miércoles, 29 de febrero de 2012

CAP.CXIX.- Gentilicios.


Revisando las notas de un viejo gastrónomo – el doctor Thebussem – me encontré muchas referencias a los hábitos de comida de la España de finales del siglo XIX, una cocina muy marcada por la influencia francesa sobre todo en los hábitos de la alta burguesía, que incluso solía escribir esas minutas en francés. Lhardy, el restaurante abierto en Madrid en 1839, ofrecía en su menú de 25 de noviembre de 1887 un pureé Contí, consommé, filets de sole a la Orlly, Jambon d’York aux epinards, salmis de canard, dindonneau ou cresson, petites pois à la duchesse y charlote russe. Posiblemente si se tradujeran al castellano los platos tendrían mucho menos encanto.

Leyendo estos viejos libros es inevitable pensar en lo socorridos que suelen ser los gentilicios a la hora de etiquetar algunas recetas; el gentilicio, la referencia al origen del guiso, supongo que pretende trasladar al plato los productos, técnicas o valores propios de la ciudad a la que se refieren. Cuando uno lee “Besugo a la donostiarra” imagina una hermosa pieza de pescado abierta en libro, de lascas engrasadas con fino aceite de oliva y pizcas de ajos y guindillas fritos. La fritura a la malagueña, el pulpo a la gallega, las patatas a la riojana … todas estas referencias suelen despertar intensos debates localistas sobre las grandezas de esos platos que suelen entroncar con la esencia de cada ciudad, comarca, provincia o comunidad, incluso de un país – la tortilla española o la ensaladilla rusa.

Otros gentilicios suelen dar lugar a algunos equívocos – los soldaditos de pavía, la porra antequerana, la tortilla francesa … - ya que no se sabe muy bien que aporta el gentilicio al dichoso plazo.

Todo este rollo viene a cuento de lo frustrante que es a veces descubrir la verdad. Los que hayan cumplido ya los 40 años seguro que tendrán marcado en su subconsciente el famoso arroz a la milanesa – ahora casi desterrado – una clara comida “viejuna”; los arroces milanesa de nuestra infancia eran un compango de arroz cocido con carne de cerdo (250 gramos), 100 gramos de jamón serrano – el llamado de bodega, por ser ignorado su origen -, tampoco descartaba unas tiras de chorizo, una latita pequeña de guisantes, una latita de pimiento rojo, tres cucharadas de tomate, una cebolla picada, margarina para rehogar la cebolla y el arroz; el plato se adornaba con queso rallado. La receta viene de una época en la que no existía el queso parmesano y el llamado queso rallado – vendido en botecitos de plástico – no era sino los restos pulverizados de quesos ignotos.

Cuando alguien se enfrentaba a un plato de arroz a la milanesa lo hacía pensando que los milaneses serían unos sujetos mal encarados, sometidos a digestiones infernales en las que difícilmente se podría conciliar el sueño. Los milaneses sin duda debían ser seres casi tan grasientos como su plato de referencia, un plato que normalmente se anunciaba junto con el escapole milanesa – un filete empanado fino e insípido, cubierto e una salsa parduzca indefinida en la que flotaban trozos de zanahoria, guisantes y cebolla. La Milán de esos gentilicios carecía de cualquier encanto, era le referencia absolutamente engañosa dado que ni la receta se correspondía con la verdadera receta del arroz a la milanesa, ni los milaneses tenían nada que ver con esas mezclas delirantes compactadas con arroz. Nuestro viejo arroz milanesa no era sino un remedo del arroz campero hecho con prisas.

Antes incluso de viajar a Milán tuve la oportunidad de descubrir el risotto a la milanesa por medio de Narcis Comadira – ha me he referido a su libro de recetas en otras entradas – Comadira afirma que “es una fórmula magistral que no hemos de confundir con el que, por aquí, cuando éramos pequeños, conocíamos con este nombre, con guisantes y jamón. El auténtico risotto alla milanese es una cosa por completo distinto. Se la explico tal y como lo propone Pellegrino Artusi, el gran clásico de la cocina italiana: Se sofría la cebolla cortada bien fina con mantequilla y se le incorpora el tuétano de un par de huesos de ternera que previamente hemos hervido al preparar un caldo; cuando la cebolla esté bien cocida, se  incorpora el arroz, se remueve bien y, al cabo de unos instantes se moja con medio vaso de vino blanco seco; cuando el vino se ha evaporado, se le va añadiendo caldo de poco en poco, hasta que el arroz quede cocido; llegados a este punto, se ha de añadir un hatillo de azafrán que habremos picado en el mortero y deshecho con un chorrrito de caldo; también le añadiremos el parmesano rallado; lo mezclaremos bien y, antes de servirlo, le pondremos, encima, unos daditos de mantequilla. No hace falta decir que, en la mesa, ha de haber un bol con más queso rallado para que cada uno afine el sabor del arroz a su gusto”. Finaliza Comadira advirtiendo de que se trata de un plato “consistente, serio, burgués, notarial”. En otro pasaje de su artículo habla de un plato “inspirado, melódico, claro, sólido, bien estructurado, un punto sentimental”.

Confrontando el arroz milanesa de nuestra infancia, con sus guisantes de bote y abundante jamón, con el milanés auténtico, uno puede llegar a ser consciente de los abismos que separaban a un niño español de los años setenta, de un niño milanés de esa misma época.

Apuntes importantes: El arroz del risotto preferiblemente de la variedad arbórea, los huesos de caña que servirán para el caldo  mejor no tenerlos hirviendo más allá de 15 minutos, si nos pasamos de cocción con los huesos el tuétano queda insípido; si se pasan primero los huesos por una sartén y el resto de la carne que vaya a usarse en el caldo, éste quedará de color un poco más pardo lo que hará que el arroz no quede muy pálido. El parmesano rallado debe rallarse un momento antes de añadirse al arroz, el queso parmesano se añade con el arroz ya cocido, cuando está reposando. Un vino seco que suele dar un resultado excelente con los risottos es el verdejo, los vinos de rueda en general encajan bien con estos platos. La cebolla no ha de quedar requemada, ni siquiera tostada, ha de quedar transparente – las cebollas de Figueras funcionan bien para estos platos -. Antes de llevar el risotto a la mesa conviene que repose un poco. Una de las claves del éxito del plato habrá de ser el equilibrio entre el azafrán, el tuétano y el queso de parma, una advertencia: Ese equilibrio no suele conseguirse en el primer intento.

Puesto que se trata de gentilicios nada mejor que traer un cuadro de un pintor milanés muy asociado a los asuntos culinarios, Arquimboldo.

domingo, 26 de febrero de 2012

CAP.CXVIII.- La expropiación del ajiaco colombiano.


Ayer retomamos las cenas de Can Cufa y lo hicimos de modo espectacular, una cena gozosa con reflejos “caribe” y unos anfitriones pendientes hasta del último detalle, tan pendientes que no pudimos robarles los pequeños saleros individuales previstos para cada comensal.

Todo diletante aunque no lo parezca es un predador salvaje, cuando aparece una nueva receta o referencia no catalogada el diletante sale de su letargo y apura todas sus energías para absorber cualquiera de los matices de la receta, expropiándola de su legítimo dueño y atrayéndola hacia los territorios del diletante. Llevaba semanas buscando recetas de sopas o de cremas, a lo largo del centenar largo de entradas había agotado muchas de las que hacía normalmente pero el cuerpo me seguía pidiendo sopa por lo menos hasta que terminara de sacudirme el frio del invierno.

No es sencillo encontrar a estas alturas una receta original, sorprendente, gustosa y con la sofisticación justa para distraer tanto en la cocina como en la mesa. Ayer en la cena de Can Cufa, tras los aperitivos, apareció esa crema soñada: Un humeante  “ajiaco a mi manera” que dio lugar a todo tipo de especulaciones hasta que los cocineros aclararon el origen y componentes del plato. Una suave crema de patatas con pollo que había que aderezar con varios complementos.

El ajiaco es un plato colombiano hecho a partir de dos tipos distintos de patatas, un plato reinterpretado por los cocineros y adaptado a los productos españoles. Esta mañana en cuanto he podido ponerme en marcha – no ha sido fácil – he empezado a “hacer mía” la receta a partir de las referencias recogidas en la noche de ayer.

