sábado, 14 de enero de 2012

CAP.CIII.- Como un gato perplejo de Chardín perdido por "la ancha" Castilla.

He vuelto a comprobar que últimamente no tengo suerte con la "ancha Castilla" y es una pena porque, como buen castellano fuera de mi tierra, tengo cierta añoranza de la meseta.
Ayer tenía que viajar a Salamanca, un viaje de muy pocas horas para dar una clase, la excusa perfecta para reencontrame con la cocina de la Castilla profunda, con la esperanza de localizar de nuevo un restaurante junto a la plaza del mercado que hacía platos tradicionales con técnicas modernas - bajas cocciones, salsas ligeras, envasados la vacío ...
Cogía un avión a las 13 horas, la clase empezaba a las 17 horas y había advertido a los organizadores que tomaría una ensalada en el aeropuerto, antes de salir, para ir directamente al aula. Mi objetivo fundamental era evitar la comida para llegar a la cena con un apetito feroz.
El viernes por la mañana programé una reunión a primera hora, luego dí una vuelta por el trabajo - siempre es bueno dar señales de vida - y a las 12'15 salí pitando hacia el aeropuerto con el tiempo justo de tomar una ensalada - con un par de pinchos - y una cocacola que me mantuviera espabilado para repasar el esquema de la clase.
En el avión el sueño me venció antes de que la tripulación diera las indicaciones de seguridad y desperté minutos antes de aterrizar en Matacán, el sol en todo lo alto y una luz espectacular en pleno invierno. El aeropuerto, un viejo aeródromo militar es poco más que un barracón y una larga pista de cemento en un páramo. A pie de pista el comité organizador del curso en el que impartía la clase dispuestos a llevarme a un mesón tradicional, eran casi las tres de la tarde, había olvidado que en Castilla se sigue comiendo tarde.
Con la mejor de mis sonrisas me puse delante de unas raciones de ibéricos y  de una ensalada, estaban empeñados en pedir cordero aunque pudo eludir el envite asegurando que en Barcelona era muy complicado tomar buenas mollejas, por lo que me dejaron pedir de segundo plato una ración de mollejas de ternera que yo esperaba a la plancha pero que llegaron en un guiso con una salsa sabrosamente densa e indigesta, no muy lejana a la de los callos. Como no podía ser de otro modo nos llevamos al coleto un par de botellas de Matarromera del 2007 y varias llescas de pan candeal, un vicio.
La proximidad de la clase hizo que eludieramos el postre y los orujos, aún y así fueron necesarios dos cafés solos - oscuros e intensos - y varias copas de agua para disipar la tela de araña que se nos había instalado en la cabeza, ajenos durante un par de horas a la responsabilidad de dar una clase que se prolongaría toda la tarde.
Llegamos al aula con el tiempo justo, la boca pastosa y una vaga idea de los motivos académicos que me habían conducido a Salamanca, el auditorio no tenía la culpa de mis excesos gastronómicos así que, tras los agradecimientos de rigor y alguna anécdota sobre anteriores visitas a Salamanca - mi padre había estudiado allí en los años cincuenta - me dispuse a desgranar con oficio mis conocimientos con un ansia tremenda de una siesta imposible - ya se la dieron alguno de los asistentes escondidos en las últimas filas - y con el anhelo de que la digestión me permitiera afrontar la cena soñada.
Pasadas las ocho de la tarde terminaron mis obligaciones académicas, en el exterior el templado sol castellano se había convertido en una pelona de consideración, el termómetro estaba bajo cero y en unos minutos empezaría a helar, el Tormes es un rio menor en extensión y cauce pero somete a Salamanca a noches húmedas y neblinosas.
Los organizadores estaban empeñados en reanudar la conversación dejada en los cafés sobre la grandeza del futbol salmantino - Del Bosque es hijo de la ciudad -, y picotear algo entre cañas y vinos. Conseguí zafarme de mis anfitriones aduciendo - era verdad - que a la mañana siguiente tendría que tomar un vuelo a las siete de la mañana y que eso me obligaba a darme un tremendo madrugón.
Entre abrazos y buenos propósitos nos despedimos en el hall del hotel, mi plan era subir a la habitación, refrescarme unos segundos e ir a la búsqueda del restaurante de la plaza del mercado aunque todavía deambulaban las mollejas con su salsa por el esófago gracias a un reflujo nada ligero. Con las prisas me había dejado el Almax en otra mochila así que tendría que afrontar el último tramo de la digestión sin ayudas químicas. Varios vasos de agua paliaron algo el malestar.
