, jengibre en polvo también, laurel, cardamomo y cominos – bien mirado hice casi un curry casero.

Cuando la cebolla estaba pochada añadí un chorrito de vino blanco y dos vasos de agua, subí un poco el fuego y devolví la carne a la olla, cerré la tapa y dejé que subieran dos de las muescas de la válvula. Luego bajé el fuego al mínimo y lo dejé cinco minutos más.

Ya estaba hecho el estofado de memoria. Mientras la carne se guisaba corté cuatro patatas en daditos para hacerlas fritas. Una comida casi de colegio, estofado con patatas.

Puestos a hablar y a tratar de la memoria, el cuadro es una memoria de Venecia pintada por Howard Beer, un pintor inglés. Una imagen tan difuminada como mi memoria.
 

viernes, 15 de febrero de 2013

CAP CCXXIV.- Las estaciones del Zascandil. Tercera estación: Mi reino por un gazpacho.


LAS ESTACIONES DEL ZASCANDIL.3ª ESTACIÓN: MI REINO POR UN GAZPACHO.

 

Sábado, 8 de junio.- Daniel pasó la noche inquieto, encadenando pesadillas; el bebé no le ayudó mucho al descanso, se despertó en tres o cuatro ocasiones. Al amanecer Daniel claudicó, sacó a la pequeña de su cuna y la deslizó con cuidado entre las sábanas de la cama de matrimonio, instintivamente Mariela se abrazó a su hija y ambas engancharon rápidamente el sueño, ajenas a las primera luces del día.

Daniel en pijama, sin tiempo para poner el café, abrió el ordenador para revisar el correo de la enigmática señora Rênal:

“Esquivo Daniel: Pensé que en mi correo anterior habría abierto suficientes incógnitas como para excitar tu curiosidad… Anhelante se despide Mdme. Rênal.”

Era complicado especular sobre el origen del correo, no le cabía duda de que quien se lo hubiera remitido o bien le conocía con cierta profundidad o, cuando menos, se había ocupado de documentarse con alguien de su entorno. No creía en las casualidades, en los mensajes había suficientes referencias como para pensar que quien los enviaba era alguien cercano o que pretendía ser cercano, aunque pasa eso hubiera de remover viejas referencias adolescentes.

Lo razonable hubiera sido que le comentara los anónimos a Mariela, no era una mujer celosa ni mucho menos, se había acostumbrado a la vida más o menos nocturna de Daniel y la soportaba con cierto desdén; no preguntaba, no indagaba y sólo pedía que los días en los que él se acostaba tarde por las cenas o se debía levantar pronto para comprar no hiciera excesivo ruido para no despertarla ni a ella ni a la niña.

Probablemente con ese mismo desdén recibiría la noticia de esos mensajes insinuantes y probablemente sería el origen de algunas bromas sobre la incipiente fama de su pareja como cocinero mediático. Por otra parte la tentación de contestar al correo y sondear la posibilidad de conocer la verdadera identidad de la Sra. Rênal le producía cierto placer morboso. Daniel tenía amigos fascinados por el ligoteo en la red, por la creación de dobles o triples personalidades con las que iniciarse en el coqueteo virtual, incluso en el ataque abiertamente obsceno. Internet era el territorio ideal para ciertas perversiones y licencias.

Descartada la complicidad de Mariela, muy agobiada por la niña y por el trabajo, se planteó la posibilidad de pedir consejo a Petra; tampoco era una buena opción, no convenía quebrar la relación jefe empleada con confidencias personales, además Petra era lo suficientemente desenvuelta y directa como para contestar ella a las misivas de Mdme. Rênal. La opción de pedir ayuda a su hermana podría ser más útil, Daniel y Luz apenas se llevaban dos años, había ido juntos al Liceo Francés y ella conocía a todos o, por lo menos, a gran parte de los amigos de Daniel de aquella época lo que podría ayudarle a desentrañar el misterio, en el supuesto de que el origen de los correos se encontrara en la época y en la gente que conoció en el liceo; puede que Luz recordara algún amor frustrado o desatendido aunque tal vez ella pudiera ser cómplice de aquella broma, no era descartable que Luz directa o indirectamente estuviera detrás de los correos porque sólo en ella confluían las referencias de Francia, Matisse, Stendhal y la cocina. Además se daba la circunstancia de que Luz no le tenía especial simpatía a Mariela, la soportaba aunque a veces se le escapara en tono un tanto despectivo la frase: “La argentinita, que tiene los pies de cemento, no te dejará nunca volar, y aún te robará la cartera”. Mariela era hija de padres argentinos, llegó de niña a Barcelona, sus progenitores difundieron la idea de que habían venido huyendo de la dictadura militar a principios de los setenta del siglo pasado pero lo cierto es que no tardó en saberse que el padre de Mariela se había visto implicado en una estafa en Buenos Aires que les obligó a escapar ante el riesgo no ya de la cárcel sino de ser apaleado por los estafados. Mariela estaba convencida de que detrás de esa historia no había otro deseo que el difamar a su padre y que la historia de la estafa no era sino un invento de los propios militares. Fueran o no ciertas las informaciones Daniel decidió ponerse del lado de sus suegros y acallar cualquier rumor o comentario.

Si era Luz la que se escondía tras los correos y ponía así a prueba la estabilidad de la pareja a Daniel no le quedaban sino dos opciones, la primera la de mantener el silencio y esperar a que se aburriera su remitente anónima, la segunda contestar con interés y desenmascarar cuanto antes a su fingida enamorada.

Revisó nuevamente los dos correos y se aprestó a contestarlos convencido como estaba de que era Luz quien le proponía ese juego galante con fin de comprobar si la relación de Daniel con Mariela era suficientemente sólida o sí, como creía Luz, Daniel también zascandileaba en asuntos sentimentales.

“Traviesa Mdme. Rênal, recibí tanto su primera misiva como ésta última con cierta inquietud. Por las referencias que maneja sin duda sabrá que aunque no estoy casado llevo años emparejado felizmente y hace unos meses fui padre de una niña preciosa. En mis circunstancias no parece correcto embarcarse en galanterías, ni tan siquiera en aquellas que de modo frívolo o, cuando menos, ligero pudieran plantearse de modo epistolar.

No quiero que se moleste, me halagan mucho sus comentarios y en otras circunstancias personales y profesionales buscaría el modo de que nos conociéramos, incluso puede que me animara a cocinar sólo para usted, aunque de sus palabras creo entender que ya ha tenido ocasión de probar mis habilidades culinarias.

Le mentiría si le dijera que sus palabras me han dejado indiferente, veo que me conoce bien, conoce bien mi trabajo y los territorios en los que me muevo. Los cuadros de Matisse, que reproduce con cierta picardía, se encuentran entre los que más me gustan. Tanto las referencias pictóricas como su propio alías – Mdme. Rênal – me llevan a pensar que la influencia francesa va más allá del simple juego y que a usted, tanto o más que a mí, le fascina todo lo francés.