Al escuchar la palabra ajiaco y confirmar su origen caribeño enseguida me vinieron a la memoria las novelas de García Márquez, estaba convencido de que alguno de sus “aurelianos” había probado ese plato; casi acierto, no eran los aurelianos de Cien Años de Soledad sino los protagonistas de Del Amor y Otros Demonios: “La cena era un ajiaco al modo criollo, con tres carnes y lo más escogido de la huerta. Dulce Olivia lo sirvió con unas maneras de señora de casa que le iban muy bien a su atuendo. Los perros bravos la seguían acezantes, se le enredaban entre las piernas, y ella los entretenía con susurros de novia. Se sentó a la mesa frente al marqués, como podrían haber estado cuando eran jóvenes y no le temían al amor, y comieron en silencio, sin mirarse, sudando a raudales y tomando la sopa con un desinterés de matrimonio viejo. Después del primer plato, Dulce Olivia hizo una tregua para suspirar, y tomó conciencia de sus años. «Así hubiéramos sido», dijo”.

Arrancábamos bien ya que se trataba de un guiso con una profunda carga melancólica, el ofrecido por una mujer a un amante que no pudo ser.

El ajiaco no es ni mucho menos un puré, ni una crema, es una sopa espesa en la que la patata terrosa se ha deshecho. Comentaban que eran necesarios dos tipos distintos de patatas, consultando los recetarios se utilizan hasta tres tipos distintos de papas: sabanera, criolla y pastusa. La sabanera es de piel morada; la criolla es pequeña, arenosa y de color amarillo; la pastusa es de piel marrón. La combinación de las tres permite encontrar texturas diferentes de la patata en el plato. En España deberían ser las patatas Bintje, Monalisa y Desiré; pero si se utiliza sólo la patata monalisa se consigue un aspecto uniforme, más claro que el de la receta original y de paladar muy agradable.

Como indicaba la patata ha de quedar deshecha por lo que hay que someterla a una cocción larga. Para 4/6 personas habrá que utilizar 1 kilo largo de patatas peladas, se cuecen junto con 400 gramos de pechuga de pollo (dos pechugas deshuesadas), dos cebolletas, 3 dientes de ajo, sal y pimienta. Hay que poner los ingredientes en una cazuela ancha y cubrirlo todo con caldo de ave.

Se deja hervir el puchero durante al menos 45 minutos, el pollo ha de quedar tierno – a punto de deshilacharse –y las patatas habrán empezado a desarenarse.

Se retiran las pechugas y las cebolletas y se incorporan al guiso tres mazorcas de maíz previamente cocidas y cortadas en trozos. Se deja a fuego lento para que se termine de espesar el caldo.

Mientras tanto el pollo se termina de deshilachar con un tenedor hasta que quede en pequeñas hebras, que se incorporan a la cazuela.

Minutos antes de servir la sopa se añade un ramito de guasca y un poquito de cilantro fresco. La guasca es una especia vegetal propia de Colombia que no debe ser sencilla de encontrar, los recetarios consultados – fundamentalmente el capítulo dedicado a Colombia de la colección Cocina País por País de la editorial MFG&Schmidt –proponen sustituir las hojas de guasca por un poco de tomillo y de orégano.

En el momento de llevar el guiso a la mesa las patatas deben estar completamente deshechas, el pollo queda en pequeños filamentos, el plato conserva parte de su caldo, sobre el que se reparten dos o tres trozos de la mazorca de maíz.

El plato todavía no está completo puesto que cada comensal deberá añadir, en función de sus gustos, un chorreoncillo de crema de leche caliente, unos daditos de aguacate y unas alcaparras encurtidas que dan un perfecto contrapunto acre a un plato muy suave.

Revisando múltiples referencias en internet compruebo que el ajiaco puede hacerse con distintos tipos de carne aunque la más corriente es la de pollo.

Termino de apropiarme de la receta con el cuadro de un pintor colombiano, Fernando Botero, la sopera de este bodegón seguro que esconde un buen ajiaco, tan bueno como el que utilizó Dulce Olivia para intentar hechizar al viejo marqués de Casalduero.


Mi agradecimiento a Gloria y a Felipe no sólo por descubrirme el ajiaco, también por las peras hervidas en vermut y canela que acompañaban al meloso y crujiente cochinillo, el curry picante sobre langostinos de Benicarló, dignos del Papa Luna, la crema fría de naranja y la copita de tokai oremus con los tres quesos tan exquisitos como misteriosos; y por las tertulias entrecruzadas sobre piscinas naturales escondidas en el lago victoria, los búfalos a los que atemorizar de una sola pedrada, jueces ajusticiados, príncipes desvalijadores, jabalíes acechantes tras los peajes, reservas nunca confirmadas en restaurantes de postín, controles de alcoholemia a mediodía. Cuando terminemos la primera de las rondas de Can Cufa habremos compilado más de cien recetas y otras tantas historias enredadas entre especias.

viernes, 24 de febrero de 2012

CAP.CXVII.- A cerca de las sopas, las nubes y las malas personas.


Revisando viejos libros de poesía me rencontré con un pequeño poema en prosa de Charles Baudelaire titulado “La sopa y las nubes” - La soupe et les nuages -. Baudelaire era una muy mala persona, seguramente fuera un tipo egocéntrico, caprichoso y despreciable, pese a ello un genio. Recuerdo hace algunos años haberme leído unas cartas que Baudelaire dirigió a su madre, todo un catálogo de mezquindades y chantajes de todo tipo, el “bueno” de Baudelaire se pasó la vida reprochando a su madre que, tras enviudar joven – Baudelaire tenía apenas seis años -, se casara con un militar y diplomático al que el pequeño Charles despreciaba. La mayor parte de las cartas que dirigió a su madre eran para reclamarle dinero, para lo que utilizaba las más miserables artimañas.

De las malas personas se pueden aprender muchas cosas, cosas útiles; ya lo afirmaba otra malvada genial, Mae West:” Las chicas buenas van al cielo, las chicas malas pueden ir a cualquier parte”. De Charles Baudelaire he aprendido, por ejemplo, que para quedar con una mujer el lugar de encuentro más decente es un museo, no en vano el solía quedar con su madre, Caroline, en el Museo del Louvre.

Volviendo al pequeño poema Baudelaire evoca su infancia, concretamente la hora de la cena. Por lo que parece el poeta desde niño tenía cierta tendencia a la ensoñación, vamos, que se le iba la cabeza hacia cualquier parte y se olvidaba de comer. Su tata, Mariette, se desesperaba ante la parsimonia de aquel insolente crio y le devolvía a la realidad con un pescozón, de ahí que en este poema – el XLIV del Spleen de París – termine diciendo: “Et tout à coup je reçus un violent coup de poing dans le dos, et j'entendis une voix rauque et charmante, une voix hystérique et comme enrouée par l'eau-de-vie, la voix de ma chère petite bien-aimée, qui disait: "- Allez-vous bientôt manger votre soupe, s...b... de marchand de nuages?".

Una frase que viene a decir algo así como: De repente recibí un violento pescozón en la espalda, y escuché una voz áspera y encantadora, una voz histérica y como enronquecida por el aguardiente, la voz de mi pequeña bien amada que me decía: Vamos, pronto, tómate tu sopa, jodido marchante de nubes”.

En la traducción de este poema de Joaquín Negrón Sánchez para la editorial Visor (Madrid, 1998), traduce la palabra marchand (comerciante, mercader, negociante, tendero), como mercachifle, que es sinónimo de buhonero, lo que le da un tono despectivo a la frase.

Me gusta la definición que hace de los niños como mercaderes o comerciantes de nubes. No es difícil hacerse a la idea de un niño frente a un plato de sopa mirando al vacío por una ventana. Más complicado es intentar descubrir qué sopa preparó la aguardentosa Mariette a su pequeño Charles; Baudelaire no tuvo a bien dejar ningún recetario y en sus obras hay muy pocas referencias culinarias que nos permitan identificar cuales eran sus aficiones en la mesa.

Yo he colocado sobre mi mesa de trabajo tres recetarios radicalmente distintos con el fin de elegir una posible receta de esa sopa del buhonero de nubes. La más sofisticada es una sopa de mejillones cubierta de hojaldre – Soupe de moules en montgolfière sacada del libro L’education gourmande de Flaubert escrito por Gonzague Saint Bris -, la segunda es una sopa de verdura más sencilla – Soupe aux herbes localizada en Les Carnets de cuisine de Monet -, la tercera es una sopa de verdura otoñal rescatada por Jamie Oliver en su libro La Cocina Italiana de Jamie (minestrone d’inizio autunno).