Pensé que si me recostaba unos minutos sobre la cama mis adentros volverían a ordenarse y lo hicieron hasta el punto de que me adormecí viendo la repetición de un programa de televisión en el que 10 concursantes pugnaban por ver quien era el primero en vaciar por completo una caja de pañuelos de papel con una sola mano. No pude ver quien era el ganador.
Desperté poco antes de las diez de la noche, tentado de salir a la búsqueda del restaurante soñado, pero una brizna de cordura, la única que me quedaba, me aconsejó dejar la escapada para mejor ocasión. La televisión local indicaba que la temperatura en el centro de Salamanca estaba por debajo de los tres grados bajo cero y que la previsión para esa noche llevaría a la ciudad a temperaturas cercanas a los 8 ó 9 grados por debajo de cero.
Encendí el ordenador para revisar los correos y aguardar a que me diera otro golpe de sueño hasta las cinco y media de la mañana, la hora programada para levantarme y partir hacia el aeropuerto.
Estuve poco menos de una hora delante de la pantalla del ordenador, contestando los correos más urgentes - muy pocos - y buscando algunas recetas e imagenes sugeridas por las lecturas de los últimos días. Había empezado en Barcelona un ensayo sobre Baudelaire e Ingres. El ensayo va acompañado de muchas reproducciones de cuadros y esculturas, así como de referencias a cientos de pintores y escritores franceses del XVIII y XIX, entre ellos Chardin, Jean Simeon Chardín. Así que el sueño me pilló disfrutando de los gatos perplejos de Chardín contemplando una raya o una liebre.
Intentar dormir con un vuelo matinero en puertas no suele ser sencillo, entra un miedo horrible a perder el avión que hace que cada media hora uno tenga tendencia a abrir el ojo para comprobar que todavía no tiene que sonar el despertador. Al final a las cinco de la mañana me levanté, me di una ducha y pedí en recepción que me prepararan un taxi, amablemente me ofrecieron un café que rechacé convencido de que a las ocho y media de la mañana podría tomar el café en casa.
Llegué al aeropuerto de Matacán al filo de las seis de la mañana, ya estaba organizado un pequeño revuelo porque el avión se había cancelado, la causa oficial una niebla inexistente que había impedido que un avión llegara la noche antes de Barcelona, los propios responsables de Iberia en Matacán - era el único vuelo programado para el sábado - aseguraban que la causa no era cierta y que teníamos que hacer las correspondientes quejas, la causa real es que el vuelo no era rentable porque estaban ocupadas solo la mitad de las plazas.
La solución era una pequeña pesadilla, nos meterían en un autobús en cuanto se personaran todos los viajeros y saldríamos camino de Madrid, donde nos colocarían en los vuelos con plazas para Barcelona, la previsión era que pudieramos embarcar en el puente aéreo de las doce y media y que llegáramo a casa al filo de las dos de la tarde.
Dos de los pasajeros decidieron regresar a Salamanca y probar suerte en el vuelo del domingo, una chica que tenía que viajar a Barcelona para hacer un examen a mediodía rompió a llorar; un grupo de señoras entradas en años que tenían previsto asistir a una boda en Barcelona se lo tomaron con mucho humor mientras empujaban grandes maletones cargados de ropa de fiesta, la ceremonia estaba programada a las siete de la tarde, por lo que tenían margen para llegar.
Los responsables del aeropuerto no tenían previsto ofrecernos cafés, ni siquiera unas botellas de agua, las máquinas automáticas no estaban encendidas. Supongo que estaban desando facturarnos en el autobús para cerrar el aeropuerto y regresar a sus casas en medio de una helada monumental, convencidos de que engancharían de nuevo el sueño y que el incidente de Matacán quedaría como una pesadilla.
