miércoles, 14 de febrero de 2024

Capítulo DCVI.- Caldo corto de leche para guisar un rodaballo.

Hace varias semanas fui al cine a ver La Passion de Dodin Bauffant, en España cambiaron el título por “A Fuego Lento”, una opción más fácil y supongo que más comercial. Lo prefiero mantener el título en francés por cuanto la historia que cuenta es la de una pasión un tanto equívoca ya que Dodin en realidad no está enamorado de Eugenia (una fantástica Juliet Binoche), sino de la capacidad de encanto y de seducción que Eugenia tiene en la cocina. Dodin recupera la pasión en cuanto descubre a una nueva cocinera capaz de interpretar las recetas que él construye, porque Dodin no cocina, él conoce los ingredientes, da órdenes, remueve, condimenta y prueba, pero quien ejecuta es Eugenia. La película empieza con una larga escena sin apenas diálogos en la que se ve a los protagonistas moverse por la cocina, preparando un almuerzo que debe servirse en el restaurante. Eugenia y Dodin se manejan como si fueran bailarines, cuecen, saltean, hornean y presentan el menú con absoluta precisión. No tienen que cruzarse casi ninguna palabra. La cámara termina de dar armonía esos primeros minutos de película, para dejar claro que la historia que quiere contar apenas es un hilo que sirve como excusa para que disfrutemos del placer de cocinar. El asesor gastronómico ha sido Pierre Gagnaire, un cocinero de más de 70 años, con el aspecto de un viejo filósofo revolucionario. La última escena de la película es un espectacular plano circular hecho en la cocina, una escena en la que resume y descubre la verdadera Pasión de Dodin, el poderoso gastrónomo que protagoniza y tiraniza todo el relato. De todos los platos que se preparan en la película, dos me llamaron la atención, el primero un rodaballo guisado en leche (por lo que he comentado con amigos y familiares, esa receta ha llamado la atención a mucha gente), el segundo una tortilla noruega, nombre correcto del soufflé con el corazón helado. Llevo muchos días dándole vueltas al guiso de rodaballo. A muchos sorprende la cocción en leche de esta pieza de pescado. He revisado libros de mi biblioteca tanto viejos como modernos, he acudido a los referentes franceses, empezando por Kournosky, Bocusse, Ducasse… Pero, al final, encontré las indicaciones en el Libro de la Marquesa de Parabere, que no era marquesa. La receta en sí no es complicada, pero sí que exige cierta reflexión sobre la cocina y su conexión con la cultura. Creo que en más de una ocasión he defendido que los primates dejaron de ser primates y empezaron a convertirse en hombres (también en mujeres) cuando empezaron a cocinar, cuando empezaron a manipular los alimentos. No se contentaban con arrancar un fruto o una vaya de un matojo, o de darle una dentellada a un animal. Justo en el instante en el que empezaron a maniobrar con los frutos de la tierra o con los animales que querían comerse empezó la cultura. Seguramente habrá muchas razones que justifiquen que unos homínidos peludos empezaran a manipular aquello que querían llevarse a la boca: la necesidad de ablandar los productos, de hacerlos menos ásperos, de facilitar su deglución; también debió haber alguna razón biológica o médica, para evitar dolores de estómago o estragos mayores. La necesidad de conseguir alimento agudizó el ingenio y obligó a trabajar productos que inicialmente no resultaban agradables. Sería divertido poder ver a la primera persona que tuvo la curiosidad de cascar un huevo para sorber la clara y la yema. El calor fue sin duda el primer método que pone en marcha la historia de la cocina. Dejar una fruta, una pieza de carne o de pescado al sol para que se seque podía hacerla más sabrosa, también generaba algunos riesgos, como que la invadieran los insectos o que se pudriera, pero algunos frutos o algunas carnes o pescados curtidos al sol potencian su sabor. Menor riesgo generaba una fuente de calor tan directa como el fuego. El dominio del fuego permitió que los chamanes y los brujos de los primeros clanes se convirtieran en cocineros. Las frutas y las verduras reaccionaban peor al fuego vivo y directo, pero una pierna de vaca o de cordero podía dar mayores satisfacciones. Dominar el fuego hasta convertirlo en brasa y colocar sobre los rescoldos trozos de alimentos no sólo mejoraba la posibilidad de masticarlos, sino también su sabor, además, la ceniza podía ser, en pequeñas dosis, un buen condimento. No tardarían en perfeccionarse otras superficies calientes con las que jugar hasta llegar a las actuales sartenes o cazos. El fuego ablanda muchas carnes, hace que los pescados sean menos mórbidos y las verduras menos leñosas. Además, el fuego terminaba con muchas bacterias y facilitaba la conservación de alimentos que, si no se tostaban o asaban, resultaban incomibles en pocas horas. Aplicar calor a un alimento hace que arranque la deshidratación y con la deshidratación las primeras salsas, las primeras grasas deshechas. Rápidamente llegaría la cocción como complemento a la aplicación directa del fuego. Los alimentos no sólo se ponen en contacto con el calor directo, sino también con otros elementos líquidos o semilíquidos que permiten dar matices a cada bocado. Llegan las primeras recetas, los caldos, las bases más o menos oleaginosas… Todo ayuda a la complicada tarea de dominar los alimentos, adaptarlas primero a las necesidades, pero finalmente a los gustos de cada comensal. Alimentarse deja de ser una cuestión de simple supervivencia y se convierte en un placer. Las cocciones abren la comunicación de sabores, los elementos sólidos trasladan parte de su gusto y de sus propiedades a los medios líquidos. El líquido es capaz de mezclar distintos sabores, por lo que se utiliza para que algunos sabores vegetales puedan trasladarse a la carne o al pescado y, a su vez, carnes y pescados prestan sus virtudes a piezas de fruta o verdura menos sabrosas. Cocinar es mezclar con más o menos mesura, mezclar productos, también técnicas. Hombres y mujeres se fueron haciendo más sabios a medida que cocinaban mejor. Por eso no concibo otra forma de cultura que la que va de uno u otro modo ligada a la comida. Sirva lo anterior como introducción pedante para hablar de la cocción en leche de un pescado. Esa técnica puede resultar extraña en un país como España, donde el aceite de oliva ha colonizado, con absoluto merecimiento, los fogones, pero para otras culturas, como la francesa o las orientales, resulta menos extraño. Los franceses, enamorados de la mantequilla, pueden encontrar más sentido a la cocción previa en leche si luego acaban el plato con una salsa trabada con mantequilla. Siguiendo a la Marquesa de Parabere, la cocción en leche o con leche es una de las técnicas o variantes del caldo corto, un caldo corto es el que mezcla agua o leche con otros ingredientes y que debe cocer durante poco tiempo (15 minutos o media hora a lo sumo). El caldo corto de leche sirve para la cocción de pescados grasos (lenguado, rodaballo, lubina …). Por cada dos litros de agua se pone medio litro de leche, 45 gramos de sal, unas bolas de pimienta y medio limón cortado en rodajas. A esa mezcla se le puede añadir zanahoria, cebolla, puerro, laurel, hinojo… Debe tenerse en cuenta que el caldo en el que se cueza el pescado normalmente no se podrá utilizar en el guiso posterior. Al aplicarle limón y algún que otro ingrediente acido, la leche termina cortándose y, aunque haya algunas salsas agrias, utilizar el caldo de cocción con la leche puede dar cierto repelús. Sin duda la leche transmite parte de sus propiedades al pescado, y el regusto lácteo puede resaltarse si luego se acaba el guiso con un golpe de plancha con mantequilla. Por lo tanto, para cocer un rodaballo en este caldo corto de leche debe tenerse en cuenta que el pescado no ha de cocinarse más de 20 minutos, a fuego no muy vivo. Una vez cocida la pieza de pescado (preferiblemente entero) se escurre bien. Debe tenerse en cuenta que si se prolonga mucho la cocción los elementos gelatinosos de las espinas del rodaballo terminan disolviéndose en la leche, perdiendo el pescado parte de su encanto. Una vez escurrido el rodaballo toca aplicar de nuevo calor para terminar la preparación. En una sartén amplia, donde se acomode bien el rodaballo, hay que deshacer al menos 200 gramos de mantequilla, esta vez a fuego vivo, porque hay que conseguir que la piel del rodaballo quede crujiente y sabrosa. Si el rodaballo se coció bien en el caldo corto, no es necesario pasarlo por la sartén por la cara más pálida, puede ponerse directamente sobre la más oscura, que es la que gusta que quede churruscada y sabrosa. Salamos el rodaballo, hemos de ser generosos con la pimienta (preferiblemente negra, aunque la jamaicana también liga bien). Alcanzado el punto crepitante deseado, se retira la pieza de pescado. Si la mantequilla no se ha requemado (para que no se requeme puede añadirse en el momento en el que se deshace un chorrito de aceite de oliva), se aprovecha para ligar una salsa que llevará una cucharada de harina de trigo (puede sustituirse por harina de maíz – maicena – o incluso por almendra triturada), se liga hasta que se disuelva la harina. Se pone una copa de champagne o un vino blanco (no hay que ser rácano, cuando peor sea el vino peor será la salsa), un chablís encaja bien. Se remueve bien hasta que la salsa ligue del todo. Se baja el fuego al mínimo y se coloca de nuevo la pieza de rodaballo, esta vez sobre la parte de piel más clara. Bastarán 5 minutos a fuego muy bajo, 10 a lo sumo. SI el cocinero tiene la paciencia de dar un ligero meneo a la sartén mientras se termina de guisar, el colágeno del rodaballo hará su magia con la salsa, que quedará mucho más sedosa. Si la salsa se engorda con yemas de huevo cocidas o con pan rallado en vez de con harina, la salsa también queda sabrosa. En Instagram acompañaré esta entrada con una reproducción de alguno de los pescados que pinta o moldea Miquel Barceló. ()

martes, 26 de diciembre de 2023

Capítulo DCV.- Neocaponata 2023.