Como Charles Baudelaire era un auténtico canalla no tengo ningún problema en traicionar sus afrancesados gustos y obligarle a comer una sopa de verdura italiana, bien cargada de verduras, una minestrone de aquellas que sin duda amargarían la vida de un niño – es curiosa la manía que los niños le tienen a las verduras – y que, sin embargo, vuelven locas a las personas mayores.

Jamie Oliver sugiere esta sopa para los inicios del otoño, pero dada su contundencia tampoco parece que vaya a desentonar en los últimos coletazos del invierno, sobre todo ahora, cuando es posible encontrar todo tipo de verduras en el mercado durante todo el año.

Para esta sopa hay que poner en un cazo con agua fría 200 gramos de judías secas – pueden ser de las blancas, pero las pintas tampoco van mal -, ojo, no hay que pasarse con la cantidad de judías, no se trata de hacer unas judías con verduras, sino unas verduras con judías; por eso creo más juicioso reducir la cantidad que propone Oliver y poner sólo 125 gramos. En el mismo cazo ponemos una hoja de laurel, una patata y un tomate partido en dos, se deja hervir suavemente hasta que las judías queden tiernas – una hora poco más o menos -. Cuando estén hechas se escurren bien reservando medio vaso del agua de cocción de las judías.

Mientras se cuecen las judías se puede ir preparando el sofrito que arranca con un buen chorro de aceite de oliva, un poco de tocino entreverado (panceta o bacon), dos cebollas rojas pequeñas peladas y bien picadas,  dos zanahorias peladas y troceadas en daditos, 3 dientes de ajo fileteados, medio bulbo de hinojo también picado y los tallos de un manojo de albahaca fresca picaditos (a Oliver le gusta la albahaca más que el perejil, le da un punto dulce muy agradable al plato). Los vegetarianos por descontado que pueden eliminar la panceta sin que eso suponga una traición a la receta.

Se salpimenta y rehoga a fuego muy suave durante 15/20 minutos, no se trata de tostar las verduras sino de dejarlas confitadas. Cuando el sofrito está en su punto se incorpora 800 gramos de tomate pelado y cortado – Oliver recomienda utilizar tomates pelados y envasados -, dos calabacines no muy grandes en rodajas, con la piel incluida, y una copa grande de vino tinto – recordad que si se utiliza un vino peleón para guisar el plato saldrá tan peleón como el vino, de ahí que haya que estirarse.

Con los nuevos ingredientes hay que dejar que la cazuela siga hirviendo lentamente durante un rato más (15 minutos). En el tramo final del guiso se añaden 200 gramos de acelgas o espinacas frescas cortadas muy finas, medio litro o tres cuartos de litro de caldo de pollo o de verduras (de nuevo hay que dar opciones a los vegetarianos), las judías que habíamos hervido y reservado, más un puñado de fideos gruesos – poco, tampoco se trata de hacer una sopa de pasta.

Si el guiso queda muy espeso no hay problema en añadir un poco más de caldo hasta que recupere el aspecto de una sopa.

Para presentar el plato en la mesa Oliver recomienda adornarlo con las hojas más tiernas del ramillete de albahaca, un chorrito de aceite de oliva y un poco de queso parmesano rallado por encima.

Como complemento a esta sopa nada mejor que un cuadro de Berthe Morrisot, amante de Eduardo Monet, una pintora excepcional, de vida triste; entre sus muchos cuadros dejó éste de una sopera.


Para quien quiera comprobar que el diletante no es muy original, recomiendo este blog veterano en el que aparecen un montón de cuadros dedicados a la cocina http://cocinamosentretodos.blogspot.com/2010/03/la-sopa-en-el-arte.html

miércoles, 22 de febrero de 2012

CAP.CXVI.- Putti, apio, maridajes y otras manías esperando a que amanezca.


Mi mujer afirma que soy bastante maniático, seguramente tenga razón. No me preocupaba mucho lo de ser un maniático hasta que busqué en la Wikipedia el significado del adjetivo: “es un trastorno mental consistente en una elevación anómala del estado anímico … Es importante no confundir un estado maníaco con algunos rasgos obsesionales (obsesión por la limpieza y el orden por ejemplo), puesto que se ha integrado en el lenguaje en términos como piromanía, cleptomanía y otros trastornos mentales que derivan más bien de trastornos obsesivos, aunque bien puedan estar relacionados”. Menos mal que dicen que la Wikipedia no es fiable.

Acudí la Diccionario de la Real Academia con el fin de tranquilizarme pero la cosa fue a mayores ya que ninguna de las tres acepciones consiguió darme paz:”1. Especie de locura, caracterizada por delirio general, agitación y tendencia al furor.

2. f. Extravagancia, preocupación caprichosa por un tema o cosa determinada.3. f. Afecto o deseo desordenado”. A mi favor he de decir que puede que los que consulten el DRA no sean sino unos maniáticos, como yo.

La gente de la cocina suele estar llena de manías, no hay más que leer los libros de gastronomía; en el cine todas las películas que conozco ambientadas en el entorno de la restauración suelen presentar a algún cocinero neurótico y obsesivo, desde la Deliciosa Marta hasta Ratatuille, pasando por Javier Cámara en Fuera de Carta.

Profundicé en mi condición de maniático cuando descubrí, hace muchos años, que le cogía manía a algunas palabras, de la misma manera que podía enamorarme de otras; hay cierta relación pasional con las palabras, o puede que se trate de otra de mis manías.

Desde hace algún tiempo le cogí manía a la palabra: “maridaje”. He de confesar que la primera vez que la oí, vinculada a la cualidad de elegir el vino correcto para cada plato - que permitía resaltar las virtudes de un guiso sin que el guiso solapara las bondades del vino – quedé ciertamente fascinado. Quedaba muy bien lo de maridar y de hecho organicé algún menú de maridaje en el que cada plato iba acompañado de su vino adecuado. Ni qué decir tiene que esos menús de maridaje si no se hacen bajo estricta disciplina acaban con cogorzas monumentales.

Con el paso del tiempo he visto tantas veces reproducida la palabra maridaje que cada vez que la veo anunciada en el menú de un restaurante huyo despavorido ya que suele ser sinónimo de guisos rebuscados, vinos de medio pelo, acidez de estómago garantizada toda la tarde y un palo a la hora de la cuenta. Espero que cuando visite en junio el Celler de Can Roca me reconcilie con los maridajes.

Las palabras suelen estar cargadas de manías, a mi me gustan especialmente las palabras equívocas, aquellas que invitan al juego. Preparando esta entrada tan maniática me he encontrado con un cuadro de Guido Reni, un pintor boloñés del siglo XVII que aunque suele encasillarse en el estilo “clásico” lo cierto es que esconde algunos cuadros que, sin perder el clasicismo, le conectan con los románticos del siglo XIX. Reni tiene en la Galería Nacional de Arte Antiguo de Roma un cuadro titulado “Putto durmiendo”, hay otros “putti” de Mantegna, de Rubens, de Cignani, de Rafael … los “putti” son motivos ornamentales consistentes en figuras de niños, frecuentemente desnudos y alados, en forma de Cupido, querubín o amorcillo.


Mis putti esta noche han vuelto a las andadas, el pequeño se levantó a hacer pis a eso de la una y el mayor a las cuatro y media tenía sed y le molestaba el oído. Ambos puttis duermen ahora como benditos mientras yo gestiono mi insomnio con esta entrada.

He llegado a Reni no por el “putto durmiente” sino por un Baco bebiendo vino que es una delicia del maridaje entre la ingenuidad y la procacidad, seguramente un pintor como Reni en la actualidad sería condenado a los fuegos del infierno por su atrevimiento.

El Baco de Reni me permite “maridar” el bebida con un guiso y maridarlo utilizando un ingrediente no apto para maniáticos: El apio. El apio es una planta umbelífera, sorprendente prima botánica de la zanahoria y del tomate. El apio suele utilizarse como condimento para las sopas y ensaladas, es un potenciador del sabor de sabor un tanto acre y astringente. Los griegos, que eran unos sabios, decían que el jugo de apio aplacaba los nervios; es un buen diurético, rico en celulosa, poco calórico, su consumo moderado aporta Vitaminas C, A, E, B1, B2; Sodio, Potasio, Calcio, Magnesio, Hierro, Azufre, fosforo, sobre zinc, Ftálida, ácido fólico y betacaroteno.