Me ha costado un poco descubrir el libro del que elige usted sus recetas pícaras, al final he caído en la cuenta de que maneja usted la versión española de “La Cucina impúdica”, la versión que yo manejo va acompañada de imágenes y estampas que hacen todavía más sugerentes los títulos de los platos que cocina el autor anónimo que hace casi cien años se animó a escribir este breve divertimento. Sabrá usted que el libro se publicó con la leyenda de “recetas secretas de una mujer de mundo reveladas a quien pretenda serlo”.

Espero que comprenda mi distancia y prevenciones, que no considere oportuno provocar ningún encuentro, ni tan siquiera fortuito; aunque para premiar su osadía le ruego que siga atenta el programa de radio en el que colaboro ya que tengo previsto cifrarle un mensaje que espero que reciba.

Cortésmente Daniel, conocido como el Zascandil”.

No quiso Daniel repasar su mensaje, rápidamente le dio a la tecla de enviar.

Aprovechando la tranquilidad de la mañana empezó a planificar la cena japonesa que le habían encargado. Barcelona estaba plagado de restaurantes japoneses, alguno de ellos excelente, estaba claro que los futuros comensales al acudir al Zascandil buscaban algún aliciente más.

Rebuscó entre los estantes del salón hasta recopilar todos los libros de cocina del Japón, la mayoría eran divulgativos, de enciclopedias de cocina internacional, había también una pequeña obra sobre técnicas para cortar el pescado y un vistoso recetario de Nobu, la franquicia de cocina Japo/americana que hacía las delicias de la clientela más cool de Londres, Nueva York y París. Visto así le parecía halagüeño que le hubieran elegido a él para preparar un evento gastronómico oriental.

Lo primero que tendría que hacer era hablar con su pescatera de confianza para que estuviera preparada el día de la compra, acudiría al mercado acompañado de los comensales y creía imprescindible cierto ceremonial que pasaba por visitar las cámaras en las que reposaban los pescados, debería pedirle que para ese día guardara grandes piezas sobre todo de túnidos y de pescados azules, no iría mal que le localizaran el llamado pez mantequilla, incluso algunas lubinas salvajes con las que poder preparar ceviches o tiraditos – ya se estaba despeñando hacia la deriva japo/andina, también de moda y mucho más cool.

Era esencial que la pescatera instruyera a los asistentes sobre el modo en el que calibrar la frescura del pescado, los indicadores que permitían identificar los excesos de plomo, cobre y otros metales en las piezas. Para aquella pantomima no le quedaba otro remedio que garantizar a la pescadería una compra mínima elevada para lo que no descartaba incluso la posibilidad de que los comensales pudieran comprar también pescado.

El segundo de los actos que debía programar era el de dar unas nociones sobre las técnicas para cortar el pescado, circulaban por la red cientos de videos de cocineros japoneses practicando el ritual del secado, limpieza y cortado del pescado para el sushi y para los rollitos. Le pediría a Petra que le filmara algunas tomas seleccionando y preparando las piezas para poderlas proyectar en los tiempos muertos previos a la cena, que vieran los comensales que el Zascandil era un experimentado sushiman; puede que tuviera que aderezar su biografía con un stage en Tokio, algo no del todo falso ya que pasó un invierno en Japón aunque no entre fogones, sino persiguiendo un amorío japonés que había conocido un verano en Granada.

Sería imprescindible contar con algún asistente asiático en la cocina, creía que no habría ningún problema, de hecho en su barrio había un sushi express que repartía a domicilio makis y tallarines, era un garito minúsculo llamado Doctor Wakanabe, lo regentaba una pareja, ella catalana/el japonés, no sería muy complicado pedirle al Wakanabe que durante una noche y por el módico salario de 300 euros se aviniera ayudarle en la cocina. Petra, Luz y el doctor Wakanabe eran una combinación lo suficientemente cosmopolita como para fascinar a sus clientes; en esta ocasión prescindiría de Germán – el conocido de su hermana – ya que su aspecto y maneras no terminaban de encajar en el ambiente sofisticado que pretendía imprimir a la cena.

Petra además de preparar el video y de ayudar en los fogones – tenía que sugerirle que se depilara los brazos y que se arreglara un poco el pelo -, debería hacer una selección de imágenes orientales que terminaran de configurar el clima del rebost; una opción podría ser la de elegir la serie japonesa de Monet, los cuadros de los jardines y mujeres con kimonos que había pintado tras su viaje a Japón.

Respecto de los platos a preparar creía que no habría muchos problemas si se planteaba dos licencias, la primera la de japonesizar algunas recetas de su repertorio habitual, la segunda la de incorporar platos que no siendo auténticamente japoneses tuvieran un toque oriental.

Sin solución de continuidad mandó un mensaje a Luz y a Petra convocándolas a una reunión ejecutiva el lunes a las 11 de la mañana, les acompañó un memorándum de la cena japonesas y les asignó ya algunas tareas preparatorias. El sábado fue un día absolutamente eufórico y japonés. El domingo, por el contrario, le asaltaron las dudas y a punto estuvo de rechazar el encargo, estaba perdiendo el estilo, el marchamo propio que le podría permitir despuntar; en pocas semanas había abierto muchos frentes – la radio, la publicidad de los supermercados, los nuevos menús del Zascandil -, ninguno de ellos era sólido, corría el riesgo de diluirse, de zascandilear. Pese a las dudas no le quedaba más remedio que aceptar el encargo, todavía no podía permitirse el lujo de rechazar clientes.

Mariela aprovechó la tranquilidad del domingo para terminar de aclarar las perspectivas del verano, ella sólo tenía 20 días de vacaciones; otros años Daniel aceptaba pasar unas semanas ayudando en el restaurante de un hotel en LLança, en el alt ampordá; el hotel le facilitaba una habitación y cierta flexibilidad de horario, sobre todo a medio día, aunque por las noches debía oficiar su papel de chef con ínfulas vanguardistas – espumas, gelés y en saladas orientales -. A Mariela le gustaban esos días de playa y pensaba que el primeros días de playa de la pequeña serían divertidos, de hecho había animado a sus padres a reservar unas noches en ese mismo hotel.

Daniel eludió tomar una decisión definitiva, estaba pendiente de saber si entrarían nuevas reservas en el Zascandil y las expectativas de ampliar sus intervenciones en la radio. Mariela se enfadó y le aseguró que ella y la niña irían en todo caso a la playa de Llança.

 

El lunes por la mañana tuvo la reunión operativa con Luz y con Petra; el chico de doctor Wakanabe había mostrado interés por la propuesta pero le resultaba imposible acudir a la primera reunión. Petra recibió con cierta perplejidad las indicaciones y tareas del jefe, aprovechando un instante de relax colgó en todas las pantallas del rebost una imagen divertida y apostilló.