El viaje en autobús pesado, el conductor un garrapo de cuidado que nos llevó por carreteras menores para evitar los peajes. Hasta que se me pasó la crisis de mala leche jugueteé con internet buscando alguna receta de mollejas que se pareciera a la que me había indigestado horas antes, al final encontré unas mollejas de ternera a la Beauvilliers (supongo que en honor a Antoine de Beauvilliers), una receta imposible en la que las mollejas se han de mantener en agua fria durante mediodía, limpiarla con el rigor de un cirujano, secarlas y prensarlas para rehogarlas con mantequilla y presentarlas en un muffin, un un puré de alcachofas y aderezadas con una salsa a la italiana, que no es sino una crema de sesos y limón trabada como si fuera una mayonesa. Beauvilliers era un pastelero francés que pasó a la historia por ser el primer cocinero que en el siglo XVIII puso a su casa de comidas el nombre de Restaurant.
De no haberme vencido el sueño - mis accesos de mala leche duran poco tiempo - hubiera dedicado las casi tres horas de autobús a desglosar y desglasar la receta; la otra opción era la de intentar convertir un guiso de sopa castellana de cangrejos de rio en un Gumbo de Nueva Orleans, un homenaje imposible a una castilla Cajún.
Cuando ya tenía asumido que llegaría a casa para comer un angelical chaqueta roja del aeropuerto de Barajas se hizo cargo de nuestras derrotadas almas y nos coló en el puente aéreo de las diez, para que llegara aquel enviado de los dioses fue necesario que me encarara -en nombre del grupo derrotado - con una agria empleada de iberia que aseguraba que el problema no era suyo, que no dos darían de desayunar y que bastante sería que pudieran ir recolocándonos a lo largo del día en los vuelos programados para Barcelona. Hube de adviertir de mis grandes conocimientos en materia de transporte aéreo, consumidores e indemnizaciones y empezar a redactar una demanda colectiva que llevaría a la quiebra a la maltrecha Iberia para que un por fin decidieran solucionar la inciencia y colocarnos en un avión: Las señoras que iban de boda y la que tenía un examen a mediodía fueron acomodadas en clase preferente para poder desayunar, no me instalé en una salida de emergencia para poder estirar las piernas y descabezar otro sueño.
Ya en tierra, a las 11 de la mañana, un taxista amargado porque era su primer pasajero en toda la mañana empezó a despotricar contra los emigrantes, contra el alcalde, contra los usuarios de los taxis, contra la crisis y contra todo lo que se meneaba asegurando que él por menos de 20 euros no hacía el trayecto, yo le pedí que pusiera fuerte la radio y que me dejara en el mercado de la Llibertat; toda mi mala suerte de las últimas horas había sido buena fortuna en casa, en la que mi mujer a las once la la mañana - ajena a mi aventura - dormía placidamente con uno de los niños en la cama.
Yo me ocuparía de comprar algo de pan, gambas, langostinos y calamares para hacer mañana una fideuá; he encontrado también un estupendo rabo de buey envadado al vacio que pienso cocinar a lo largo de esta semana y unos pies de cerdo que guisaré y puede que haga rellenos de foie.
El taxista biliar me dejó en la entrada del mercado por la calle Milton; Miltón, el autor del Paraiso Perdido, la mejor vía para llegar a un mercado llamado el de la Libertad.
Nada mejor para fijar un borrón y cuenta nueva que tomarme un bocadillo de morcilla con cebolla pochada, el pan ligeramente tostado en la plancha, pringado con un poco de tomate; la morcilla partida por la mitad, también planchada unos segundos para que la grasa se deshaga, se aplasta bien el pan y se lleva a la mesa. Con este ritual estaba claro que mi café podría esperar, he pedido una caña doble de cerveza y he aplazado un café que no había podido tomar ni a las cinco, ni a las seis, ni a las nueve, ni a las diez de la mañana.

2 comentarios:

  1. Mira diletante, me he reído tanto con tu relato que no me he dado ni cuenta si has explicado alguna receta. Creo que eso no es muy bueno pero tenía que decirlo.

    Jajajaja

    Vaya aventura!, aunque por esos aeropuertos, que yo conozco tan bien, pasan esas cosas.

    Envidio tu viaje a Salamanca porque es una de mis ciudades preferidas, otro día avisas y te acompaño. Además se me da bien encararme con todo tipo de personal para reivindicar derechos.

    Te felicito por tu forma de relatar las cosas y por tu talante especial.

    Gracias por este blog. Me encanta.

    LSC

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  2. Menos mal que tienes buen carácter y consigues eso de "al mal tiempo buena cara"

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