martes, 31 de julio de 2012

CAP.CLXVII.- Foie en papillote de hoja de higuera presocrática.


Incluso para el viajero más frívolo que se embarque por las islas griegas le resultará inevitable dedicar unos minutos a la mitología y la tremenda influencia de aquella cultura en nuestra forma de ser y de pensar.

Incluso en los cruceros más borregueros sobre todo cuando se ven las islas desde el mar uno entiende las aventuras y desventuras de dioses contra hombres, desplazarse de una isla a otra, algo que ahora parece una tontería, se podía convertir en la tarea de un héroe, del mismo modo que apenas en un istmo de distancia pudiera haber un universo de diferencias – quien conozca mallorquines y menorquines sabrá de qué estoy hablando.

Por suerte ese influjo presocrático desaparece en cuanto se pisa tierra y uno se da cuenta de que el adocenamiento del mundo mundial hace que un paseo por una playa en Mikonos pueda no distar mucho de ese mismo paseo en Benidorm.

A cuarenta grados a la sombra y con los niños buscando una heladería es complicado encontrar una higuera que permita evocar a Aristóteles perorando. Nunca fui una persona dotada para la filosofía, lo intenté con Marx y con Hegel, dediqué hora a Kant y a algún otro alemán de apellido impronunciable, incluso Ortega y Aranguren me resultaban fatigosos; solo Witgestein y su Tractatus me dieron un poco de paz intelectual, más que nada porque la última de sus frases, disciplinadamente numeradas, era tan sencilla y, a la vez, tan compleja como la de “de lo que no se puede hablar es mejor callarse”. En muchos sentidos soy deudor estético del Tractatus, aunque en mi evolución intelectual la ficción ha terminado imponiéndose a la sesuda disciplina de la filosofía.

Pese a mi extrema flojera intelectual he de decir que me gustaría poder dar con la higuera de Aristóteles para ser capaz de decir: Aristóteles estaba convencido de que esta higuera que contemplo desde mi ventana no es una higuera primordialmente por su pertenencia al género universal de las higueras (o -mejor aún- de "la higuera"), sino porque su constitución y funciones específicas e individuales son las de una higuera, y no las de una cabra, una nube o un  trozo de feldespato. Aristóteles insiste  una y otra vez en que resulta absurdo que para explicar lo más propio y profundo de un ser de la naturaleza se recurra a algo que propiamente no es este ser (=la Idea universal o genérica).

No poder descifrar la angustia vital de Kierkegard, no me impide abordar con idéntico rigor recetas imposibles, como las de Alain Ducasse, que cocina un filete de foie-gras de pato de las landas en hojas de una higuera que solo estaría a la altura del cocinero si fuera la higuera que albergó a Aristóteles y a sus seguidores.

Dispondremos de un filete de foie, voy a traicionar a Ducasse y voy a utilizar el de Imperia, sazonándolo con sal fina; hay que hornear el filete con una sartén, poner el horno a 200º y dorar la pieza por las dos caras. Si el horno funciona bien el dorado se hace en pocos minutos, luego hay que pasarlo a una bandeja de pyrex, subir el horno a 220º grados – a tope, vamos -, envolverlo en hojas de la higuera mitológica, engrasadas con la grasa de pato; se improvisa así un papillote – una cocotte – que permitirá terminar de hacer el foie en 7 minutos. Una pizca de sal maldon y un poquito de pimienta – una mignonnette en la terminología de Ducasse – dejarán el filete a punto.

El siguiente paso es una mezcla de pimientas molidas a mano en un mortero: 15 gramos de pimienta negra de Sarawak, 5 gramos de pimienta larga, 2 de Sichuan y dos más de pimienta de Java – solo el recorrido de la pimienta es casi una vuelta al mundo.

El tercer paso es una salsa de higos “acidulada” que parte de un caldo de pato hecho con los cuellos de un pato – de las landas of course -, que hay que sofreírlo en una cazuela a fuego suave para que se caramelice y se desgrase. Cuando empiece a sudar se añade un diente de ajo en láminas, y una chalota también picada, el fuego sigue suave, no pueden tostarse los vegetales. Se cortan 3 higos en cuartos, un poco de cáscara de naranja y otro poco de cáscara de un limón de Mentón; cuando se traben las cáscaras con elsofrito se añade el zumo de una naranja y el del limón de mentón, un chorrito de vinagre de jerez y otro de oporto – si el oporto se reduce antes mejor, la receta indica que son 30 cl de oporto y 5 de vinagre de jerez. Un cuarto de litro de caldo de pato completa el inicio de la salsa.

Cuando haya dado un hervor de 20/25 minutos se retira, se desgrasa y se limpia de impurezas. Ya purificado el caldo se incorpora una hoja de higuera, 15 granos de pimienta negra, 2 gramos de Sichuan, 3 bayas de cardamomo, una pizca de pimiento de Espelete y la mezcla de pimientas que pasamos por el mortero.

Todo ha de cocer a fuego lento hasta conseguir la consistencia de un jarabe. Hay que probar el mejunje para saber si falta sal, rectificar el especiado e incluso la acidulez, que puede aplacarse con un chorrito de agua. El objetivo es encontrar el equilibrio de sabores. Se tamiza la salsa con un paño limpio y se reserva.

El plato termina con unos nabos de rama estofados en mantequilla – 30 gramos – y un vasito de caldo de ave. Estofados los nabos y cortados en rodajas se terminan de glasear con la salsa acida.

El plato va a la mesa con el filete de foie encerrado en su cocotte de hojas de parra, al abrirlo  se le añade la salsa acidulada y los nabos laminados. Se salpimenta el foie al llevarlo a la mesa y se acompaña cada plato con un higo fresco abierto en cuartos con un poquito de sal y un hilo de aceite de oliva.

A partir de un proceso de preparación tan snob, cada uno que tome de la receta lo que más le guste y con los ingredientes más caseros que intente emular al gran y distante Ducasse.

Mientras tanto Aristoteles y Platón pasean, de la mano de Rafael Sanzio, envueltos en túnicas. Yo, con este calor abandono el capricho de encontrar la higuera que me devuelta el candor por la filosofía y corro al txiringuito a conseguir una cerveza.

domingo, 29 de julio de 2012

CAP.CLXVI.-Sardeles Plaki.


La verdad es que en esos planes iniciales del verano me reservaba una entrada de sardinas para mi bajada a Salobreña, sin embargo enredando en internet esta tarde me he encontrado con una receta griega – las sardeles plaki – que ha desbaratado todos mis planes; la receta ha aparecido por casualidad, cuando buscaba el nombre de algún pescado autóctono griego por la red; no es muy complicada, pero la breve entradilla que la acompañaba era sumamente evocadora.

