viernes, 29 de junio de 2012

CAP. CLIX.- Atemperando el espíritu (2)


Me quedan unas horas para marcar hacia Girona, a comer en el Celler; ésta ha sido una semana calurosa, de madrugadas pesadas en las que no ha sido sencillo conciliar el sueño, en las que los amaneceres iban acompañados de una absurda resaca consecuencia de las deshidratación. No hay nada más triste que levantarse entumecido, con la boca pastosa y un persistente dolor de cabeza sin haber bebido nada de alcohol.

Con la finalidad de ir atemperando el espíritu de cara a la comida de mañana nada mejor que algunas lecturas – El catalán muy fino no sólo me solucionó mis dudas existenciales sobre el aperitivo, sino que también me facilitó una receta que espero copiar y tunear los próximos días; José Carlos Capel en su blog comentaba que había visitado el Celler el fin de semana de San Juan y acompañaba una serie de fotos absolutamente lujuriosas - http://blogs.elpais.com/gastronotas-de-capel/2012/06/24/

Este ejercicio de atemperamiento espiritual me ha llevado a un viejo recuerdo sobre las razones que me llevaron en su día a iniciar esta bitácora, la necesidad de conectar la cocina, la gastronomía, en el ámbito o expresión de la cultura, del modo de ser de la gente. Hace muchos meses un bloguero argentino me propuso que le mandara una fotografía de mi biblioteca de cocina; hace otras semanas en otro blog se pedía una fotografía de un instrumento de cocina con especial significado o cariño, yo mandé la fotografía de una pequeña mandolina.

Puede que al final la necesidad de hablar o de escribir sobre cocina sea tanto o más apetecible que el placer de comer o de probar nuevos platos; no en vano la cocina puede terminar de convertirse en un genero literario no sólo por la influencia de escritores como Vázquez Montalbán o Josep Pla, sino por la tradición de Dumas o de la Pardo Bazán. Es divertido descubrir en una novela la importancia que para la narración o el narrador pueda tener un plato o un sabor. De ahí que la imagen de hoy no se destine a destacar el reflejo de la comida en el arte, sino que se trate de un bodegón, una naturaleza muerta compuesta por libros, un cuadro de Botero, pintor de las redondeces.


El placer de hablar, de escribir, de ver las cocinas y sus manejos, conecta con cierto gusto por la estética de los platos de muchos cocineros; atrás queda el feísmo de los platos llenos hasta los bordes, los caldos pardos y las piezas o porciones irregulares; atrás queda la opulencia naturalista de los asados que parecían ejercicios de taxidermia; atrás también algunas combinaciones rococós en las que el plato se adornaba con perifollos y guirnaldas que no eran comestibles.

La cocina moderna se ha apuntado fundamentalmente al minimalismo, algunos cocineros se animan a presentaciones influidas por el arte pop; hay cierto gusto estético no sólo en las presentaciones, sino también en las cocciones y guisos.

Algún día tendré que recuperar una vieja receta de Adriá que convertía en una vidriera modernista un plato de verdura escalibada.

Hoy será un día de lecturas y de lechugas, con el fin de terminar de afinar el ánimo y los adentros; una opción para la receta de hoy podría ser un vaso de agua fría y unas hojas de lechuga romana aderezadas con un chorrito de aceite y un poco de comino en polvo, pero la revisión de los recetarios de Joan Roca me ha llevado a una parmentier de calamares, un trampojo que puede presentarse como si fuera una pieza de bisutería.

Es necesario un calamar de potera que se limpia reservando las aletas y las patas para trabar la salsa.

Se abre el calamar como si fuera una hoja de papel y se corta en tira de 0’5 centímetros de ancho, se espolvorea un poco de pimentón rojo y se colocan como si fuera un hatillo, un cilindro que se compacta envolviéndolo en papel film, dejándolo en el congelador para que coja cuerpo. En el momento de servir se corta en lonchas finas produciendo la sensación de que se trata de un fiambre.

Para la parmentier de patatas se necesitan 750 gramos de patatas nuevas que se cuecen al horno con la piel, cuando estén tiernas se les retira la piel en caliente y se pasan por un pasapuré – la razón de asarlas en vez de hervirlas es evitar agua adicional que le reste cremosidad al puré.

Con la pasta de la patata ya pasada se colocan en un vaso de batidora y se emulsiona añadiendo 10 cl de nata líquida y después otros 10 cl de aceite de oliva, un poco de sal y de pimienta blanca. La nata y el aceite se añaden como si fuera para hacer una mayonesa, con la batidora a velocidad media/alta y un hilillo de líquido cayendo sobre la masa de la patata.

Para la espuma de calamares hay que cortar dos cebollas y dos zanahorias en juliana, se rehoga la verdura a fuego suave con un poco de aceite de oliva. Cuando la verdura esté “atontada” añadir las patas y las aletas del calamar que hemos limpiado antes; se cubre la mezcla con agua  mineral – poco menos de un litro – y se deja hervir durante al menos media hora. En el tramo final de la cocción se añaden 100 gramos de mantequilla en pomada – se pone el trocito de mantequilla en un cuenco y se le aplican 20 segundo de microondas para que quede licuada -; con unas varillas se bate la mezcla para que quede espumosa.

A la hora de presentar el plato se da forma de semiesfera al puré cremoso de patata, sobre esa semiesfera se coloca una loncha fina del “fiambre de calamar” y se salsea con la espuma de calamares. Se plato puede terminarse pasando por una plancha unos chipirones pequeñitos.

No me resisto a espolvorear una pizca de perejil fresco, unos cristalillos de sal y un hilo de aceite de oliva para darle lustre al plato.

lunes, 25 de junio de 2012

CLVIII.- Atemperar el espíritu.


El próximo sábado tengo una reserva para comer en el Celler de Can Roca, en Girona, la petición la hice hace nueve meses con algunos condicionantes que justificaban la demora: tenía que ser un sábado o festivo, una mesa para seis comensales y con preferencia a mediodía – estas experiencias de degustación suelen tener mejores digestiones de día que de noche, nos vamos haciendo mayores.

La comida me hace una ilusión especial, estuve en el Celler hace tres años y guardo un recuerdo sensacional, salí convencido de haber comido en el mejor restaurante del mundo, será cuestión de tiempo que los hermanos Roca se conviertan en los grandes dominadores de la cocina mundial. El Bulli tuvo un efecto arrastre importante pero puede que respecto de los Roca se esté produciendo cierto lastre.

Hay restaurantes de cena – El Bulli lo era, lo es el Diverxo de Madrid  – y otros que sin duda ganan si la reserva se hace de día – El Motel Ampurdán, El Sant Pau -. La cocina del Celler mezcla técnicas ultramodernas con recetas tradicionales a base de bacalaos, embutidos, verduras de temporada.