Como no se trata de ponerse a dar bocados en crudo al apio, por beneficioso que sea para la salud, he encontrado una receta del gran Tognazzi en su “Afrodita en la Cocina”, un risotto con apio que he modificado ligeramente con el fin de hacerlo todavía más maniático y maridado.

Para este arroz meloso necesitaré 300 gramos de arroz de la variedad carnoli o vialone – manías italianizantes, qué le vamos a hacer.

La receta arranca como casi siempre picando una cebolla y rehogándola en 100 gramos de mantequilla con un chorrito de aceite, un poco de sal y de pimienta. El risotto exige que esta cocción sea a fuego muy suave ya que la cebolla no ha de tostarse sino que tiene que quedar casi transparente.

Cuando la cebolla esté en su punto se añade el arroz – tengo por casa el libro de una inglesa especializada en arroces que aconseja que el arroz se lave bien hasta tres veces con agua fría antes de guisarlo -. El arroz ha de quedar bien engrasado en la mantequilla y en la cebolla, dos o tres minutos removiéndose con una cuchara de madera hasta que quede todo bien integrado.

Tognazzi añade en ese momento medio vaso de vino blanco – sin identificar -, yo he decidido que puestos a ser maniático mejor que el medio vaso sea de vermut blanco y seco.

Sin dejar de remover si deja un par de minutos para que evapore el alcohol – ya hemos maridado – y empezar con el caldo, un caldo de pollo le irá bien. En el risotto es recomendable que el caldo esté caliente, que se incorpore poco a poco, sin dejar de removerlo todo con una cuchara para que vaya adquiriendo la textura melosa – otras dos palabrejas a las que voy tomando manías en la cocina “textura” y “melosa”, cuantas barbaridades se han cometido invocando esas palabras.

Hay que tener reservados en un plato dos tallos de apio, tallos hermosos; hay que cuidar que no sean muy ásperos, las hebras suelen ser desagradables al gusto. Tognazzi recomienda que se confite unos minutos en aceite – el confitado es una técnica de cocción en aceite a temperatura no muy elevada que permite que la verdura potencie los azúcares, pierdan la apariencia leñosa sin la agresividad del frito a temperatura mayor -. Si andamos mal de tiempo casi es mejor no confitar el apio y añadirlo picado a la cebolla en el arranque de la receta.

Si incorporamos el apio al tramo final de la receta – cuando ya ha evaporado el caldo y el arroz está en su punto – será más fácil identificarlo en el plato, el arroz quedará un poco más suave de sabor y conservará el tomo verde de los tallos que animará un poco la imagen del plato.

Superada la digresión sobre el modo y momento de incorporar el apio, sólo queda en caliente añadir 75 gramos de queso parmesano recién rallado y un par de pizcas de mantequilla, darle un último meneo con la cuchara para que el queso se integre bien en el guiso. Tapar la cazuela en la que hemos cocinado con un trapo de cocina y dejar que se asiente el arroz un minutillo.

Para paladares minimalistas el plato estará ya acabado y en la mesa podrá disfrutar del maridaje del vermut, el apio y el parmesano. Quien quiera un plato más convencional puede terminarlo añadiendo unas tiras de pechuga de pollo al ajillo o unas mollejas de pato en daditos. Quien tire más hacia lo vegetal puede ponerle al final una tacita de guisantes hervidos y de zanahoria hervida en daditos.
Una vez sacudidas mis manías, voy a ver si preparo desayunos ya que mis putti empiezan a removerse en la cama, en unos minutos estarán por el salón pidiendo un colacao.

domingo, 19 de febrero de 2012

CAP. CXV.- El curry no existe.


El curry no existe. No es ningún problema, creemos en muchas cosas que no existen. Mi relación con el curry ha sido siempre intensa, como su sabor. En la adolescencia si querías impresionar a una chica lo mejor era llevarla a un restaurante hindú, era una época en la que no estaba todavía incrustada en nuestro código gustativo la cocina japonesa – un adolescente actual en mi situación hubiera llevado a su chica a un sushibar -; los italianos eran demasiado sencillos y ruidosos, los chinos tenían un punto hortera, de mediopelo; era poco moderno llevarla a probar un cogote de merluza o unas fabes con almejas. En definitiva en un restaurante hindú, envuelto en olores exóticos, con una decoración extremada, un adolescente casi enamorado no desentonaba. En ese contexto los currys en sus tandoris eran la antesala de la seducción, no tenía mucho sentido detenerse a analizar los ingredientes.

Años después, de vacaciones en Zanzibar con mi hija, compré un gran cesto de especias por dos o tres dólares, un cesto primorosamente envuelto. Zanzibar era la isla de las especias y parecía el paraje ideal para comprar especias, ente ellas el curry. Mi sorpresa fue que al llegar a España e intentar preparar para los amigos un pollo al curry descubrí que me habían vendido una gran bandeja de serrín coloreado con vivos colores y que mi pretendido curry se quedó en un engrudo insípido.

Duro fue descubrir que el curry no existía como especia independiente, ni siquiera el nombre era correcto. La Marquesa de Parabere en la postguerra despachaba su entrada sobre el currie con una contundente y clarificadora referencia: “El currie es el condimento obligado de los platos indios. Adquiérase en los ultramarinos especializados en productos exóticos”.

En el bote de curry que tengo en el especiero aparecen como ingredientes la cúrcuma, la pimienta blanca, mostaza, macis, cilantro, jengibre, cardamomo, clavo, canela, cayena y anís; en definitiva una mezcla imprecisa de gran parte de las especias que guardo en el armario.

Asumiendo la inexistencia del curry como tal, el siguiente paso lo dio en la Cocina País por País de MFG & SCHMIDT, S.L., en el capítulo dedicado a la comida India; allí recuerdan que los ingleses decidieron llamar curry al garam masala – especias picantes -. Se explica que hay diversas mezclas de especias que dan lugar a distintos currys que en cada país se llaman de un modo distinto, llegando a ser compuestas básicamente distintas; así descubrí que el tandori no es la carne asada india sino un tipo de mezcla de especias.

Para el tandori hay que tostar en una sartén plana y ancha 4 cucharadas de postre de comino en grano, 4 de semillas de cilantro, 1 de pimienta de cayena, 1 de jengibre en polvo, uno de cúrcuma en polvo, 1 de sal de ajo, 1 de macis en polvo, 1 de sal fina y medio de colorante rojo, más una ramita de canela. Todo bien tostado y triturado se almacena en un bote herméticamente cerrado, a resguardo de la humedad.

Tainter Genis, en Spices & seasining (1993) con una imprecisión anglosajona establecen los porcentajes que puede tener la fórmula típica del curry; la referencia es una contradicción en si misma porque los porcentajes son tan variables que pueden salir cientos de combinaciones de currys en principio típicos:

-      Entre un 10 y un 50% de cilantro.

-      Entre un 5 y un 20% de comino.

-      Entre un 10 y un 35% de cúrcuma.

-      Ente un 5 y un 20% de fenogreco.

-      Entre un 5 y un 20% de jengibre.

-      Entre un 0 y un 15% de apio.

-      Entre un 0 y un 10% de pimienta blanca.

-      Entre un 0 y un 5% de canela.

-      Entre un 0 y un 5% de nuez moscada.

-      Entre un 0 y un 5% de clavo,

-      Entre un 0 y un 5% de alcaravea.

-      Entre un 0 y un 5% de hinojo.

-      Entre un 0 y un 5% de cardamomo.

-      Entre un 0 y un 10% de sal.

En definitiva el curry además de no existir como tal se convierte en una mezcla a ojo de especias. Seguramente los que se venden preparados en los comercios convencionales son en su mayor parte colorantes e impulsores de sabor, pura química. No andaba yo muy equivocado cuando llevaba de chaval a mis ligues a los restaurantes hindúes, el amor y el curry terminan siendo pura química.

Si la palabra curry no es correcta, si cualquier fórmula de aproximación no se fiable, podríamos complicarlo todavía más si tenemos en cuenta que en función de los países el polvo de especias se puede precipitar utilizando leche de coco, yogur, agua tibia, caldo …

Con todos estos condicionantes parece claro que puedo colgar mi receta de pollo al curry sin miedo de traicionar ninguna tradición. Visto con cierta perspectiva podría afirmarse que mi pollo al curry no es sino un pollo en pepitoria orientalizado.

La receta parte de un pollo entero cortado en pequeños trozos (16 ó 32 porciones – a mi me gusta en trocitos pequeños). Se sofríe el pollo en aceite de oliva hasta que quede dorado.