La página web en cuestión se llama In the food for love, es española, aunque no lo parezca - http://inthefood4love.blogspot.com.es/2012/05/sardinas-con-calabacines-al-horno.html -, y arranca de este modo: “Sabores de Lesbos es un recetario maravilloso, repleto de recetas cuidadas al detalle, buenos consejos prácticos y excelentes fotografías. Pero en su libro, Effie no solo nos descubre la rica tradición culinaria de su isla natal, Lesbos, sino que también relata con mucha chispa recuerdos de su infancia, cuando recopilaba en un cuaderno las recetas que pedía a su madre, su abuela, las madres de sus amigas, sus vecinas, etc. Nos cuenta, por ejemplo, cómo su abuela cruzaba en barca dos veces al año a la cercana costa turca para ir a recoger la cosecha que producía el terreno de sus suegros. Y la barca regresaba rebosante de legumbres, uvas pasas, pasturmás (chacina de tradición bizantina elaborada mediante el curado de carne de vacuno o incluso de camello), longanizas, delicias turcas, berenjenas secadas al sol, ristras de tomates, frutos secos, orejones, agua de rosas y rakí (aguardiente). Entremezclados con las especias y las cacerolas, este y otros muchos recuerdos reflejan una parte de la historia moderna de Grecia”.

Podría lanzarme un farol y contar que navegando en balandro frente a las costas de Lesbos gané la orilla a nado para tomarme unas sardinas en un chamizo en la playa; no será así, viajo en un barco grande, en un crucero, y Lesbos no está entre las paradas previstas, ni pasamos cerca.

 Para 4-6 personas

 Ingredientes:

1 kilo de sardinas

 3 tomates maduros grandes

 ½ kilo de calabacines

 1 buen puñado de perejil fresco, picado muy finito

 3 dientes de ajo laminados o machacado

 1 taza de aceite de oliva

 80 ml de vino blanco o 1 vasito de ouzo

 1 c.s. azúcar

 Sal

 Pimienta negra recién molida



Elaboración: Precalentamos el horno a 170ºC.

 Limpiamos las sardinas quitándoles las tripas y las escamas. Retiramos la cabeza y la espina. Las lavamos muy bien y las dejamos escurrir sobre papel de cocina.

 Lavamos los tomates y retiramos las semillas. Los pasamos por el rallador de mayor grosor y desechamos la piel.

 Lavamos, secamos y troceamos los calabacines en láminas finas.

 Pincelamos un molde para horno con la mitad del aceite, distribuimos las láminas de calabacín en filas y las sazonamos. Cubrimos con los filetes de sardinas, añadimos el tomate y el vino, y agregamos la sal, el azúcar, la pimienta y el perejil. Añadimos el ajo y el resto del aceite.

 Horneamos durante 20-25 minutos aproximadamente.



Sugerencia: si deseamos obtener un sabor aún más pronunciado, podemos sustituir el perejil por albahaca fresca.-

Me atrevo a meterle un poco de mano a la receta planteando la posibilidad de presentar el plato con un poco de ralladura de cáscara de limón, en alguna ocasión tendré que escribir sobre la buena/mala relación entre los cítricos y los pescados.



Buceaba en la red buscando un cuadro con peces plateados, supuse podría ser algo de Klee, al final me llevé una sorpresa divertida ya que hay un pintor cubano muy joven que se llama Yampierre – se escribe así, lo prometo – Sardina; se venden sus cuadros a poco más de 35 euros en la red; me encanta la desfachatez con la que algunos países sudamericanos se pasan por el forro la vieja tradición de poner nombre en Europa, Yampierre bien merece un hueco en el corazón del diletante, que este atardecer no alcanzará las playas de Lesbos, aunque no descarta hacerse con unas sardinas en cualquier otro puerto.

viernes, 27 de julio de 2012

CAP. CLXV.- Tiempo de Kerasus.


Kerasus era una pequeña ciudad de la costa del Mar Negro, una colonia griega en la que la que un general romano en plena horda invasora encontró unos arboles para él desconocidos cargados de pequeños frutos de color rojo intenso; llevó varios de aquellos arbustos a Roma y acogidos por el imperio los frutos del árbol de Kerasus tardó poco en convertirse en las actuales cerezas.

Supongo que el general romano debió invadir el pequeño poblado en el mes de mayo, justo en el tiempo de la recolección de las cerezas.

Para una generación anterior a la mía las cerezas tienen un punto melancólico, probablemente marcado por la novela de Montserrat Roig, Tiempo de Cerezas.

No es agosto tiempo natural de cerezas, aunque hayamos conseguido que durante todo el año haya cerezas en los mercados, pueden ser chilenas, turcas o del valle del Jerte, dependerá de la estación, aunque para los puristas las cerezas sólo pueden comprarse y consumirse como antesala del verano; las cerezas consumidas en noviembre no tienen la resonancia cansina que suele tener una gran fuente de cerezas olvidada en una cocina con las luces apagadas en una mediatarde calurosa de principios de junio, cerezas que se comen casi sin comer, a hurtadillas, yendo y viniendo a la cocina, mojándose los dedos con el chorro del grifo.

Cuando había fruterías – hubo un momento en el que desaparecieron y hace poco han vuelto a abrir, regentadas por ecuatorianos muy laboriosos -; como digo, cuando había fruterías regentadas por fruteros con batas azulonas que ordenaban las piezas con el cuidado de un orfebre, las madres bromeaban con los niños colocándoles las cerezas, con sus rabillos, como si fueran pendientes. Era una suerte la de atrapar casi con descuido ramilletes de hasta tres o cuatro cerezas de un brote común.  Los fruteros, de manera aplicada, distinguían entre las cerezas, las guidas y las picotas, estas últimas de un color más bermellón, mucho más hermosas y sin el rabillo juguetón.

Los demiurgos de la transgenia no han conseguido todavía clonar una cereza sin hueso, cuando lo consigan puede que el regusto amargo que dejan las cerezas casi al final desaparezca al eliminar la pizca de cianuro que tiene el hueso de la cereza. Aunque no hay que descartar que los transgenetistas consigan inyectar la dosis exacta de glucósicos cianogenéticos, que redondeen todos los matices del regusto a prunas.

Las cerezas, como las fresas, no cabe duda que como mejor están es recién cogidas y bañadas en un cuenco con cuatro cubitos de hielo. Cualquier manipulación convertirá a la cereza en otra cosa, no mala, pero sí distinta.