Preparar/prepararse para una comida para la del sábado exige cierto ritual; el ideal es poder llegar descansado – no sé si lo conseguiré -, si uno ha conseguido dormir y atemperar el espíritu las horas anteriores a la comida los platos saben mucho mejor. Conviene no tomar muchos café durante esa mañana, ir bebiendo mucho líquido los días antes, hay que buscar el efecto depurativo.

Los días anteriores tienen que ser días de verduras y ensaladas, no es bueno llegar con un hambre atroz – históricamente el Celler tenía buen pan, supongo que seguirán presentando un cesto bien nutrido de panecillos, los de aceituna era un pecado mortal.

Recuerdo que cuando viajaba al Bulli en primavera o verano el ritual exigía darse un chapuzón rápido en la playa de la almadraba, una ensalada y unas sardinas en el chiringuito de los franceses en la playa, ducha, una siestecilla sin despertador y a eso de las siete un gin tonic muy corto de ginebra.

El ritual diurno está por descubrir. El ideal pasaría por poder dormir en la playa, no muy lejos de la ciudad, evitar un desplazamiento largo en coche – por desgracia en esta ocasión no creo que sea posible, las logísticas familiares hacen inevitable un desplazamiento de una hora larga.

No podré, por lo tanto, darme un paseo por la playa para ir abriendo boca, lo tendré que sustituir por un disco especial para el camino, puede que Norah Jones sea un buen sustitutivo.

Un desayuno a eso de las 8’30 para aplacar la gana, ya he dicho que no conviene llegar como un lobo. Un café no muy cargado, un zumo de naranja natural y una pulguita de pan de cereales con jamón, el pan bien empapado en aceite, una barrita de las que se come en dos o tres bocados. Un par de vasos de agua fresquita, con suerte poder darle un vistazo al periódico, al aire libre, antes de salir para Girona.

El día se presenta soleado, hemos reservado a primera hora, casi un almuerzo. A eso de la una nos enseñarán la bodega y la cocina, puede que sea el primer servicio del día. El paseo que no podamos dar por la playa lo daremos por el interior del Celler.

El Celler no está en un sitio bonito, si mal no recuerdo estaba en una especie de polígono industrial; sin embargo una vez dentro en el jardín uno tiene la sensación de encontrarse en el claustro de un convento.

Es complicado dar con una buena bebida de aperitivo: la cerveza suele empapuzarme un poco, por desgracia no son capaces de tirar cañas perfectas como las de Madrid, con sus dos dedos de espuma compacta; el vermut me coloca en globo rápidamente; me falta estilo para pedirme un jerez o un fino, siempre he pensado que el consumidor de fino ha de ser un tipo elegante, estilizado, americana sin corbata, con un pañuelo o foulard cubriendo el cuello – no he sido persona de foulares ni de pañuelos, tampoco estoy cómodo con americanas claras, por lo que descarto lo de darle al fino o al jerez para abrir boca. Me pediría un agua con gas y una rajita de limón, pero tengo cierto miedo a que piensen que estoy enfermo; sería un error programar todas la comida con el agua con gas. Al final puede que un gin tonic cortísimo de ginebra, lo justo para empapar cuatro o cinco hielos y cubrir de ginebra y de virutas de piel de limón un vaso muy grande, de los que se usan para escanciar sidra; un chupito de gin tonic puede ser una buena apertura.

No tengo ni idea de lo que puedan servirnos, he perdido la pista de los últimos menús y casi prefiero llegar sin muchas referencias.

Para cerrar la entrada recupero una receta clásica y contundente que supongo que habrá abandonado las cartas. Un arroz de butifarra negra.

Se empieza preparando los adornos. En una sartén buena, de las que no se pegan, se sofríen a fuego suave tres o cuatro rodajas finas de butifarra negra, apenas hay que engrasar la sartén. Si se les presiona un poquito con una espátula no se arquean, han de quedar como unas galletas oscuras de butifarra – podría hacerse también con una morcilla de ronda -. Se dejan escurrir las galletas en papel absorbente.

Se cortan muy finas unas rodajas de pan con mucha miga, se colocan en el horno a temperatura no muy alta hasta que se doren. Una vez dorada se frota con un ajo y se pone un chorrito de aceite.

El tercero de los adornos lo forman unas lascas de queso parmesano sobre una sartén caliente, cuando el queso se deshace y se pega en la sartén se retira con cuidado, queda un papel de queso que si se termina de desengrasar sobre papel caliente dejarán otra galleta esta vez de parmesano.

Ya tenemos los tres adornos. En total cuatro piezas de cada adorno para formar cuatro platos.

El arroz se prepara cociendo arroz bomba – 400 gramos – en un libro de caldo oscuro de cerdo; el arroz se acompaña con unos dados de butifarra negra. Se dejan cocer 15 minutos y se rectifica el arroz de sal. Si se ha cuidado el fuego y no se ha forzado mucho el hervor 1 litro, 400 gramos de arroz y 15 minutos dejarán jugoso el arroz.

El plato se termina con las huevas de erizos de mar, 16 erizos para cuatro servicios. Se mezclan los corales de los erizos con el arroz y se adornan con las tres galletas. Si no es temporada de erizos se pueden utilizar las latas de pate de oricios con un resultado similar.

Un apunte ajeno a los Roca, incorporar unos daditos de manzana Grany justo en el momento servirlos a la mesa, la manzana desengrasa un poco el plato y le da un contrapunto acido y dulce.

He encontrado un cuadro expuesto en una galería de Girona, de Liliana Frantin, creo que le va bien a la receta y al Celler.

viernes, 22 de junio de 2012

CAP.CLVII.- Afogado y buscando la piedra filosofal del Coulant


Termina el colegio de los niños, se anuncia una ola de calor, en el trabajo cada mañana se convierte en la víspera del fin del mundo, la economía se despeña – hay quien habla ya de la “recrisis” – y la selección española no termina de encontrar el ritmo de juego. Con estos condicionantes es lógico que ande un poco desnortado.

Miro a mi alrededor y no veo a la gente mucho más centrada, no me consuela.

Llevo días revisando notas y recetas pensando en recuperar el pudin de la reina, una versión hispana del mítico budín noir francés, una receta contundente, puede que impropia de la época estival.

Enredado en estas tareas hoy he comida con mi hija en un sitio estupendo, de los de toda la vida, Los Villares de Bonanova, sólo por escuchar al jefe cantando la carta merece la pena entrar en ese restaurante, aunque a la hora de pagar es inevitable pensar que el clavo es excesivo, aunque en esta última visita algún efecto está teniendo la crisis ya que la sala estaba medio vacía y habían ajustado algo los precios, evitando sustos fuera de carta.