Llevo dos meses sin escribir para El Diletante, he tenido algunas ideas, dispersas, no han terminado de cuajar. A veces hay abiertos muchos frentes y me cuesta fijar objetivos. 26 de diciembre, san Esteban, una fiesta local que no termino de interiorizar. Con la excusa de comprar huevos salgo a dar un paseo. Hoy es de los pocos días del año en los que no sale la edición en papel de los periódicos. Hace años puede que tuviera sentido esa interrupción, pero hoy, sometidos al constante flujo de noticias de las ediciones digitales, puede que no tenga sentido. Puede que fuera una antigua reivindicación de los kiosqueros, pero ya no quedan casi puestos de venta de periódicos. En mi barrio sólo queda uno, el de Peter, que abre con intermitencias. Los días que falla tengo que acercarme a una de las tiendas de cortesía de un gran almacén, donde venden prácticamente de todo, la prensa diaria y las revistas quedan en una esquina residual. Ayer, navidad, casi todo estaba cerrado, excepto los supermercados regentados por emigrantes. Hoy en Barcelona las tiendas siguen cerradas, pero las cafeterías y algunas fruterías ofrecen refugio para los que huyen de sus casas, de la saturación familiar. Una de las fruterías del barrio exhibe unas hermosas berenjenas de color violeta intenso, casi provocadoras. Me llevo bastante mal con las berenjenas, nos hemos peleado muchas veces, casi siempre sin éxito. Terminan saliéndome o muy amargas o muy ásperas, casi leñosas. He buscado muchos remedios, no siempre funcionan. Puede que compre berenjenas de mala calidad, dejándome llevar por su resplandor casi azabache. Es curioso, hay una legión de tomatólogos que ha conseguido que en la más humilde tienda de ultramarinos haya al menos cuatro o cinco tipos de tomates. Los cebollólogos también han alcanzado algún triunfo y es fácil encontrar incluso cebollas rojas, además de chalotas, cebolletas, cebollas dulces de Figueras, además de las habituales de piel cobriza. Incluso los pimientólogos han ido imponiendo cierta varias en algunos puestos de mercado, pero los berenjenólogos, si es que existen, se mueven en la monotonía dual de la berenjena púrpura y la rayada. La berenjena es una solanácea, fruta de invierno, llamada por los científicos Solanum Melongena. Los italianos fueron a la raíz latina para sus melanzannes, nosotros acudimos a la etimología árabe/persa de batingan. Mi pelea con la berenjena empieza antes de cocinarla. He probado distintos métodos para aplacar el amargor áspero: las he sumergido en agua durante más de una hora, las he rociado con abundante sal sobre un paño, he combinado ambos remedios preparando una salmuera con 10 gramos de sal por cada litro de agua, he probado a empaparlas en leche.. En ocasiones, casi por casualidad, una de estas fórmulas consigue que las berenjenas dejen de ser astringentes o leñosas, pero no responde a una fórmula cerrada, por lo que creo que al final se trata de la calidad de la fruta. No hay que dejarse llevar por el aspecto externo de las berenjenas, casi siempre espledoroso; sino al tacto, no siempre sencillo de evaluar, porque no pueden ser ni muy rígidas, ni muy blandas. El tacto firme y ligeramente esponjoso de una berenjena es la antesala del éxito. A veces cocino la berenjena a la llama, siempre que es posible hecha con brasas, no con el fogoncillo del gas. Hay que someter la pieza a la llama viva, dejar que casi se carbonice. No es fácil encontrar el punto de tostado en una fruta tan oscura. De nuevo hay que dejarse guiar por el tacto, para comprobar que el calor ha llegado al corazón de la berenjena. Se envuelven rápidamente en tres o cuatro páginas de papel de periódico para gestionar así que la humedad no se pierda. Si no se domina el arte de la llama vida se corre el riesgo de abrasar el exterior y que el núcleo quede leñoso, casi incomestible. Mis ensayos de berenjenas al fuego ha contado con grandes fracasos en los que he carbonizado tres o cuatro piezas. Con el tiempo he desarrollado alguna habilidad, como por ejemplo la de darle un pequeño toque de presión con las pinzas, al retirarlas de las brasas, para añadir una pizca de sal, otra de comino, unas gotas de salsa de soja y media cucharada de pasta de sésamo, antes de envolverlas en papel de periódico. También va bien que, después de envolverlas, reposen unos minutos en una bolsa de plástico, para estirar el efecto sauna. Cuando templan se pelan, quitando la piel quemada y se conservan con un chorro de aceite (es una de las bases de la escalibada catalana). Ensayé también las berenjenas a baja temperatura, cocinadas al vacío, durante muchas horas, con todo tipo de especias. Resultados desiguales, incluso con la misma tanda de frutas. Mi última incursión fue la de una reinterpretación de la caponata. La receta originaria la publiqué hace casi 10 años (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2014/03/capcccxi-abriendo-boca-de-cara-la.html). Esta vez la he sofisticado un poco más. He tomado la receta de un restaurante que está cerca de mi casa, Restaurante Farró, en Vía Augusta. Allí la preparan fría, con burrata, o caliente. La caponata no deja de ser un sofrito, un pisto con nombre más musical. Una confrontación de fuerzas contradictorias en la que se enfrenta lo dulce con lo salado, lo ácido con lo básico. Creo que el truco de este plato está en disociar los sofritos y en escurrir bien la berenjena. El paso primero es el de elegir cuatro berenjenas tersas por fuera, pero que al palparlas transmitan un punto esponjoso. Abren por la mitad y cada mitad se parte en cuatro/seis trozos. Las dejo en un bol, espolvoreo abundante sal antes de cubrirlas de agua. Las dejé a remojo más de una hora. Pasada la hora las escurrí bien, las coloqué sobre una fuente, con un plato y un peso encima, para que durante una hora adicional eliminaran todo el líquido posible. Mientras las berenjenas “penaban”, piqué dos cebollas hermosas, un par de zanahorias y una rama de apio casi blanca. Preparé una sartén ancha en la que calenté unas semillas de comino y unas bolitas de pimienta de Jamaica. Cuando se tostaron añadí aceite de oliva y empecé a rehogar la primera tanda de verdura. Primero la cebolla, cuando la cebolla se atontó incorporé el apio picado y, finalmente, las zanahorias también picadas. Removí de vez en cuando y pasados unos veinte minutos a fuego suave incorporé ocho tomates de pera partidos por la mitad. Trataba de hacer un sofrito en el que pudieran distinguirse las piezas de verdura. No hay que buscar una salsa de tomate compacta, sino un pisto en el que, con paciencia, pudieran separarse los componentes. En otra sartén grande puse aceite de oliva, encendí el fuego y dejé que se templara antes de poner dos pimientos rojos alargados en tiras y las berenjenas escurridas. Después del primer golpe de calor, cuando las frutas empiezan a sudar, añadí una pizca de sal, otra de pimienta blanca, y dejé que se fueran cociendo poco a poco, removiendo con cuidado. El sofrito de cebolla, tomate, zanahoria y apio necesita una hora cumplida, a fuego suave, para llegar al punto meloso deseado. La berenjena y el pimiento no exigen tanto tiempo, sobre todo si queremos que la berenjena reine de verdad. Cuando los dos sofritos estén al punto deseado, se mezclan en una sola sartén, se mantiene el fuego al mínimo, para que terminen de sudar e integrarse. Le damos un golpe de vinagre de jerez, lo justo para que el dulzor meloso de las verduras rehogadas encaje con la acidez del tomate y la aspereza de las berenjenas. El vinagre tiene su encanto si se dosifica con sentido común; se sube un poco el fuego para que evapore parte del líquido de cocción y el del vinagre. Se apaga el fuego y se deja reposar 5 minutos antes de pasarlo todo a una fuente. Se coloca el guiso sobre una fuente grande. Se pone sobre verduras y fruta una burrata bien cremosa y, cuando está en la mesa, se corta la burrata para que el queso fresco se mezcle con las verduras rehogadas. El juego de colores y, sobre todo, de sabores enfrentados es divertido, sugerente. Si se han medido bien las proporciones de cada ingrediente los contrastes pueden ser muy agradables. Todo un reto. Un plato de berenjenas sólo puede venir en compañía de Matisse. El maestro berenjenero por excelencia (la reproducción en el Instagram del #undiletanteenlacocina).

miércoles, 1 de noviembre de 2023

Capitulo DCIV.- Una reivindicación de las lentejas.

Es y no es. Ningún hombre puede cruzar el mismo río dos veces, porque ni el hombre ni el agua serán los mismos (Heráclito de Éfeso). Ese mismo aforismo podría utilizarse para un plato de lentejas: Ningún hombre puede comerse el mismo plato de lentejas dos veces. Ni las lentejas ni el hombre serán lo mismo. Hoy cocinaré lentejas. En Pandémica y Celeste, uno de los poemas más conocidos de Gil de Biedma, se aseguraba que las fiestas entresemana eran alegres, de verdad lo son. Este martes se comportó como un viernes en toda regla y, de repente, el miércoles se levanta como un sábado inesperado. Llegó noviembre y las casas empiezan a destemplarse, más que nada porque las horas de luz solar se han reducido; sin embargo, en la calle el día se va templando y a media mañana incluso podrá pasearse en mangas de camisa. El parte anuncia un día soleado. Los niños duermen tranquilos, pero yo me he levantado a la hora de siempre. He leído, he trabajado un rato y ahora (las seis y media de la mañana) pongo en marcha los fogones. Vienen amigos a comer a casa. No he preparado nada que tenga que ver con el día de los difuntos, ni boniatos, ni castañas, ni panellets. Hay por la nevera un trozo de calabaza que empieza a entristecerse, poco más. Como he dicho antes, me apetece preparar un buen guiso de lentejas. He revisado el blog y compruebo que hay cinco o seis recetas de lentejas ejecutadas de distinto modo, en puré, en ensalada, estofadas, secas. La lenteja combina perfectamente con casi todos los tipos de carne, con verduras, incluso con pescado – todavía tengo en la memoria una paella hecha con lentejas en el Motel Ampordá, con un fondo de cigalas y sepia -. Así que dispongo de toda la libertad del mundo para organizar mi guiso de hoy. En España comemos muchas lentejas, puede que no tanto como hace treinta o cuarenta años, cuando en las casas se cocinaba y un día a la semana tocaba comer lentejas. La lenteja tiene menos prestigio gastronómico que otras legumbres. El cocido de garbanzos en todas sus variedades, la fabada canónica o con almejas, las pochas y las verdinas del norte… Son legumbres alabadas por cocineros de prestigio o por insignes gastrónomos que han glosado las beldades de muchas legumbres, pero la pobre lenteja no ha encontrado todavía su poeta. Los italianos guisan lentejas en fin de años porque esta pequeña herbácea de la familia de las papilionáceas simboliza la abundancia, la prosperidad, la renovación y el renacimiento. En el estuario del Rio de la Plata los lunfardos dicen que una persona es una lenteja cuando es un poco corta o tarda. Querría preparar un guiso de lentejas con verduras para comer, pero como vienen amigos a mediodía he decidido jugar con las lentejas para someterlas a una serie de vuelcos, similares a los que se dan en el cocido. Al fin y al cabo, la humilde lenteja tiene el mismo derecho a la gloria que podría tener el garbanzo, ennoblecido gracias a la buena fama del cocido, de la escudella o de la olla podrida. La primera decisión tomada, para que mi guiso tome vuelo y sea digno de sus invitados, es emplear el tipo de lenteja caviar. Sólo el nombre le da al plato suficiente empaque como para ganar categoría. Estofaré unas lentejas caviar, diminutas y negras, como el alma de un pecador. La lenteja caviar tiene un tiempo corto de cocción (no llega a 25 minutos) y deja un caldo espeso y muy oscuro, como una ciénaga. He de tener cuidado, porque si me paso con el tiempo de cocción quedará una masa de un tono cercano al alquitrán. Para que mi guiso no se convierta en un engrudo impropio para el día de difuntos, tendrá que utilizar las verduras como puntos de luz. Picaré abundante cebolla y puerro (que sería de mi vida sin la cebolla y el puerro pochado), una zanahoria, un trozo de calabaza y pimiento rojo, para dar la nota de color, unos dados de calabacín, judía verde y apio, también tengo unos tomates de pera pequeños que pueden dar luminosidad a las tenebrosas lentejas caviar. Busqué ayer en el mercado mollejas de pato o alitas de pollo para incorporar alguna carne al guiso, pero cuando llegué a los puestos estaban arrasados, por lo que la base de mis lentejas será principalmente la verdura y las hortalizas. Primer momento de crisis. Me gustaría ponerle algo de coliflor al guiso, pero no tengo claro que a mis invitados le guste el peculiar sabor de la coliflor (a mis hijos ya sé que la coliflor no está entre sus preferencias). Ayer compré una vistosa coliflor y ahora dudo. Al final he decidido hervir la coliflor entera, de una sola pieza y servirla como guarnición, para que quien quiera pueda mezclar la coliflor con las legumbres. Como la coliflor hervida es uno de los platos más sosos y tristes del universo, presentaré la coliflor de una sola pieza, en una bandeja alegre y añadiré, en el último minuto, un sofrito de ajos laminados, pimentón y un golpe de vinagre. Así mis lentejas podrán contar con el ajo y el pimentón, que eran los condimentos que utilizaba mi madre para darle un punto alegre a las lentejas. Quien quiera podrá probar la coliflor sola, con ese sofrito (primer vuelco de la lenteja). El golpe de vinagre a la coliflor me trae el recuerdo de los viejos restaurantes de menú en Madrid. Me sorprendía ver como alguna señora mayor pedía la vinagrera y añadía un chorrito de vinagre al estofado de lentejas, así se abría el sabor. Como no tengo claro que mis comensales se lleven bien con el vinagre y que acepten sin rechistar el contrapunto de sabores, ayer compré unas gildas y unas banderillas con encurtidos que podrán servir como aperitivo, pero también ayudar a empujar las lentejas (en el País Vasco, Aragón y La Rioja hay la costumbre de empujar las legumbres con una guindilla). Entro en crisis porque mis lentejas con tanta verdura pueden quedar un poco sosas, así que compré ayer las viandas para preparar un caldo de carne que pudiera servir como base para mi estofado. Unos muslos de pollo, unos huesos, codillo… Mi carnicera tenía un flamante rabo de ternera al que no me pude resistir. De modo que preparé una gran olla de caldo ayer por la tarde, que servirá para que mis lentejas no tengan que cocer en agua corriente. Así ganarán sabor. He hecho caldo suficiente para una semana, por lo que ofreceré a mis comensales de hoy un plato de sopa de fideos previo, para que mis lentejas no tengan nada que envidiar al cocido madrileño. Así quien quiera tomar las lentejas escurridas, podrá tomar primero un platillo de sopa con fundamento. Limpiaré de huesos e impurezas las carnes de la olla para servirlas deshilachadas y escurridas por si alguien quiere añadirlas a las lentejas. Me cuesta pensar en las lentejas desarropadas, siempre las he recordado con su punta de chorizo, incluso con sus morcillas. Como no quiero recargarlas mucho, pasaré por la plancha y serviré a parte unas rodajas pequeñas de sobrasada y de morcilla de cebolla, las pasaré primero por la plancha, para que se doren un poco y se desgrasen. Así, quien quiera, podrá incorporarlas a las lentejas o probar un bocado de embutido (cada comensal podrá construir su plato de lentejas a su gusto). Como inicialmente quería haber hecho una comida tradicional, con su aperitivo, su primer plato, su plato principal y su postre, había comprado unas carrilleras de ternera. Dudé si guisarlas y cocinarlas con las lentejas, pero mi opción principal era la de ofrecer unas lentejas con verduras. Así que las carrilleras de ternera también se incorporación como acompañamiento a las lentejas. Las carrilleras han dormido toda la noche sumergidas en un buen vino tinto y ahora las guisaré con cebolla, zanahoria y unas colmenillas que tengo en remojo. Retomo ahora mi idea inicial, la de ofrecer unas lentejas ligeras y saludables, incluso en ensalada, por lo que recompongo la carta de hoy y daré la opción de quien quiera tomarse las lentejas escurridas y en ensalada pueda mezclarlas con unas anchoas que he conservado en mantequilla italiana y unos cogollos de lechuga ligeramente gratinados. Llegados a este punto, me doy cuenta de que tal vez mi propuesta gastronómica de hoy sea caótica, contradictoria y muy abundante. La abundancia no me preocupa ya que lo guardaré tuppers para el fin de semana (mis hijos comen como fieras). Antes de cerrar la entrada toda ordenar el menú, para que quien venga a comer no se contagie de mi desorden. Comida del día de los difuntos: Fiesta entre semana. La celebración de la lenteja. Aperitivos: Banderillas y encurtidos variados. Cogollos de lechuga braseados con anchoas a la mantequilla. Primeros platos: Sopa de fideos. Coliflor al ajoarriero. Platos principales: Estofado de lenteja caviar con sus sacramentos aparte. Carrilleras de ternera con colmenillas. Advertencia: Siéntanse libres los comensales de combinar las lentejas guisadas como cualquiera de los platos y platillos en las cantidades y condiciones que consideren oportunas. Antes de levantarnos de la mesa llegará una bandeja con quesos, un poco de chocolate sin azúcar y, probablemente, helados, por si alguien necesita bajar la comida. Tengo la secreta esperanza de que el conjunto heterogéneo de ingredientes que propongo terminen por encajar con la precisión y armonía de los enigmáticos cuadros de Giorgio de Chirico y su teatro de la mente, el cuadro, como siempre, en la cuenta de Instagram de #undiletanteenlacocina.

sábado, 14 de octubre de 2023

Capítulo DCIII.- Maniobras orquestales de un Diletante en la Cocina con la Inteligencia Artificial.