Hace algunos meses me atreví con un clafoutís de cerezas – creo -; ahora me animo con una moscovita de cerezas, la vieja bavaruá que aparecía en los recetarios de las abuelas, un postre que a duras penas se consigue encontrar ni tan siquiera en las cartas de los restaurantes más postineros.

Para una moscovita de cerezas se necesitan 200 gramos de pulpa de cereza, para la pulpa de cereza es necesario descorazonar, sin desgarros, por lo menos 350 gramos de cerezas bien maduras. Para que evitar los desgarros – si triste es descorazonar, mucho más lo es si se hace con desagarro – lo mejor es utilizar un pequeño y afilado cuchillo de cocina, aunque hay unas maquinitas divertidas e inútiles que sirven igual para deshosar una aceituna o para descorazonar una cereza.

Para hacer la pulpa no hay más que terminar el proceso de descorazonado y pasar la carne por la batidora, después se cuela para retirar impurezas y la pulpa está servida. Hay que tener cuidado de mezclarla con unas gotas de limón o de hacerla al momento para evitar que la fruta se oxide. Otra opción puede ser la de utilizar mermelada de cereza, en ese caso habrá que reconfigurar las cantidades de azúcar.

Para hacer la moscovita es necesario poner en una cacerola en frio 150 gramos de azúcar molido, cuatro yemas de huevo y una pizca de sal, mezclarlo bien y añadir medio litro de leche entera. Se pone la mezcla a cocer a fuego muy suave – esta es una receta que requiere cierta calma – y se va removiendo con cuidado retirando la cacerola justo cuando empiece a hervir.

En ese momento hay que tener preparada dos o tres hojas de gelatina sumergida en agua – las abuelas utilizaban como gelidificador la cola de pescado, eran otros tiempos -. Se mezcla la gelatina con la crema, pasando la crema de la cacerola a un bol cerámico. Los recetarios ortodoxos dicen que el bol ha de reposar sobre una base de hielo para acelerar el proceso de enfriado.

Se ha de mezclar bien y esperar a que empiece a que la crema quede bien refrescada – si no apetece lo del hielo y se anda pillado de tiempo es muy socorrido poner un papel film que cubra el bol y dejarlo en la nevera 20 minutos -. Cuando esté fría la mezcla se le añade la pulpa de las cerezas, incluso se pueden añadir unas cerezas deshuesadas, picadas y maceradas en licor (el marrasquino es el licor adecuado, pero cualquier aguardiente, incluso el ron pueden apañar la receta); se añaden 25 gramos de azúcar molido y, en función del grado de cremosidad que quedemos que quede al final podemos añadir o medio litro de nata montada (abstenerse de esta receta los amantes de la nata industrial que se vende como si fuera espuma de afeitar) o cuatro claras de huevo esponjadas a punto de nieve. Yo soy de los que prefiero las claras de huevo, manías de la liga anti leches.

En todo caso bien la nata montada, bien las claras al punto de nieve han de incorporarse con un cucharon, mezclando con cuidado, de arriba a bajo, con cierta parsimonia, para que no se chafe.

La moscovita puede pasarse a un molde redondo en forma de corona, o dejarse cuajar en el mismo bol.

La bavaruá es un postre que se toma frio, que ha de hacerse y manipularse en ambientes fríos y que no se puede dejar a la intemperie en verano porque la gelatina se deshace.

Se puede servir cubierta por nata, con un ligero coulis de cerezas, o con trocitos de cereza laminadas.

En el mundo de las cerezas está claro que el flamenco Osias Beert es el pintor más adecuado.


miércoles, 18 de julio de 2012

CAP. CLXIV.- Vacaciones no es equivalente a planes de vacaciones.


Empiezo las vacaciones. No es lo mismo empezar las vacaciones que hacer planes de vacaciones; hay quien pasa todo el año haciendo planes de vacaciones que a veces se cumplen, otras no. Hacer vacaciones es distinto de hacer planes de vacaciones.

Mis planes de vacaciones quedan sintetizados en este cuadro de Dufy.


Con la que está cayendo puede parecer una boutade, pero debería reivindicarse el derecho de cualquier persona a exigir cuarenta y cinco días de vacaciones; la gente tiene derecho a descansar, a reciclarse, a dedicar tiempo a la familia y a los amigos, incluso tiempo para uno mismo. Descansados somos más productivos intelectual y físicamente, de ahí esta reivindicación. Más felices=más productivos. Lo escribo justo ahora, cuando leo que el último decretazo ha dejado en los huesos mi régimen de permisos. Ellos se lo pierden, soy mucho más productivo en lo mío si estoy relajado.

Dentro de los planes de vacaciones en mi vertiente diletante me he propuesto hacer 12/15 entradas, en función de factores tan aleatorios como las posibilidades o no de dormir la siesta, del calor que haga a primera hora de la mañana, de las sorpresas de los mercados, de la intensidad de las brisas marinas, de las coberturas de la red.

Si todo va bien la mitad de las entradas irán destinadas a platos de pescado, la otra mitad a platos de fruta; recopilo algunas notas antes de partir para evitar llevar las maletas llenas de libros de cocina, también recojo algunas imágenes.

Los planes, por serios y rigurosos que sean no han de malograr alguna sorpresa que espero que venga, el mejor de los planes debería ceder ante la más liviana de las sorpresas.

Abrimos fuego con un plato controvertido y complejo, un rape con salsa de romesco.

Necesitamos un rape, mejor comprarlo entero – cabeza y barbas incluidas -, suelen ser muy aparatosos pero por 8 euros kilo se pueden encontrar rapes de casi dos quilos bastante dignos – con cabeza, barbas y espinas se puede hacer un caldillo de pescado muy aparente. Conviene no ser muy garrapo con el pescado porque he visto en ocasiones algunos rapes hinchados como vejigas con agua y amoniaco, lo que hace que cuando caen en la sartén se desaguan y malogran.

Se sacan los lomos del rape y se parte en rodajas hermosas.

Se sala el pescado, se pasa por harina y se fríe – fuego alegre – con un poco de aceite de oliva.

Dorado el pescado – no debe hacerse del todo, sólo un par de minutos para que se dore -; se reservan las porciones sobre papel absorbente.

Lo del romesco es una ciencia, una verdadera pelea entre marmitones. Para la salsa romesco me decanto por la poética de Comadira, que considera necesarios unos pimientos especiales para romesco, redondeados y dulzones, se venden secos – sirven las ñoras que sin grandes liturgias se encuentran en los supermercados -. Se ponen dos pimientos en agua tibia durante 45 minutos, se reblandecen y con un cuchillo se le extrae la pulpa.