Puede que uno de los platos, el postre, pueda ser una brújula para estas semanas previas al verano; como la comida ha sido ligera me he animado con un coulant de chocolate, hecho al instante y presentado en un molde de cristal forrado de papel de plata. Un postre estupendo.

En casa tengo varias recetas de coulant, entre ellas la de Michel Brass, el padre del invento según los recetarios. Sin embargo no será la receta de Brass sino la reinterpretación que hace una chica con un blog que es una gozada – la receta dela felicidad: http://www.larecetadelafelicidad.com/2012/04/coulant-de-chocolate.html -. La receta que propone es muy sencilla y lo más útil es que además puede congelarse el preparado antes de hornearla para poderse darse un capricho o un homenaje sin tener que alborotar toda la cocina.

Ingredientes  (si los moldes no son muy grandes con estas medidas se pueden preparar dos docenas de coulants, un arsenal para momentos de crisis, las medidas son del blog citado):

 - 8 huevos medianos

 - 150 g de azúcar glas. (Pasado por un molinillo para que quede en polvo)

 - 150 g de mantequilla.

 - 250 g de chocolate para fundir (Los de cobertura de fundir son estupendos, y hay unos de la marca Valor que tienen forma de pequeños botones también da buen resultado y se funden más rápido)

 - 125 g de harina

 - 25 g de cacao puro en polvo.  

Preparación:

1. Se baten con vigor los huevos y el azúcar hasta que queden bien espumosos.

2. Se funde el chocolate al baño maría (va bien ponerle una pequeña nuez de mantequilla), el chocolate puede aromatizarse con un una ramita de canela, con unas semillas de vainilla o con una copita de ron moreno).

3. La mantequilla puede dejarse fuera de la nevera ya que cuando haya que mezclarla podrá ir bien que tenga ya la textura de pomada.

4.Cuando el chocolate fundido haya bajado un poco la temperatura se retiran los aromatizantes y se mezcla con la mantequilla y los huevos batidos – si se hace con unas varillas mejor .

 5. Queda sólo añadir la harina y el cacao, si se incorporan utilizando un tamiz o colador mejor para que la harina no se apelmacen.

 6. La base del coulant ya está preparada, hay que rellenar los moldes previamente engrasados con un poco de mantequilla y harina para que no se pegue la masa. El molde no debe rellenarse hasta arriba, hay que dejar uno o dos dedos, en función del tamaño del molde.

 7.Los moldes pueden guardarse rellenos y sin cocer en el congelador. De hecho es recomendable que incluso aunque no se quieran conservar haya que pasarlos por el congelador por lo menos una hora.

 8. Se hornean en un horno precalentado a 180 º C, introducimos los coulants, el tiempo de cocción 12 minutos. Se sabe que están cocidos cuando sube la masa y queda con la forma de una magdalena. Ojo con pasarse de cocción porque se pierde el efecto fundente del chocolate.



Se consumen calientes, recién salidos del horno, puede espolvorearse un poco de azúcar glas o cacao cuando se llevan a la mesa y acompañarlos con una bolita de helado de almendra o de vainilla puede terminar de orientar a quien lo coma.



Complementa el postre un cuadro del Picasso joven, una niña rebanando un tazón seguramente de chocolate.

lunes, 18 de junio de 2012

CAP. CLVI.- Hopper espejo de diletantes.


Ayer rompí una pequeña tradición, puede que las tradiciones estén para quebrarse. Normalmente los domingos encontraba un hueco para escribir una entrada, los domingos suelen ser días elásticos, o por lo menos eso pensaba.

Sin embargo ayer fue un día especial, agotadoramente especial ya que fuimos con los niños a Port Aventura, una experiencia demoledora pero divertida. Primero y principal fue el calor, el termómetro no bajó de los 30º, la gente caminaba como zombies buscando fuentes de agua. Íbamos 8 adultos y 6 niños por lo que la jornada avanzó sometida a un permanente recuento para evitar críos despistados.

Pocos incentivos gastronómicos aunque mi experiencia en este tipo de lugares aconseja siempre que sea posible comer en restaurante sentado, a poder ser con aire acondicionado. Una ensalada y un sándwich club pueden ser una experiencia gourmet si la cerveza está bien fría y los niños durante media hora están entretenidos pintando y comiendo patatas fritas.

Llegamos a casa al anochecer, los críos hambrientos como lobos, la nevera casi vacía y el sudor acumulado de horas de paseo. El protocolo de baño rápido, visita al opencor y cena de urgencia funcionó a la perfección. Ellos querían sopa, para nosotros una ensalada y un panaché de verduras con un huevo pochado, nada mal si tenemos en cuenta que a las 20’30 la nevera era casi un erial.

Llegué a encender el ordenador y revisé el blog por unos minutos pero el cansancio hizo imposible abordar cualquier tarea intelectual medianamente compleja. El lunes tocaba madrugón para regresar a Madrid a una reunión relámpago, salida a las 7 de la mañana, regreso a las 12’30, más tiempo en el AVE que en tierra.

El viernes pasado también estuve en Madrid, por suerte algún tiempo más. A primera hora de la mañana del viernes tuve la oportunidad de visitar la exposición de Hopper en la Thyssen, una muestra muy completa, aunque para mi gusto faltaran algunas marinas más, faros (no presentaron ninguno) y puede que más paisajes urbanos de una Nueva York intemporal, melancólica y desolada.

En casa debo almacenar una docena larga de catálogos y libros de Hopper, los primeros los compré en Estados Unidos allá por 1990, cuando tomé contacto con el pintor a quien atribuía por aquel entonces valores esencialmente cinematográficos. Esta vez en la librería preferí comprar una cuidada edición de los cuadernos personales del pintor, escritos a medias por Hopper y su mujer.

Hay que tener cierta paciencia y mucha devoción por Hopper para disfrutar de los cuadernos personales ya que en la mayoría de las ocasiones el artista se contenta con hacer un esbozo en carboncillo del cuadro – pintó miles de ellos a lo largo de su vida – y cuatro apuntes técnicos que incluyen el título, el precio por el que vendió el cuadro, el tipo de pinturas, incluso su marca, y alguna referencia a los colores. Muy de cuando en cuando el autor añade el nombre de los personajes que retrata y algún apunte sobre el contenido de la conversación. Son instantes magnéticos que se producen cada 15 ó 20 páginas y que le permiten dotar de un hilo de vitalidad a esos personajes mortecinos, fantasmagóricos y en ocasiones desasosegados.