-      Herrrr ZascÁndil creo que estás patinando. Terminarás haciendo tacos tex-mex y poniendo corridos mejicanos.

A Luz se le escapó una sonrisa, aunque el gesto seco de Daniel le llevó a seleccionar las primera imágenes japonesas de Monet.

A última hora de la mañana Daniel recibió una llamada del productor del programa de radio, no eran instrucciones pero sí sugerencias no del todo vinculantes: La cadena de supermercados había sacado para la temporada de verano una línea de gazpachos de marca blanca, Gazpachos de confianza, que convenía promocionar; Daniel recibiría unas muestras ese mismo lunes por si podrían servirle como inspiración para la próxima receta. Los datos de audiencia eran esperanzadores y la productora se planteaba incluso poder proponerle un espacio semanal, un consultorio culinario de confianza.

Un espacio semanal no sólo mejoraría la estabilidad económica del proyecto, también le permitiría estabilizar una plataforma permanente de publicidad del Rebost, propondría, si era posible gestionar el consultorio desde su cocina, ayudado por una webcam que le permitiera publicitar en streaming el programa.

Se pasó la mañana mandando mensajes a Mariela, intentando recomponer los equilibrios quebrados durante el fin de semana, le propuso incluso prepararle una comida especial los dos mano a mano en casa. Agobiado por los silencios mandó un mensaje al hotel de Llançá aceptando la oferta de incorporarse como cocinero para los cookshows de la noche, el contrato sería por un mes y medio, en idénticas condiciones que los años anteriores, con la única salvedad de que este año necesitarían una cuna en la habitación; además consiguió que a sus suegros les hicieran un descuento especial del 25% por las cinco noches reservadas. Después de mandarle un último mensaje informando a Mariela de sus decisiones estivales consiguió que ella bajara las defensas y le contestara que prefería que tomaran una ensalada por el centro, tenían que comprar algo de ropa de verano para la pequeña. Se tomarían la tarde libre.

El martes acudió al mercado, le costó mucho convencer a Mariloli, la pescatera, para que le dejara organizar la gira por el mercado con parada en las cámaras frigorífica.

-      Mi niño – le dijo la pescadera -, ya sabes que eso está prohibido, como me pillen los inspectores del ayuntamiento se me cae el pelo.

Tras garantizarle a Mariloli que el gasto en pescado del grupo podría llegar a superar mil euros, la pescatera dio su brazo a torcer, incluso aceptó que fuera el doctor Wakanabe quien diera las explicaciones referidas a la frescura del pescado.

El resto de semana discurrió tranquila y Daniel pudo preparar unas notas para la radio. Gazpacho, mi reino por un gazpacho. Daniel recordó que meses antes se habían descubierto los restos del Rey Ricardo III, el monarca británico cruel y contrahecho al que Shakespeare había puesto en su boca la frase de: Un caballo, mi reino por un caballo. Daniel se puso ante el micrófono del ordenador para dar el alarido:

-      Un gazpacho, mi reino por un gazpacho. Aprietan los calores y todos daríamos nuestro reino y quién sabe si incluso parte de nuestra vida por un gazpacho de confianza, un gazpacho casero que aspirara a ser algo más que un zumo de tomate aguachinado y cargado de vinagre. Para un gazpacho de confianza es necesario contar con productos frescos, de confianza…

Para el éxito de su nueva intervención en el programa era esencial que Daniel no hubiera llegado a probar el gazpacho industrial que recibía por cortesía de su patrocinador, de hecho no podía ni tan siquiera tener los envases a la vista, fueron directamente al consumidor de la basura.

-      El acierto de los gazpachos – continuó – está en la calidad de los tomates, preferiblemente de pera y en el instrumental empleado; os recomiendo que lo paséis y coléis mediante un colador de los llamados chinos. Si vais a utilizar la batidora es preferible que peléis antes los tomates, para que no queden los restos de pellejos en el gazpacho. En cada casa cada madre tenía un truco para personalizar el gazpacho, para hacerlo de su entera confianza, estaban las que recomendaban añadir media manzana starky pelada, o media zanahoria pelada también; las que sustituían el pan de barra del día anterior por pan de molde; la que no utilizaba pepino o la que añadía unas semillas de comino; otras recomendaban quitarle el corazón a los ajos, incluso escaldarlos antes en agua hirviendo durante dos o tres minutos, el tiempo mínimo para que perdieran bravura. Estoy seguro que termina por haber tantos gazpachos como madres y que todos pensamos que como el gazpacho de casa ningún otro.

Tomó aire y detuvo la grabación durante unos minutos para revisar los libros que tenía extendidos sobre la mesa.

-      No voy a daros la receta del gazpacho auténtico, no porque no exista sino porque en mi caso se trata de un secreto casi de estado, un secreto que sólo estará al alcance de los que se animen a comer o cenar en mi restaurante. Pero creo que es divertido hacer referencia a algunos posibles gazpachos aún a sabiendas de que hoy por hoy hemos terminado llamando gazpacho a cualquier crema fresca de verduras y hortalizas. El gazpacho nació en principio como un plato humilde, de aprovechamiento, era un modo de utilizar los tomates golpeados o pasados; sin embargo con el paso del tiempo el gazpacho ha terminado por colarse en los salones más distinguidos y es un plato fundamental en verano en cualquier mesa. Para el programa de hoy he rebuscado en mi biblioteca y he encontrado un recetario de altísima alcurnia, el recetario de la Casa de Alba, en el año 2010 Eva Celada publicó para la editorial Grijalbo un libro titulado “La cocina Actual de la Casa de Alba”, allí aparece una docena larga de cremas frías a las que llaman gazpachos, cremas de toda índole con la característica fundamental de ser frescas, por lo tanto muy apropiadas para afrontar los calores estivales. Hoy recopilo alguno de estos gazpachos, los que me parecen más originales empezando por uno hecho con melón y menta para el que se necesita un melón de dos kilos debidamente pelado y despepitado, el zumo de un limón, que sustituye al tradicional vinagre, y un chorro de aceite de oliva, sal y pimienta según gustos y un par de ramas de menta fresca; se pasa todo bien por la batidora, se cuela y se deja reposar. La duquesa, que al parecer es muy aficionada al picante, le añade unas gotitas de tabasco. Este gazpacho se presenta a la mesa con unas tiras de bacón fritas y con unas hojitas picadas de menta para adornar; no creo que esta receta tenga ningún problema para aceptar también un dientecillo de ajo.