En una sartén no muy grande se pone aceite y se fríe una rodaja de pan de barra, cuando esté dorada se retira y escurre; con el fuego suave se sofríe la pulpa, una pizca de guindilla y media cabeza de ajos pelados, con cuidado de que no se quemen.

El sofrito de pasa a un mortero con la llesca de pan frito y con la mano del mortero se va triturando, incorporando una docena de avellanas tostadas y peladas, una docena de almendras tostadas peladas, cuatro dientes de ajo crudos (no los fritos que ya están dentro, sino la otra mitad de la cabeza); unas hojas de perejil fresco. Esta es la base de la salsa romesco.

Para terminar de hacer el plato es necesario asar una cebolla pelada y un tomate. Cuando estas dos verduras queden bien escalibadas, bien melosas, se pelan y se dejan en una cazuela grande, con el fuego suave se va deshaciendo la verdura con ayuda de un par de vasos de vino blanco; la verdura ha de quedar como una crema más o menos fina a la que añadiremos las rodajas de pescado que se empape bien, luego se añade el contenido del mortero bien majado – el romesco tiene un atractivo color naranja -. Se menea la cazuela con cuidado de que no se desmonte el rape, si el mejunje queda muy denso se rectifica sin miedo con agua hasta que la salsa tenga la “gordura” deseada. Si ha dado tiempo a hacer el caldo de pescado con los despojos mejor caldo de pescado que agua.

Cinco minutos de hervor mimoso y unas colitas de langostino peladas – cinco o seis – para adornar. Se rectifica de sal, se espolvorea perejil fresco picado y a la mesa.

(Si el plato reposa un par de horas antes de comerse mucho mejor).

lunes, 16 de julio de 2012

CAP.CLXIII.- Los melocotones y la felicidad como forma de resistencia.


La diletancia como forma de vida no es especialmente introspetiva, más bien al contrario, la preocupación o la mera curiosidad por lo que ocurre en el exterior, por conocerlo y comprenderlo coloca al diletante en una permanente situación de riesgo, empaparse de realidad hoy por hoy es una actividad de alto riesgo primero porque es complicado esto de definir la realidad, ya que en el fondo la realidad se compone por una serie de capas más o menos complejas que no todo el mundo combina de la misma manera, de modo la “densidad” de la realidad depende no sólo de las capas que vayamos añadiendo o conociendo, sino también del orden en el que las coloquemos.

A trancas y barrancas voy preparando las posibles lecturas del verano, compruebo asustado que en la maleta final prácticamente no habrá novelas, he dejado sobre la mesilla muchos ensayos y biografías; mal signo para un diletante que a lo largo de su vida se ha dejado fascinar por la ficción, aunque puede que la realidad actual sea tan apasionante que supere cualquier ficción, o que sea necesario tener instrumentos para comprender lo que está ocurriendo. De momento la estrella del verano será un libro de historia de Josep Fontana, un historiador que acaba de jubilarse, un libro titulado “Por el bien del imperio”, que pretende dar con las claves de lo ocurrido en el mundo, en nuestro mundo, desde 1945 hasta prácticamente hoy. Creo que pocas recetas podré sustraer al viejo Fontana, por lo que habré de buscar alguna lectura complementaria que me ayude no sólo a comprender la historia, sino también a digerirla con unos buenos condimentos.

Andaba yo enfrascado en estas meditaciones,  empeñado en encontrar el paralelismo entre lo que está ocurriendo actualmente – llámese crisis, llámese fin de ciclo, llámese lo que se llame – me planteé si tenía sentido releer por cuarta vez la Educación Sentimental de Flaubert, esta vez para comprender la revolución de 1848, una revolución que permitió a los parisinos pasar de las barricadas a los restaurantes, de los restaurantes a los salones y de los salones de nuevo a las barricadas sin solución de continuidad. Puede que la literatura facilite los tránsitos de manera más dulce que la propia realidad.

Enfrascado en estas meditaciones caí en la cuenta de que no sólo España, sino toda Europa pasó todo el siglo XIX tremulando de revolución en revolución, de algarada en algarada; un sin vivir que todavía ocupó la mitad del siglo XX, hasta terminar la segunda guerra mundial. Puede que lo ahistórico sea lo acontecido desde 1945 hasta esta fecha, un tiempo en el que hemos vivido sin grandes agitaciones. Puede que tengamos que acostumbrarnos a vivir en un estado de incertidumbre.

Llegando a este punto puede que una tarea curiosa fuera la de ver el influjo de todas aquellas algaradas en la gastronomía, no en vano las revoluciones burguesas determinaron que la gente dejara de comer en sus casas y empezara a comen en restaurantes, los primeros restaurantes tal y como los conocemos hoy – es decir, no los mesones abiertos para dar de comer y de dormir a los comerciantes en ruta – nacen con la consolidación de la burguesía como clase dominante. Habría que ver qué incidencia, que recetas y costumbres quedarán de todo lo que sucede hoy.

La Educación Sentimental de Flaubert es un buen ejemplo descriptivo de los usos y costumbres de la Francia de mediados del XIX, hay incluso alguna escena en la que se apuntan platos y restaurantes del París conmocionado por la Primavera de los Pueblos. Apuntaba Gregory Lukàcs que La Educación Sentimental era por antonomasia la novela psicológica de la desilusión, no le faltaba razón. Y puede que la desilusión sea una de las piezas claves para comprender lo que está sucediendo estos días.

Sin salir del entorno de Flaubert – un hombre por lo visto profundamente hosco – y de su percepción de la realidad, puede que encaje bien otra cita: ““Soy un detractor de cualquier gobierno. Me gustaría destruirlos a todos”, una cita también muy del gusto de nuestra época, aunque yo no la comparta.

Estaba yo envuelto en mis meditaciones encerrado en un bucle pesimista que, casi sin darme cuenta, se quebró de la manera más simple. El viernes escapamos hacia la montaña, hacia la Seo de Urgel, cuando uno tiene niños pequeños no puede dejarse llevar por la melancolía; el sábado a la mañana en el mercado nos aprovisionamos sobre todo de fruta y de verdura: Lechugas de hoja crujiente, tomates de corazón de buey que no habían dormido en cámara y melocotones.

El sábado improvisé un guiso de pollo con verduras y a los postres, de modo casi instintivo, pelé y troceé un melocotón que fui sumergiendo en los restos de una copa de vino – un Rivola de la ribera del Duero -; aquél hábito de empapar la fruta en vino era del tiempo de nuestros abuelos, un pequeño manjar que podía enriquecerse con un poco de azúcar o con una rama de canela.