En estos tiempos es inevitable hablar de inteligencia artificial. La AI está presente en todas las conversaciones, tanto las que afectan a cuestiones profesionales como personales; parece que ese nuevo escalón de la tecnología de la inteligencia va a transformar el mundo, y dicen algunos agoreros que no necesariamente para bien. Yo tengo mis dudas. Soy de natural optimista, pese a que la realidad es muy tozuda y hay momentos en los que parezca inevitable el desastre. Estoy convencido de que avanzamos hacia un mundo mejor, aunque haya etapas en las que parece que cada paso dado nos lleve a la catástrofe. La inteligencia, cualquier tipo de inteligencia, incluso siendo artificial puede servirnos para vivir mejor, para ayudar. En ocasiones me pongo a hacer de modo intuitivo y seguramente superficial una especie de socio-psicología de la cocina, intento ver la cocina desde una perspectiva histórica que pretende remontarse al inicio de las civilizaciones, para intentar defender que en la evolución de animales más o menos salvaje a las personas civilizadas la cocina jugó un papel fundamental, que los homínidos se convirtieron en humanos pensantes cuando empezaron a manipular y a elaborar los alimentos. Civilización, cultura y alimentación son realidades interconectadas. Seguramente este tipo de elucubraciones propias de noches insomnes podrán ser refutadas por insignes científicos y pensadores que llevan estudiando y reflexionando de modo profesional más tiempo que yo. Pero a mí me sigue gustando pensar que la necesidad de alimentarnos nos hizo seres pensantes y que la tecnología, incluso la más rudimentaria, siempre ha ido de la mano de los cocineros, incluso en el pleistoceno. Las piedras pulidas más rudimentarias sirvieron para la molienda de los primeros cereales; los pedernales afilados ayudaron a seccionar trozos de carne; las ruedas facilitaron el transporte de frutas y grano; el dominio del fuego implicó una revolución en las rutinas alimenticias y, con el fuego y los platos rudimentariamente cocinados, cambió poco a poco la conformación de la mandíbula y el cráneo de los primeros monos habilidosos, lo que hizo que el cerebro pudiera cambiar lentamente, hasta convertirse en una caja negra compleja en la que el pensamiento reflexivo fue ganando terreno al mero instinto. Creo que podría jugar al juego de poner en relación cada avance del ingenio humano, desde las herramientas más rudimentarias hasta nuestros días, con la evolución de la cocina, hasta convertirse en la actual gastronomía. Dado que me distraigo con este tipo de entretenimientos mientras espero a que amanezca, era inevitable que en algún momento intentara empezar a utilizar la inteligencia artificial en mis aficiones culinarias. La primera advertencia que quiero hacer es que mi contacto con la IA es muy básico, no utilizo aplicaciones sofisticadas ni especialmente construidas para la ocasión, me contentó con entrar de vez en cuando con el ChatGPT, que es un sistema de conversación artificial basado en el modelo de lenguaje por Inteligencia Artificial GPT-3.5, desarrollado por la empresa OpenAI. Es un modelo con más de 175 millones de parámetros, y entrenado con grandes cantidades de texto para realizar tareas relacionadas con el lenguaje, desde la traducción hasta la generación de texto (tomo como referencia lo que dice la web chataka.com, una página que suelo utilizar cuando tengo alguna duda tecnológica. He de decir que los cocinillas no deberíamos tener ningún reparo o prevención con la inteligencia artificial; de hecho, creo que somos los cocinillas, profesionales o aficionados, los primeros que hemos acudido a los buscadores de la red para gestionar las recetas. He de confesar que para buscar en mi propio archivo de recetas acudo a google para poner en su línea de búsqueda las palabras «diletante, cocina» y la receta o ingrediente que quiero utilizar, para que la máquina me localice la entrada o el capítulo del blog en el que hice uno u otro platillo. Incluso a veces, estando entre fogones, tengo el móvil a mano para que me brinde un tutorial, el video de un cocinero o la referencia a cantidades, pesajes y componentes que necesito para una salsa o un guiso determinado. Las rutinas de búsqueda de internet suelen darme diez o doce referencias más o menos certeras, así que, poco a poco, he ido determinando cuales son mis páginas web favoritas para conseguir platos a mi gusto, muchas veces combinando las indicaciones y consejos de una u otra vez, hasta conseguir el sabor o la textura deseada. Normalmente en mis entradas en el blog intento hacer referencias precisas de las páginas web que consulto para algunas recetas. La larga experiencia de estos años me permite afirmar que no siempre los grandes narradores culinarios, los que me entretienen con sus anécdotas, son los más precisos en cuanto a pesos, medidas, temperaturas y combinaciones. La IA, por lo menos la que gestiona el ChatGPT es un paso más en el mundo de los buscadores de internet, con la particularidad de que puedes dialogar con él en tiempo real. La versión que yo utilizo, como no es de pago, tiene algunas lagunas en su conexión, así las cosas, no cruza nunca los datos con la información que atesora Google, por lo que la búsqueda de datos o personas precisas no es del todo fiable en el ChatGPT. Por ejemplo, el ChatGPT no tiene detalles personales de quien firma bajo el alias de undiletanteenlacocina, no contrasta datos con otras redes sociales habituales. Pese a estas limitaciones, lo cierto es que dialogar con el ChatGPT sobre asuntos de cocina puede dar gratas sorpresas, siempre y cuando se asuma que se trata de un divertimento que tiene alguna limitación, pero muchas utilidades. Reconozco que durante el último mes he empleado la IA para alguna receta y que el éxito ha sido incuestionable, aunque haya tenido que hacer algún ajuste. Una de las primeras tareas que impuse al ChatGPT es que me definiera Un Diletante en la Cocina. Me dijo que «Un diletante en la cocina es alguien que tiene un interés pasajero o superficial en la preparación de alimentos y la cocina, pero que no tiene un conocimiento profundo o experiencia formal en el campo culinario. Los diletantes en la cocina pueden disfrutar cocinando ocasionalmente como un hobby o por diversión, pero no suelen dedicar tiempo ni esfuerzos significativos para mejorar sus habilidades culinarias. A menudo, experimentan con recetas simples o populares sin profundizar en técnicas avanzadas o conceptos culinarios. En resumen, un diletante en la cocina es alguien que cocina de forma ocasional y sin compromiso serio, simplemente por placer o entretenimiento, sin perseguir la maestría culinaria.» Cuando le pregunté si me podía identificar quien podía ser un diletante en la cocina y en concreto si yo (puse mi nombre) podía ser Un Diletante en la Cocina, me dijo, disculpándose, «Lo siento, pero no tengo acceso a información en tiempo real ni a detalles específicos sobre personas individuales, a menos que sean figuras públicas ampliamente conocidas antes de mi fecha límite de conocimiento en septiembre de 2021. Dado que no tengo información actualizada sobre … y su habilidad en la cocina, no puedo determinar si es un diletante en la cocina o no. Si esta persona no es una figura pública conocida a nivel mundial antes de mi fecha límite de conocimiento, es posible que no pueda proporcionar información sobre él.» Por lo tanto, no pude utilizar el ChatGPT para alimentar mi ego y pensar que podría llegar a alcanzar la fama universal con mis aficiones; de hecho, el ChatGPT no sabe absolutamente nada de mí, mientras que Google tecleando una sola frase coloca mi blog como primera opción de búsqueda, sin haber pagado yo un solo céntimo para posicionar mi nombre y mi alias culinario. Solventadas las alegrías y las frustraciones de un «egotrip», rápidamente utilicé el ChatGPT para charlar. Recuerdo que era una de mis madrugadas/madrugones, que aproveché aquel momento para escribir una de mis historietas/capítulos del blog y que, al final, me había quedado sin fuelle para la receta. Fue hace tres semanas, necesitaba una receta resultona de un pollo al curri con arroz y salsa de coco. Le pedí a la AI que me diera una receta para ese plato y, en cuestión de segundos, apareció su propuesta. Una excelente receta para ese guiso que ajusté en cuanto a las medidas y que convertí en parte de mi última entrada, personalizando algún detalle. El 80% de aquella receta era fruto de mi relación con la AI. Poco después caí de nuevo en las redes del Chat para aprender un poco más sobre una pieza de carne que suele asarse en México y en Estados Unidos, pero que en España creo que es poco habitual, el pecho de ternera (el brisket). Era un asado que solía hacer la Fabulosa Señora Maisel, una comedia de televisión que vi durante dos o tres temporada, una serie ligera, muy bien rodada, que entretenía sin abrumar. La Sra. Maisel preparaba un brisket cuando tenía un compromiso en su casa. El brisket es, conforme indica el ChatGPT, «un corte de carne de res que se obtiene del pecho del animal. Es un corte popular en la cocina estadounidense, especialmente en las regiones del sur de Estados Unidos, donde se utiliza comúnmente en la preparación del famoso plato de barbacoa conocido como "barbecue brisket". El brisket es un corte de carne bastante grande y fibroso, que puede ser un poco duro si no se cocina correctamente. Debido a esto, se suele cocinar a fuego lento durante un período prolongado para ablandar la carne y hacerla más tierna y jugosa. Esto se hace comúnmente en técnicas de cocción como el ahumado o la cocción a baja temperatura en un horno durante varias horas. Es importante destacar que el brisket se puede preparar de diversas maneras y se utiliza en varias tradiciones culinarias alrededor del mundo. Además de la barbacoa, también se puede cocinar al horno, guisar o hervir, dependiendo de la receta y el estilo culinario que se esté siguiendo.» Hace un par de días, habíamos invitado a unos amigos para comer y necesitaba alguna precisión sobre la técnica de arrugado de patatas como guarnición (las papas arrugás canarias) y sobre el mojo cilantro. El ChatGPT fue rápido y preciso en sus indicaciones. Además, mantuve un diálogo enriquecedor para conseguir que me diera algún detalle o ajuste en la receta. El Chat es un excelente conversador para un cocinilla, siempre y cuando lo que busques es un frontón intelectual, una herramienta que juegue a lanzarte o devolverte pelotas de modo más o menos predecibles. Las sorpresas que pueda darte la AI creo que no son fruto de capacidad de crear, sino de la ignorancia de quien pregunta, cuanto más ignorante es el usuario, más inteligente puede parecer el Chat. Las consultas sobre recetas clásicas dan buen resultado (yo indagué sobre la Langosta Thermidor y el Melocotón Melba con éxito), pero cuando pides alguna referencia más moderna se escapa por la tangente (le pedí el Melba Pêche, que fue la última receta de El Bulli, y lanzó balones fuera: «Las recetas de restaurantes de alta cocina como El Bulli suelen ser altamente especializadas y guardadas como secretos comerciales»). Esta misma mañana he hecho algún experimento complementario. Acabo de teclear «tengo en la cocina 4 patatas, una butifarra, dos morcillas, cuatro muslos de pollo, un litro de caldo de pollo, cebolla, zanahoria, orégano, pimienta comino y sal. Proponme una receta.» La receta que me propone es muy parecida a la que tenía pensado hacer, un guiso de patatas con carne. No se mete en grandes líos ni sofisticaciones, pero la respuesta que me ha dado es muy aseada y puede ser útil para quien ande con agobios. He querido avanzar un poco más y he empezado a hacerle preguntas sobre la reacción Maillard, la explicación físico-química que aprendí leyendo los libros de McGee hace unos años. Louis-Camile Maillard dio una explicación científica a la magia de calentar un buen trozo de carne en una plancha. Esto me comenta el chat de la reacción Maillard: «La reacción de Maillard es una reacción química compleja que ocurre entre los aminoácidos y los azúcares cuando se expone al calor. Esta reacción es responsable de los cambios de color y del desarrollo de aromas y sabores característicos en muchos alimentos cocidos. Cuando los alimentos se cocinan a altas temperaturas, como al asar, hornear, tostar o freír, los aminoácidos (los componentes básicos de las proteínas) y los azúcares (como la glucosa y la fructosa) presentes en los alimentos reaccionan entre sí. Esta reacción produce una variedad de compuestos complejos que dan lugar a los colores dorados y sabores tostados que asociamos comúnmente con los alimentos cocidos, como el pan tostado, las carnes asadas, las galletas y las patatas fritas. La reacción de Maillard no solo mejora el sabor y el aroma de los alimentos, sino que también afecta su textura y apariencia. Además, esta reacción es fundamental en la cocina y es responsable de muchas de las características gustativas y visuales de los platos cocidos.» Le he pedido que me proponga una receta sencilla en la que aplique esta reacción. Me dice lo siguiente: «Una receta sencilla que implica la reacción de Maillard es pechugas de pollo a la parrilla. La reacción de Maillard se produce cuando las proteínas presentes en la superficie de la carne reaccionan con los azúcares y se caramelizan bajo calor, dando lugar a un delicioso sabor tostado y color dorado en la superficie de la carne.» A continuación, desarrolla la receta con sus ingredientes. De nuevo el ChatGPT actúa con corrección, pero me gustaría algo más poético. Se lo propongo y me devuelve, en décimas de segundo, un soneto: «En la danza ardiente del fuego y el metal, Donde los sabores se convierten en un ritual, Surge la alquimia, profunda y ancestral, En la sartén, en ese mágico umbral. Los azúcares y las proteínas entrelazan su danza, En la reacción, la Maillard, que al paladar avanza, Un poema silencioso en cada chispa y fragancia, En la cocina, es el arte que nos embriaga de abundancia. Bajo el calor, las carnes se visten de oro y ébano, Los vegetales se tornan en un festín temprano, En el horno, en la parrilla, en el sartén temprano, Maillard es el beso del fuego, un encanto soberano. Los sabores profundos, en cada dorada capa, Son versos de una poesía que en el paladar estalla, En cada bocado, una historia se desgrana, La reacción de Maillard, una oda culinaria que emana.» Caigo rendido, pero no es lo que buscaba. A decir verdad, creo que mi relación con la reacción de Maillard es menos rimbombante, pero da para una sencilla receta de caramelos Maillard. Todas las mañanas escolares preparo a mis hijos el bocadillo para el colegio. Voy combinando posibles rellenos, en función de la nevera, de las sobras del día anterior o del tiempo que tenga antes de que se levanten. Uno de los bocadillos con más éxito es el de lomo de cerdo con queso havarti. A las siete y cinco de la mañana bajo a por el pan (recién hecho), despierto a los chicos y mientras desayunan enciendo la plancha. Pongo un chorrito mínimo de aceite (debe ser mínimo), seis filetes de lomo de cerdo de dos colores, conviene que el lomo tenga un punto de grasa y no lo hayan cortado muy fino en la carnicería. La plancha tiene que estar caliente, el aceite ha de marcar un leve crepitar antes de poner la carne. Con la carne sobre la plancha caliente suelo sazonar con una pizca de sal y un golpe de comino molido sobre cada filete. Hay que tener cuidado, porque si se mantienen mucho tiempo sobre la lumbre quedan muy secos. Les doy media vuelta rápido (2 minutos por cada lado) y coloco media loncha de queso sobre el otro lado para que se empiece a deshacer. Parto la barra de pan en dos mitades (una barra de pan estilo chapata que la panadera llama pan italiano), sin los picos (mis hijos dicen que son para las gallinas). Cada bocadillo lleva tres filetes de lomo con sus correspondientes porciones de queso. Apago la sartén, sobre su superficie queda una costra de color pardo, una capa muy fina, no muy consistente, en la que se mezclan los sudores de la carne en la que se ha disuelto parte de la grasa, la sal, los cominos y alguna brizna de queso. Utilizó una pala de madera y voy rebañando esos restos olvidados en la sartén hasta hacer una pequeña bola viscosa, brillante y oscura que se va endureciendo poco a poco. Unto en el pico de pan esa mezcla de impurezas tostadas y me regalo un bocado de caramelo salado tan sabroso que me sienta como si hubiera tomado el desayuno de un príncipe. Esa es mi relación con la reacción de Maillard, una relación con la relación que difícilmente podrá descubrirme el ChatGPT. Le pregunto a la AI quien es el pintor más famoso del mundo, no se moja, me da una lista de 10 nombres encabezada por Leonardo Da Vinci, seguido de Picasso, Van Gogh, Miguel Ángel, Monet, Rembrandt, Kahlo, Dalí, Munch y Matisse (asegura que es una lista ejemplificativa). Cuando le pido el nombre de los pintores más influyentes d e la historia del arte mantiene a los seis primeros de la lista, cambiando los últimos por Vermeer y O’Keefe. Considera que la Mona Lisa es el cuadro más importante de la historia. Cuando reformulo la pregunta y le pido que me diga cuál considera que es el más influyente, coloca en primer lugar las Meninas. Tras esta indagatoria, decido elegir como imagen de soporte de este capítulo la visión que Marcel Duchamp tuvo de la Mona Lisa (a consultar en #undiletanteenlacocina en Instagram).