-      En este mismo libro aparece también otra crema original, un gazpacho de lechuga, para el que se necesitan dos lechugas medianas bien limpias, en vez de las lechugas romanas o de orejas de burro podríamos utilizar cuatro cogollos de lechuga. Se lavan y escurren bien, se pican y se mezclan con dos yogures naturales sin azúcar, un diente de ajo, un chorrito de vinagre de jerez y otro de aceite, sal y pimienta. Se pasa por la batidora la mezcla y se rectifica con agua en función de las apetencias de consistencia de los comensales, se cuela y se deja reposar y enfriar en la nevera. Se presenta en la mesa con huevo duro picado y un puñadito de alcaparras.

-      También reseña un gazpacho de remolacha, pepino y queso gruyer. La base de este gazpacho es un pepino pelado, media cebolla, ½ kilo de remolacha cocida, 1 kilo de tomates de pera y dos dientes de ajo; se pasa toda esta mezcla por la batidora mezclándolo con un chorrito de vinagre de jerez y una buena dosis de aceite, sal y pimienta; al final se le añade agua fresca hasta lograr el espesor que agrade al cocinero. Se sirve frio con trocitos de queso gruyer y unos daditos o tiras de remolacha cocida.

-      Por lo visto a la duquesa también le gusta una crema de tomate y albahaca, sin ajo y sin otras verduras, la crema de yogur y pepinos; ya veis que el gazpacho lo aguanta casi todo. Para acabar, atendiendo a una consulta que me ha hecho una oyente misteriosa, madame Rênal, os apunto una última receta de un gazpacho/crema de zanahorias. Madame Rênal me sugiere que afronte alguna receta de contenido afrodisiaco y yo me he animado a retocar la receta originaria añadiéndole un trocito de raíz de jengibre, le dará un toco exótico y sensual a una crema que ya de por sí es muy apetecible. Para esta receta se necesita un pimiento rojo, dos tomates rojos, medio kilo de zanahorias y 4 zanahorias baby adicionales, orégano, zumo de limón, aceite y sal; a estos componentes yo le añado, en homenaje a esta oyente, un dadito de raíz de jengibre pelado y unas gotitas de salsa perrins que seguro que mi enigmática madame agradecerá. Para hacer esta crema hay que empezar pelando las zanahorias y partiéndolas en dos o tres trozos cada una, se poner a cocer durante 3/4 minutos con una pizca de sal. Cuando pasen los cinco minutos se escurren y enfrían rápido – es una crema de verano, no un puré. Una vez fríos se pasan al vaso de la batidora, al que se incorporan los dos tomates pelados y, en la medida de lo posible, despepitados, así como el pimiento, el dadito de jengibre, el zumo de un limón, sal, una pizca de orégano y pimienta. Se traba la crema con un chorro de aceite de oliva y se le añade un vaso de agua fría. Se cuela la crema y se deja enfriar. Se sirve adornado con hojas de orégano y con las zanahorias baby cortadas en rodajitas. Es sin duda una receta propicia para los rituales de amor.

Daniel remitió el archivo de sonido a Petra para que lo pasara a papel y pudiera revisarlo; mandaría la receta a la radio con el margen de unos días por si era necesario pulirla; esperaba que con sus comentarios la patrocinadora del espacio quedara satisfecha y pudiera colar después las cuñas promocionando el gazpacho de confianza, un gazpacho que el Zascandil había tirado directamente a los contenedores de basura.

Transcurrieron los días sin grandes sobresaltos y Daniel afrontó su programa dedicado a los gazpachos; ese día se levantó animado y terminó especialmente satisfecho del brío y la soltura con la que había ido desgranando todas y cada una de las recetas y consejos. Media hora después de haber terminado su intervención recibió un nuevo mensaje de Madame Rênal:

“Pícaro Daniel: No te negaré que tu respuesta por correo me dejó un tanto fría, desilusionadas; sé perfectamente cuáles son tus circunstancias personales y el efecto que podrían producir mis interferencias. A pesar de todos los pesares lo cierto es que la atracción y deseo que siento por ti me arrastra a ser osada e intentar contagiarte de mi osadía.

Acabo de escucharte en la radio y no te quepa duda de que prepararé la receta, aunque nada me agradaría más que ver como la preparas mientras yo te aguardo recostada en una tumbona, tomando el sol.

Por lo que te leo y escucho me temo que nuestro posible encuentro queda todavía lejano, pero no me resisto a provocarte y a decirte que el próximo sábado asistiré a un concierto de un cuarteto de cuerda que hay programado en la Pedrera, es un concierto nocturno; nada me excitaría más que podernos cruzar clandestinamente y rozarnos entre penumbras. No creo que estés todavía en condiciones de reconocerme, aunque probablemente habrás ya especulado con mi identidad y aspecto. Claro que nos hemos visto en más ocasiones de las que piensas, aunque probablemente te habré pasado desapercibida, de ahí mi reto, de forzarte a escrutar entre las personas que acudirán a ese concierto. Como quiero ponerte las cosas fáciles y que no te escuden en excusas absurdas para eludir mi envite te aseguro que hay a tu disposición dos entradas en la taquilla de la Pedrera, van a tu nombre.

                Compruebo tu sagacidad y descubro que has adivinado mis referencias culinarias, cierto es que manejo la edición ilustrada de la Cocina Impúdica, editado en castellano por Ediciones TREA en 2005. Dado que tú me has dedicado una receta erótica esta mañana en la radio te acompaño yo la cita de otra receta erótica, una crema de apio, dice internet que Sus largos tallos poseen androstenona y androstenol, dos feromonas naturales, que producen un efecto de atracción en el sexo opuesto. Cuando una persona come un trozo de apio, libera moléculas de estas sustancias en la boca. Éstas viajan a través de la garganta hasta la nariz. Una vez allí, las feromonas producen un aroma casi imperceptible que ayuda a que (especialmente las mujeres) se sientan más atraídas. Además, el apio contiene muy pocas calorías y es una alimento que tiene mucha fibra. Así, que se puede comer todo lo que se quiera, sin preocuparse por el peso.

                Ahí va mi cita, cargada de androstenona y androsenol. Crema de Apio: Mientras me tiraba de los lazos del corpiño ante la chimenea llamada del torneo, en la galería del Hotel Jacques Coeur, Mme. H.B. me dijo que acababa de recordar un proverbio que repetía su abuela cuando ayudaba a limpiar las verduras. Si l’homme savait l’effet du céleri, il en remplirait son courtil”… Para empezar escalda dos grandes corazones de apio y resérvalos aparte. Después diluye 250 gramos de harina de arroz e medio litro de leche fría. En una olla lleva casi a ebullición medio litro de caldo de pollo. Ayudándote con una varilla, añade la harina de arroz al caldo y bátelo para que no queden grumos. Añade los dos corazones de apio y dos dientes de ajo y cuece el preparado durante al menos una hora y media a fuego leento. Pasa el contenido de la olla por la estameña y vuelve a ponerlo al fuego. Añade un vasito de nata líquida fresca, una pizca de nuez moscada, una de pimienta y rectifica el punto de sal. En el momento de servir la crema, en una sopera previamente calentada, espolvorea con un par de cucharadas de queso gruyer.