Pasados unos minutos los trocitos de melocotón se iban tiñendo de color bermellón, sin perder el intenso color naranja; prácticamente se comían solos. Si sabroso era el melocotón, mucho más sabroso quedó el vino, el último trato antes del café y la siesta.

Melocotones, vino, canela, un hervor preparado un postre de los de toda la vida. Buceando en los recetarios vi como había otra combinación más frívola a base de melocotones, fresitas, azúcar y champagne, esta vez sin hervores, todo en frio.

En el Celler de Can Roca preparan unos falsos melocotones a partir de azúcar soplado como si fuera vidrio, rellenos de una ligera mousse de melocotón.

Recuerdo haber escrito en esta misma bitácora que el melocotón es el símbolo de la inmortalidad en las culturas chinas; de ahí que me haya animado a buscar una receta de melocotones rellenos para la que se necesitan seis melocotones hermosos y tersos, 75 gramos de bizcocho o de galleta, 75 gramos de almendra tostada y rallada, 100 gramos de azúcar, 50 gramos de mantequilla, medio litro de leche, medio litro de moscatel u otro vino dulce, un huevo, una pizca de canela o de vainilla y un limón.

Se pelan los melocotones, se parten por la mitad y se deshuesan. Con la ayuda de una cuchara aprovechando la cavidad del hueso se hace el hueco un poco más grande y se reserva la pulpa del melocotón. Se colocan los melocotones huecos en un plato o fuente hondo cubiertos por un paño húmedo – hay que evitar que se oxide la fruta, por lo que tampoco va mal mojarlos con un poco de zumo de limón.

En un cuenco se pone la galleta o el bizcocho, la leche, la almendra, la mitad del azúcar, la yema de huevo y la pulpa picada de los melocotones, un poquito de canela. Si se pasa por la batidora quedará una crema muy rica.

Con la crema o con la pasta que hemos preparado rellenamos los melocotones.

En una fuente de horno un poco profunda se pone el vino dulce, un par de vasos de agua, el resto del azúcar, un trozo de corteza de limón. Se asientan en la fuente los melocotones rellenos, con la farsa hacia arriba – hay que cuidar que el líquido no cubra los melocotones por completo -. Se coloca sobre cada trozo de melocotón una nuez de mantequilla y se pone el horno suave – 120º - para que los melocotones se cocinen durante una hora y media, con cuidado de que no se tueste mucho la superficie.

Una vez  cocinados los melocotones se dejan enfriar – el plato se sirve frio -, adornando los melocotones bien con nata, bien con un poco de azúcar glaseada.

En la Francia convulsa del XIX hubo muchos pintores que se animaron a pintar melocotones, así que ha sido difícil elegir, al final mis debilidades me han llevado a Claude Monet. Es sorprendente comprobar cómo las épocas más agitadas de la historia de la humanidad han permitido también que surjan los talentos más atractivos.


Cierro la entrada justificando su titulo. Hace unos días Almudena Grande defendía que la felicidad es una forma de resistencia.

miércoles, 11 de julio de 2012

CAP.CLXII.- Marineros en tierra y otras gaditanerías.


No quiero dar envidia a nadie pero de aquí a 10 días empiezan mis vacaciones. Seguro que lo he escrito muchas veces antes y, a riesgo de pesado, me apetece repetir una frase robada a Oscar Wilde, una frase que debidamente manipulada, como si fuera un alimento, deja de ser: “La primavera es un estado de ánimo”, y pasa a ser: “Las vacaciones son un estado de ánimo”; por eso creo que hay gente que pese a las tensiones y a los sinsabores de cada día consigue instalarse en cierta placidez mental que le permite instalarse en un estado de vacación permanente, a eso aspiro.

Las vacaciones, por lo menos mis vacaciones, abren ventanas inesperadas, pequeñas microaventuras casi cotidianas que puede convertirnos en héroes, algunas tan sencillas como la de ir a comprar sardinas nada más abrir el mercado para elegir las más brillantes y argentinas; otras, más inciertas, como las de coger el coche y plantarse en una de las playas de Cádiz durante dos o tres días, buscar un vino blanco de la zona bien frio y pedir un lenguado de estero que me permita reconciliarme con este pescado plano, feo y muy socorrido para cientos de cenas de los niños a lo largo del año. El año ha discurrido a través de lenguados de origen incierto que ha discurrido desde Holanda a Francia, pasando por Marruecos y por vaya a saber usted por donde. Ninguno de esos lenguados de la pasada primavera, del remoto invierno o del ya olvidado otoño tienen nada que ver con el lenguado de estero que probablemente me aguarde en Cádiz.

El lenguado tendrá que esperar, de hecho es una opción incierta ya que diversos factores objetivos, subjetivos o meramente aleatorios harán que la opción de Cádiz no cristalice, si ha de cristalizar, hasta el último momento. Cádiz es, por tanto, una ventana que puede no terminar de abrirse, lo que tampoco sería grave en la medida en la que el deseo de Cádiz es casi más intenso que la posibilidad de escaparme allí durante unos días. El deseo de Cádiz podría alimentarme un año más.

Parto de la base de que no conozco bien Cádiz, puede que como buen diletante no conozca bien casi nada. He estado en muchas ocasiones de modo fugaz, casi inconsciente. Hace muchos años, más mentales que físicos, las afueras de Cádiz eran una casa con jardín, una mujer haciendo tapices y su marido tocando el piano; tiempo después fue el de los atardeceres en el parador picando mojama y bebiendo gintonics después de haber dado una clase, un tiempo en el que beber gintonics era una actividad casi de mal gusto. Luego vino el Cádiz donde veraneaban buenos amigos a los que prometíamos en vano ir a ver año tras año y quebrábamos nuestra promesa. Hubo otro Cádiz marcado por las dehesas con los toros de lidia buscando la imposible sombra de los molinos gigantes generadores de energía eólica, una ruta rumbo a Zahara de los Atunes, un pueblo sobrecargado de madrileños.

De entre todas esas Cádiz – ahora me doy cuenta de que tal vez sea femenina, no masculina – hay una Cádiz casi fundacional, más leída que vista en la medida en la que esa primera Cádiz la descubrí con quince años cuando paseando sólo por la feria del libro de Madrid me atreví a acercarme a un stand en el que firmaba libros Rafael Alberti, me acerqué a él con un recado y con doscientas pesetas en el bolsillo; el recado era sencillo, mis padres habían conocido a un pintor argentino – creo que se llamaba Carpani – que era amigo suyo; recuerdo que cogí casi al azar un libro de entre los expuestos, se lo acerqué para que me lo firmara y con voz quebrada – siempre he sido un tipo muy vergonzoso – le comenté que mis padres eran amigos de Carpani, Alberti me dedicó una mirada divertida y me dijo: Si eres amigo de Carpani no me quedará más remedio que hacerte un dibujo, y en como dedicatoria trazó unas líneas muy sencillas que formaron un barco sobre el mar.