Cuando el pollo está dorado por fuera se retira y en los restos de aceite y grasa de pollo se rehoga una cebolla bien picada y tres zanahorias peladas y troceadas a fuego muy suave, ha de quedar transparente.

Se pelan dos manzanas starsky, se descorazonan y se parten en octavos añadiéndose al guiso; junto con las manzanas se añade un puñado de nueces peladas.

Hay que aumentar el volumen de la salsa echando un litro de caldo de ave no muy concentrado; se remueve bien y antes de que rompa a hervir se sacan un par de cazos del caldo en una taza con una yema de huevo y dos cucharadas de café de curry – sea del tipo que sea -; se mezcla bien y se incorpora al guiso junto con los trozos de pollo para que se terminen de hacer – en función del tamaño de los pedazos de pollo el tiempo de cocción será entre media hora o tres cuartos de hora. En fuego ha de ser muy suave para que el calor no coma la salsa – el guiso ha de quedar caldoso.

Como guarnición de este pollo al curry puede ir bien arroz blanco o un poco de cus-cus.
Asumiendo y acatando que en el fondo el curry no es más que un compuesto químico nada mejor que un cuadro de Robert Weingarten, un pintor abstracto norteamericano de claras influencias pop porque el curry no deja de ser un condimento pop.

miércoles, 15 de febrero de 2012

CAP.CXIV.- Tiempos muertos, Vázquez Montalbán y un Rape al ajo quemado.


El pasado lunes aprovechando un rato muerto a mediodía me di un paseo por el FNAC; FNAC es una tienda bastante impersonal que nació como un espacio de música y libros pero ha terminado devorada por las nuevas tecnologías y los videojuegos.

Los lugares impersonales son estupendos para que el tiempo muerto no termine de matarnos. La planta de ocasiones del Corte Inglés, los pasillos más anodinos de la Casa del Libro – los dedicados al bricolaje o a los libros de autoayuda -, el gueto de ropa de saldo del Carrefour, el rincón de libros del OpenCor … son espacios poco transitados en los que uno se puede recrear haciendo ver que quiere comprar un objeto absurdo y aprovechar así para colocar la mente en blanco durante unos minutos.

Esos espacios poco transitados suelen estar cubiertos por los empleados más neutros y aburridos de los almacenes, exiliados de sí mismos también, más ocupados de buscar un compañero con el que trabar conversación, que por atender a un cliente ya que saben que los clientes que pudieran deambular despistados por esos rincones rara vez compran algo, a lo sumo preguntan por un producto que saben que no existe con el fin de justificar el tiempo que matan en esas esquinas.

El FNAC tiene escondrijos maravillosos para diletar, por ejemplo el rincón de la literatura francesa, normalmente desierto al mediodía, la estantería dedicada a la poesía o las baldas inferiores del ala dedicada a los libros de arte de gran formato, donde conviven abandonados sesudos tratados sobre el simbolismo en la pintura barroca con unos sorprendentes libros de fotografías de la editorial Taschen titulados The Big Book of Pussy y The Big Book of Penis, libros muy manoseados y poco comprados.

La ventaja de las baldas inferiores de la zona dedicada al arte, en una esquina, es que te permiten sentarte en el suelo para hojear con tranquilidad cualquier libro, incluso leerlo en sucesivas visitas. Esas zonas muertas son mucho más relajadas y discretas que los mullidos sillones que hay en otras partes del FNAC específicamente destinados a los lectores. Yo soy de los lectores a los que me incomoda ser observado mientras leo, sobre todo si estoy leyendo The Big Book of Pussy.

Mis lecturas furtivas en el FNAC me han permitido descubrir que el cuadro más robado del mundo es la Adoración del Cordero Místico de Jan Van Eyk, una tabla flamenca que ha dado lugar incluso a un ensayo histórico en se analizan las circunstancias en las que ha sido robada la obra a lo largo del tiempo.

Es paso obligado en mi deambular por la librería la zona destinada a la gastronomía. Con los años la zona de los libros gastronómicos ha dejado de ser un rincón abandonado y ha pasado a ser una de las zonas más luminosas y visitadas, lo que impide que me siente en el suelo a leer ya que enseguida recibo el rodillazo accidental de quien anda buscado el último recetario oriental. La zona gastronómica ha cobrado una vida inusual hasta el punto de poder identificar incluso barriadas o sectores de libros dentro de ese espacio. Es divertido ver como los libros de dietética y alimentación sana hacen frontera con los libros de viajes, los visitantes de esa barriada poco tienen que ver con los amantes de la buena mesa, suelen ser tipo, o tipas, que indistintamente hojean libros sobre dietas sanas con propuestas de Treking en el Nepal o con libros de autoayuda.

En el espacio de la literatura gastronómica cada vez hay más libros dedicados al vino, a los licores, a los cocteles y a las infusiones; la zona líquida tampoco es habitual entre marmitones, cuando queremos una referencia sobre vinos o licores vamos al otro extremo de la tienda, ya en la salida, donde están las revistas de enología que nos permiten descubrir vinos a la moda.

Pese a lo que pudiera parecer la zona de gastronomía es de los rincones más anodinos de una librería, los libros más divertidos o sorprendentes sobre asuntos del comer suelen estar escondidos en otros sectores de la tienda, camuflados entre los ensayos o entre las novelas. La zona de gastronomía es territorio invadido por recetarios internacionales – sobre todo italianos y orientales -, hay una balda completa invadida por grandes formatos de recetarios de los chef del momento, recetarios que suelen tener la fotografía sonriente del cocinero: no hay que fiarse de los cocineros que sonríen en las tapas duras de los libros, ni nos van a descubrir sus secretos, ni van a conseguir trasladarnos la emoción de sus platos de referencia; esos libros son alimenticios pero no en el sentido de rendir culto al alimento, sino en el sentido de dar de comer a las franquicias en las que se han convertido muchos de ellos, sorprende saber que mientras los grandes restaurantes son deficitarios, sus cocineros de referencia se han convertido en sí mismos en una valiosa marca.

Capitulo a parte merecen los recetarios sacados de programas y series de la televisión, en los que quien aparece sonriendo no es ni siquiera un cocinero pinturero sino un actor o actriz que perjura ser una enamorada de los fogones – si en la familia hay una suegra o una nuera teleadicta pueden ser un regalo sensacional ya que permite trasladar la serie en cuestión a los manteles -. Son también legión los libros titulados La Cocina de mi Madre, la Cocina de mi Abuela, la Cocina de la Abuela Tal o de la Tía Pascual … Son ejercicios de nostalgia que en sus versiones más radicales permiten llegar a descubrir recetarios de la edad media, del pleistoceno o de la república – este último un libro sorprendente ya que su autor un republicano de pro había conseguido escribir libros reivindicativos sobre la literatura de la república, sobre la educación de la república, sobre la poesía de la república … No es broma, recuerdo que hace años se había presentado a las elecciones como cabeza de lista del partido republicano. Ahora, crepúsculo de las ideologías, ha editado un recetario.

En mi visita a la zona gastronómica, pendiente ya del reloj porque los niños no tardarían en salir del colegio, me llevé dos alegrías, una compilación de recetas de Manolo Vázquez Montalbán titulada Carvalho Gastronómico, La cocina de los mediterráneos; y una colección de escritos y cartas del Doctor Thebussem, alias de un crítico gastronómico andaluz de finales del siglo XIX y principios del XX. De camino a las cajas enganché un voluminoso ensayo titulado Las más bellas leyendas de la antigüedad clásica, de Gustav Schwab, un oceánico libro escrito a principios del siglo XIX dedicado a compilar mitos y leyendas grecorromanas.

Dudo que el libro de Vázquez Montalbán sea original, imagino que no será sino un refrito de otros libros y artículos que ya tengo por casa, pese a ello terminé comprándolo y hojeándolo buscando ideas para la cena del día siguiente, lo que me permitió recuperar una receta gironina de rape, el rape al ajo quemado.

La receta del rape al ajo quemado me sumerge desde su título en uno de los misterios inescrutables de la noble afición a la lectura de las recetas de cocina, el misterio referido al grado de tostado de los ajos y los riesgos o placeres de su amargor. He contrastado la receta que recopila Vázquez Montalbán con otras que circulan por la red, mientras Vázquez Montalbán es partidario de dorar moderadamente el ajo laminado los recetarios actuales animan a realizar una fritura lenta pero inexorablemente destinada a quemar el ajo en exceso. Ni qué decir tiene que cualquier guiso con los ajos requemados corre el riesgo de terminar en el cubo de la basura.

