jueves, 7 de junio de 2012

CAP.CLIII.- Ciudades/Restaurantes y platos invisibles.


Voy comprobando que hay mecanismos de reacción o defensa que se reproducen de manera casi automática, así cuando uno de mis “santos” hijos decide interrumpir mi sueño de madrugada y levantarme para llevarle a hacer pis, darle un vaso de agua, o simplemente comentarme sus inquietudes nocturnas; la brusca irrupción en mi sueño me mantiene durante un rato en una situación semionírica que se prolonga durante un par de horas, situación que suele transportarme normalmente a territorios cercanos a mi adolescencia, mitificada como casi todo tiempo pasado.

Hoy a eso de las cuatro y media de la mañana mi hijo pequeño ha venido a nuestra cama con la cantinela de que no quería dormir solo, ha hecho pis y se ha colocado entre su madre y yo, ha soltado las habituales coces paras hacerse un espacio y en cuestión de segundos ha regresado al más profundo de sus sueños. Yo, claro está, no he podido conciliar el sueño y a cambio me he acordado de un libro maravilloso de Ítalo Calvino: Las Ciudades Invisibles.

Ítalo Calvino fue un escritor que me mantuvo cautivado durante gran parte de mi adolescencia sobre todo gracias al Barón Rampante, la fábula de un noble que con catorce años decide instalarse en un árbol y no bajar. El Barón Rampante me llevó a otras novelas, no muy largas, que tenían el regusto de las fábulas morales del siglo XVIII, labor de mérito si se tiene en cuenta que Calvino vivió y escribió en la convulsa Italia de la postguerra.

Dentro de las obras de Calvino el libro de las Ciudades Invisibles fue el único que me atreví a leer una vez superada la adolescencia, es un libro al que recurro en ocasiones sobre todo porque es gratamente cómodo de leer, lo componen pequeños relatos de apenas página y media en los que el narrador, Marco Polo, comenta a un descendiente de Gengish Khan las ciudades que ha conocido, todas ellas ciudades inexistentes, ciudades soñadas que extrañamente tienen nombre de mujer. Es un libro editado y reditado en todo tipo de formatos – yo tengo la primera edición en castellano de Mondadori con algunos dibujos -, acompaño aquí un link que permite descargar el libro en un PDF en internet: http://ddooss.org/libros/ciudades_invisibles_Italo_Calvino.pdf

En este amanecer de junio he aprovechado para visitar alguna de esas ciudades invisibles, en concreto Anastasia:  Al cabo de tres jornadas, andando hacia el mediodía, el hombre se encuentra en Anastasia, ciudad bañada por canales concéntricos y sobrevolada por cometas.

Debería ahora enumerar las mercancías que se compran a buen precio: ágata, ónix crisopacio y otras variedades de calcedonia; alabar la carne del faisán dorado que se cocina sobre la llama de leña de cerezo estacionada y se espolvorea con mucho orégano; hablar de las mujeres que he visto bañarse en el estanque de un jardín y que a veces -así cuentan- invitan al viajero a desvestirse con ellas y a perseguirlas en el agua. Pero con estas noticias no te diré la verdadera esencia de la ciudad: porque mientras la descripción de Anastasia no hace sino despertar los deseos uno por uno, para obligarte a ahogarlos, a quien se encuentra una mañana en medio de Anastasia los deseos se le despiertan todos juntos y lo circundan. La ciudad se te aparece como un todo en el que ningún deseo se pierde y del que tú formas parte, y como ella goza de todo lo que tú no gozas, no te queda sino habitar ese deseo y contentarte. Tal poder, que a veces dicen maligno, a veces benigno, tiene Anastasia, ciudad engañadora: si durante ocho horas al día trabajas como tallador de ágatas ónices crisopacios, tu afán que da forma al deseo toma del deseo su forma, y crees que gozas por toda Anastasia cuando sólo eres su esclavo”.

Algún día, puede que como tarea imposible del diletante, consiga asociar un restaurante a cada una de esas ciudades invisibles que visitara Marco Polo/Ítalo Calvino,  de hecho puede que algunos restaurantes actuales pudieran trasladarse a esas ciudades. O puede que alguno de esos restaurantes ya esté instalado en una ciudad invisible. De momento algunas propuestas: (1) Trasladar el Celler de Can Roca del polígono industrial de las afuera de Girona a una masía de la zona boscosa de las Gabarras; (2) Que el Motel Ampurdán cambie su ubicación en la carretera de Figueras a Port Bou y quede colgado frente al mar en una de las suntuosas mansiones del Camí de Ronda de la Costa Brava; (3) Que el Diverxo que está escondido en la calle Pensamiento de Madrid se traslade a la frontera de México con Estados Unidos.

Mientras se produce esas transmutación, o mientras soy capaz de diseñar un restaurante para cada una de esas ciudades invisibles, me conformaré con recordar una de las recetas soñadas que tiene que ver con el tiempo en el que leí por primera vez las Ciudades Invisibles de Calvino. Con catorce/quince años, recién trasladado a Madrid, a mi padre le dio por invitarme a comer él y yo mano a mano. Yo, que no fui un adolescente especialmente rebelde, rápidamente me plegué a sus propuestas que pasaban por ir a recogerle a su despacho, escondido en un fantasmagórico edificio asentado sobre el antiguo cementerio de las Salesas, y dejarme llevar por alguno de los restaurantes clásicos del Madrid de los setenta: Solchaga, el Horno de Santa Teresa, El Luarqués, Viridiana …

Sorprendentemente guardo recuerdo casi al detalle de cada uno de esos restaurantes y de lo que comí en ellos, sin embargo nada queda en la memoria de las conversaciones que sin duda tuve con mi padre durante aquellas horas. Si mi memoria, caprichosa, hubiera sido capaz de almacenar esas charlas en vez de las cartas de los restaurantes a lo mejor mi diletancia se hubiera orientado hacia la filosofía o la ciencia moral en vez de hacia los fogones.