                Esta crema tiene un defecto, concluyó Mme. H.B., es deliciosa solo si la acompañas con una copa de champán.

                Ya ves, deseado Zascandil, que mi receta puede ser tanto o más afrodisiaca que la tuya; como también lo puede ser la nueva reproducción de Matisse.
 

Indaga en Matisse y a lo mejor descubres un poco más de mí.

Ilusionada se despide Mdme. Rênal”.

domingo, 10 de febrero de 2013

CAP:CCXXIII.- Pequeños fracasos cotidianos.


La primera vez que se coló una almendra amarga en un ajo blanco seguramente el cocinero se llevó un disgusto tremendo, probablemente lo mismo le sucedió a quien añadió por despiste un chorrito de vinagre a unas lentejas; sin embargo esas pequeñas incidencias han terminado por formar parte de todos los recetarios.

Me enfrenté al sábado asumiendo que surgirían incidencias en la cocina, que la receta que pretendía preparar distaría mucho de los originales que había consultado y, lo que podía ser más frustrante, que si me acercaba a cualquier pastelería conseguiría comprar un brioche infinitamente mejor que el que pudiera salir del horno de casa. Sin embargo me vi con suficiente ánimo como para preparar las dos masas disociadas, dejar que fermentaran en un rincón cálido de la cocina antes de mezclarlas. Mezcladas había que dejar que reposaran y crecieran durante más de dos horas antes de meter la masa en el horno con cuidado para que no rebosara el molde.

Hacer un brioche casero no deja de ser un ejercicio de estilo que suele generar frustraciones, sobre todo en invierno porque las masas suben más despacio – es casi imposible encontrar una habitación en la casa que esté a 25/30 grados de manera constante.

La repostería casera suele salir mucho más sosa de lo que consiguen los pasteleros, además los bizcochos en pocas horas dejan de estar esponjosos y van adquiriendo una textura casi pétrea, sin embargo pocos placeres hay tan grandes para un cocinilla que el de sacar un tremendo bizcocho del horno, tras casi 40 minutos de lenta cocción, y disfrutar del olor a masa horneada por toda la casa.

Quedé corto de azúcar y me arrepentí de no haber incluido en la mezcla unas pasas, incluso unas pepitas de chocolate. En todo caso senté las bases para preparar un tremebundo panetonne en pocas semanas gracias, fundamentalmente, a la magia de la levadura de panadero de maicena, un preparado en polvo que cuando lo compré me generó muchas dudas.

Días antes había recorrido, en vano, la mayoría de las panaderías del barrio pidiendo una pizca de levadura de panadero; no encontré esa levadura en ninguna de ellas, entre otras razones porque prácticamente en ninguna de las panaderías al uso suele haber obrador de pan, se contentan con meter en un horno industrial un preparado precocinado que reparten a primera hora de la mañana; tal vez por eso alguna de las dependientes me miró extrañado cuando le pedí, le supliqué, una onza de levadura de panadero.

Además de realizar un ensayo para un futuro panetonne, había muchas razones para abordar el ensayo de un brioche. Es una gozada poder llenar la cocina de harina, pringarse los dedos e ir formando una gran bola de masa que hay que estrujar, estirar y golpear hasta conseguir que sea una pasta brillante y flexible.

Tarea principal la de que la el mármol de la cocina estuviera impoluto, no hay nada tan desagradable como ver motas de polvo y restos parduzcos en las masas pasteleras.

Los niños cumplieron con su papel y terminaron con restos de harina por todas partes, les divertía ayudar a preparar un bizcocho cuyo principal secreto era maltratar la masa, darle puñetazos y lanzarla contra el mármol con la mayor de las violencias. Lo de la mantequilla les resultó un poco más incómodo, pero tuvieron el brío suficiente como para conseguir una bola flexible que retorcían y estiraban entre carcajadas.

No es fácil encontrar un momento para hacer un brioche sin ayuda de máquinas, hay que disponer de cierta paz durante varias horas, de buscar la música que acompañe una rutina que puede terminar por ser aburrida. Probablemente es necesario tener cierto estado de ánimo para afrontar una receta a sabiendas que no podrá competir con la de la pastelería de la esquina, de cualquier esquina.

Hace unas semanas vi una peliculilla ligera, El Chef, ligera pero entretenida. El protagonista, Jean Renô, es un chef a punto de perder sus estrellas Michelin que busca desesperadamente la inspiración. En una de las escenas de la película discute con su hija, a punto de leer la tesis doctoral, que le reprocha que nunca le ha prestado especial atención. El chef la noche antes de que la hija lea la tesis – sobre literatura rusa del XIX – vela su sueño y le prepara un desayuno a base de espectaculares brioches glaseados recién hechos.

No sé si era porque mi hija regresaba de pasar unos días en Budapest el domingo, lo cierto es que el sábado me vi con ese estado de ánimo que me permite afrontar la tarea de un brioche. Mientras me peleaba con la masa uno de mis hijos me comentaba ufano que un amigo suyo del colegio aseguraba que yo era el mejor cocinero del mundo. Tuve que aclararle a mi hijo que no era así, que era un cocinero voluntarioso y aplicado pero que no era ni mucho menos el mejor cocinero del mundo, ni siquiera el segundo. Me costó convencerle y de hecho al final me preguntó que si por lo menos conocía al mejor cocinero del mundo, por suerte pude comentarle que sí que había tenido la oportunidad de conocer al quien se consideró durante años el mejor cocinero del mundo, a Ferrán Adriá, y que incluso ahora había ido al restaurante de los hermanos Roca, que creía que eran los mejores de la actualidad.

No sé si mis esfuerzos en la cocina podrán formar parte de la educación sentimental que requieren los hijos y que si dentro de las atenciones que exigen la de los guisos podrá cubrir otras carencias. En todo caso parece que les divierte verme entre fogones preparándoles la comida, la cena o alguna golosina aunque ciertamente cuando les di a probar el brioche me pidieron que lo untara con nocilla.

Hay que asumir esas pequeñas frustraciones, puede que se compensen cuando aborde el panetonne soñado por Federico Felini.

Mientras la masa se sometía a una de las fermentaciones preparé unos judiones de la granja con codornices, una receta no exenta también de posibles incidentes. El viernes por la tarde compré unas codornices que dejé aliñando con hierbas provenzales, sal, pimienta, comino y un limón partido en 4. También puse en remojo unos judiones de la Granja que llevaban en la alacena muchos meses, le añadí al agua una pizca de bicarbonato para evitar el riesgo de que quedaran muy tiesas.