Vamos con la receta: Hay que pelar y laminar 8 dientes de ajo dorarlos en una cazuela de barro arrancando la fritura con el aceite en frio, a fuego muy suave. Cuando estén bien dorados se retiran de la cazuela y se dejan en un mortero.

En esa misma sartén añadiendo un poco más de aceite y retirando con cuidado cualquier resto de ajo se fríen 6 rebanadas de pan no muy gruesas, la punta de una guindilla, una hoja de laurel y un poco de perejil picado. Cuando el pan esté frito se retiran todos esos ingredientes y se pasan al mortero donde reposan los ajos.

En esa misma cazuela, de nuevo expurgada de cualquier impureza, se rehogan 8 tomates maduros pelados y despepitados, cortados en cuartos. Mientras se sofríen los tomates – debidamente salpimentados y rectificando la acidez con una cucharadita de azúcar – conviene hacer dos trabajos, el primero majar bien los ajos y el pan en el mortero; el segundo justificar las razones por las que hay que eliminar tras cada fritada cualquier impureza del aceite, la razón es sencilla las migas de pan, esquirlas de ajo o restos de perejil si se mantienen en el aceite terminarán por quemarse y al quemarse amargarán irremediablemente el guiso.

Cuando el tomate se haya deshecho se añade un litro de caldo de pescado – puede hacerse con las raspas, cabeza y barba del rape si lo hemos comprado entero -; se vacía el mortero en el guiso cuando rompa a hervir el caldo y se remueve con cuidado con una cuchara de madera; al remover el combinado las migas de pan se desharán del todo y permitirán que la salsa tome cuerpo.

Mientras hierve el guiso – 8/10 minutos – se secan bien unos medallones de rape (8 permiten una ración completa para 6 comensales), se salpimentan un poco, se pasan por harina y se fríen en una sartén, el fuego ha de estar vivo para que se dore el rebozo exterior rápidamente, la carne del rape ha de terminar de cocinarse en el caldo.

Fritos los medallones y escurrido bien el aceite se añaden a la cazuela donde hierven tranquilamente el caldo, el majado y los tomates. Se apaga el fuego, se adorna la cazuela con seis gambas rojas y hermosas, algunos recetarios se animan también a añadir unas almejas. Se mete la cazuela en el horno durante 10/15 minutos con calor vivo (200º) y en la misma cazuela se lleva a la mesa.

Como complemento a esta receta un detalle de las tentaciones de San Antonio de Hieronymus Bosch, los peces que pintó el Bosco son tanto o más feos que los rapes.

domingo, 12 de febrero de 2012

CAP.CXIII.- Casas.


Los neurólogos afirman que una de las circunstancias que más altera el equilibrio de las personas, sobre todo de las enfermas, es la alteración de su entorno cotidiano, ya decía San Ignacio de Loyola que en tiempo de crisis es mejor no hacer mudanza. En 46 años he vivido en 9 casas distintas, no está mal, probablemente haya desquiciado mis neuronas aunque mi generación quedó marcada por la canción where ever I lay me hat that’s my home de Paul Young (http://www.youtube.com/watch?v=e7Wtx5Q_jJ4).

En unos días mi casa de Madrid, donde viví de los 13 a los 24 años, dejará de ser mi casa; son, por lo tanto, días confusos en los que la mala conciencia se mezcla con muchos recuerdos e imágenes. Estar a más de 600 kilómetros de los paquetes, de los libros abandonados, de las últimas fotografías, de los papeles que aparecen en sobres olvidados, puede dar mucha perspectiva pero también mala conciencia.

Con el paso de los años he conseguido tener algunas “mi casa” de manera simultánea, en cada una de las “mi casa” podía guardar cosas con el único objeto de evitar que se me desestructurara la memoria.

Mi casa de Madrid, de la que llevo fuera más de 20 años, era una casa de las llamadas de batalla, una casa grande, con dos largos pasillos en forma de ele; una casa de alquiler en la que daba cierta pereza invertir dado que pocos beneficios de esos gastos revertían a la familia. De aquella “mi casa” fuimos saliendo uno a uno cada uno de los hermanos dejando los armarios con restos de cuatro adolescencias diversas, de las que ahora quedan discos, libros, algunos cuadros, las notas de los finales de curso y fotografías dispersas.

Mi casa de Madrid no destacó nunca por su olor a comida aunque como buena casa de batalla los sábados inexorablemente tocaba comer arroz con tomate y huevo frito – arroz a la cubana -, los lunes solían ser días de sopas de sobre – pollo con fideos o crema de champiñones – con filetes de ternera blanca a la plancha; eran también memorables las tremendas perolas de spaguettis con tomate, donde libramos una larga batalla con mi padre para que no nos cortara la pasta y poderla sorber de modo ruidoso, quedando los morros pringados de salsa. Los macarrones gratinados con un sofrito de cebolla, tiras de jamón y de chorizo, con el queso rallado endurecido por el calor del horno – un plato que todavía reivindicaba mi hija hace unos meses cuando pasó por la casa -. Para las grandes ocasiones tocaba cordero o cochinillo asado con patatas, un asado que arrancaba a primera hora de la mañana y que hacía que toda la casa oliera a fiesta.

Cuando empezamos a poder beber vino en la mesa llegaron las primeras botellas de Pesquera, un vino que todavía me emociona, o las de Protos si el festejo era de menos postín.

Tanto o más divertida que la cocina era la compra porque sabíamos que quien acompañaba a mi madre podría conseguir algún regalito – le llamábamos un “y”, porque junto con el pollo, las patatas, la leche, el aceite… llegaba el “y” que tocaba en forma de pastelito.

En la cocina de casa había un gran vaso de cristal lleno de monedas que rellenaba mi madre casi todos los días, institucionalizando la sisa, había que tener el equilibrio de no dejar el vaso nunca vacío.

De adolescentes éramos unos tragones llenos de manías, habíamos prohibidos guisos con salsas blancas ya que nos daba un asco horrible todo lo que pudiera llevar leche, nata o bechamel; pocas verduras, a lo sumo judías verdes rehogadas con ajo, cebolla y jamón; las sopas y caldos siempre de sobre, las legumbres – sobre todo lentejas y garbanzos en salsa – guisados de modo poco pesado. A uno de mis hermanos le gustaban las truchas escabechadas, a otro los contundentes redondos de ternera o de lomos de cerdos con salsas que había que pasar bien por el túrmix para evitar los restos de verduras que incomodaban.

Mi casa de Madrid estaba en un barrio estupendo, cerca de un parque grande, junto a la universidad, un barrio ruidoso, lleno de bares; ni la casa, ni la fachada era especialmente bonita pero el recuerdo que guardo es el de las casas soñadas de Paul Klee.


Entre los platos paradigmáticos puede que el que nos definiera como familia fuera el de los canelones de atún con huevo duro y aceitunas picadas, cubierto de salsa de tomate – Orlando por supuesto -, sin queso rallado. Podíamos comernos 8 ó 10 de aquellos canelones de una sentada antes de enfrentarnos a un segundo plato y a un postre – el de las fresas con la nata de la Oriental que comprábamos minutos antes de empezar a comer.

La verdad es que con el paso de los años me he acostumbrado a las comidas de color blanco y ahora hago una bechamel más que aceptable aunque no suelo cocinar canelones, prefiero las lasañas.

El recuerdo de las anchas bandejas de horno cubiertas de canelones rojo me animan a manipular esa vieja receta intentando adecuarla a un paladar un poco más sofisticado. Puede que todavía sea capaz de tomarme de una sentada 8 ó 10 canelones.

Para transformar esas vieja receta en vez de la masa de canelón habitual utilizaré finas tortillas. Hay que batir un huevo con un chorrito de leche, una pizca de sal y otra de pimienta. Hay que cuajar bien las tortillas en una sartén, como si fueran crepes e ir amontonándolas. Si la sartén que empleamos no es muy grande con cada tortilla podemos hacer un canelón.

La farsa, el relleno, habrá de ser de pescado, unos langostinos pelados y rehogados con un poco de aceite, una pizca de jengibre y cebollino que habrá que incorporar una vez hechos y pelados los langostinos. Todo bien picado.

Como pescado el atún podría ser una buena idea pero prefiero utilizar lomos de lubina. Si encuentro una lubina hermosa asada con calor suave, cuidando que no quede el corazón crudo. Hecha la lubina hay que limpiarla bien de espinas y aprovechar las lascas de carne blanca para desmigarla, mezclándola con los langostinos.