Alberti era por aquel entonces un señor ruidoso que acababa de regresar de un largo exilio, un señor que poco tenía que ver con el Alberti que había yo leído, el del Marinero en Tierra, el del poemario Sobre los Ángeles. Todos esos poemas marcaron ya un territorio imaginado de una Cádiz luminosa y muy musical.

De todos aquellos albertis que he ido siguiendo con mucho desorden quedan frases que he descubierto después que eran en realidad de Calderón: “Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos”. También quedan odas divertidas a las meadas romanas: “De todas las larguras: unas de perros, otras son de curas y otras quizás de monjas disfrazadas”.

Ahora, donde por casi todo te pueden multar, conviene reivindicar la vacación como un estado de ánimo y esperar que se abran las ventanas que me acerquen a Cádiz. Mientras tanto me conformo y reconforto con una receta pedida y prestada por un bloguero amigo, Gaditano de adopción, – Un Catalán Muy Fino: http://catalanmuyfino.blogspot.com.es/ -, docto en vinos dulces, secos y espumosos. La receta es de calamares con alcachofas, me reconoció que el mérito no era suyo sino de su pareja, Ampharou (www.ampharou.com).

Como soy un cocinillas no he podido evitar hacer algún apunte a su receta original:

Para dos personas, muy glotonas y como plato único.

Cuatro calamares – no lo especifica la receta original pero la ocasión merece que sean sino de potera – que cuestan un riñón y son excelentes para la plancha – por lo menos un calamar medianito del lugar, nada de calamares de mares exóticos; creo que con unos chipironcillos el plato quedaría de lujo.

Dos botes de corazones de alcachofas. Utilizo la marca Alsur.- si el tiempo y la estación lo permiten yo me animaría ha preparar unos fondos de alcachofa en la olla express, son 10 de minutos contados y permiten disfrutar de una docena de auténticos corazones, aunque reconozco que las conservas pueden dar su juego.

6 u 8 dientes de ajo.-

 2 cayenas.- En mi caso como soy temeroso del señor me conformaré con una.

 Vino blanco.

 En cazuela de barro, se nota una barbaridad. Un buen chorro de aceite, los ajos picados a la mínima expresión y las dos cayenas. Cuando la cocina empiece a oler a ajo, es decir justo antes de que empiecen a dorarse le añades los calamares troceados que previamente habrás limpiado.- Los tiempos de cocción del calamar son muy exigentes ya que requieren o cocciones muy cortas a fuego muy vivo, el tiempo justo para que pierdan el tono mortecino y se vuelvan de un blanco reluciente; o sino cocciones más prolongadas y suaves. Los tiempos medios dejan al calamar como si fuera chicle. Lo del tiempo de cocción del calamar tiene que ver con la estructura cartilaginosa de su carne, que reacciona de modo distinto en función del grado de calor y el tiempo de exposición al calor. Si queremos que el calamar no quede chicloso es preferible pasarse de tiempo.

El fuego, inicialmente, cuenta que el mando tiene cinco posiciones y lo pongo al tres. Cuando empieza a salir humo lo bajo al dos. Tiempo, yo los dejo 20 minutos, a los diez los muevo un poco(esta es una cocción lenta). El tiempo que deben estar tampoco lo he anotado, lo que hago es comprobar que estén bastante blandos, retiro la tapa y le echo el vino. ¿Cuál? Depende de como los quieras. Si los quieres más suaves puedes ponerle un verdejo, entonces la manzanilla que he puesto en mi blog, o cualquiera otra en rama es demasiado potente para acompañar el plato. Lo mejor echarle un poco más de un tercio de una botella de 3/4 de esa manzanilla y el resto para bebertela mientras comes. Naturalmente yo no le eché manzanilla en rama. Ese día le puse Medallas de Argüeso y bebimos la Solear en rama. Siguiendo, sube el fuego otra vez, y lo pongo en la posición nº 3, y en cuanto veas cierta reducción, no demasiada, le echas los corazones de alcachofa. Movemos y a esperar que se reduzca más. Es un plato de mojar pan porque la salsa está tremenda. Encima no lleva sal ni falta que le hace.- Lo de que no lleve sal tiene mucho que ver con la salinidad de las manzanillas.

Cierro la entrada con un dibujo de Alberti, no es el que me dedicó – tengo averiado el escáner – el que he encontrado es muy más bonito.

sábado, 7 de julio de 2012

CAP.CLXI.- Julios.


Los julios son siempre complicados, suelen venir teñidos de una sensación de fin de ciclo más intensa incluso que la de los diciembres. No es solo el calor, también las logísticas familiares y las laborales se complican hasta el punto de que cada mañana parezca el fin del mundo.

En estas circunstancias cada instante no ya de placer, sino de tranquilidad intensifica su valor.

Llego a julio normalmente fundido, he superado ya el número razonable de cafés por día y el estómago atenazado por las tensiones, sensación que se intensifica a medida que se agolpan las comidas y cenas de despedida.

El objetivo debería ser pasar un mes de julio tan plácito como el cuadro de Ramón Casas.



Julio, sin embargo, tiene una gran ventaja, suele terminarse y convertirse de repente en una placida vacación que aprovecho para desintoxicarme de cafeína, poner en orden tres o cuatro ideas y leer. Esta año además el julio es más peculiar ya que empiezo vacaciones el 17 y hacia el 20 marchamos de viaje.

Todo desierto, claro está, tiene sus oasis y cuando uno consigue llegar a cualquiera de ellos los disfruta al máximo ya que las travesías son agotadoras. Este julio ha tenido ya algún remando, de hecho lo empezamos con la visita al Celler de can Roca, un lujazo de dimensiones cósmicas para los buenos estómagos; mayor lujo sin duda ha sido lo de poder recordarlo y dar envidia a los amigos – una actividad casi tan provechosa como la de comer.

El lunes escapamos a comer con la gente de Cavas Hill, con una pequeña cata incluida, durante unos meses de modo casi accidental he tenido un poco que ver en su futuro; sé que servirá de poco porque hay muchos cavas de más renombre, pero el Brutisimo de los Hill no tiene nada que envidiar a los más selectos, además tiene un precio razonable – 12 euros -, y el nombre tiene un punto bizarro.