Pese a lo avanzado hasta aquí lo cierto es que este blog no nació con la intención de dedicarse a la crítica o al comentario de arte, me faltan cualidades, conocimiento y formación. Sin embargo Hopper y, sobre todo, esta exposición de Hopper tiene un valor añadido en el devenir del diletante ya que me rencontré – mejor dicho me encontré – con la imagen del diletante.

Al construir el blog siguiendo los rutinarios pasos que propone la página web de google no tuve grandes problemas en fijar la imagen de cabecera del blog, un bodegón de Cezanne, sin embargo durante varias semanas dejé en blanco la imagen del diletante. No tenía mucho sentido colocar una fotografía propia, soy poco fotogénico y tampoco me apetecía mucho que los que no me conocen personalmente pudieran ponerme cara, colgar una fotografía propia en la red me produce cierta sensación de impudicia.

Hice varios intentos hasta dar con el cuadro People in the Sun de Edward Hopper, un óleo sencillo pintado hacia 1960, expuesto en el Smithsonian American Art Museum de Washintong D.C.; aquel cuadro en el que aparecían cinco personas ociosas recostadas sobre unas hamacas expuestas a un sol tibio puede que de febrero o marzo sintetizaba parte del espíritu de la diletancia, esa predilección por la vida contemplativa, por la necesidad de ver pasar lentamente el tiempo haciendo acopio de conocimientos normalmente inútiles. No me resultaba complicado identificarme con alguno de esos cinco diletantes, probablemente aquél que desde la segunda fija hojeaba un libro que yo imaginaba de cocina. La actitud de los personajes no era de siesta, mantenían el cuerpo erguido, cierta tensión muscular, por lo tanto es razonable pensar que todavía no habrían comido y que disfrutaban plácidamente de una mañana templada, puede que anodina, mientras en el interior de la casa, quien sabe si un hotel, cocinaban el almuerzo.

El viernes pasado en una de las galerías principales de la exposición de Hopper me esperaba el cuadro original de la Gente al Sol, un cuadro no muy grande, sin estridencias, expuesto en la última de las paredes, justo junto a la salida de la exposición, no me lo esperaba ya que pensé que mi afición/devoción por el cuadro era puramente personal, luego he descubierto que se trata de una de las obras más alabadas del pintor y que incluso algún escritor – Cees Noteboom – se ha preocupado de describirlo en uno de sus libros, tendré que buscarlo.

Encontrarme//rencontrarme con la imagen del diletante en Madrid justificaba por sí sola una entrada, que habré de terminar con una receta. No por casualidad ha caído en mis manos la minuta de un menú del Club Allard de Madrid, un discreto palacete frente al tempo de Debod en el que desde hace años se ha ido formando una de las mejores cocinas de Madrid, una cocina que ha sobrevivido a la moda oriental que está mediatizando casi toda la alta cocina de la capital.

Tiempo habrá de escribir sobre el Club Allard y sobre su cocinero – Diego Guerrero -, de momento le robo una receta sencilla y sabrosa que puede dar una alegría a quien la afronte, una receta que compendia las virtudes de la diletancia: aparente sencillez, pureza de sabores y cierto gusto por la sorpresa.

Se trata de un huevo con pan, panceta y un cremoso puré de patatas; no es la primera vez que combino huevo y puré en este blog, aunque en esta ocasión la técnica y el resultado sean radicalmente distintos.

Esta receta no es sino la de una tapa, un bocado. Arranca la receta comprando pan de molde, cualquiera sirve aunque en ocasiones encuentro una marca que ofrece largas rebanadas sin corteza, este es el pan ideal.

Si el pan de molde tiene bordecillos es mejor cortarlos, colocar la rebanada sobre una superficie limpia y plana y pasar el rodillo para aplanar el pan, de modo que quede una masa más o menos compacta de dos milímetros. Hay que tener cuidado al desprenderla porque no se debe romper.

Con la ayuda de un cuchillo se perfila la rebanada para que forme un rectángulo de 10/12 centímetros de largo por 5/6 de ancho. Sobre la rebanada se colocan unas lonchas finas de panceta, uno de los secretos del plato es que la panceta sea realmente panceta, no bacon, también que sea muy fina. Se cubre toda la rebanada con las lonchas, no importa que sobresalga un poco la panceta.

Sobre el pan y la panceta, en el centro del rectángulo, se extiende una capa de puré de patata, ha de ser cremoso y con cierta consistencia, no se debe desparramar, ojo porque el puré no ha de sobresalir del pan, conviene ser un poco cuidadoso y no pasarse de puré porque eso dificultará el manipulado final.

Sobre el puré se deposita una yema de huevo – mejor si es un huevo de calidad para que resulte más sabroso -; para asegurarse de que la yema no se escurre puede utilizarse el envés de una cuchara sopera para hacer una pequeña depresión sobre la masa de puré y reposar allí la yema.

Con mucho cuidado se enrolla el pan como un canutillo en el que el huevo quedara en el centro, ha de hacerse lentamente, cuidando que la yema no se rompa ni se desplace mucho. Hecho el canutillo se sellan con ayuda de los dientes de un tenedor los extremos del cilindro, que quedará como un paquetito y se colocan en el horno previamente calentado a 210º y con el grill a toda pastilla para que se tueste ligeramente el pan.

En tres minutos el bocado estará listo para llevar a la mesa, se recomienda comerlo en dos bocados para disfrutar del huevo estallando sobre el pan, la grasilla de la panceta empapando el puré. Aquí en el AVE, todavía sin desayunar, la boca se me hace agua.

miércoles, 13 de junio de 2012

CAP.CLV.- Japan fusion//Kabuki confusion.


Hace tres semanas me regalaron un libro de cocina oriental, o, para ser más preciso, un libro occidental sobre cocina oriental, La Cocina Japonesa del Kabuki, me lo regalaron en catalán, editado por Columna en 2011, escrito por Juan Manuel Bellver a partir de las recetas de Ricardo Sanz, el chef del Kabuki.

Hace cinco años este amigo mio me pidió que le recomendara un buen restaurante japonés en Madrid y le recomendé el Kabuki de la calle Comandante Carmona, a mi me llevaron unos amigos madrileños hace nueve o diez años. La última vez que cené en el Kabuki fue en septiembre hace casi cuatro años, fue en el Kabuki del Hotel Wellington, en la calle Velázquez. Mi amigo recuerdo que aseguró que llegaría una crisis económica que nos devolvería a los años cincuenta, una recesión que dejaría temblando a varias generaciones. Entonces sus palabras me parecieron absolutamente exageradas, ahora he de reconocer que tengo mis dudas. Lo cierto es que mientras veíamos venir la gran recesión pagamos una factura que nos dejó temblando, no en vano al Kabuki le llamaban en Madrid el “clavuqui” por el clavo que puede suponer para una cartera media si no anda con cuidado.