Sustituiré las aceitunas por unas alcaparras, no muchas, picadas al milímetro.

Para terminar de ligar la farsa podría rallarse un poco de tomate, mezclándolo todo en frio, permitiendo que el cebollino y el jengibre resalten el sabor.

Hechos los canelones con las tortillas y la farsa queda colocarlos en una bandeja, cubrirlas con un sofrito hecho con cuatro chalotas, dos zanahorias en dados, una caja de tomates cherry y abundante albahaca fresca. En recuerdo de mis hermanos pasaré el sofrito por la batidora, para que quede una salsa fina, sin tropezones, la zanahoria permitirá que engorde un poco la salsa.

Cubiertos los canelones con un poco de salsa – no hay que pasarse – queda darle un golpe de calor, con cuidado, lo justo para templarlos. En vez de queso rallado pueden presentarse con manzanas starsky también rallado.

Lo serviremos en la mesa con una copa de champagne, de la Viuda de Clicquot.

jueves, 9 de febrero de 2012

CAP.CXII.- Agua/crema de borrajas.


Estoy en Zaragoza, una de las capitales mundiales del frio. No es que haga más frio que en otras ciudades lo que ocurre es que aquí tiene más mala leche, el cierzo y el Ebro consigue que el hielo cale en los huesos. Zaragoza consigue parecerse a Nueva York y así en cuanto se dobla una esquina se corre el riesgo de que una corriente gélida te traslade al polo.

Estoy en un congreso, circunstancia que me permite relajar la disciplina diaria y dedicarme, mientras ponen y exponen los ponentes, a picotear en internet. Estando en Zaragoza y en un congreso es inevitable hablar del “agua de borrajas”.

La borraja es una verdura mediterránea muy delicada que tiene mucho predicamento en Aragón, no se mucho de botánica y a lo mejor digo una barbaridad pero, lo cierto, es que a mi me recuerda bastante a las acelgas y al cardo; otras verduras delicadas que solemos maltratar en los fogones.

De holganza en Zaragoza, en un minicongreso que, como casi todos, quedará en agua de borrajas, después de haberme cenado ayer unos daditos de ternasco, patatas a lo pobre y una ensalada tibia de rape y langostinos, parece conveniente buscar una receta ligera, una crema de borrajas a la que toca darle un toque caribeño.

Para empezar hay que limpiar las borrajas – una tarea trabajosa si se utilizan borrajas frescas -. La borraja deriva su nombre del hecho de que su tallo esté lleno de pelillos (borras) muy incómodos que si no se quitan bien pueden resultar desagradables al comerlos.

Hay que poner los tallos de las borrajas bajo el grifo con agua muy fría, con un cepillo de púas de plástico hay que frotar bien para eliminar los restos de tierra, luego con el filo de un cuchillo raspar para eliminar la capa externa, que suele ser muy tosca. Por eso merece la pena elegir borrajas muy frescas y tiernas, eso facilita la limpieza.

Limpias y escurridas las borrajas hay que sumergirlas en un cazo con agua fría y un puñado de sal. En cuanto rompa a hervir dejarlo tres minutos, luego conviene sumergirlo rápidamente en un recipiente grande con agua fría y hielo, eso permitirá que la verdura conserve el color – muy positivo para el aspecto final de la crema -. Una cocción corta permite que la verdura conserve bien su sabor, si nos pasamos de cocción con las borrajas quedarán muy insípidas.

Para empezar la crema hay que sofreír media cebolla picada en 150 gramos de mantequilla y un chorrito de aceite de oliva, a fuego suave. Se salpimenta con moderación – el objetivo es que la crema sepa a borrajas -.

Cuando la cebolla esté atontada se añaden la borrajas picadas – 350 gramos de borrajas será suficiente para una crema para 5/6 comensales – para que se rehoguen. Como se trata de darle un poquito de cuerpo al guiso para que quede cremoso hay que incorporar una cuchara sopera de harina que conviene tostar en la propia sartén, removiendo bien con una cuchara de madera. Hay que conseguir que la harina tome un tono pardo, ganará en gusto el plato.

Hasta ahora la receta es muy clásica, con pocos riesgos. La borraja es muy delicada y su sabor puede parecer aburrido, de ahí que toque darle un poco de vida añadiendo una copita de calvados, subir el fuego para que evapore el alcohol y las verduras queden impregnados por el gusto a manzana macerada.

Llegamos a un punto complicado porque hay que engordar un poco más el guiso antes de pasarlo por la batidora. Las patatas son muy socorridas ya que no suelen “invadir” los sabores de las otras verduras. Un par de patatas cocidas, peladas y cortadas, patatas arenosas que casi se deshagan con el meneo del cucharón. Hay otras opciones para complementar el plato añadiendo otras verduras hervidas – zanahoria, puerro … -, pero se corre el riesgo de que la crema deje de ser de borrajas y se convierta en una noble crema de verduras.

Para culminar la crema hay que añadir un poco de líquido, yo le tengo algo de manía a las leches en los guisos salados por eso prefiero utilizar el agua de cocción de las borrajas, un agua que se puede reducir un poco más si se deja hervir después de haber retirado las borrajas, reducirlas en 1/3 de su volumen. El líquido conviene añadirlo poco a poco para que no se nos ague.

Hecha la crema toca condimentarla con especias no muy agresivas, un poquito más de pimienta, laurel en polvo, una pizca de perejil seco picado, la albahaca seca tampoco va mal.

Para el toque caribeño al servir la crema en vez de costrones de pan le pondremos daditos de plátano macho fritos. El plátano macho es sorprendente – ojo hay que pedir en la frutería que el plátano sea macho, muy macho, porque el otro, el de toda la vida es demasiado dulce y no sirve para freír so pena de hacer un puré para bebés -. Pelado, eliminadas las hebras, se corta rápido (para que no se oxide) en rodajas gorditas para luego hacer bien los daditos. Se fríen los daditos en aceite de girasol, tiene que estar bastante caliente, hay que freírlo un instante, lo justo para que se dore sin que se quemen (se queman rápido).

Escurridos los daditos en papel de cocina para eliminar el aceite, solo queda llevar la crema -verde–intensa – a la mesa. Las borrajas le dan un toque amargo, puede que no tanto como las acelgas, pero sí lo suficiente como para que el contraste dulzón del plátano alegre el plato.

Si queremos darle empaque al plato podríamos presentar la crema como un fondo para unas almejas. Se pueden abrir las almejas cuando se rehogan las verduras, antes de añadir la harina, así el agüilla de las almejas se incorpora al guiso. Nada más añadir las almejas se riega la sartén con un chorro de calvados – adelantamos así la incorporación del calvados para que aromatice también las almejas -. Abiertas las almejas se retiran y reservan para devolverlas al plato cuando se presente en la mesa.

Acompaño la receta con un cuadro de Henri Rousseau, llamado el aduanero, un pintor francés padre del naif. He encontrado un cuadro suyo en el que representa una botella de calvados. Conviene guardar una copita de calvados para la sobremesa - vuelvo a la rutina del congreso, puede que anticipe la copa de Calvados.

domingo, 5 de febrero de 2012

CAP. CXI.- El taxista que abominaba el "mainstreim" y otras circunstancias sorprendentes.