viernes, 22 de septiembre de 2023

Capítulo DCII.- La melancolía de los transatlánticos.

Este no es un relato propio, es una historia robada en un avión, en un vuelo de Frankfurt a Nairobi. Más de nueve horas encerrado, encajado entre asientos estrechos. Hicimos el vuelo de día, antes tuvimos que madrugar, levantarnos a las cuatro de la mañana para hacer la ruta previa de Barcelona al centro de Alemania. Habíamos dormido poco, no sólo por el horario, también por los nervios de regresar a África. El objetivo era descabezar un sueño largo, algo que fuera más allá de una simple siesta. Suprimimos pantallas, incluso renunciamos a comer nada durante el trayecto, esperando a que llegara esa duermevela previa que hace perder la noción del tiempo. Empecé a probar todas las rutinas para que provocar el sueño, puede que me acercara a la confusa frontera que en la que es complicado distinguir realidad de ficción, donde se mezclan preocupaciones y fantasías. Los vuelos intercontinentales en clase turista son incómodos, pero en ocasiones evitan el calvario de tener que soportar personas molestas que piensan que el dinero les da patente de corso para vociferar. El fastidio de tener que pasar casi medio día con las piernas encogidas era más llevadero que tener que aguantar a una pareja de recién casados empeñada en compartir generosamente su recién estrenada felicidad, como volaban en el espacio preferente, aquel suplicio quedaba en exclusiva para los pasajeros con mayor poder adquisitivo. Mientras llega una posible revolución, estas pequeñas venganzas pueden ser suficiente consuelo. En la zona más exclusiva del avión viajaba una pareja en plena expansión que no dejaba de hacerse retratos y de gritar para que todo el mundo supiera que acababan de casarse, que eran una pareja de éxito y que propagarían su dicha por toda la nave. Saber que quedaba muy lejos de su radio de acción hizo que mi encaje en las estrechas asiento fuera mucho más soportable. Justo detrás de mi butaca viajaba una pareja francesa o, por lo menos, hablaba en francés. Era difícil calcular su edad, pero probablemente habían superado con creces los cincuenta años. El francés es tan dulce, tan musical, que me resultó inevitable poner la antena, sobre todo cuando la conversación de mis vecinos empezaba con una frase en la que se invocaba a alguien que había experimentado la melancolía de los paquebotes («Il connut la mélancolie des paquebots, les froids réveils sous la tente, l’étourdissement des paysages et des ruines, l’amertume des sympathies interrompues»). Tras aquella expresión inicial puse la antena para sorprenderme con la historia de un hombre que no sabía viajar. (Pensándolo bien, puede que nadie sepa viajar, que viajar se haya convertido en la ficción de buscar aquellos espacios, aquellas imágenes que previamente hemos visto en la televisión, en el cine o en las redes sociales. Viajar se ha transformado en el ejercicio rutinario de constatar aquello que previamente nos han contado las guías o los modernos exploradores obsesionados por vulgarizar o monetizar el más recóndito escondrijo de la tierra. No tiene sentido que nos presentemos como expertos conocedores de la Big Sur o de la muralla de China después de haber caminado durante dos o tres horas por esos parajes, cuando hay personas que dedican toda su vida a un lugar y, pese al esfuerzo, se consideran ignorantes). Pero mis improvisados compañeros no hablaban en abstracto, se referían a alguien que realmente no sabía viajar; alguien maldito, que desde niño pudo cruzar los cinco continentes. Había dispuesto de dinero suficiente como para no preocuparse en absoluto de los vaivenes su patrimonio. Sus padres le habían llevado por Europa, de norte a sur, de este a oeste; llegaron hasta los confines de Asia, Norteamérica al completo, también parte del centro y del sur, así como los grandes paisajes africanos. Cuando aquel chico se hizo mayor siguió abriendo nuevos caminos, aterrizando en los principales aeropuertos del mundo, tomando trenes señoriales, autobuses bulliciosos, melancólicos transatlánticos, coches, motos y bicicletas desvencijados para que no quedara un kilómetro del planeta sin pisar. Aquel muchacho, sin duda ya entrado en años, coleccionaba todo tipo de guías, estaba suscrito a todas las revistas, frecuentaba todos los blogs; había acumulado millones de fotografías en todos los formatos, pues su bolsillo le permitía acceder a la tecnología más sofisticada, la más ligera, la más adecuada para no incomodarle en los retos más extremos. Pero aquel hombre tenía un problema, no era capaz de memorizar un solo lugar de los que visitaba, ni siquiera estaba en disposición de recordar la ciudad en la que vivía, en la que tenía su casa, vivía permanentemente desorientado, como un extraterrestre que acabara de aterrizar sobre la superficie terrestre. Tampoco retenía rostros o gestos de las personas con las que trataba. Cuando regresaba a los sitios que creía haber visitado, cuando charlaba de nuevo con hombre o mujeres con los que había compartido tiempos, espacios, sensaciones, se sentía completamente desorientado, como si llegara por primera vez a un lugar, o como si conociera por primera vez a aquel individuo al que a lo mejor había jurado amor o amistad eterna. Sus enemigos recibían con alivio esas circunstancias, igual que sus deudores, ya que el tipo era generoso y no dudaba en compartir todo aquello que llevara en la maleta, en la mochila o en los bolsillos, no le preocupaba especialmente ser desprendido, pródigo, con sólo teclear el código de su tarjeta en cualquier cajero el dinero volvería a manar. El tipo era inteligente, extremadamente lúcido; ya desde muy joven había diseñado una estrategia para disimular sus despistes, viajaba con todo tipo de guías, referencias y fotografías de los lugares a los que tenía previsto llegar. Los pocos ratos, los pocos días, que pasaba en su casa, en una ciudad, en un barrio que siempre le resultaba extraño, los dedicaba a documentarse, a recopilar información para evitar sentirse extraño en cualquier parte. Las fotografías de las personas que había conocido le servían para disimular su involuntaria hosquedad, probablemente por eso era un fanático de los autorretratos hechos con el teléfono móvil, momentos en los que siempre buscaba el abrazo o la complicidad de los seres que le resultaban más cercanos en aquel momento. Cuando se implantaron los mapas telemáticos, instalados en los teléfonos móviles, se convirtió en un habitual de las reseñas; no iban destinadas a otros viajeros, sino que las iba pinchando para que pudieran servirle como referencia. Buscó un alias que le permitiera escribir y anotar cada vez que llegaba a algún sitio reseñable, optó por llamarse Frederic Moreau1840, con ese nombre fue dejando su rastro por todo el mundo y, sin quererlo, fue creando una legión de seguidores obsesionados por descubrir, por conocer, a quien se escondía bajo la invocación de Moreau. Se hicieron todo tipo de especulaciones, de las que aquel hombre que no sabía viajar intentó mantenerse al margen, incluso despistar a quien seguía su pista, inventando reseñas de lugares inventados, afirmando haber estado en puntos del globo inaccesibles para un ser humano normal. A base de estas triquiñuelas, de muchas horas de estudio y de una planificación milimétrica, había podido constatar que había visitado Nueva York en una docena de ocasiones, que en París había pasado períodos más largos que en su ciudad natal, pese a que al llegar se sintiera como un absoluto extranjero incluso a dos manzanas de su apartamento. Podía hablar con naturalidad de las particularidades de las principales ciudades del mundo, los caminos más renombrados, monumentos, paisajes y accidentes geográficos de todo tipo. Su memoria la rellenaba con toda una colección de tópicos, de lugares comunes, que repetía cuantas veces fuera necesario, hasta el punto de contar con seis reportajes gráficos, correspondientes a distintas edades, frente a la esfinge de Giza, convertida en una efigie de su inocencia. Le resultaba imposible contar con una experiencia propia, subjetiva o personal. Su realidad era tan abierta y, a su vez, tan cerrada que tuvo que construirla sin tener en cuenta la vista, ya que sus ojos y su memoria estaban completamente desconectados. Sabía que había vivido momentos y situaciones especiales, pero sin el soporte gráfico de una fotografía o de un vídeo no le resultaba posible saber ni donde ni con quien, aunque le hubiera quedado el regusto dulce o amargo del momento. Como era ambicioso, estudioso y preocupado por el mundo, también por las emociones colectivas e individuales, leyó todos los libros que llegaron a su alcance, se encerró durante horas frente a pantallas de cine para ver películas de todo tipo, tanto documentales como ficción, escuchó a los pensadores más brillantes, a los historiadores más cultos, a los aventureros más aguerridos y así pudo integrar su realidad en la estructura social de su entorno. Pudo así convertirse en un conocedor inquieto de todas las bellas artes, un diletante capaz de integrar todas las disciplinas, alardear de haber conocido un catálogo casi infinito de maravillas, y así poder hilar un relato que le permitió comprender un mundo que, ciertamente, le resultaba completamente ajeno. No tardó en descubrir que allí donde no alcanzaba su memoria podían llegar otras habilidades, otros sentidos, por lo que dispuso de un oído tan selecto que era capaz de encajar determinadas melodías con rincones o personas concretasM pero su verdadera brújula fue el olfato, no se trataba de saber que París olía a croissant o que Nápoles olía a masa de pizza cocida en horno de leña, sino de establecer un mapa olfativo por barrios de cada una de las ciudades, lo que le permitía moverse por Nueva Deli siguiendo los matices del curry o caminar por Tokio con la seguridad de un nativo siguiendo el vestigio de los distintos vinagres con los que compactaban el arroz. No tuvo problema en acceder a los restaurantes más selectos, conseguir mesa donde parecía imposible. Callejeaba por Bangkok con la brújula de los puestos callejeros y era lo suficientemente autónomo como para llegar sin problemas a su casa en Madrid gracias a las distintas intensidades con las que torrefactaban los granos de café en los bares. Tal fue su obsesión por los sabores y los olores que decidió tomar clases de cocina allí donde fuera, no sólo buscaba a los cocineros más ilustres, a veces le servía la experiencia de una cocinera aficionada que hubiera abierto unos fogones clandestinos en la ciudad de México, dedicada exclusivamente a hacer tacos y burritos. Gracias a esas habilidades no había nunca llegado a ser un huraño errabundo, se había convertido en un sujeto risueño, con habilidades suficientes como para vivir grandes historias de amor gracias a la increíble alquimia de las pieles, los sudores y los perfumes. Parejas estables que habían terminado agotándose porque no había persona en el mundo con la resistencia suficiente de pasar más de trescientos días al año deambulando sin rumbo fijo por los confines de la tierra. Enamorarse de un aroma era un privilegio que