El sábado sofreí en la olla espress cuatro dientes de ajo pelados, una cebolla hermosa picada y dos zanahorias peladas y picadas también. Dejé que la verdura se atontara bien antes de añadir 3 codornices adobadas desde el día anterior. Hasta que la piel no quedó dorada no añadí los judiones, previamente escurridos, con un litro de caldo de carne y un ramillete buquet garní.

Las instrucciones de la olla recomendaban 10 minutos de cocción, pero como la judía llevaba puede que un año olvidada preferí prolongarlo unos minutos más.

El resultado más que aceptable, aunque las codornices se han convertido en hebras de carne separada de los huesos. Hoy las hemos comido después de llevar a los niños al futbol por primera vez en su vida.

Como cuadro uno de cocinas y cocineros de Germain Theodore Ribot, un pintor francés de la segunda mitad del XIX. No está mal poder disfrutar de pequeños fracasos cotidianos.

miércoles, 6 de febrero de 2013

CAP:CCXXII.- La tribu de Can Cufa.


La wikipedia define la sociología como la ciencia que estudia los fenómenos colectivos producidos por la actividad social de los seres humanos, dentro del contexto histórico-cultural en el que se encuentran inmersos.

Al margen de modas la gastronomía, la cocina debe considerarse un fenómeno colectivo en la medida en la que se caza, se pesca o se recolecta para alimentar a la prole, la cocina surge de una necesidad o de una voluntad colectiva y enseguida se convirtió en una excusa para reunir en torno a una hoguera o en torno a una mesa a personas que además de comer y de beber, disfrutaban contando historias propias o ajenas, reales o inventadas.

Aunque he de reconocer que disfruto mucho yendo a comer solo a los restaurantes, lo cierto es que desde siempre lo que me ha gustado de la cocina es la capacidad que tiene para estructurar grandes o pequeñas tribus y la pertenencia a una tribu, o un grupo o colectivo, es uno de los factores que da más tranquilidad y estabilidad a las personas, incluso a aquellas personas que, como a Groucho Marx, no le gustaría formar parte de un club que tuviera a gente como él de socio.

En el concepto o idea de tribu hay una componente de afinidad o complicidad que termina interpretándose en clave gamberra. Los componentes de una tribu utilizan palabras cuyo significado sólo conocen ellos, hacen referencia a batallas que sólo conocen ellos, juegan con sobreentendidos y con roles que a veces pueden parecer crípticos desde fuera pero que generan mucho regocijo entre los miembros de la tribu.

Las tribus que se estructuran en torno a la cocina son tribus que normalmente disponen de varios brujos o chamanes, al fin y al cabo la cocina no es sino un ejercicio de superchería generado a partir de la combinación más o menos armónica de los alimentos.

Yo tengo la suerte de pertenecer a muchas tribus, algunas de ellas extremadamente peculiares, y de todas ellas la tribu de los “cufos” puede que sea de las más sorprendentes y divertidas. Solo la generosidad de dos buenos amigos – Maite y Rafa – ha permitido que confluyan en torno a una mesa personas tan distintas y, sin embargo, tan afines. Es una suerte contar con amigos generosos dispuestos a organizar tribus modernas y esforzarse porque tiempo después de su arranque sigan siendo frescas, divertidas y sugerentes.

La tribu de los cufos, responsable de las series de can Cufa, tiene cierta vocación universal, sin embargo problemas de espacio, de intendencia y de logística nos impiden ampliar nuestro radio de influencia más allá de los 12/14 comensales, ni las mesas ni las cocinas modernas tienen capacidad para albergar a más de 12/14 comensales con un mínimo confort.

Cerramos el año pasado un primer ciclo de cenas de Can Cufa, seis en total, cerca de 80 recetas con sus correspondientes presentaciones. Rafa está trabajando en el recetario con las fotos y anécdotas entre los fogones y en torno a la mesa. El sábado pasado fuimos convocados para inaugurar la segunda tanda de encuentros y acudimos con cierta inquietud por saber qué novedades nos deparaba la tribu, novedades inevitables ya que cuando nos conjuramos hace más de un año lo hicimos con la idea e intención de ser y mantenernos originales.

Para estas segundas series algunos apuntes sutiles que pueden convertirse en novedad, como puede ser el hecho de que cada plato se esposara a un licor, vino o cerveza, una prueba de alto riesgo que superamos con habilidad hasta el punto de que ninguno de los comensales se emborrachó, fuimos todos comedidos hasta el punto de mezclar en una gran cuba metálica restos de cava, vinos varios, champagnes, sakes y cervezas.

Diez platos en total conformaron las pruebas, diez propuestas divertidas, medidas y comedidas para que la cena no terminara astragándonos. A lo largo de la noche supimos que una docena larga de huevos de codorniz hubieron de convivir a oscuras en una caja de cartón durante más de una semana con una trufa negra para que se impregnaran de sus aromas, yo llegué a creen que los anfitriones habían alimentado a base de trufas a varias codornices durante el invierno.

La trufa también acompaño a un tempura de alcachofas y calçots.

La crema de calabaza era en apariencia clásica, pero un fondillo de aceite de ajos fritos y una cobertura de espuma de mascarpone la modernizaron.

El rape también iba en tempura – de hecho muchos preparados se fueron concatenando -, con el añadido de unas ostras con crema de roquefort. Es curioso comprobar cómo cuando se sirven ostras en una comida enseguida surgen las anécdotas sobre las ostras y sus riesgos gástricos. Hay otros manjares más anodinos que no dan para una sola batallita, sin embargo la ostra arrastra a zonas tenebrosas, también placenteras, del subconsciente de cualquier gourmet.

Muy fresca la gelatina de mojito y contundente el ciervo presentado en carpacio, en tartar y en civet; a juicio de todos el mejor de los platos de la sesión, sobre todo porque algún despistado al leer el menú – 3 formas de veure el cervol – pensó que nos lo beberíamos en vez de comerlo.

Hubo incluso hueco para los postres, un brownie de chocolate con mermelada de fresa y una nueva espuma, esta vez de gintonic con cítricos y frutos rojos.

Dejaba para el final el plato a mi juicio emblemático, el que condensa parte de la filosofía de la tribu, eran unas múrgulas – colmenillas – rellenas de foie que se acompañaban con un vino blanco del penedés que se parecía al Sauternes. Los anfitriones encontraron las colmenillas en Canadá, concretamente en Vancouver, y trajeron un par de paquetes de setas desecadas en el avión con el principal fin de agasajar a los amigos. Solo si hay pasión la gente está dispuesta a guardar en la maleta un paquete de setas que han de cruzar el atlántico.

No me han desentrañado la receta, me imagino que debe ser muy parecida a la que me aventuro a compartir.

Lo primero que hay que hacer es hidratar las colmenillas, yo suelo utilizar agua tibia, pongo las setas en un tupper, las cubro de agua y las tapo, en 5/6 horas las setas están hidratadas y el agua toma un color parduzco ideal para luego utilizarlo en el caldo.