Durante estos años el Kabuki se ha expandido, ha ganado estrellas Michelin, ha recibido todo tipo de elogios, incluso se han escrito libros como el que ha llegado a mis manos.

Cuando recibí el regalo mi amigo se quejaba de que las recetas que aparecían eran de imposible ejecución, de esa manera un tanto velada me retaba como diletante a intentar desentrañar alguna de las bases de la cocina que Sanz hace en el Kabuki.

El libro tiene una parte de recetario que es bastante convencional, hay fotos correctas, los ingredientes se miden con precisión y las técnicas se describen con sobriedad, sin grandes adornos. Sin embargo la primera parte del libro si que tiene más interés no sólo por la extensa entrevista al cocinero, sino también por una amena biografía que pretende explicar las razones del éxito de la cocina del Kabuki.

Puedo asegurar que tras leer las notas de esa biografía gastroemocional me he animado a escribir sobre cocina japonesa, primero porque Sanz es madrileño, como yo, nacimos en el mismo hospital – la Milagrosa – y Sanz abrió uno de sus primeros negocios, un bar de tapas, junto al Cine Griffith, un cinestudio gestionado por Fernando Rodriguez, quien luego se convertiría en Fernando Trueba. Entre los 14 y los 17 años pasé muchas horas en los maratones del Griffith, viendo películas de vaqueros, de terror, de los hermanos Marx, todas ellas mezcladas con Godard, con el mejor cine francés. Seguramente probaría las croquetas, las bravas y las cañas que tiraba Sanz.

Me animaba también el hecho de que el mejor sushiman español no había viajado a Japón cuando empezó a cocinar en el Kabuki, es decir, se puede ser el sushiman más puro sin haber pisado Tokio en la vida, lo que mejora sensiblemente mis expectativas de llegar a ser un sushiman aceptable sin la exigencia de someterme a la disciplina zen bajo el monte Fuji.

Cuenta el libro la anécdota de que Sanz fue fichado por un restaurante japonés de Madrid después de haber visto su destreza cortando jamón de jabugo lo que permite afirmar que Huelva y Kioto no están tan alejados.

De los platos de Sanz los que más me han llamado la atención han sido los transgresores, los que buscaban con una ironía muy fina y sin muchos aspavientos la conexión entre los platillos patrios más enraizados con las presentaciones japonesas más delicadas. Así la interpretación del bocadillo de calamares, un ejercicio de minimalismo, o las lascas de toro aderezadas como si fueran pan con tomate. La originalidad de estos platos está en su sencilla presentación.

Hojeando el libro mi amigo me indicaba que la aparente sencillez de algunos platos chocaba con la complicación de conseguir la mayoría de los ingredientes. Es cierto en parte.

Leyendo el libro he despejado algunas dudas existenciales, la primera sobre la conservación de los pescados; obviamente el pescado que se usa ha de ser fresco pero los trucos de conservación están al alcance de cualquier cocinilla, primero porque se trata de desespinarlos bien y de secarlos minuciosamente con un paño, lo que suele oxidar el pescado es el líquido que destila y que acelera la corrupción de la carne. Si se seca escrupulosamente y se envuelve en papel film el pescado se conserva correctamente durante dos días. Puede congelarse sin problemas y descongelado con cierta paciencia – dejándolo durante más de 30 horas en la nevera una vez sale del congelador – puede utilizarse durante dos días sin problemas. El secado y el film retardan la corrupción y evitan que capte sabores extraños – de hecho en restaurantes tan puros como el Koy Shunka de Barcelona el pescado se mantiene durante las horas que dura el servicio de cena envuelto en film y guardado en tappers individuales – uno por pieza.

Sobre las salsas japonesas, puede que sea el ámbito más complejo y de difícil consecución de ingredientes; está la solución socorrida de comprarlas hechas en alguna tienda gourmet a un precio astronómico en botellitas que contienen muy poca cantidad de salsa. Yo tuve la suerte de trabajar durante algunos años frente a un supermercado chino en el centro de Barcelona, el almacén más cochambroso del mundo, sin embargo podía encontrar los ingredientes más exóticos a un precio irrisorio, vendidos en grandes garrafas o incluso a granel. Es cuestión de armarse de valor, dejar las manías a la puerta de la tienda y adentrarse en esos laberintos con la misma afición con la que nos metemos sin miramientos en las viejas tiendas del todo a cien. Una de las ventajas de esta transgresión cultural es que en aquel mundo que nosotros denominamos “tiendas de chinos” podemos encontrar productos coreanos, malayos, japoneses y, por qué no, alguno chino.

La tercera opción es la de intentar españolizar los ingredientes de las salsa y hacerlo sin muchos complejos. Recuerdo hace años que mi hija quería comerse un sukiyaki y terminé haciendo la salsa con soja, un vaso de un vino blanco suave, una cucharada de azúcar y un chorrito de vinagre de manzana, lo rebajé con agua y aquel brebaje hizo las veces de salsa sukiyaki dignamente.

Con estos mimbres me animo ha dar una receta para hacer Usuzukuri de pez blanco con salsa ponzu.

Lo primero que hay que aclarar es que el usuzukuri no es sino una técnica de cortar y macerar el pescado, aprovechando las lascas, como si fuera un carpacio. Un buen pescado para el usuzukuri puede ser una lubina salvaje bien desespinada y despellejada. Con un cuchillo afilado se separan las lascas de carne cruda y se colocan armónicamente sobre una fuente con un poco de profundidad. Puede comerse nada más quedar cubierto por la salsa ya que el marinado no es ni mucho menos prolongado.

El secreto está en la salsa ponzu. Sanz da las medidas a lo grande, lo que permite hacer un bidón de salsa. Para la ponzu se necesitan:

2 litros de salsa de soja.

1 litro de vinagre de arroz.

750 mililitros de zumo de naranja.

50 mililitros de zumo de limón.

250 mililitros de mirim.

150 mililitros de sake.

250 gramos de kombu.

200 gramos de katsuboshi.



Se mezcla todo en un bol, se deja macerar cubierto cinco días en la nevera. Luego se cuela para eliminar los elementos sólidos y ya está hecha la salsa que cubrirá el pescado.

La presentación del plato se culmina con cebolleta tierna picada o cebollino.



Respecto de la salsa ponzu si se pretende españolizar los productos que pueden sustituir los ingredientes raros son.

Mirim y sake son respectivamente vinagre y vino de arroz. Si no apetece ir a buscarlos a una tienda especializada el mirim lo he sustituido por vinagre de manzana reducido 1/3 con agua. En el caso del sake extrañamente se sustituye bien por el vino barbadillo.