le permitía idealizar a sus parejas, aunque fuera incapaz de reconocerlas si se encontraran tras un cristal. Mis compañeros de viaje, que no habían parado de hablar durante las horas que llevábamos de vuelo, se recrearon con los episodios amorosos, puede que llegados a este punto exageraran las aventuras amorosas de aquel hombre que no sabía viajar, pero el francés resultaba tan armonioso al hablar de amor que incluso esos pasajes encajaban en el rompecabezas que estaban montando; porque, al parecer, ambos viajeros habían dedicado una parte importante de su tiempo a estudiar, durante años a aquel sujeto; conocían al dedillo todos sus episodios, interrumpiéndose a cada frase, apostillando cada escena descrita, cada anécdota contada. Superados los intermedios amorosos de aquel hombre que no sabía viajar, episodios en los que Dior, Givenchy o Kenzo eran más importantes que los nombres de las mujeres a las que había amado, retomaron el hilo de los viajes de aquel tipo, así, pudieron constatar que los últimos años los había dedicado a explorar África. Por lo visto había viajado por el continente con sus padres cuando era adolescente y estaba intentando reconstruir el mapa buscando aquellos olores y sabores anclados en su memoria juvenil, al parecer lo visto estaba buceando en un pollo con arroz en salsa de coco que había probado en un hotel puede de Nairobi, o, tal vez, de Dar Es Salaam. Sus reseñas advertían que había estado semanas atrás en Marrakech, donde se había reencontrado con un tajine de cordero y verduras cargado de comino, canela y nuez moscada. También había pasado por Alejandría, donde recuperó una baba ganoush marcada por la pasta de sésamo, comido en un callejón cercano al puerto, en un café en el que probablemente Kavafis hubiera escrito un epigrama. Quedaba pendiente el pollo en salsa de coco keniata que había buscado infructuosamente en distintas ciudades del África central, sus últimas reseñas eran casi siempre alrededor de un gran plato de arroz con pollo. El comandante de vuelo anunciaba que en poco más de media hora aterrizaríamos en Nairobi, yo casi sentía que terminara el vuelo y mi conexión con el hombre que no sabía viajar. Los relatores comentaban que su obsesión con África seguramente tenía que ver con aquel primer viaje de adolescente, en África había descubierto la intensidad de los no/lugares, espacios definidos por colores puros y olores intensos que fijaron las bases para que pudiera delimitar una cartografía alternativa a la del resto de mortales. El pollo con arroz en salsa de coco era la referencia que complementaba una excursión previa a la sabana, un no/lugar, una amplia extensión de matorrales bajos, apenas delimitada por acacias solitarias, algunas lomas y los recodos de riachuelos que buscaban el cauce principal del Mara. El hombre que no sabía viajar había conocido esos parajes en la estación lluviosa, por lo que su recuerdo era más cercano a las distintas tonalidades del verde en vez del amarillo y áspero color de los hierbajos secos. Sobre fondo aceituno las pieles pajizas de los predadores apenas les camuflaban, era fácil distinguir a los leones, guepardos, leopardos, hienas y chacales a la intemperie. La casi infinita extensión del páramo era el decorado de una película de aventuras en las que un director de producción hubiera colocado estratégicamente una manada de elefantes, una torre de jirafas, un clan de hienas, leonas dispersas, un harén de cebras, rebaños de varios tipos de ungulados, todos ellos pendientes de una orden del realizador para organizar una escena de caza. El niño que por aquel tiempo no sabía viajar se quedó con los suelos verdosos, el cielo plomizo, las nubes grises, el hedor a excrementos de felino marcando territorio y las boñigas de la inmensa variedad de herbívoros que poblaban la pradera, el petricor, los olores leñosos de los arbustos recién mojados. A partir de aquellas impresiones el chico empezó a cimentar su visión del África más salvaje, complementada con el bullicio de las ciudades, la fetidez de las alcantarillas, el dulzor de las frutas y verduras expuestas en los tenderetes callejeros. Remataba ese paisaje con el aroma de las especias y, sobre todas ellas, la combinación de ingredientes del pollo con arroz en salsa de coco. Entre cucharada y cucharada había compartido con sus padres la emoción de una cacería en la que varias leonas habían derribado a una cría de ónix. Abatida la pieza, un león parsimonioso, de melena descuidada, había arrastrado el cadáver hasta la revuelta de un riachuelo, donde le esperaba una camada hambrienta. Mi compañía francesa no escatimó adjetivos y detalles de aquel viejo safari. O su imaginación se había desbordado o el hombre que no sabía viajar había dado una descripción muy precisa de sus sensaciones juveniles. Aquellos franceses parecía que habían organizado sus vacaciones para descubrir a quien se ocultara bajo el nombre de Frederic Moreau1840, desentrañar el misterio del hombre que no sabía viajar. Habían decidido dedicar sus días de vacaciones a hartarse de muslos y pechugas guisados, pendientes de la cara o el gesto de otros comensales. Creían que serían capaces de distinguir a Moreau entre la multitud, que un detalle, una mirada lo delataría, que ellos serían los primeros en desvelar el misterio del hombre que no sabía viajar, en realidad el enigma del hombre que no sabía a donde regresar. De no haber tenido obligaciones familiares, seguramente hubiera aplazado todos mis proyectos y me hubiera unido a la expedición de buscadores de aquel hombre. Intenté averiguar dónde se alojaban mis relatores, su nombre o cualquier referencia que pudiera ayudarme a seguir con mis pesquisas, ya que no disponía de ningún dato que me permitiera seguir en las redes, en las reseñas de los mapas al turista errante, solo los dos franceses parlanchines me hubieran permitido seguir con aquella aventura, reducida a una charla confusa en un idioma extranjero en la duermevela de un largo vuelo intercontinental. Aún y así, asumiendo la fragilidad de mi encomienda, he de reconocer que de modo consciente o inconsciente escudriñé casi todos los rostros de turistas ingrávidos que me crucé durante el viaje, personas que caminaran como flotando, felices en su desorientación, enganchados a un teléfono móvil o a una cámara de fotografía. Durante los días que estuve en África probé en muchas ocasiones el pollo con arroz, el arroz con pollo empapado de salsas que pudieran tener trazas de coco y de especias aromáticas. Con cada bocado de aquellos platos exploré a mi alrededor para ver si la casualidad que conducía al viajero extraviado o, cuanto menos, los sabores y los olores conseguían aquel efecto evocador de llevarme a mi anterior viaje a África, veinte años atrás. Ni qué decir tiene que no tuve la suerte o la pericia de coincidir con aquel hombre, tampoco volví a cruzarme por la pareja francesa que había entretenido mis casi diez horas de vuelo. Semanas después, ya en casa, me animé a guisar una receta keniata de pollo con salsa de coco. No se trataba de cocinar, sino de afrontar un ritual iniciático que me permitiera conectar con aquel tipo que no sabía viajar. Seleccioné con mimo los ingredientes, busqué las especias más sabrosas, un pollo de corral que dividieron en 16 porciones, sin deshuesarlo, para el caldo saliera más sabroso. Los ingredientes que se necesitan para esta ceremonia iniciática son: Para el pollo y su marinada: 1 pollo de corral de unos cuatro kilos cortado en porciones para guisar, con su piel, su carcasa, sus alones, su cuello y las vísceras que no amarguen. 2 cucharadas de aceite de coco 1 cucharadita de curry rojo en polvo. 2 cucharaditas de comino en polvo. 1 cucharada sopera de salsa de soja. Sal y pimienta molida. Para el arroz: 6 tazas pequeñas de arroz de grano largo (una por comensal). 3 cuartos de litro de agua de coco. Medio litro más de agua. 1 cucharadita de aceite de coco. 1 hoja de laurel. 4 semillas de cardamomo. Un puñado de semillas de comino. Sal al gusto. Para la salsa de coco: 1 cebolla hermosa. 1 Zanahoria cumplida. 250 gramos de coco rallado. 2 cucharadas de pasta de curry rojo. 1 cucharada de aceite de coco. 1 cucharada de azúcar moreno. Zumo de 1 lima. Hojas de cilantro fresco. Antes de empezar a trajinar en la cocina debe advertirse que el resultado en el mejor de los casos será frustrante, no es lo mismo guisar plácidamente en la cocina de casa que sentarse en el comedor de un elegante restaurante africano con manteles de hilo y cubertería de plata. El lujo en los países del tercer mundo es mucho más obsceno. Lo primero que hay que hacer es poner las piezas de pollo a macerar en los ingredientes indicados. Conviene que repose durante tres o cuatro horas, en la nevera, para el que pollo, de natural insípido, pueda ir absorbiendo los sabores de las especias. Dado que no hay un solo tipo de curry, es mejor elegir uno que no sea muy picante, porque si no los matices delicados del coco se perderán con las fortalezas de las especias. La misma paciencia que debe tenerse con el pollo hay que invertirla en remojar el arroz en varias aguas, para eliminar el almidón, lavarlo cuatro o cinco veces, hasta que el agua quede transparente. Va bien que repose unos veinte minutos en el agua donde debe cocer. Como se trata de que el coco vaya invadiendo el resto de ingredientes, el agua de cocción será agua de coco, también se añaden las especias que aromatizarán el arroz. Marinado el pollo, se sofríe, fuego alegre, para que la piel quede tostada, con una cucharada de aceite de coco y, si acaso, un chorro de aceite de girasol (el aceite de oliva es muy potente). Mejor si se guisa en una cacerola grande y de paredes altas. El objetivo es dorar la piel del pollo, no debe hacerse por dentro, para esto estará la cocción. Una vez dorado el pollo, se retira y en la misma grasa se sofríe la cebolla picada y la zanahoria en daditos. Atontada la verdura es el momento del curry y el resto de las especias. Cuando se integren todos los ingredientes, será el momento del curry y el zumo de una lima. Debería quedar una salsa espesa, con mucho cuerpo. Allí se añade el pollo, con el caldillo que deja el rato de reposo. Se cubre la cazuela con agua de coco hasta que quede cubierta por completa la carne, remover un poco para que la salsa se integre con el líquido complementario. Cuando rompa a hervir se baja el fuego casi al mínimo, se cubre y se deja cociendo por lo menos 45 minutos ya que las aves de campo suelen ser de carnes más prietas, que exigen más tiempo para que queden melosas. Este es un plato que sabe mejor si reposa durante al menos mediodía, luego se le da un golpe de calor antes de servir. El arroz basmati se cuece en 15 minutos, dos partes líquidas por una de arroz. El olor a coco y a especias invadirá toda la cocina, toda la casa. Si cocino con la ventana abierta podrán disfrutar los transeúntes y quién sabe si el hombre que no sabía viajar podría estar pasando por la calle de mi casa en ese momento y creer que camina por Nairobi. Para una historia africana nada mejor que el león de Rosa Bonheur expuesto en el museo del Prado en Instagram, #undiletanteenlacocina.