Es inevitable que al llegar el domingo se haga balance de la semana. La que cierro hoy ha sido complicada, arrancó triste y termina fría, casi helada; pese a todo he de afirmar que, en el fondo, no ha sido una semana tan mala.
De lo mucho ocurrido durante estos siete días puede que lo más gracioso fuera mi encontronazo con el taxista que abominaba el “mainstream”; el encuentro sucedió el viernes a eso de las tres y cuarto de la tarde, viajaba de nuevo a Madrid – el día anterior también me había tocado viajar -. Hacía en Madrid un frio del carajo de la vela, yo llegaba apremiado porque a las tres y media en punto empezaba una clase; normalmente cuando llego a Atocha me gusta pasear un rato, subir por el Paseo del Prado y rencontrarme con los territorios de mi adolescencia, sin embargo el viernes entre las prisas y los fríos preferí tomar un taxi.
La para de taxis del AVE de Madrid es una auténtica batalla campal, los conductores otean el horizonte a la búsqueda de turistas despistados cargados de maletas, a los que aplicar todo tipo de recargos, por eso cuando ven a alguien trajeado, ligero de equipaje se pelean por evitar el turno ya que normalmente este tipo de viajero suele hacer carreras cortas, muy definidas y habitualmente indican al conductor la ruta exacta que ha de coger.
Tras una "despelea" por evitar cogerme – detrás de mí viajaba una señora estupenda cargada con todo tipo de bultos y cara de visitar Madrid por primera vez – me acogió con cierta desgana un señor estrafalario, de mi quinta – cuarentón -, con el pelo largo y sucio, recogido con una cola de caballo. Cuando le confirmé mi carrera torció el morro ya que sabía que ni con el recargo llegaría a los 10 euros, con lo cual perdían su sentido las casi dos horas de espera en la parrilla de taxis de la estación.
En la radio sonaba una canción de Lana del Rey –Born to die, http://www.youtube.com/watch?v=Bag1gUxuU0g – una nueva lolita de voz sensual promocionada hasta la saciedad. De inmediato sonó una segunda canción, también de esta chica, por lo que consideré la posibilidad de romper el hielo y alabarle el gusto –; cambió el gesto cuando comprobó que conocía a la chica y me aseguró que él aunque “abominaba el mainstreim”, esas fueron sus palabras exactas, sin embargo sentía una atracción morbosa por este tipo de cantantes. No fue difícil saltar a Amy Winehouse y a Adele, otras dos cantantes arrastradas por la corriente principal y que sin embargo tienen ese factor polarizante.
Llegábamos a destino después de haber revisado precipitadamente la tensión entre el talento y el éxito; cuando fui a pagar, con un billete de cincuenta euros, volvió al gesto agrio de taxista y me aseguró que era el quinto billete de cincuenta euros que le intentaban pasar ese día y que no tenía ni un euro suelto.
Al teorizar sobre este tipo de problemas tengo claro que la solución la tiene que dar el conductor, no el pasajero, sin embargo debo tener en mi código genético la secuencia del pringado, por lo que me bajé del vehículo con el billete en la mano a la búsqueda de un kiosko o un bar; caminé una decena de metros antes de entrar en un centro comercial con un bar muy pijo al fondo – es lo malo de tener que dar una clase en la calle Serrano de Madrid.
Ni qué decir tiene que cuando el ADN es de pringado no es normal lo de pedir cambio directamente, por lo que pedí un café con la intención de dejarlo intacto e ir a saldar mi deuda; cuando me giraba para comprobar si mi conductor me vigilaba desde la puerta me di con él de bruces puesto que aquel sujeto, desconfiado, había aparcado el taxi en doble fila y se había convertido en mi inesperada sombra.
Desarbolado por la situación le pregunté si le apetecía un café y terminamos nuestra conversación con cierto sosiego. Al final llegué tarde a la clase, mi abominable hombre del volante obtuvo una buena propina y revisamos durante diez minutos más la lista de cantantes malditas.
El día anterior también había vivido también una situación no prevista ya que gracias a la puntualidad del AVE había podido colarme unos minutos en el Museo del Prado, donde disfrute de la exposición de tesoros del Hermitage, donde he descubierto un bodegón de Antonio de Pereda y Salgado, un pintor vallisoletano del XVII, un tipo peculiar ya que pese a su delicado pincel y sus ínfulas de grandeza – quería ser noble -, sin embargo no sabía ni leer ni escribir, por lo que pedía a sus discípulos que le firmaran las obras.

Llegado el domingo andaba yo en mis reflexiones mientras preparaba una perola de albóndigas, dándole vueltas a la entrada del diletante que me tocaba esta noche. Localicé en internet los videos de Lana del Rey, el Someone like You de Adele (http://www.youtube.com/watch?v=hLQl3WQQoQ0) y una vieja canción de los Roxy Music – Oh Yeah -; había comprado un semanal que reseñaba las comidas que prepararían los más reputados cocineros si tuvieran que cocinar la noche del fin del mundo, una idea que ya había utilizado ese mismo semanal hace cinco o seis años; todos los cocineros pretendían ser tan originales ante la improbable situación que cada una de sus propuestas eran cada cual más aburrida. Tampoco daba mejores ideas un recetario especial de navidad de otra revista que había repescado en el kiosko.
Cuando casi estaba por desistir de la entrada dominical y dejarla para mejor ocasión llegó un mensaje, un comentario de una amiga que criticaba abiertamente mi delirio de transaminasas y colesterol de las últimas entradas. Lengua, callos y caracoles alejaban al diletante de la tendencia healthy que inspira a la cocina más moderna.
La conjunción de acontecimientos especiales de esta última semana no podía quebrarse por un anodino domingo y me dio por buscar alguna receta que casara con mi irrefrenable deseo de tomarme un gin tonic a las puertas de un funeral del lunes, de mi escapada al Prado del jueves y de mi encuentro con el abominable taxista del mailstreim del viernes.
Mientras las temperaturas en la calle no terminan de superar los 0º es muy difícil concentrarse en verduras y hortalizas, sin embargo recordaba una propuesta de un viejo vendedor de verduras al que solía comprar hace quince o dieciséis años, aquel hombre – Joan – recomendaba hacer tortillas con las hojas externas de las escarolas, más más feas, las que normalmente se desechan. La receta era sencilla, se trataba de limpiarlas bien de tierra, escaldarlas en agua hirviendo unos segundos y mezclarlas con cuatro huevos batidos.
Hay otras verduras habituales de las ensaladas que dan un resultado sorprendente cuando se les aplica calor, por ejemplo las endivias braseadas ganan en amargor aunque no tan astringente como cuando se consumen crudas. Unas endivias al horno con una pizca de sal maldón, un poco de pimienta molida y un buen chorro de aceite las convierte en un plato estupendo que gana en sabor si se toma con la salsa de los calcots.
En esta tarea indagatoria encontré una crema de lechuga condimentada con unos guisantes dulces, la receta tenía muy buena pinta, sobre todo si era capaz de mantener el intenso color verde de la lechuga romana, pero tenía el inconveniente de que para trabar la crema el recetario utilizaba un poco de crema de leche, remedio que no suele agradarme.
Hay un mundo desconocido a partir de los guisos de lechuga, preferiblemente cogollos o lechuga de la llamada romana o de orejas de burro, un mundo actualmente abandonado – las recetas que he revisado son tan antiguas que ni siquiera se podrían llamar viejunas.
De entre todas las recetas la que elegiría sería la de las lechugas a la bohemiana, pero como hay que rellenarlas de higadillos seguro que a mi amiga la disgustan. Así que por consideración a la séptima comensal me decanto por unas lechugas al queso de parma tomadas del recetario de la Marquesa de Parabere.
Se eligen seis buenos cogollos de lechuga, hermosos, tersos – no me atrevo a poner un símil -, se lavan bien con agua muy fría, se desechan las hojas externas si están feas y se escaldan en agua hirviendo con sal, a fuego fuerte durante dos minutos. Por eso es imprescindible que las lechugas sean muy frescas y tersas para evitar que la acción del calor violento las deshaga.
Pasados los dos minutos de hervor se escurren con rapidez  y se sumergen en agua fría – va bien si se le añaden unos cubitos -, el toque del agua fría para escurrirlas garantiza entre otras cosas que conserven el color verde intenso. Hay que escurrirlas bien, incluso apretando un poco con las manos, se secan con papel de cocina y se  abren por la mitad, y cada mitad en una nueva mitad – vamos que se cortan en cuatro cuatros longitudinales.
Colocamos las lechugas en una bandeja de pirex  previamente engrasada con mantequilla, se salpimentan las lechugas y se añade caldo, no ha de cubrir las lechugas. El caldo puede ser de carne o de verdura, en función de los gustos, cuanto más suave sea más destacarán los sabores de la lechuga – el calor intensifica los azúcares de la lechuga, también los componentes amargantes.
Hay que poner la bandeja sobre el fuego para que el caldo rompa a hervir y cuando hierva se cubre la bandeja con papel de plata metiéndola en el horno a temperatura suave – 160º - durante 45 minutos.
Pasado ese tiempo hay que volver a escurrir las lechugas – reservando el líquido de la cocción -, colocarlas otra vez sobre la misma bandeja, ahora seca, se añaden unas nueces de mantequilla en los intersticios de las hojas de la lechuga, abundante queso parmesano rallado, un chorrito de aceite de oliva virgen , otro chorro del líquido de cocción reducido previamente en 1/3 y un toque fuerte de horno para que se gratinen antes de llevar la bandeja a la mesa.