Una vez hidratadas las setas se retiran del agua. Con tres o cuatro chalotas, en función del tamaño, se prepara un sofrito picándolas en juliana, a fuego suave, a media cocción se le añade una pizca de sal y un poco de pimienta, además se disuelve en el sofrito media cucharada de harina, que ha de tostarse por completo.

Cuando la harina esté tostada se le pone un vaso cumplido de vino, el que utilizaron fue el Botritys Noble, Nadal 1510 de 2001, muy parecido al penedés. Medio brick de nata para cocinar (120 gramos) y un vaso del agua en la que hidratamos las setas. Hay que tener cuidado de que la salsa no rompa a hervir ya que si hierve hay riesgo de que se corte la nata.

Cuando la salsa ya tiene el espesor deseado se le añade una punta de foie, no hace falta que sea muy grande, bastará con un trozo de poco más que la yema del dedo gordo, y se deshace en la salsa.

Finalizada la salsa se rellenan las múrgulas más grandes, 2/3 por comensal, con ayuda de una manga pastelera; hay unos foie que presentan ya en mousse que permiten manipularlos mejor en los rellenos, basta con dejar que tomen un poco de temperatura sacándolos de la nevera un par de horas y cuando estén blanditos manejarlos con ayuda de una manga o de una jeringa de repostería. Se templan un poco en la misma sartén con la salsa y se sirven.

Así las cosas entre las múrgulas de Vancouver y la mermelada de fresas que año tras año va enlatando Ferrán iniciamos la segunda tanda de cenas de la tribu de Can Cufa, el único problema es que la próxima cena me toca prepararla a mi.

Para desengrasar una cocina Pop de una pintora contemporánea inglesa Suzanne Treister.

domingo, 3 de febrero de 2013

CAP.CCXXI.- Bocetos del nuevo/viejo Madrid.


Hay días nítidos, cristalinos, en los que las ideas  y las decisiones van apareciendo de modo estructurado; todo parece sencillo, lógico, se concatena en el tiempo hasta terminar formando una construcción sólida, asentada sobre una base estable. Esos días te levantas y te acuestas con la sensación de ser una fortaleza inexpugnable. Avanzas como un panzer hacia tus objetivos convencido de que son los mejores.

Por suerte no todos los días son iguales, si encadenas muchas jornadas excesivamente sólidas corres el riesgo de convertirte en un bloque de cemento, o quizás de mármol si tienes un alto concepto de ti mismo. El problema que tiene la gente excesivamente sólida es que cuando cae al agua se hunde sin remisión.

Por eso termino prefiriendo y refugiándome en los días en los que uno anda más dubitativo, en los que inicia cien proyectos o valora cien ideas sin decidirse por ninguna; son días sinuoso, llenos de meandros y de afluentes por los que te vas dispersando. Inicias y abandonas tareas que inevitablemente retomas al cabo de un tiempo, a veces pasan meses, incluso años. A diferencia de lo que decía el viejo Heráclito yo creo que uno termina bañándose dos veces en el mismo rio ya que los retos no culminados terminan por reaparecer.

Toda esta reflexión tiene mucho que ver con los intentos de estos últimos días de escribir una entrada en el blog. Ciertamente después de terminar un capítulo de la novelilla por entregas quedo un tanto postrado; no es lo mismo aprovechar un rato de paz familiar para teclear una receta, contar una batallita y colgar un cuadro pintón en apenas dos o tres folios que ponerse a redactar un capítulo de una novela frívola que, por poco que ocupe, me lleva diez o doce páginas. Puede que espacie un poco más las aventuras del Zascandil para evitar luego estas lagunas.

El jueves creía haber disfrutado de uno de esos días sólidos, en los que uno puede asentar las bases casi de toda una vida, sin embargo el viernes, el sábado e incluso este arranque matinal de domingo me permiten descansar aliviado, nada de lo visto, vivido y meditado el jueves será irreversible.

El jueves por la tarde di un paseo por mi viejo barrio. De los 13 a los 25 años viví en Madrid, en el barrio de Chamberí, justo en el límite de Moncloa. Un barrio que en su día fue luminoso, alegre, un barrio universitario, plagado de colegios mayores y de pisos de alquiler. Durante la guerra civil aquel barrio no era sino un gran descampado con pinares y montículos suaves, allí se libraron parte de las escenas más cruentas de la toma de Madrid. La república había diseñado lo que tendría que ser aquel barrio, sin embargo terminó siendo un barrio de vencedores donde se construyó no sólo la universidad, sino también el hospital militar, la residencia de profesores y cientos de viviendas de militares y funcionarios, todos ellos se consideraban ganadores de la guerra civil. Era un barrio discretamente ajardinado, cercano al parque del oeste; de calles amplias y arboladas.

Ya antes de abandonar Madrid el barrio se había degradado y se había convertido en un abrevadero de adolescentes, una sucesión de bares y de tiendas sin mucha gracia.

Aquellos profesores, militares y funcionarios que poblaron en su día el barrio ya se han jubilado y los que no pudieron vender sus casas en plena especulación desesperan ahora escondidos en pisos destartalados, llenos de desconchones y con muchos metros cuadrados sin utilizar. Los baldosines de las aceras están descabalados, casi nadie recoge los excrementos de sus perros, hasta el punto de que parece que haya más perros que personas en la calle. Sigue siendo un barrio luminoso pero las luces de invierno apenas dan calor.

Es conveniente hacer pruebas de resistencia sentimental y esforzarse por pasar por el portal de la vieja casa, constatar que puedes caminar sin nostalgia. Me resultó más duro comprobar que habían cerrado la heladería Los Alpes, en un día un referente vital que atesoraba más de cuarenta referencias heladas algunas de ellas audaces para su tiempo, como el helado de roquefort. Le di vueltas a una posible entrada alrededor de los helados, miles, que llegamos a tomarnos en Los Alpes y a los botecillos de un litro con horchata o granizado de limón.

Pasé también por puerta del Manolo, un restaurante de los de toda la vida. Durante los dos últimos años de universidad éramos capaces de pasar a tomar el aperitivo a las doce de la mañana, faltando a las últimas clases, y salir tambaleándonos de madrugada después de haber arrasado con toda la cerveza del local mientras los camareros iban sacándonos tapa tras tapa hasta que a partir del mediodía nos pasaban de tapadillo platos de callos, de paella, pimientos rellenos de morcilla, incluso en una ocasión unas chuletillas de cordero con patatas fritas y ajos. En aquella barra reinaba Luís, el pipas, que luego murió en los trenes de Atocha el 11 de marzo de 2004.