domingo, 20 de agosto de 2023

Capítulo DCI.- Sobreentendidos y malentendidos alrededor de la ensalada.

Es una pena que todavía no haya podido/sabido solucionar mis problemas para poder insertar de nuevo imágenes en mis capítulos del blog, especialmente en jornadas como la de hoy, en la que empiezo la receta con un cuadro. Así que, quien quiera revisar el cuadro elegido tendrá que viajar a Instagram (#undiletanteenlacocina). Todavía no sé muy bien qué cuadro surgirá. El punto de partida es cualquiera de las composiciones abstractas de Kandinsky, aquellas que numeraba bajo la referencia Composición. Dudo si terminaré como una de las composiciones más geométricas o finalmente me precipitaré a las que terminan siendo brochazos de color. Está amaneciendo. Es domingo, penúltimo domingo de agosto. No tenía previsto escribir nada hoy, pero al despertar, al hacer inventario de las tareas pendientes del día, ha surgido una pequeña chispa que me ha colocado, de repente, ante una de las composiciones de Kandinsky. Hoy para comer (seremos muchos) prepararé una ensalada. En principio nada complicado. Decir que vas a hacer una ensalada es como no decir nada y decirlo todo a la vez. Una ensalada es un contenedor en el que cabe casi cualquier cosa. Las palabras terminadas en ado/ada suelen ser sustantivos o adjetivos vinculados a un verbo. Pido en google un listado de palabras que terminen en ADA y me aparecen: Afincada, vinculada a afincar. Derribada, vinculada a derribar. Desarmada, vinculada a desarmar. Agarrotada, vinculada a agarrotar. Desarreglada, vinculada a desarreglar. Ensalada debería estar vinculada a verbo ensalar (poner sal a algo), pero, curiosamente, la RAE no admite el verbo ensalar y me remite al verbo ensalzar, así que no sé si hoy terminaré ensalando o ensalzando. Ensalada es una palabra fantástica, capaz de tener personalidad propia, sin necesidad de contar con un verbo que la respalde, aunque debería reivindicarse el verbo ensalar para describir la acción de preparación de una ensalada. El sustantivo ensalada sólo se emplea en su forma femenina (podríamos reivindicar el ensalado, cuando los componentes que lo formen sean principalmente masculinos), por lo tanto, es una palabra que no genera ninguna tensión de género pues la palabra ensalada no presupone que quien prepare dicho plato deba ser necesariamente de sexo femenino. Hay cierta tendencia a considerar que ensalada es sinónimo de lechuga. Grave error, la lechuga tiene personalidad suficiente como para no conformarse con ser una mera ensalada. Tanto en español como en inglés, francés, italiano, turco, eslovaco o chino simplificado (lo he consultado en google), casi todos los idiomas del mundo vinculan el sustantivo ensalada a la acción de salar. La etimología gastronómica considera que el término ensalada proviene de la costumbre romana de sazonar algunas hierbas o plantas antes de ingerirlas. Los primeros aliños eran salmueras, mezclas medidas de agua con sal. Ahora, sin embargo, es posible, incluso recomendable, preparar una ensalada sin sal, aprovechando los elementos salobres a combinar, sin necesidad de aportaciones añadidas. Puede que hoy sea más importante el aceite, pero a nadie se le ocurre cambiar el nombre de ensalada por enaceitada. Por lo tanto, hemos de asumir cuando empezamos a preparar una ensalada (en realidad cuando empezamos a hacer el ejercicio mental de tener que pensar en una ensalada, porque ponerse a discurrir sobre el sentido de la palabra ensalada cuando hay una docena de comensales hambrientos esperando en la mesa es una chorrada monumental), estamos tomando la parte por el todo, incluso más, podríamos afirmar que, al utilizar el término ensalada, es una ínfima parte del todo la que se adueña del plato, convirtiéndose la sal, incluso aunque esté ausente, en la reina y señora del plato. Del mismo modo en el que puede concebirse una ensalada carente de sal, sin que eso nos lleve a una contradicción insalvable (no sé si René Descartes y su aplastante lógica cartesiana permitirían hablar de una ensalada sin sal). También podría concebirse una ensalada que no llevara verduras crudas como base principal. Preparar una ensalada sin sal y sin verduras crudas llevaría a una doble contradicción terminológica que, sin embargo, no ha planteado ningún debate epistemológico. ¿Qué es lo peor que le puede suceder a una ensalada? A mi juicio, lo peor que le puede suceder a una ensalada es ser anodina, contentarse con ser el acompañamiento triste a un bocado triste. Nada más deprimente que esas hojas de lechuga pochas, junto a un gajo de tomate deslucido y unas tiras de cebolla apagadas junto a un filete a la plancha. Es cierto que mucha gente, gente sin criterio, sin tiempo o sin ganas, se acoge a esa idea de que una ensalada es un trámite funcionarial, degradando el significado y el significante de la ensalada. Antes de empezar a hacer una ensalada, por modesta que sea, conviene cerrar durante unos instantes los ojos, abrir un corto periodo de reflexión y preguntarse (mejor no hacerlo nunca en voz alta, para que nadie pueda pensar que estamos locos) qué quiero, que busco en una ensalada. Puede ser una indagación en abstracto, es decir, una reflexión ontológica sobre el ser en general y las propiedades que debería tener una ensalada ideal; pero casi mejor si la indagación se reduce al momento concreto, es decir, a lo que quiero y busco con una concreta ensalada. Esas reflexiones casi filosóficas pueden ocupar una décima de segundo, un big bang Lemaîtreano que permita conformar el mundo de la ensalada en un brevísimo instante. No es necesario ocupar varias horas del día a conformar la ensalada que vamos a tomar a mediodía. Habrá quien, legítimamente, diseñe una ensalada a partir del sabor; no deberíamos poner ningún obstáculo a quien construya su ensalada a partir de la superposición de sabores. Tampoco deberíamos condenar a las penas del infierno a quien entienda que la ensalada es un haiku japonés, reduciendo los ingredientes a la mínima expresión (hoja de lechuga sin cortar, tira de cebolla fresca, brizna de cristal de sal, dedal de vinagre e hilo de aceite de oliva). Incluso podríamos convivir con quien convierte la ensalada en una pequeña sinfonía de crujidos. Del mismo modo en el que he podido afirmar que en la ensalada la parte más ínfima se convierte en el todo, permitiendo que un levísimo toque de escamas de sal permite llamar ensalada a cualquier receta, podría llegar al paroxismo de aceptar que la parte de la parte más ínfima de un todo pueda llegar a convertirse en elemento esencial de la ensalada. Me explico, hay quien considera que el elemento principal de una ensalada, de cualquier ensalada, no son los cuerpos sólidos depositados en un gran cuenco, sino los elementos líquidos que conforman el aliño. Aliño viene de la palabra latina alineare, ordenar, por lo que la manera más propia de aliñar una ensalada sería no mojarla con ningún líquido, no mezclar ninguno de sus ingredientes, sino alinearlos ordenadamente en función de tamaños, de valor económico del producto (precio/gramo), de la importancia o peso que el ingrediente pudiera tener en la ensalada… Yo he de decir que últimamente me gusta preparar ensaladas en las que no mezclo ningún ingrediente, los coloco ordenadamente sobre una gran bandeja y permito que cada comensal se construya su propia ensalada, incluso su propia ensaladilla. Del mismo modo que podría identificarse una escuela clásica de la ensalada, empeñada en la búsqueda de un canon ensaladil que, necesariamente, tendría que conducir al mundo grecorromano, hay tendencias barrocas, incluso manieristas, que retuercen el concepto ensalada hasta permitirse ensalar cualquier bocado. Si tuviera que establecer una escala de valores en el arte de ensalar pondría, en primer lugar, el producto base, bien asumiendo que la ensalada es un haiku o bien entendiendo que se trata de un poema épico en el que es posible poner cien cañones por banda para que la ensalada pueda empopar a toda vela. En mi caso el arte de ensalar tiene también algunos elementos o factores cromáticos, lo que me obliga a buscar contrastes y matices incluso mínimos que suelen traerme algún disgusto familiar (hay personas en mi entorno que no soportan el pimiento, sin tener en cuenta el impacto estético que tienen unas tiras brillantes de pimiento rojo asado en una bandeja). Los equilibrios y medidas en sabores y colores generan en mi caso alguna tensión, pues suelo utilizar medio pepino, dos tercios de pimiento, medio tallo de apio, un cuarto de cebolla… sin añadir al recipiente principal, dejando en la nevera un reguero de pequeñas piezas de verdura casi inservibles que pueden llegar a producir algún TOC. Dado que mi formación e ilusión culinaria es irremediablemente afrancesada, doy casi más importancia al aliño que a los productos principales, convirtiendo muchas veces el aderezo en la razón principal (ética y estética) de la ensalada. Considero que el aliño es tan importante que me siento más cómodo considero que el aliño en realidad viste o arropa al resto de ingredientes, convirtiendo esa vestimenta en un ritual casi más complejo que el de elegir y preparar las piezas de verdura que quiero ensalar. Llegados a este punto, espero que alguien comparta conmigo la idea de que una ensalada, una buena ensalada, debe aspirar a convertirse en cualquiera de las combinaciones en apariencia abstractas de Kandinsky quien, en realidad, nunca dejó de ser un ordenado profesor de derecho mercantil. Mi ensalada de hoy no sé si terminará pareciéndose a la desordenada composición VII o a la rectilínea composición VIII. Espero acordarme de hacer una fotografía del resultado final. Empiezo transgrediendo el dogma de la ensalada, no voy a utilizar como base ninguna verdura, sino pasta de colores en forma de lirio. Como somos muchos a comer voy a hervir casi un kilo de pasta de color verde, rojo y blanco. Puedo hervir a primera hora, al dente, echarle un chorrito de aceite (otro anatema) para que no se apelmace cuando se enfríe. Sobre la base de la pasta de colores, colocada en la fuente más grande que encuentre por la casa, pondré unas bolitas de mozzarella (reclamo para los niños), unos tomates cherry cortados por la mitad (el tomate no es verdura, sino fruta), así garantizo un primer golpe de color rojo; será inevitable un segundo golpe de color rojo con los restos de un bote de pimientos asados; más unos lomos de caballa en aceite (reservaré el aceite para construir la vestimenta); más unas pocas aceitunas; más dos huevos duros cortados en rodajas (guardaré un huevo duro más para la vinagreta); más unos dados, no muchos, de salmón ahumado; más dos cogollos de lechugas cortados en juliana fina (por fin algo de verdura de verdad, más que nada por introducir un punto de verde intenso en el plato). No podrían faltar los dados de zanahoria que sirven para que el plato cruja, además de incorporar el color naranja. También pondré medio pepino pelado y cortado en dados. El aliño pasa a ser una ensalada en sí misma. En un bol más pequeño pondré el huevo duro que me sobraba, bien picado, cuatro pepinillos encurtidos, cortados en minúsculos prismas, un puñado de alcaparras, cuatro anchoas en aceite, una cebolleta cortada en briznas minúsculas, una cucharada de mostaza de Dijon (hasta el último momento no decidiré cuál de los cuatro distintos tipos de mostaza pondré), dos yemas de huevo adicionales y el aceite de oliva que quedaba en la lata de caballa, más el aceite de las anchoas, más un chorrito adicional del mejor aceite de oliva que encuentre en la casa. Con paciencia y con la ayuda de un tenedor iré mezclando los ingredientes que arroparán la ensalada. Si tengo suerte (la tendré), conseguiré que los aceites liguen con las yemas de los huevos (tanto la yema hervida como las dos crudas). Añadiré un golpe de pimienta, unas briznas de eneldo, puede que un toque de salsa valentina (o de soja). Y conseguiré que la vestimenta quede cremosa, casi como una salsa tártara que arrope cariñosamente la pasta y el resto de elementos sólidos. Como soy consciente de haber mezclado muchos ingredientes que pueden provocar tensiones entre los comensales, no condicionaré mezcla alguna, más que nada para evitar una reacción curiosa, casi freudiana, que hace que en muchas ocasiones un ingrediente que no nos gusta, por mínima que sea su presencia, nos lleve a rechazar un plato (cuantas veces no he escuchado a un niño o a un adulto decir que no probará ese plato porque lleva alcaparras, que no le gustan, o porque le repite el pepino, aunque le caiga en el plato una pizca mínima). En esta ocasión mi ensalada debería ser servida/comida en plato llano, permitiendo así que los ingredientes queden bien acomodados, espaciados, combinados de modo aleatorio. Creo que mi aderezo además de ser muy sabroso jugará el papel de un lienzo sobre el que poder colocar el resto de elementos, por eso recomendaré que los comensales primero pongan una generosa cucharada del aliño, que la extiendan bien y que, sobre ese lienzo de color marfil vayan colocando los elementos sólidos, que los combinen a su gusto. Una vez hecha la composición, pueden añadirle un poco más de aliño para que termine de darle sabor. Así he llegado al final de esta entrada en la que he traicionado todas y cada una de las reglas básicas de una ensalada ortodoxa. En primer lugar, porque no he puesto nada de sal, luego nada hay ensalado en el plato. En segundo lugar, porque la base no es de verduras frescas, la presencia de los cogollos de lechuga es testimonial. En tercer lugar, porque la vinagreta no lleva vinagre, por lo menos no añadido, creo que los pepinillos, las aceitunas y las alcaparras dan suficiente acidez al plato. Si me acuerdo, a mediodía haré una foto para comprobar a qué combinación de Kandisky se acerca más a mí no/ensalada.

jueves, 17 de agosto de 2023

Capítulo DC.- Latigazos de verano.