El kombu es un alga seca muy yodada y el katsuboshi es un trozo de atún desecado. Yo he probado a sustituir las algas secas por tomates desecados al sol, de esos que quedan como pasas; respecto del katsuboshi puede ser sustituido por mojama, aunque un amiguete muy avezado en asuntos de cocina me asegura que una pastilla de caldo de pescado maggi produce un efecto umami similar al del pescado seco.

Doy por descontado que a estas alturas del siglo la salsa de soja es un ingrediente no exótico.

Para acompañar el plato un cuadro que parece del todo japonés y que sin embargo es obra de un tal Doherty, un americano que pinta peces con la pureza de un artista japonés. Un pintor y una pintura tan apócrifa como la del propio Kabuki.

domingo, 10 de junio de 2012

CAP.CLIV.- Ensaladas caprichosas.


Sin que sirva de precedente esta tarde/noche se ha producido en casa un cambio inusual de tendencia. Normalmente mis hijos se levantan al amanecer y me desvelan, aprovechando el momento dulce del amanecer para escribir alguna entrada.

Hoy domingo sin embargo han cambiado las tornas después de un fin de semana de duro desgaste físico a base de mucha piscina y algunas patadas a un balón de cuero. A las siete de la tarde los niños estaban cenando y no habían dado las ocho cuando estaban dormidos. Lo sorprendente ha sido que el resto de la familia se ha visto invadida por un extraño sopor y ahora, al filo de las 10 de la noche la casa permanece en el más absoluto, atrás queda un fin de semana extraño en el que no sabemos muy bien si nos ha tocado la lotería o si la decisión del gobierno de pedir prestados cien mil millones de euros nos va a llevar a la ruina. Personalmente preferiría que me entregaran en mano los 2.200 euros que corresponden a cada españolito de a pie por el préstamo y que lo gestionara cada familia con sentido común y prudencia, no dejando a estos ineptos que se lo patearan de mala manera.

Como no es este un blog de macroeconomía ni de política, sino una válvula de escape a través de los fogones, dejemos al margen lo sucedido durante los últimos días y demos rienda suelta a la imaginación.

Si la cocina por regla general es un ámbito de libertad sujeto a pocas reglas, seguramente el campo de las ensaladas sea aquél en el que esa libertad puede llegar a sus límites más absolutos ya que prácticamente cualquier ingrediente o preparado puede ser objeto de algún tipo de ensalada.

Es divertido pensar que la palabra ensalada tiene su raíz no en los productos que se emplean sino en sus condimentos, parece como si los aderezos o aliños fueran casi más importantes que los productos que se combinan. Los ingleses, que tienen un lenguaje mucho más visual que el nuestro, no en vano suelen llamar al aliño vestimenta (dress, dressing). No deja de ser original que podamos “vestir” las lechugas y los tomates con elegantes vinagretas que emulsionan aceites, mieles, especias, mostazas, frutos secos, hierbas aromáticas.

Sin embargo la entrada de hoy no va vinculada a la vestimenta de las ensaladas sino a una combinación sorprendente de productos que he descubierto este fin de semana gracias a mi mujer, normalmente ajena a la cocina aunque sea una comensal exigente y agradecida.

El viernes vinieron unos amigos a cenar a casa, yo había tenido una semana un tanto caótica – como tantas – y no terminaba de dar con la combinación de platos adecuada. Apretando como apretaba el calor la ensalada era inevitable y fue mi mujer la que me indicó que la ensalada tenía que ser de berros, sandía y queso feta. Quedé sorprendido ya que era una combinación extraña que no había leído hasta la fecha en ninguna parte; me aseguró que venía en no sé qué régimen que había consultado y que además los berros, igual que lo canónigos, son de las verduras frescas que facilitan mejor la eliminación de líquidos.

La receta es muy sencilla ya que se trata de poner en una fuente una cama abundante de berros – esas hojitas de color verde intenso y con un punto picante no muy ajeno a la mostaza -, partir 300 gramos de sandía en dados despepitados y mezclarla con queso griego también a daditos.

La mezcla del sabor dulce y refrescante de la sandía, el golpe picante de los berros y el gusto salobre del queso feta hacen innecesaria casi cualquier vestimenta. Así que una pizca de sal, un buen chorro de aceite de oliva intenso y directamente a la mesa, con los dedos cruzados para que los comensales se sientan tan sorprendidos/atraídos como quedé yo con la mezcla. Hubo un instante de duda justo al montar el plato ya que calibramos si podría encajar bien algún fruto seco – yo optaba por las nueces o puede que unas picas de calabaza peladas -, la duda se despejó rápido porque en la alacena no había fruto seco de ningún tipo.

El menú del viernes, para quien tenga curiosidad, lo componían:

Unas almejas en salsa verde trabada con un poquito de muscato de Asti, intenté hacer la salsa con sake japonés pero no lo encontré en el supermercado.

Unos vasitos de salmorejo de melocotón con huevo duro y de ajoblanco con melón.

La ensalada de berros, sandía de pepita blanca y queso feta.

Un milhojas de calabacines y brandada de bacalao.

Unas palometas hechas en papillote con humus y cebolla confitada con salsa de soja.

De postre quesos (pecorino, ronkari y gouda con cominos) y unos pastelillos portugueses con hojaldre, crema inglesa tostada, azúcar glass y canela (pastelillos de belén), así como unos bombones.

Había conseguido un cuadro de Picasso en el que aparecía una naturaleza muerta compuesta por un cuarto de melón y unas cerezas, sin embargo en mi indagación por la red creo haber descubierto un cuadro más sorprendente, de una pintora egipcia llamada Margó Veillón, que nació en el Cairo en 1903. El cuadro se titula Sandía con cuchillo.

jueves, 7 de junio de 2012

CAP.CLIII.- Ciudades/Restaurantes y platos invisibles.


Voy comprobando que hay mecanismos de reacción o defensa que se reproducen de manera casi automática, así cuando uno de mis “santos” hijos decide interrumpir mi sueño de madrugada y levantarme para llevarle a hacer pis, darle un vaso de agua, o simplemente comentarme sus inquietudes nocturnas; la brusca irrupción en mi sueño me mantiene durante un rato en una situación semionírica que se prolonga durante un par de horas, situación que suele transportarme normalmente a territorios cercanos a mi adolescencia, mitificada como casi todo tiempo pasado.

Hoy a eso de las cuatro y media de la mañana mi hijo pequeño ha venido a nuestra cama con la cantinela de que no quería dormir solo, ha hecho pis y se ha colocado entre su madre y yo, ha soltado las habituales coces paras hacerse un espacio y en cuestión de segundos ha regresado al más profundo de sus sueños. Yo, claro está, no he podido conciliar el sueño y a cambio me he acordado de un libro maravilloso de Ítalo Calvino: Las Ciudades Invisibles.