Me había avisado de que mi librería de toda la vida estaba a punto de cerrar, la visité con miedo ya que desde hace 35 años mantengo una cuenta de librería que me permite más de un homenaje. Por suerte seguía en su sitio, un poco menos destartalada, pero allí se mantenía mi librero, un impenitente socio del atleti de Madrid por el que no pasan los años, y Salva, de quien sigo pensando que ha escrito una novela que no se atreve a publicar, eso que ya debe haber cumplido sesenta años. Sin embargo los libros en papel les conversan intactos, puede que no salgan al exterior. En la librería además de renovar mis votos después de dos años de ausencia, aproveché para comprar el testamento político de Santiago Carrillo, una poesía completa de Marcel Proust, la última novela de Barnes y la primera de García Montero, unos ensayos de pintura de Muñoz Molina y varios libros de historia. Puede que tarde meses en leer todo ese material, no tengo prisa.

Ya por la noche unos amigos me llevaron a cenar a Sacha, un clásico comedor burgués en el que el maitre llama a los clientes por su apellido con el punto justo de cordialidad y respeto que exige el protocolo. Los platos que probamos hubieran pasado con nota el examen de los años cincuenta del siglo pasado, cuando empezó el desarrollismo; seguramente también el examen de los sesenta, un poco más alocados ya que la economía empezaba a ir mejor; en los setenta, con el relajo de las costumbres los guisos hubieran estado en su mejor momento ya que mantenían un toque contestatario. Tampoco hubieran sacado mala nota en los ochenta, con el desmelene de libertad. El tono burguesote de los noventa tampoco les encajaba mal. Cruzado el siglo XX y llegando al XXI, ya con el marchamo de un clásico sus platos – inmutables durante décadas – seguían dando la talla. El vino de la casa unos magnum de Valtravieso, al centro de la mesa unas alcachofas fritas, anchoas, canelones de pollo en pepitoria, almendras fritas y una ensalada de aguacates con cebolleta. Yo me cené un villagodio napado con tuétano, contundente.

Si tuviera que reseñar un plato, de los que no probé aunque llegara a la mesa, me detendría en el cardo con bacalao, un plato que hubiera pasado sin problemas la travesía de cincuenta años de vida del restaurante; seguro que estaba en la carta desde el primer día. No he localizado la receta del cardo con bacalao de Sacha, tuve la oportunidad de verlo durante unos instantes, olerlo y poco más, sin embargo me veo con el ánimo de desentrañar la receta: Cardo con bacalao para cuatro personas.

Se necesitan dos o tres cardos hermosos, cierto es que venden unas conservas de cardo que no están nada mal.

Seis piezas de bacalao debidamente desalado, preferentemente lomos de bacalao islandés con su piel.

Aceite de oliva, ajo, almendra marcona picada, sal y perejil fresco.

Se lavan y se limpian los cardos, se les quitan las hebras más bastas y se cortan. Las pencas de cardo más adecuadas para el guiso son aquellas que tienen dos o tres dedos de ancho, hay que partirlas en trozos medianos de dos o tres dedos de altura. Es importante reseñar que el ingrediente principal del plato son los cardos, podrían sustituirse por pencas de acelga sin ningún problema, por lo tanto es básico que sean de calidad, no muy bastos, que se limpien bien y se desenhebren con paciencia.

El cardo una vez limpio y troceado se pone en una cazuela con agua fría abundante, un chorrito de limón, sal y una cucharada rasa de harina. Cuando rompe a hervir se baja el fuego y se mantiene durante media hora. Pasado ese tiempo se sacan las piezas de cardo, se escurren y se pasan a otra cazuela con agua también, esta vez hirviendo y se dejan cociendo diez minutos más.

En una paella ancha se pone un chorro generoso de aceite de oliva, cuando esté caliente, sin humear, se pasan los lomos de bacalao desalado, primero por el lado de la piel – tres minutos -, se les da la vuelta y se les mantiene dos minutos más antes de retirarlos y dejarlos escurrir. En las recetas tradicionales el bacalao está en el fuego durante todo el guiso pero con los años se ha ido imponiendo el criterio – a mi juicio razonable – de someter a los pescados a cocciones más cortas.

En el aceite en el que hemos confitado el bacalao, añadimos unos ajos laminados – tres o cuatro dientes -, meneamos un poco la paella para que la gelatina que ha soltado el bacalao vaya ligándose con el aceite formando un pilpil; hay que tener cuidado de que no se quemen los ajos. Cuando empiezan a dorarse se baja el fuego al mínimo y se le añade una cucharadita de harina – en algunos recetarios hablan de maicena pero creo que no es necesario ya que con el pilpil ligero y la harina se liga bien la salsa -. Tostada la harina se le incorporan dos cucharadas soperas de almendra cruda picada y se tuestan también, se le añade una pizca de sal y poco a poco se va haciendo una salsa a base de incorporar el caldo de la segunda cocción del cardo.

Cuando la salsa ha adquirido el grosor deseado se incorporan los cardos, que se distribuyen por el fondo de toda la paella. Cuando el cardo tome calor se añaden de nuevo los lomos de bacalao, que se distribuyen hasta quedar cubiertos en sus dos terceras partes por la salsa. Tres minutos más a fuego suave, moviendo con dulzura la paella para que trabe todo el guiso y antes de llevarlo a la mesa se le espolvorea perejil fresco picado.

Dos posibles variantes, la primera la de trabar la salsa con un poco de vino blanco, sobre todo si se ha utilizado cardo en conserva. La segunda, poner unas hebras de azafrán justo después de añadir las almendras.

Este es un plato que exige pan.

Como me estoy haciendo mayor y lo de cenar fuera de casa entresemana empieza a pasarme factura, no me atreví a tomarme un gintonic tras la cena. Alargamos uno poco la sobremesa y a eso de la una de la madrugada estaba ya encamado, pensando que, por suerte, el día no había sido tan sólido como aventuraba, que dejaba recodos suficientes por rellenar, tareas pendientes que podrían demorarse. Al apagar la luz recordé detalles que justificarían otra entrada distinta, como la de que en Madrid desde la Cibeles a la Plaza de España hay cerca de medio centenar de edificios abandonados, que prácticamente no quedan cines en el centro. O que en Sacha a eso de las once de la noche llegaron los principales concertinos de la orquesta de cámara de Washington a cenar, que lo hicieron acompañados de sus instrumentos; que “el todo Madrid” estaba escandalizado por los sobres de Bárcenas, aunque nadie estaba dispuesto a dejar de cenar; que volvía el frio, que anunciaban nieblas durante todo el día siguiente.

El viernes, de regreso a casa, busqué en nuevas referencias de la red un cuadro que encajara en mi periplo madrileño; estaba empeñado en encontrar un cuadro suficientemente sólido, sin embargo quedé encandilado con un boceto de una cocina de un pintor ingles de perfiles clásicos, ahogado en los ismos de principios del siglo XX, Frederick William Elwell. Puede que al final todo sea mucho más ligero de lo que nos empeñamos.