Si hace una semana hablaba de verano a latigazos, ahora creo que me toca escribir sobre los latigazos del verano. Avanzo plácidamente hacia el ecuador del mes de agosto. He hecho ya algunos kilómetros. Quedan todavía bastantes por recorrer. Amanece en la ciudad, en cualquier ciudad. Me he acostumbrado a ver amanecer en muchos sitios. Esta vez el calor es seco, llevadero. Estos últimos días he creído estar a punto de encontrar un hilo que me permitiera escribir un capítulo estructurado del diletante en verano. Superado el ferroagosto, las vírgenes de agosto, el aniversario de la muerte de Elvis (46 años ya. Cada vez canta mejor), el horrible atentado de las Ramblas en Barcelona… Viajamos a Burdeos, largo camino en coche. A medida que avanzaban los días avanzaba en mi ignorancia, cada vez sé menos. Puede parecer una provocación, pero no me gustó especialmente el vino de Burdeos o, por ser más preciso, no tuve la ocasión de encontrar un vino en Burdeos que me gustara de verdad. Viajar con niños con propicia grandes experiencias ni gastronómicas ni enológicas, además, el vino por aquellos territorios llega a tener precios prohibitivos. Cada vez que entraba en una tienda o en el vial de un supermercado tenía la sensación de que me estaban engañando. Comprar un vino por debajo de los 10 euros en la Gironda/Dordoña sólo puede llevar al fracaso, vinos con un punto ácido, mal calibrados, sin personalidad ni encanto. Descubrí que no sabía prácticamente nada de los vinos de Burdeos, del modo en el que se construyeron. Tampoco sabía gran cosa de Leonor de Aquitania. Visitamos una bodega cerca de la casa en la que estábamos. Un chateau impresionante, escondido en medio de un bosque. Varias generaciones de vinateros de origen alemán que todavía residían en la mansión. La guía un tanto apresurada, sin especial encanto, pese a esforzarse. Aprendí mucho sobre la dificultad de construir un buen vino. El que probamos en la cata no lo era o, por lo menos, no me lo pareció, pese a todas sus laureadas plasmadas en la etiqueta. No tuvieron el detalle de sacarnos un poco de queso o de embutido para ennoblecer lo poco que bebimos. Tuvimos que robar algunas piezas de una cata anterior. He de decir que la compañía de la visita a las bodegas no era la idónea. Con nosotros caminaba una pareja joven que había llegado en moto desde Andorra (más de 350 kilómetros a pleno sol) y dos matrimonios de edad madura y cara de haber triunfado en esta y en otras vidas, dispuestos a comprar tres o cuatro cajas de vino antes de haberse mojado los labios. La cuestión era poder llegar a Barcelona y después a Menorca alardeando de haber comprado el “mejor de los vinos de burdeos”, pese a que lo que compraron no superaba los 20 euros la botella. Nos dieron a probar un rosado que no servía ni para lavarse los pies, un tinto joven ácido como una carga de napalm y la cosecha del 2020, anodina, como un funcionario público francés de una ciudad de provincias. En los anaqueles reposaban añadas gloriosas a precios prohibitivos. Puede que al contratar un tour de baratillo nos sacaran los saldos. En todo caso, fue de agradecer la explicación técnica del complejo proceso de coupaje del vino en función de los años y la meteorología. Al final, el mejor de los vinos probados en la zona de Burdeos fue un rosado de intenso olor floral tomado casi helado en una barraca de la zona de Cap Ferret, acompañado por un inmenso e intenso plato de ostras, mirando a la bahía una mediatarde húmeda y soleada. Mientras el mundo dormía la siesta nosotros nos bebimos un par de copas y docena y media de ostras. Incrementando nuestra ignorancia, pues poco sabía de la historia y tradición de los vinos de la zona, menos sabía de la nomenclatura y clasificación de los bivalvos. Sólo puedo decir que el rosado me supo a gloria y que las ostras tomadas en el puertecillo, junto a los viveros, con un golpe de limón, pan negro y mantequilla, las disfrutamos. Lo mejor del viaje a Burdeos han sido las ganas de regresar a la zona en otro tiempo y en otra circunstancia. También una casa de comidas destartalada, a pie de carretera, cerca de Saint Emilión, donde tomamos una crema de puerros y un confit de pato bastante potable (el vino de la casa, pese a estar enclavado en lo más lujoso del terruño de Saint Emilión, era digno de la mejor de las gaseosas (también es verdad que el menú cerrado no superaba los 14 euros)). Queda para el siguiente viaje el estar en disposición de probar algún vino que me reconcilie con Burdeos, poder comer tranquilamente en alguno de los restaurantes que aparecen en las guías más selectas o poder investigar a cerca del lugar donde quedó escondida la cabeza de Francisco de Goya, puesto que nos lo devolvieron decapitado cuando reivindicamos su cuerpo doscientos años atrás. También es verdad que en España no tenemos la tradición de los panteones de figuras ilustres y que, salvo los reyes, que terminan en el pudridero de El Escorial, es resto de españoles ilustres yacen olvidados en cementerios sin ningún encanto, por lo que casi es mejor que Goya siga reposando en Burdeos. Estando de ruta por el sur de Francia pensé en escribir algo sobre la salsa bordalesa, sin recordar que muchos años atrás (en 2012) ya había hecho mis pinitos con aquella salsa (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2012/12/cap-ccx-introduccion-la-cocina-epilogo.html). Aquel descubrimiento frustró mis expectativas sobre el Diletante paseando por los viñedos del Medoc. Para llegar a la salsa bordalesa primero tenía que dorar al horno unos huesos de ternera, después hacer un caldo largo con los huesos, verduras y una pieza de magro; desgrasarlo, filtrarlo y dejarlo reposar. Con aquel caldo hacer una semiglasa rehogándola con una nuez de mantequilla, una cucharada de harina y dos chalotas picadas. Añadir el caldo y dejar que redujera a más de la mitad, para conseguir una salsa densa y oscura, una salsa española, que serviría de base para la bordalesa con el vino de la zona. Todo para conseguir un hilo, una base mínima sobre la que colocar una pieza jugosa de ternera pasada por la plancha (tal vez por el horno). Tras la visita a Francia regresé con nuevas dudas: Apenas hay recetas con pasta. Tampoco he encontrado platos reseñables con arroz. Es verdad que las patatas y las verduras son estupendas, pero no haber incorporado con normalidad el arroz o la pasta creo que es un error. Eso sí, sólo por sus patatillas de un solo bocado y su mantequilla aderezada con cristales de mar merece la pena el afrancesamiento. Regresamos a España vía Burgos, con parada incluida para que los niños pudieran ver de cerca la catedral. La visita a la ciudad no nos llevó ni al cordero asado ni a los vinos de la zona. Todavía quedaban muchos kilómetros hasta nuestro destino y un lechazo unido a una buena botella de vino de la ribera nos habría noqueado (aunque yo me tomé, también de menú, un plato de pochas con sus sacramentos y un bocado de morcilla del lugar). Avanzan los días de agosto sin un hilo conductor claro, sin un relato que estructure estas primeras semanas, sólo latigazos que apuntan caminos que no se podido o no he sabido explorar. Quedan, pues, tareas pendientes por el sur de Francia, también por la Castilla más profunda. Rutas y viajes pendientes que espero poder retomar. Hicimos parada en Madrid, casi desierta, lleva de turistas y de asfalto a punto de derretir. Madrid, pese a todo y pese a todos, es una parada grata, aunque sólo sea por poder dar un trago de su agua y visitar un museo (esta vez el Sorolla, en un paseo fugaz), un espectáculo de magia, largos paseos por avenidas incandescentes y tiempo para pensar, quizás en elefantes. En los latigazos de lectura de estos días he descubierto (Sigo profundizando en mi ignorancia) que hay elefantes que mueren de pie y que pueden pasar hasta diez días a pie firme antes de caer derrumbados sus más de 70 toneladas de pesada vitalidad. Leí ese comentario en una crítica (más bien una evocación) de una vieja película de la que casi nadie se acuerda, París-Texas. En su momento aquella película desértica parecía un tótem cultural, llamada a marcar la historia del cine, ahora sólo la recordamos nostálgicos de más de cuarenta años. Descubrir que los elefantes pueden permanecer en pie durante varios días después de muertos me generó cierta inquietud, también alguna frustración ya que era de los que creía (marcado por el cine de aventuras añejo) que los elefantes viejos caminaban solos a los cementerios de elefantes, lugares mitológicos en los que se amontonaban huesos y colmillos, convirtiendo los valles en los que descansaban en codiciadas minas de riqueza. Mis lecturas veraniegas además de servir para reflexionar sobre la muerte y la apariencia de la muerte, para descarrilar el mito de la infancia sobre expediciones a la búsqueda de los cementerios de paquidermos, me llevaron a un documental de National Geografic en el que explica, con más detalle del necesario, lo que sucede y a quien alimentan 70 toneladas de carne paquidérmica en descomposición. Pese a mis esfuerzos, lo cierto es que no he encontrado ninguna receta hecha con carne de elefante digna de este blog. Descartadas las salsas bordalesas y los guisos de paquidermos, mis opciones gastronómicas quedaban reducidas ya que cualquier manipulación de las ostras puede considerarse un sacrilegio (aunque barajé escribir sobre lo bien que combina la carne de la ostra con el tocino, o el juego de los bivalvos con cítricos y hierbas mentolada). Los dulces del sur de Francia no me sedujeron (ni el canelé ni las galletas macarons que no probé). Podría haberme lanzado a algún plato con foie o un guiso de pato, al final descartados. En el último instante encontré la solución a este latigazo del verano, un bocado afrancesado, sencillo, sabroso, dulce. Unas galletas moscovitas, originarias de Asturias (Pastelería Gayoso). Para hacer las moscovitas se necesita: 100 g. de almendra Marcona cruda y picada 100 g. de azúcar glas. 100 g. de nata o crema de leche para montar. 20 g. de harina de trigo 150 g. de chocolate (preferiblemente en virutas, preferiblemente más de un 65% de cacao). Papel de horno. Ponemos en un cazo al fuego, llama muy baja. Incorporamos la nata y el azúcar, sin parar de remover y evitando que hierva la nata. Cuando el azúcar se disuelva añadimos las almendras picadas y la harina tamizada. Seguimos removiendo hasta que se integren todos los ingredientes (si removemos con unas varillas la masa tomará algo de aire y eso ayudará a que la galleta quede más esponjosa). Distribuimos pequeñas porciones de masa sobre papel de horno. Una cucharada para cada galleta, aprovechamos la misma cuchara para aplanarlas un poco, han de formar una superficie redonda y plana. Mantenemos distancia entre galleta y galleta ya que cada pieza se extenderá unos centímetros con la cocción. Ponemos el horno a 170º. Ocho minutos bastarán para que se cuezan las galletas. Antes de sacarlas, todavía calientes, esparcimos las pepitas de chocolate, que quedarán adheridas a la superficie. Dejamos enfriar en un lugar seco (la galleta terminará de secarse, la gracia es que sea un bocado crujiente). Acompaño la receta con un golpe fresco de Sorolla, un buqué de flores que podrían pasar por francesas (Instagram: #undiletanteenlacocina). Poco más para este latigazo de mediados de agosto.

lunes, 7 de agosto de 2023

Capítulo DXCIX.- Verano a latigazos.

El verano avanza a latigazos. Se suceden días extremadamente calurosos con jornadas en las que baja diez o doce grados el termómetro, el día permanece encapotado y parece que vaya a llegar una tormenta que no termina de romper. Lejos quedan aquellos veranos en los que el sol se instalaba en el cielo el 24 de junio y permanecía inamovible hasta finales de agosto, encadenando días despejados y radiantes. Se acercan el ferragosto, los días centrales del mes en los que las ciudades grandes quedan abandonadas, a merced de turistas despistados. Calles desiertas, tiendas cerradas a cal y canto. He de decir que la tercera semana de agosto siempre me ha seducido, aunque me pillara fuera de casa, durante unas horas era capaz de instalarme en la calma chicha del ferragosto más plomizo, abstraerme del mundanal ruido. 15 y 16 de agosto, como el sábado de Gloria y la mañana temprana del 1 de enero son espacios en los que el tiempo se detiene, en los que parece que no quedara un alma sobre la superficie de alguna de las zonas habitadas del planeta. Esos espacios de no-tiempo son ideales para recargar pilas, para pensar en el futuro, o simplemente para afrontar tareas absolutamente absurdas y personales, esas que nadie quiere entender, por eso no suelo compartirlas. Como aperitivo a estos días del próximo ferragosto he leído el artículo de Marta D. Riezu titulado Diario de Agosto (https://www.elle.com/es/living/ocio-cultura/a44731130/diario-de-agosto-marta-d-riezu-4-agosto/), muy recomendable para diletantes que aprovechan las tardes de verano para revisar a Éric Rohmer o alguna comedia de Bertolucci (alguna intentó, sin mucho éxito). Ferragosto es el momento ideal para tareas destinadas al fracaso, como la de intentar ordenar y sistematizar los cientos de recetas de este blog (he conseguido un Excel con poco más de doscientas, voy a latigazos, como los de este verano), o intentar pasar a limpio las notas que tomé durante el viaje del año pasado a la costas oeste norteamericana (un cuaderno de tapas duras lleno de frases inconexas), o empeñarme en comprar un mapa grande de Grecia y de sus islas para situar sobre el terreno la larguísima relación de tropas que organizó Agamenón para la Guerra de Troya (Canto II de la Iliada, que empieza enumerando a Penéleo, Leito, Arcesilao, Protoenor y Clonio, que capitaneaban a los beocios… Y así hasta más de mil naves que, a 50 soldados en cada nave, da un contingente de más de 50.000 guerreros). Sobre la mesa del salón ordeno los libros que querría leerme durante este mes de agosto, algunos están ya muy avanzados, otros todavía por desempaquetar. Leo a latigazos, sin mucho orden, sólo por placer, contagiado con la Euforia de disponer de tiempo libre y la Euforia, que es el poemario último de Carlos Marzal, donde recuerda, no sé si preocupado o feliz, que va a cumplir sesenta años sin haber llegado todavía a los dieciocho. Igual que amontono libros, acumulo recetas, tanto las hechas como las que espero poder hacer en algún momento. La cuestión es poder aprovechar este tiempo de transición, este no-tiempo del mes de agosto que sirve igual para ver y reírme con el nuevo capítulo de la guerra de sexos que propone Barbie, como para bucear en películas viejas en las que mis hijos se desesperan por la falta de ritmo. Estos últimos días he recalado en una no-receta, en la pelea por conseguir una salsa casera que pueda competir con la salsa industrial que acompaña a las ensaladas cesar de los restaurantes. He conseguido que en casa aprecien la sencilla combinación de ingredientes que llevan a una salsa Cesar casi de las que venden prefabricadas en los supermercados. Los ingredientes son sencillos, yo he hecho algún pequeño ajuste. El punto de partida es una mayonesa muy clara. Para la mayonesa yo utilizo un huevo a temperatura ambiente, 250 gramos de aceite (50% oliva, 50% girasol), una cucharada de mostaza en grano, una cucharadita de wasabi, una pizca de sal y la ralladura en esta ocasión de una lima, en vez de un limón. Hecha la base de la mayonesa (si añado un huevo más saldrá más cremosa, más clarita), pico cuatro anchoas en aceite, un golpe de salsa perrins, 40 gramos de queso parmesano rallado y otro golpe de pimienta blanca reciente molida. Termino de envolver estos ingredientes e integrarlos en mi mayonesa, con eso consigo que mis hijos prefieran las ensaladas cesar caseras (con eso, con poca lechuga, mucho costrón de pan, mucha lámina de queso parmesano suplementaria y una pechuga hermosa de pollo hecha a la brasa por cabeza). Así celebro la proximidad del ferragosto, con algo de desorden, cierta querencia al «fare niente» y un cuadro de Diaz Olano titulado Agosto, que colgaré en Instagram (#undiletanteenlacocina)

jueves, 3 de agosto de 2023

Capítulo DXCVIII.- El Bulli/Miramar. Julio 2023.