El miércoles después de un subeybaja absurdo a Madrid tuvimos cena de conspiradores a base tortilla de patata, quesos y embutidos, mojados con un Miros de la Ribera bastante potable, un vino de la zona de Burgos que no sé si es el capricho o la inversión de un buen amigo. El jueves cenamos fuera de nuevo, está vez con un priorato – Raret – y un calamar de potera potable con unas judías verdes. Ayer, finalmente, comida en un garito de moda donde el servicio era muy deficiente, la comida resultona y el postre – un sorbete de cerezas sobre cerezas confitadas – lo mejor.

Visto así este julio no parece tan duro, sobre todo si tenemos en cuenta que no ha hecho más que arrancar. Va a tener razón León Saldaña y me estaré convirtiendo en un burguesote.

Dentro de esta crónica juliesca corresponde una referencia destacada al equipo del Celler de Can Roca, días después de la visita, cuando ya había colgado mi particular interpretación del helado de espárragos con trufa, la famosa contessa, les pedí si podían darme alguna pista sobre la receta, gentilmente me mandaron la receta completa, no me equivoqué en mucho aunque los acabados del Celler supongo que serán determinantes para el salto cualitativo del plato: Ahí va la receta:

CONTESA DE ESPÁRRAGOS BLANCOS



8 PERSONAS



COMPOSICIÓN:     

-         Contesa de espárragos

-         Puntas de espárragos

-         Polvo de trufa

-         Puré de ajo negro

-         Láminas de trufa





Helado de espárragos                                                                 

250 g de nata 35%

60 g de leche en polvo desnatada

7 g de sal

5 g de estabilizante para cremas.- En mi receta esa función la cumplían los huevos.

570 g de espárragos blancos

60 g de dextrosa.- La dextrosa es un edulcorante que permite que se haga el helado a una temperatura no tan baja que si se utiliza azúcar y así se evitan los cristales – Wipikedia dixit -; yo no había utilizado ningún edulcorante.



Pelar los espárragos y hervirlos hasta que estén tiernos. Triturar para obtener un puré y pasar por chino fino. Reservar.

Mezclar la nata, la leche en polvo y la dextrosa en una olla, calentar hasta 40 ºC.

Agregar el estabilizante para cremas. Triturar con túrmix para evitar que se formen grumos, pasteurizar hasta 85 ºC. Agregar la sal, mezclar y dejar enfriar hasta 40 º C. Agregar el puré de espárragos triturando para homogeneizar la mezcla. Dejar madurar 24 hs en la nevera y reservar.



Polvo de trufa                                                                            

200 g de piel de trufa



Preparar una placa con una lámina de silicona.

Picar muy finamente la trufa y colocarla en una placa con lámina de silicona.

Colocar en la deshidratadora a 60 ºC durante 24 horas.- Sirve un horno normal a baja temperatura – recuerdo que en la web de umami Madrid explicaban una fórmula para deshidratar en el frigorífico no frost.

Una vez deshidratadas triturar y reservar herméticamente cerrada.



Montaje de la contesa                                             

30 g de lámina de trufa

1 litro de helado de espárragos (elaboración anterior)

Pasar el helado por la heladora y colocarlo en una manga con boquilla rizada.

Realizar una capa de helado de 8 cm de ancho aproximadamente. Cubrir con láminas de trufa y volver a hacer otra capa de helado, volver a cubrir con láminas de trufa y acabar con una capa de helado. Reservar en el congelador hasta el momento de servir.



Puntas de espárragos                                                                 

16 puntas de espárragos blancos

1,6 g de sal

0,3 g de azúcar



Cortar las puntas de espárragos de 5 cm aproximadamente, envasarlas al vacío con la sal y el azúcar y cocerlas a 85 ºC durante 30 minutos.

Puré de Ajo Negro                                                   se obtienen 110 g

50 g de ajo negro

70 g de agua

0,2 g de xantana.- Tanto el estabilizante como la xantana en las cocinas caseras se pueden no utilizar, su uso en la alta cocina es fundamental para que las presentaciones queden más apetecibles – compacta el helado -, en casa las exigencias son menores.

Sal



Para elaborar el ajo negro fermentado colocar en una estufa a 60º las cabezas de ajo enteras durante 25 días. Obtenemos un ajo de color negro con un sabor agridulce muy interesante.

Triturar los ingredientes y pasar por un chino fino. Reservar.



Montaje y acabado del plato

Hojas de Oxalis.- Es una hoja verde de origen andino y punto amarga.

Aceite de oliva extra virgen

Polvo de trufa



Hacer una línea de polvo de trufa. Cortar una ración de contesa de 2 cm de ancho, colocarla sobre la línea de trufa y espolvorear polvo de trufa.

Aparte, abrir la bolsa de las puntas de espárragos y disponerlas en un plato pequeño, colocar un punto de puré de ajo negro en cada punta de espárragos y acabar con aceite de oliva extra virgen por encima y las hojas de oxalis.



Servimos la contesa fría y las puntas de espárragos tíbias.

lunes, 2 de julio de 2012

CAP CLX.- Espárragos no fritos.


No creo que sea un buen cronista gastronómico, no creo, por lo tanto que fuera capaz de hacer un comentario original de lo probado en el Celler de Can Roca. Cada uno de los veintitantos bocados en apariencia sencillos permitirían varias entradas tanto desde el punto de vista técnico – que no domino – como desde el punto de vista de las emociones.

          Como digo no creo que sirva para estas tareas ni creo que estas tareas sirvan en realidad. La comida no deja de ser una excusa, todo termina siendo una excusa para hablar, para escribir, para compartir.

          Como sé de algún amigo en las redes le molesta que en este tipo de entradas se haga más hincapié en la comida que en lo bebido. En el Celler el mimo con el que tratan la bodega, estructurada como las salas de un museo dedicado a los sentidos, merece parar primero en lo bebido: Cuando llegamos nuestros amigos tomaban una copa de cava de Albert i Noya, un brut especialmente embotellado para el Celler.

          Con los aperitivos, siguiendo los sabios consejos recibidos, pedimos un fino: Bota de fino Macharnudo alto nº 27; con los primeros un rueda – Belondrade y Lurton 09 – y con los platos de fuerza un Matarromera del 2007. A los postres me anime con un vino dulce de Málaga, MR 09.

          El Belondrade y el MR fueron los que más gustaron a nuestros acompañantes, Josep Roca comentaba que en España debíamos hacer un esfuerzo con los blancos, es cuestión de cultura del vino, me alegro de la elección, sobre todo de los blancos y del postre. En el tinto las indicaciones del somellier nos hubieran conducido a un borgoña pero me faltó decisión.