Hubo un plato y un lugar que seguramente fueron determinantes en esa condición de diletante: El guiso de pato con ciruelas pasas del Horno de Santa Teresa, un guiso oscuro de salsa densa en el que resultaba imposible distinguir los ingredientes; un plato en aquel tiempo arriesgado y enigmático ya que en el Madrid de los años setenta mezclar el recio pato mudo del penedés con una salsa dulzona era toda una provocación a los solemnes paladares de la burguesía ramplona de la capital del reino y al mandarinato funcionarial de paso por Madrid. Con el tiempo descubrí que aquella receta que creía revolucionaria en realidad no era sino el remedo de un guiso tradicional del Ampurdán – si los españoles hubiéramos tenido algo más de talento el Ampurdán podría haberse convertido en la Toscana española.

No he conseguido localizar la receta genuina del pato con ciruelas del Horno de Santa Teresa, pero tengo y mantengo una receta que consigue provocarme sensaciones parecidas a la de aquel mediodía de un lejano mes de mayo de hace poco más de 30 años.

Lo primero que hay que conseguir es un pato azulón o un pato mudo del penedés, algo relativamente sencillo a día de hoy. En todo caso no hay que ponerse estupendos y en la pollero puede servir cualquier otro pato que no quede como una piedra al ser cocido.

El pato se corta en octavos, reservando la carcasa y el cuello, que pueden servir para hacer un caldo de ave que sirva de fondo para el guiso – ojo con los patos porque suelen ser más grasos que los pollos y los caldos quedan muy oleosos.

Si se dispone de tiempo es conveniente dejar las porciones de pato sumergidas durante 4/6 horas en un vino tinto potente, una garnatxa serviría, ese baño no sólo intensifica el sabor del pato, sino que además permitirá que la salsa gane en oscuridad. Previamente se salpimenta el pato, no viene mal añadir al bol con vino un par de hojas de laurel, unos cascos de cebolla, dos o tres zanahorias de las feúchas que se pochan en la nevera, incluso una pizquita de canela para favorecer la maceración.

Como se trata de un guiso “bautismal”, también tendremos que sumergir no en vino sino en coñac 250 gramos de ciruelas pasas preferiblemente sin hueso. También requieren de 4/6 horas de reposo para que se hinchen y se emborrachen adecuadamente las ciruelas.

Empapados los ingredientes principales en alcohol se retiran y escurren los trozos de pato y se rehogan en una cazuela con un poco de aceite hasta que cojan color. No se trata de hacerlos por completo, sino sólo de que de doren y que suden un poco. Cuando la piel haya cogido color se retiran y reservan, no va mal poner los trozos sobre una rejilla para que escurran.

En ese mismo aceite se incorporan dos cebollas cortadas en trocitos pequeños que habrá que rehogar con un par de dientes de ajo sin pelar y con una zanahoria pelada y en daditos, quebrados con un golpe de cuchillo. Cuando esté dorada la cebolla, añadimos tres tomates de pera maduros pelados y despepitados, cortados en daditos. Conviene rectificar el sofrito de sal y pimienta, añadiéndole una pizca de azúcar para evitar la acidez del tomate.

Cuando el sofrito esté casi terminado se escurren y añaden la mitad de las ciruelas y 50 gramos de piñones tostados. Se termina de hacer la salsa y cuando haya cogido el cuerpo deseado se pasa por un chino o se le da un golpe de batidora. Pasamos la salsa a una cazuela más grande y allí añadimos un par de vasos de vino – no utilizar el de la maceración porque se habrá oxidado – y otro par de vasos de agua (o de caldo de ave si nos ha dado tiempo a prepararlo), y se recuperan los trozos de pato escurridos.

Para que el pato quede bien hecho hay que calcular unos 40 minutos desde que el caldo rompa a hervir, conviene poner el fuego muy suave y remover de vez en cuando para que no se agarre. La salsa queda oscura, densa, brillante, y los trozos de pato completamente teñidos de color bermellón. Antes de llevar el guiso a la mesa en la misma cazuela se añaden el resto de ciruelas reservadas y otros 50 gramos de piñones tostados, que harán las veces de guarnición.

Un guiso digno de la más invisible de las ciudades, que se puede acompañar de cualquier vino potente. El cuadro que puede acompañar a esta mélange de sabores y recuerdos es obra de un inglés llamado Kit Williams, un ilustrador de cuentos nacido en UK en 1946, el cuadro se titula: Encuentro Inadecuado.  

3 comentarios:

  1. Tus noches resultan casi tan entretenidas como tu blog, con "los becerretes" despertándose a esas horas, para tí los días tienen más horas que para muchos mortales y aprovechas cada segundo. El pato me ha abierto el apetito pero se necesita paciencia y tiempo para su elaboración. El cuadro, divertido. Jubi

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  2. Diletante, me pregunto como puedes pasar de despertarte con el agradable murmullo acogedor de tu hijo pequeño, establecerte en un pensamiento que busca en el interior de tu biblioteca al amparo de tu adolescencia familiar y además ser capaz de relacionarlo con una receta culinaria estupenda.

    Im-presionante...


    LSC

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  3. Si hacemos el pato como magret no necesita tanto tiempo es otra alternativa, pero desde luego que la forma en que propones el pato ha de estar buenísimo

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