Ítalo Calvino fue un escritor que me mantuvo cautivado durante gran parte de mi adolescencia sobre todo gracias al Barón Rampante, la fábula de un noble que con catorce años decide instalarse en un árbol y no bajar. El Barón Rampante me llevó a otras novelas, no muy largas, que tenían el regusto de las fábulas morales del siglo XVIII, labor de mérito si se tiene en cuenta que Calvino vivió y escribió en la convulsa Italia de la postguerra.

Dentro de las obras de Calvino el libro de las Ciudades Invisibles fue el único que me atreví a leer una vez superada la adolescencia, es un libro al que recurro en ocasiones sobre todo porque es gratamente cómodo de leer, lo componen pequeños relatos de apenas página y media en los que el narrador, Marco Polo, comenta a un descendiente de Gengish Khan las ciudades que ha conocido, todas ellas ciudades inexistentes, ciudades soñadas que extrañamente tienen nombre de mujer. Es un libro editado y reditado en todo tipo de formatos – yo tengo la primera edición en castellano de Mondadori con algunos dibujos -, acompaño aquí un link que permite descargar el libro en un PDF en internet: http://ddooss.org/libros/ciudades_invisibles_Italo_Calvino.pdf

En este amanecer de junio he aprovechado para visitar alguna de esas ciudades invisibles, en concreto Anastasia:  Al cabo de tres jornadas, andando hacia el mediodía, el hombre se encuentra en Anastasia, ciudad bañada por canales concéntricos y sobrevolada por cometas.

Debería ahora enumerar las mercancías que se compran a buen precio: ágata, ónix crisopacio y otras variedades de calcedonia; alabar la carne del faisán dorado que se cocina sobre la llama de leña de cerezo estacionada y se espolvorea con mucho orégano; hablar de las mujeres que he visto bañarse en el estanque de un jardín y que a veces -así cuentan- invitan al viajero a desvestirse con ellas y a perseguirlas en el agua. Pero con estas noticias no te diré la verdadera esencia de la ciudad: porque mientras la descripción de Anastasia no hace sino despertar los deseos uno por uno, para obligarte a ahogarlos, a quien se encuentra una mañana en medio de Anastasia los deseos se le despiertan todos juntos y lo circundan. La ciudad se te aparece como un todo en el que ningún deseo se pierde y del que tú formas parte, y como ella goza de todo lo que tú no gozas, no te queda sino habitar ese deseo y contentarte. Tal poder, que a veces dicen maligno, a veces benigno, tiene Anastasia, ciudad engañadora: si durante ocho horas al día trabajas como tallador de ágatas ónices crisopacios, tu afán que da forma al deseo toma del deseo su forma, y crees que gozas por toda Anastasia cuando sólo eres su esclavo”.

Algún día, puede que como tarea imposible del diletante, consiga asociar un restaurante a cada una de esas ciudades invisibles que visitara Marco Polo/Ítalo Calvino,  de hecho puede que algunos restaurantes actuales pudieran trasladarse a esas ciudades. O puede que alguno de esos restaurantes ya esté instalado en una ciudad invisible. De momento algunas propuestas: (1) Trasladar el Celler de Can Roca del polígono industrial de las afuera de Girona a una masía de la zona boscosa de las Gabarras; (2) Que el Motel Ampurdán cambie su ubicación en la carretera de Figueras a Port Bou y quede colgado frente al mar en una de las suntuosas mansiones del Camí de Ronda de la Costa Brava; (3) Que el Diverxo que está escondido en la calle Pensamiento de Madrid se traslade a la frontera de México con Estados Unidos.

Mientras se produce esas transmutación, o mientras soy capaz de diseñar un restaurante para cada una de esas ciudades invisibles, me conformaré con recordar una de las recetas soñadas que tiene que ver con el tiempo en el que leí por primera vez las Ciudades Invisibles de Calvino. Con catorce/quince años, recién trasladado a Madrid, a mi padre le dio por invitarme a comer él y yo mano a mano. Yo, que no fui un adolescente especialmente rebelde, rápidamente me plegué a sus propuestas que pasaban por ir a recogerle a su despacho, escondido en un fantasmagórico edificio asentado sobre el antiguo cementerio de las Salesas, y dejarme llevar por alguno de los restaurantes clásicos del Madrid de los setenta: Solchaga, el Horno de Santa Teresa, El Luarqués, Viridiana …

Sorprendentemente guardo recuerdo casi al detalle de cada uno de esos restaurantes y de lo que comí en ellos, sin embargo nada queda en la memoria de las conversaciones que sin duda tuve con mi padre durante aquellas horas. Si mi memoria, caprichosa, hubiera sido capaz de almacenar esas charlas en vez de las cartas de los restaurantes a lo mejor mi diletancia se hubiera orientado hacia la filosofía o la ciencia moral en vez de hacia los fogones.

Hubo un plato y un lugar que seguramente fueron determinantes en esa condición de diletante: El guiso de pato con ciruelas pasas del Horno de Santa Teresa, un guiso oscuro de salsa densa en el que resultaba imposible distinguir los ingredientes; un plato en aquel tiempo arriesgado y enigmático ya que en el Madrid de los años setenta mezclar el recio pato mudo del penedés con una salsa dulzona era toda una provocación a los solemnes paladares de la burguesía ramplona de la capital del reino y al mandarinato funcionarial de paso por Madrid. Con el tiempo descubrí que aquella receta que creía revolucionaria en realidad no era sino el remedo de un guiso tradicional del Ampurdán – si los españoles hubiéramos tenido algo más de talento el Ampurdán podría haberse convertido en la Toscana española.

No he conseguido localizar la receta genuina del pato con ciruelas del Horno de Santa Teresa, pero tengo y mantengo una receta que consigue provocarme sensaciones parecidas a la de aquel mediodía de un lejano mes de mayo de hace poco más de 30 años.

Lo primero que hay que conseguir es un pato azulón o un pato mudo del penedés, algo relativamente sencillo a día de hoy. En todo caso no hay que ponerse estupendos y en la pollero puede servir cualquier otro pato que no quede como una piedra al ser cocido.

El pato se corta en octavos, reservando la carcasa y el cuello, que pueden servir para hacer un caldo de ave que sirva de fondo para el guiso – ojo con los patos porque suelen ser más grasos que los pollos y los caldos quedan muy oleosos.

Si se dispone de tiempo es conveniente dejar las porciones de pato sumergidas durante 4/6 horas en un vino tinto potente, una garnatxa serviría, ese baño no sólo intensifica el sabor del pato, sino que además permitirá que la salsa gane en oscuridad. Previamente se salpimenta el pato, no viene mal añadir al bol con vino un par de hojas de laurel, unos cascos de cebolla, dos o tres zanahorias de las feúchas que se pochan en la nevera, incluso una pizquita de canela para favorecer la maceración.