Aseguran las malas lenguas que el pasado 12 de julio, a una hora impropia para un probo funcionario, un sujeto de más que mediana edad, entrado en kilos y aparentemente feliz, se estaba bañando desnudo en una playa del Alto Ampurdán. No puedo asegurar que fuera el diletante, tampoco puedo negarlo, sólo cabe afirmar que se encadenaron una serie de acontecimientos climáticos y emocionales que fácilmente podrían llevar al más recto de los profesionales del derecho a despojarse de todas y cada una de las prendas de vestir para zambullirse durante unos instantes en la cálida y cristalina costa cercana al Cabo de Creus. Dejarse llevar durante unos instantes por el ritmo cansino de las olas y asumir que las duchas no funcionarán (restricciones de agua) y puede llegar a ser incómoda su osadía. De nuevo toca hablar de pequeñas transgresiones que sirven para neutralizar crisis de más envergadura. Aquel miércoles tenía reserva para visitar el museo del Bulli, la #bullifundation. Había decidido ir solo, tenía miedo de que la experiencia me defraudara. He pasado momentos muy especiales entorno al Bulli, alguno lo he contado en este blog, otros muchos quedan en la memoria, a la espera de que se den las circunstancias narrativas para contarlo. Hace un par de años regresé a la cala Montjoi, el edificio estaba todavía en obras, era un espacio sin forma definida, un proyecto con más sombras que luces. Recuerdo que fuimos paseando por el camino de ronda, que nos bañamos desnudos en calas minúsculas, entre erizos y rocas. Era un día de calor, de principios de julio. Paseamos hasta el final de la playa y tomamos unas sardinas a la brasa con una ensalada en un chiringuito, con vistas al Bulli. Nos dimos otro chapuzón y luego descabezamos un sueño a la sombra de unos tamarindos. En esta ocasión regresé solo, inquieto, pensando que visitar el museo me sabría a poco. Cuesta pensar que en el espacio ocupado por el que fue durante años el mejor restaurante del mundo ahora sólo hay un par de máquinas de vending para comprar una bolsa de patatas, unas galletas o una bebida fría. Paseé por las instalaciones, más por nostalgia que por curiosidad. Disfruté de las fotos viejas, de los recuerdos de las primeras brigadas, de los primeros menús, me quedé absorto ante los vídeos, escuché con más o menos atención la audioguía, hice alguna instantánea con el móvil, me paré frente a los expositores en los que descansaban platos, vasos y cuberterías de todo tipo. Supongo que cada visitante que acuda al nuevo Bulli buscará y encontrará cosas distintas. Superado el ruido de la inauguración, creo que será difícil que alguien decida ir exprofeso al museo, salvo algún romántico como yo. Lo normal es que las instalaciones se conviertan en uno de los hitos recomendados a turistas de la zona, gente a la que cada vez el Bulli le pilla más lejos. Encaja mal el turisteo de chancla y sangría de la zona con la clientela habitual del restaurante, sobre todo en sus últimos años. Me cuesta creer que la Bullifundation se convierta en un santuario de la liturgia foody. No dudo que haya muchas personas, yo entre ellos, dispuesto a recorrer medio mundo para disfrutar de un menú degustación en el rincón más apartado del universo, pero me cuesta más pensar que esos mismos peregrinos se animen a recorrer carreteras sinuosas para encontrarse con una fría máquina expendedora de fruslerías envasadas. Resulta divertido que tres o cuatro de los viejos camareros del restaurante se ocupen ahora de vigilar las salas y te ofrezcan un vaso de agua con gas, no muy fría, a la salida. Pero no me quiero poner gruñón, crítico o cascarrabias; siguen siendo muchas las anécdotas y aventuras en torno al Bulli, alguna de ellas propias, otras ajenas pero incorporadas ya a mis recuerdos. El Bulli y su entorno fueron algo más que un mero restaurante, algo más que una moda más o menos pija. Cuando pienso en el Bulli pienso en un proceso creativo complejo, en la culminación de un camino iniciado mucho tiempo antes. Es el esfuerzo por integrar la comida y la gastronomía la cultura de una civilización, un esfuerzo por convertir la comida en algo más que una necesidad fisiológica. Ya sé que hay mucha gente que considera que comer es una necesidad que debe satisfacerse de modo rutinario, sin prestarle mayor atención. Respeto a quien piensa o siente así, como respeto a quien visita una ciudad y decide no entrar en ningún museo, son opciones personales. Quien no disfrute de la comida o de según qué tipos de alimentos seguramente pensará que el Bulli no es sino un gran ejercicio de publicidad, una experiencia frívola sujeta a una campaña de marqueting apabullante. Yo soy de los que creo que la comida, cualquier comida, por sencilla o poco elaborada que parezca, responde a un sistema de codificación social, económico y cultural muy complejo. Creo que uno de los elementos que determinó el salto de los homínidos al hombre fue la necesidad/habilidad de manipular los alimentos. La civilización empieza cuando el primer mono decide manipular una pieza de fruta, una verdura o una presa de caza sometiéndola al frío del agua fresca o al calor de un fuego improvisado. Manipular los alimentos, condimentarlos, combinar unos con otros, aunque fuera de forma muy rudimentaria, fue un paso tan importante como el de codificar los primeros sonidos y conseguir que, a partir de sonidos guturales, se fuera organizando un sistema organizado de comunicación. Del mismo modo que el lenguaje ha evolucionado, ha ido incorporando herramientas, construyendo frases complejas para expresar conceptos o sensaciones complejas, la cocina y la comida han seguido un camino similar. No diré yo que la cocina sea una de las bellas artes (aunque hay argumentos sólidos para defender que la cocina y la comida se ha integrado históricamente en el mundo del arte y de la cultura), pero sí que defiendo firmemente que detrás de cualquier comida, incluso de la que pudiera afrontar alguien a quien no le gustara la comida más allá de la mera supervivencia, es un ejercicio de creación o reflexión complejo, repleto de factores sociales, económicos y culturales acumulados durante siglos de experiencia colectiva. Una decisión tan maquinal como la de tomar un huevo y decidir si lo batimos para preparar una tortilla o un revuelto, si lo cascamos para freírlo sobre un medio graso y caliente, o si lo hervimos para que se solidifiquen con mayor o menor intensidad sus fluidos viscosos, o si lo tomamos crudo. Si lo aderezamos con sal, pimienta, comino, hierbas de cualquier tipo; lo mezclamos con trocitos de jamón, con unas patatas, con verdura de cualquier tipo picada, dejamos que se fundan unos dados de queso, o lo endulzamos con una pizca de azúcar o con canela. Esa decisión de qué hacer con un huevo supone un árbol de decisiones que creemos tomar inconscientemente, pero que, más allá de las apetencias instantáneas en el momento de abrir la nevera, responde a todo tipo de factores preestablecidos, conscientes o subconscientes que nos sitúan en un momento y en un lugar muy determinado. Ese proceso creativo, esa estructura compleja de toma de decisiones pasará desaparecida para el común de los mortales, puede que incluso haya quien piense legítimamente que es una solemne tontería, puede concluir con el ejercicio mecánico de freír un huevo para aplacar el hambre a mediodía, o puede convertirse en un momento o bocado especial. Todo es cuestión de gustos, de perspectivas… Creo que el Bulli y sus impulsores han sido capaces de codificar de manera más o menos ordenada ese proceso creativo, ese conjunto de decisiones tomadas durante siglos, hasta catalogar 1846 recetas, 1846 platillos o bocados creados, en muchas ocasiones, a partir de un juego simple e intuitivo de mezclar sabores o de provocar sensaciones, pero, sobre todo en el tramo final del restaurante, como ejercicio más o menos intelectualizado de creación no sólo gustativa, sino también visual. Mi visita al museo del Bulli especialmente un reencuentro con ese proceso de creación; no fue sólo un ejercicio de nostalgia más o menos pija, sino la oportunidad de poder ordenar sensaciones y emociones entorno a una mesa y a lo que significa sentar a varias personas entorno a una mesa. Por eso lo que más me gustó, lo que más me emocionó fue ver el comedor vacío, con las sillas y mesas preparadas como si en unas horas el lugar pudiera volver a ser un restaurante. Creo que Adriá cierra, no sé si de modo consciente o inconsciente, un circulo temporal e intelectual muy complejo. Del mismo modo que sorprendió que cuando el Bulli fue invitado a una de las ferias de arte más importantes del mundo (el Documenta XII de Kassel) y decidió que su aportación al evento era trasladar a dos visitantes desde el pabellón de la exposición en Alemania al restaurante en el Ampordá; ahora el último giro de tuerca es visitar lo que crees que es un restaurante y que, en realidad, es un museo extraño en la que nada se puede comer. Puede que incluso en los amplios jardines que rodean el recinto se termine permitiendo que la gente traiga picnics en tupper desde sus casas, consiguiendo que El Bulli termine siendo territorio de tortillas de patata, filetes empanados o pasta fría. Como sabía que la visita a la Bullifundation me dejaría una sensación extraña, frustrante pese a todos los pesares, esa misma mañana había reservado para comer en LLançá, en el Miramar de Paco Pérez. Uno de los restaurantes que más me ha gustado y sorprendido en los últimos años. Deudor de El Bulli (como otros cientos de restaurantes alrededor del mundo), pero a la vez capaz de aportar algo más. Antes de las dos de la tarde había aparcado a las afueras de Llançá y caminaba decidido hasta la sala principal del Miramar. El Miramar tiene una de las salas más elegantes que conozco, un comedor clásico, con vistas a la playa. Es fabuloso ver a la gente transitar por el paseo marítimo con sus chanclas, la sombrilla al hombro, arrastrando niños y resoplidos. La orilla llena de colchonetas y flotadores. Matrimonios mayores untándose con desgana crema solar (a partir de una edad extender crema solar por una espalda ajena no debe generar ninguna inquietud erótica). El pez desde la pecera disfruta de los visitantes. Miramar alcanza todos mis placeres, por lo menos los de aquel martes de mediados de julio, caluroso y plomizo. Disfruté de beber sin beber, me explico, la noche anterior había dormido poco, acumulaba muchos días de cansancio y más de dos horas de trayecto hasta mis destinos, más otras tantas horas de regreso. Pese a que contaba con descabezar un sueño en la playa para diluir cualquier resto de cansancio que pudiera poner en riesgo mi jornada especial, lo cierto es que no me apetecía beber mucho, pero no renunciaba a comer con vino. Expliqué mis contradicciones al sumiller, que comprendió enseguida mis deseos. Quería oler los vinos, removerlos tranquilamente sobre una copa amplia, volver a olisquearlos y acercar los labios a la boca de la copa, para mojarme la punta de la lengua como un niño pillo. Empecé no bebiendo una manzanilla muy fría, después una garnacha ligera del alto Ampurdán, un ull de llebre que me sorprendió menos y, con los postres, una malvasía. Todos de la zona. Todos aspirados más que bebidos. Los panes un vicio, capaces de arruinar la comida. No habían empezado a llegar los platos cuando ya había devorado dos piezas. Especialmente sabrosa una focaccia casera recién horneada. El servicio impecable. Chicos y chicas muy jóvenes, vestidos como si fueran acomodadores de la ópera de París. Sobrios, discretos, algo rígidos, pero atentos (no era difícil pues aquella mañana sólo se ocuparon 3 mesas). Todos formados en las reglas clásicas del servicio más tradicional, sigilosos, cada uno en su papel. Sumados cada uno de los pases, incluidos los bocados que acompañaban al café, creo que probé cerca de treinta bocados, casi todos del mar y de su entorno (no solo pescado y marisco, también algas y vegetales de su entorno). Platos en apariencia sencillos, pero de elaboración tan sofisticada que creo que tardaría semanas en poder reproducirlos. El ceremonial impecable. Un camarero colocaba primero los cubiertos, otro traía el plato y un tercero lo presentaba con una descripción escueta pero completa. En tres o cuatro bocados que consideraron principales vinieron desde la cocina los ejecutores para explicar el guiso y su elaboración. Hice fotos de todos los pases, excepto del que trajo el propio Paco Pérez, pero son imágenes para consumo propio, no quiero colgarlas. Me gustó mucho el bocado de arroz con láminas de pulpo, una esponja de algas sobre las que depositaron frutos de mar, un bao de buey de mar o el curry de camarón y zanahoria. No me importaría volver a repetir menú. Me sorprendió la alegría con la que encararon los postres, vino una repostera muy joven, más que mi hija, para presentarlos. Mientras que los platos salados eran ligeros y equilibrados, con los postres llegó un delirio controlado de azúcares, algo que a un goloso como yo le hace recuperar su fe en el género humano. Por fin una cocina moderna que no demoniza el azúcar. De entre los bocados golismeros, ganó todas las medallas un homenaje al café capuchino. El plato era sencillo, lleno de ilusión infantil. Vi como en la cocina se peleaban con una nube de algodón dulce que hilaron instantes antes de traerla a la mesa, consiguieron convertir la madeja de azúcar en una empanadilla minúscula y compacta que rellenaron con una mantequilla de café. La presentación en la mesa proponía un juego, había que mojar el triángulo relleno de crema de café en una espuma de leche, para después impregnar la punta en un polvo de cacao que formaba el tatuaje de un corazón. Para finalizar el juego había un grano de café que, en realidad, era un minúsculo bombón de praliné y café. He pasado unos días recopilando información sobre la mantequilla de café, una combinación que, pese a mi pretendida experiencia, no conocía, pese a ser un básico de la repostería. Tomo la receta de una web llamada bavette (https://www.bavette.es/tartas-y-pasteles/10091-crema-francesa-de-mantequilla/ ), donde se explican los antecedentes de la receta y sus ingredientes. Se necesitan: 150 gramos de Yemas de huevo (7-8 yemas) 250 gramos Azúcar granulado 100 gramos Agua 250 gramos Mantequilla sin sal, blanda Una cucharadita de café liofilizada (nescafé). Todos los ingredientes conviene que estén a temperatura ambiente. La receta empieza poniendo el azúcar con el agua en un cazo para que calienten hasta formar un almíbar (no se trata de hacer caramelo, sino un fluido espeso y trasparente). Mientras el almíbar sigue su curso se baten las yemas para que espumen, doblen su volumen y terminen blanqueando. Puede hacerse con batidora para que el brazo no quede derrengado. Cuando las yemas lleguen a la textura y volumen marcado, se añade poco a poco el hilo de almíbar (mejor si no está muy caliente, para que no cuajen rápido las yemas). Sin dejar de batir la mezcla, agotado el almíbar, se añade la mantequilla en pequeños cubos, sin dejar de batir. Se convertirá en una crema brillante. La crema está casi hecha, sólo queda incorporar el extracto de café, en función de los gustos. No conviene que quede muy amargo. Bastará una cucharadita de café, incluso menos. Esa crema de mantequilla y café es la que se pone en una manga pastelera para rellenar el ravioli de azúcar hilado. En un viaje reciente a Munich descubrí en una pequeña galería a un pintor (Michael Lauterjung) que pinta sencillos elementos de vajilla, utiliza maderas viejas, apenas tratadas, como lienzo. Creo que el Miramar podría comprar alguno de los cuadros de Lauterjung para decorar la sala. La imagen elegida está mi instagram (#undiletanteenlacocina). Así termina mi escapada al Bulli/Miramar, espero que no sea la última vez que ensayo esta combinación.