          Cada uno de los seis comensales seguramente se decantaría por los platos en función del factor sorpresa, de la capacidad evocadora, de la calidad del producto, incluso del estado de ánimo.

          En mi caso el plato que más me satisfizo en todos los sentidos fue una Contessa de espárragos blancos y trufa. Un juego divertido a partir de los viejos helados contessa de nata y láminas de chocolate de los años 80, ahora supongo que por un problema de marcas se llaman vienesas y pasan con más pena que gloria en los puestos de helados y ya no aparece en las cartas de postres de casi ningún restaurante.

          Si hubiera de poner en una fila india todas las tartas contessa que he comido en mi vida probablemente podrían dar un par de vueltas al mundo.

          Para hacer la contessa de espárragos los Roca se embarcan en una receta tanto o más viejuna que la contessa, un pastel de espárragos, una royal de espárrgos blancos tratada como si fuera un cremoso helado de nata.

          Recuerdo hace treinta años que no había casa de buen tono que no se atreviera a agasajar a sus invitados con un pastel, flan, royal de verduras.

          El espárrago blanco es una herbácea en apariencia sencilla que, sin embargo, es una de las verduras más delicadas y que puede dar más sustos en la despensa.

          Primero vayamos a su dimensión poética con una cita de Marcel Proust:“Pero mi pasmo era ante los espárragos empapados de azul ultramar y de rosa, y cuyo tallo, mordisqueado de azul malva, iba rebajándose insensiblemente hasta la base sucia aún por el suelo de su planta, con irisaciones de belleza supraterrena”. Por el camino de Swann.

Después los apuntes técnicos de Mc Gee  en la cocina y los alimentos:Si se exponen a la luz tras recolectarlos los espárragos blancos se ponen amarillos o rojos. Las variedades violáceas están coloreadas con antocianinas y su color suele desvanecerse al cocinar. Si se recolecta pronto, nada más salir del suelo, el espárrago es muy jugoso y apreciablemente dulce (aproximadamente un 4% de azúcar). A medida que la estación avanza, los rizomas agotan las energías almacenadas y el nivel de azúcar en los brotes desciende, incluso recolectado sigue consumiendo azúcares por lo que pierde sabor, jugosidad y se hace más fibroso. Por lo tanto poca broma con los espárragos, hay que revisar su denominación de origen – no es lo mismo que vengan de navarra o que hayan viajado desde el más allá.

          Finalmente la receta – se la he pedido a los Roca y no me han contestado todavía, por lo que me atrevo a elucubrar: Para hacer la royal de espárragos lo suyo sería recolectar blancos espárragos que todavía no hubieran asomado de la tierra, sin embargo esa tarea puede ser casi imposible; de ahí que con la intención de hacer más fáciles las cosas creo que bastará con una lata de espárragos de navarra en conserva, no hay que ser garrapos y buscarlos de calidad, no tiene sentido que sean excesivamente gordos.

          Una lata con 8/10 espárragos, bien escurridos; soy partidario de pasarlos por un chorro de agua fría para suavizarlos un poco más – aunque sean inevitables sus efectos diuréticos sobre los que también escribió Proust.

          Para hacer el pastel deshacer 100 gramos de mantequilla, rehogar los espárragos a fuego suave con un poco de sal, una pizca de pimienta y, en su caso, otra de nuez moscada. Apagar el fuego y mezclarlo todo con un bric de cuarto de litro de nata para cocinar, cuatro huevos y aplicarle batidora hasta que quede una crema lo más fina posible. Para hacer la receta con dimensiones humanas olvido el agar agar, incluso la gelatina.

          El ideal sería poder disponer de una heladera, pero los pobres mortales no tenemos estos artilugios por lo que agudizando el ingenio se puede colocar el puré en un molde de silicona y cuajarlo al baño maría.

          No es necesario que cuaje del todo, basta con que tome un podo de cuerpo, deje de ser una crema y se haya tomado cierto cuerpo mórbido. Se deja enfriar primero en un lugar fresco – ojo porque estos pasteles suelen atraer todo tipo de sabores -

          Se guarda el molde en el congelador 15 minutos de reloj, pasado ese tiempo se saca y se bate con firmeza hasta que se deshaga el pastel – que estará casi congelado -, ha de quedar como un batido más o menos grumosos.

          Se deja otros 10 minutos en el congelador y se vuelve a sacar para volver a darle a las varillas y que vaya formándose de nuevo una crema helada y blanca.

          Cuanto más blancos sean los espárragos más se aparecerá el preparado al helado de nata.

          Hay que ir metiendo y sacando el preparado del congelador e ir batiéndolo – las heladeras hacen el trabajo de manera automática, sin necesidad de controlar el reloj -. El proceso tiene por objeto que en el enfriado no se produzca el cristalizado del agua – se trata de hacer una crema de helado, no un polo -, y que no se quede un bloque de hielo imposible de manejar.

          En función de la potencia del congelador el tiempo de permanencia en el congelador por períodos se puede modificar, de ahí que recomiende que en la primera de las veces que se guarda en el refrigerador sea preferible quedarse corto y que no se quede como una piedra, que no pasarse de tiempo.

          Cuando el preparado se convierta en una crema helada se pasan a un molde alargado, con la forma de la vieja contessa – los de plumcake van de perlas -, se coloca una primera capa de la crema de espárragos – si somos capaces de darle la forma ondulada del viejo postre mejor -, sobre esa capa se ponen unas lascas de trufa negra laminadas con una mandolina; una segunda capa de crema de espárragos y otra de lascas de trufa. Se culmina con otra capa de la crema blanca y sobre ella virutillas de trufa mezcladas con pimienta de Jamaica recién rallada, imitando el adorno final de cacao del postre añorado.

          Se deja definitivamente el preparado en el molde, cubierto por papel film para que no coja sabor a nevera. Conviene sacarlo 8/10 minutos antes de servirlo para que se desmolde bien y el helado pueda cortarse con facilidad y presentarlo como si fuera un postre en el que la nata hubiera empezado a deshacerse, aceptando bien la cuchara.

          Este plato, que hizo mis delicias, seguramente también haría las delicias de Manet, que no contento con haber pintado un manojo de espárragos, cuenta la leyenda que le mandó a un amigo el cuadro de un espárrago abandonado en una mesa de mármol arguyendo que se lo había olvidado del cuadro anterior. Ese espárrago huérfano duerme ahora en el Quay de Orsay – una curiosidad.