Como se trata de un guiso “bautismal”, también tendremos que sumergir no en vino sino en coñac 250 gramos de ciruelas pasas preferiblemente sin hueso. También requieren de 4/6 horas de reposo para que se hinchen y se emborrachen adecuadamente las ciruelas.

Empapados los ingredientes principales en alcohol se retiran y escurren los trozos de pato y se rehogan en una cazuela con un poco de aceite hasta que cojan color. No se trata de hacerlos por completo, sino sólo de que de doren y que suden un poco. Cuando la piel haya cogido color se retiran y reservan, no va mal poner los trozos sobre una rejilla para que escurran.

En ese mismo aceite se incorporan dos cebollas cortadas en trocitos pequeños que habrá que rehogar con un par de dientes de ajo sin pelar y con una zanahoria pelada y en daditos, quebrados con un golpe de cuchillo. Cuando esté dorada la cebolla, añadimos tres tomates de pera maduros pelados y despepitados, cortados en daditos. Conviene rectificar el sofrito de sal y pimienta, añadiéndole una pizca de azúcar para evitar la acidez del tomate.

Cuando el sofrito esté casi terminado se escurren y añaden la mitad de las ciruelas y 50 gramos de piñones tostados. Se termina de hacer la salsa y cuando haya cogido el cuerpo deseado se pasa por un chino o se le da un golpe de batidora. Pasamos la salsa a una cazuela más grande y allí añadimos un par de vasos de vino – no utilizar el de la maceración porque se habrá oxidado – y otro par de vasos de agua (o de caldo de ave si nos ha dado tiempo a prepararlo), y se recuperan los trozos de pato escurridos.

Para que el pato quede bien hecho hay que calcular unos 40 minutos desde que el caldo rompa a hervir, conviene poner el fuego muy suave y remover de vez en cuando para que no se agarre. La salsa queda oscura, densa, brillante, y los trozos de pato completamente teñidos de color bermellón. Antes de llevar el guiso a la mesa en la misma cazuela se añaden el resto de ciruelas reservadas y otros 50 gramos de piñones tostados, que harán las veces de guarnición.

Un guiso digno de la más invisible de las ciudades, que se puede acompañar de cualquier vino potente. El cuadro que puede acompañar a esta mélange de sabores y recuerdos es obra de un inglés llamado Kit Williams, un ilustrador de cuentos nacido en UK en 1946, el cuadro se titula: Encuentro Inadecuado.  

domingo, 3 de junio de 2012

CAP. CLII.- Pastila al Hamam.


Después de unos días desconectado – un congreso en Valencia – regreso a la diletancia. En los congresos no es sencillo comer bien, las comidas y cenas terminan agrupando a muchos amigos y compañeros lo que hace que siempre primen las soluciones prácticas, fáciles de compartir y que no escuezan mucho al bolsillo.

Pese a esos condicionantes anteriores lo cierto es que el balance gastronómico ha sido razonable, además de que rencontrarse con buenos amigos hace que los platos y los vinos sepan más más ricos. El jueves por la noche caímos en un restaurante con toques orientales en el que nos sirvieron un humus sensacional que llevaba trocitos de carne picada rehogada.

Uno de los comensales a la vista de los platos que nos iban sirviendo – al centro de la mesa y para compartir entre cuatro en una mesa de vientitantos – recordó una cena reciente en Ceuta, en la que le habían sorprendido con una cena de toques marroquís que le había encantado.

A partir de esa referencia me di cuenta de que pese a que había escrito sobre algunas recetas más o menos exóticas lo cierto es que no me había atrevido a una receta marroquí, de ahí que cuando escuché a mi amigo hablar de las maravillas de la cocina del Magreb tomara nota para recuperar alguno de esos platos.

De entre las propuestas me llamó la atención la pastela o pastila al hamam  (paloma), una receta que reúne todos los elementos de la cocina de corte árabe, la mezcla de dulces y salados, las especias.

La pastela de paloma, claro está, necesita palomas torcaces, su peso es cercano al medio quilo, con por aquí lo de la carne de paloma no es sencillo de encontrar creo que podría hacerse un remedo de este guiso con unas codornices, calculamos una por cabeza. Se han de dorar en aceite.

En ese mismo aceite se retiran las aves y se inicia un sofrito con abundante cebolla picada muy fina – tres cebollas hermosas que tanta gracia le hacen a algún lector -. Se añaden un par de cucharillas de postre de canela, unas hebras de azafrán, sal y pimienta. Cuando la cebolla esté transparente se añade medio litro cumplido de caldo de ave y se reintegran las palomas que han de cocer suavemente durante 35/40 minutos.

Cuando la carne de las palomas se desprenda del hueso se retiran las aves, se dejan templar unos minutos y con las manos se desmigan con cuidado de que no queden huesecillos, que son muy desagradables de encontrar cuando se come.

Se devuelve la carne de las palomas a la cazuela – ya deshuesadas – y se añade un manojo de perejil y otro de cilantro picado, una cucharada sopera de agua de azahar – algún día contaré mis aventuras con el agua de azahar – y 200 gramos de azúcar. Se deja cocer esa mezcla un cuarto de hora más, que reduzca bien la salsa.

Cuando haya reducido un tercio el volumen se cuaja el guiso con media docena de huevos  bien batidos – en función del tamaño de las aves a lo mejor hay que poner algún huevo más -. Los huevos hay que batirlos con vigor, que hagan mucha espuma, eso hará que la pastela quede más esponjosa.

Cuando haya cuajado esa masa se apaga el fuego y se deja reposar en la sartén.

Se enciende el horno a unos 180º y se prepara un molde redondo sin fondo. En la parte inferior se coloca una hoja de pasta brisa, se engrasa la pasta y se cubre con una capa de la pasta de paloma y cebolla. Sobre esa primera capa se pone una hoja esta vez de hojaldre y se vuelve a cubrir con otra capa de la carne. Puede que el compango permita una capa más de hojaldre y de guiso. Es importante que en la parte superior quede la capa de la carne, no de pasta.

Sobre la última capa es añaden los restos finales de la salsa, 300 gramos de almendras crudas laminadas (si están picadas no pasa nada), una pizca de azúcar y una hoja final de hojaldre que se pinta con dos yemas de huevo batidas – para que el pastel brille.

Hay que hornear la pastela a 180º unos 1º minutos y al sacarla adornar la masa con azúcar glas y canela en polvo.

Cierro la propuesta con un cuadro de Miquel Barceló, un enamorado de áfrica y de la buena mesa, hacía varias semanas que no le robaba un cuadro.